La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

martes, 15 de diciembre de 2009

Que si he visto el amor...

¿Que si he visto el amor? Si… por acá ha pasado…
Varias veces con distintos trajes… de entrada y de salida
De esperanza cuando llega y de luto cuando se ha marchado
Sí, claro que lo he visto, ha tropezado alguna vez con mi vida…

Una vez me sorprendió dormido y no me despertó…
Se quedó esperando el alba sin hacer ruido a mi costado
Sin darme una señal ni respirar en el ambiente absorto
Amaneció, se fue y no lo sentí ni un instante a mi lado

Otra vez llegó apurado, sin saludar ni darme tiempo
Sólo me pidió una noche en casa por el frío de la calle
Puso su abrigo al lado del fuego y respiró profundo
No me dijo nada. Lloró profuso sin entrar en detalle

Algunas veces pasó empujándome entre la multitud
Indiferente ni siquiera se dio cuenta de mi presencia
Traté de llamarle con un grito, pero grito a plenitud
Y sólo notó la bulla de otros gritos tras su ausencia

Aparece en los lugares menos esperados sonriendo
Y cuando lo esperas te moja la lluvia y te seca el sol
Nunca está donde lo has citado y te quedas viendo
Cómo escapa de tus manos, huyendo a bailar un son

Ah! ¿Que si he visto el amor? Sí compañero… sí lo vi.
Preguntó por ti con un tono burlón… he visto esa cara antes
Se ha burlado de mí tantas veces desde la luna hasta aquí
Que le dije que no estabas, que volviera el otro mes…



Santiago Dum.

Sonrisa Mariposa

La sonrisa es el espacio en que las comisuras de los labios se extienden como mariposa al vuelo para dejar ver el espectro tenue del alma…

La sonrisa transmite leves vibraciones de empatía perpetua entre esa boca que deja ver tímidos sus dientes y los ojos que se dejan cautivar en ese cuadro inolvidable…

La sonrisa pasa por el aire como un destello de paz que motiva la tranquilidad más pura por más hostil que sea el ambiente que la inspira o la cohíbe…

La sonrisa vive en cada momento de recuerdos gratos, aquellos que elevan la mirada al horizonte de la añoranza, los anhelos, la bella melancolía y todo lo que pudiese evocar una sonrisa…

Pero tu sonrisa… pero tu sonrisa no la puedo describir porque encierra tantas cosas que rozaría con el atrevimiento, con la osadía, con la pretendida imprudencia de develar eso que hace que esa mariposa al vuelo revoloteé en el estómago y se refleje en mi propia sonrisa… esa que no veo porque estoy cautivo en tu sonrisa…





Santiago Dum.

sábado, 24 de octubre de 2009

El día que perdí la inocencia

Mi inocencia no se fue en un cuerpo libidinoso. En eso se me fue el pudor. Mi inocencia se fue en ríos de sangre que no quise y tuve que ver.

Ocho de octubre de 2003. Un despertar rutinario y camino al trabajo. Sintonicé noticias. “última hora, un carrobomba estalló en San Andresito. Hasta el momento se cuentan dos agentes de policía muertos y tres civiles. Esperen avances”. Revivieron esos momentos nefastos del narcoterrorismo de finales de los 80 y comienzos de los 90 que dejaban decenas de muertos en las calles de las ciudades. Yo trabajaba en la sección de información y análisis del CTI de la Fiscalía. Sabía que ese día iba a tener trabajo, pero no sabía cuál. Al llegar, el caos en la oficina y la gente enfundándose el uniforme. Sólo faltaba uno que estaba enfermo. El fotógrafo. La cámara esperaba encima de un escritorio para registrar imágenes que nadie con un poco de sensibilidad quisiera ver. Y no había quién la manejara. – Felipe, coja esa cámara y póngase el uniforme que va de fotógrafo para lo de San Andresito-. No era una opción, era una orden y no había más felipes… sólo yo. Me vestí con ese uniforme negro que transforma a los funcionarios del CTI de suaves ciudadanos a imponentes atarbanes del brazo coercitivo de la ley. Miraba la cámara como si fuese un ataúd en el que iba a meter los muertos de la bomba. Cogí la cámara. Sentí un alivio. Era digital y no la sabía manejar. – Jefe, no se manejar esta cosa, ponga a otro -. -Nada, aprende en el camino…- respondió. Subí a la camioneta que nos llevaría a la escena de la masacre y empecé a probar la cámara. Tomé tres fotos profundas de mi pupila y mi iris hasta que un compañero le dio la vuelta y empecé a ver el mundo más pequeño. Llegamos al lugar. Ya estaba esa cinta amarilla que separa las gracias de las desgracias. Sólo los desgraciados podríamos pasarla y otros ya yacían tras las cintas sin vida. Al borde de la cinta estaba una bota militar. Yo sabía que era de uno de los policías fallecidos. – Esmeralda, la explosión le arrancó la bota, mire eso – dije a una compañera del CTI -. No respondió, no dijo nada. Sólo dejó su mirada clavada en la bota y se tapó la boca con la mano como para no dejar escapar un grito. Repasé la bota que para mí sólo era una bota maltrecha. Pero no. Era más que una bota. De la unión de la suela y el cuero rota asomaban unos dedos chamuscados. El pie estaba dentro. – Felipe, las fotos, tome las fotos – dijo el jefe. Yo ya no quería tomar fotos y me quedé mirándolo a los ojos con cara de angustia a ver si se apiadaba de mí. – Rápido las fotos que el tiempo que pasa es la verdad que huye…- la verdad es que quien quería huir de ahí era yo.

Apreté la cámara con fuerza pensando que así iba a dejar de temblar. No fue así. Tomé la foto de la bota y seguí caminando con un temor inmenso porque esta sólo era la entrada. El plato fuerte vendría más adelante. Mis botas rechinaban contra los vidrios rotos esparcidos por el suelo. Aún se oían llantos, sollozos y gritos. Alguna gente ensangrentada se sentaba al lado de sus mercancías porque preferían que se les fuera la sangre que el esfuerzo de muchos años en la mano de los saqueadores. Carros abollados, puertas en el piso, humo de incendios sofocados, gente desorientada, ruidos de sirena y en la mitad de todo eso yo, tomando fotos, observando con detalle. Se quedaban las imágenes más grabadas en mi memoria que en la de la cámara. Esmeralda señaló al techo de un edificio con la mano otra vez en la boca frustrando otro grito. En un quinto piso estaba el capó del carrobomba que estalló. Nos acercábamos al epicentro de la explosión. Todo estaba esparcido. Nada estaba en su lugar. La onda explosiva desplazó todo el material que no estaba amarrado al piso. Un carrito de jugos de naranja había volado cien metros del lugar. La vendedora alcanzó a soportar unos minutos antes de desfallecer en los brazos de su hijo que estaba justo en donde fue a parar el carrito. Él quiso llevarla de todas maneras al hospital y su cuerpo, el de ella, ya no estaba en la macabra escena. La moto de policía estaba destrozada contra el andén en donde habían parqueado los agentes antes de inspeccionar el vehículo que les estalló en las manos. Al lado de la moto el cuerpo de un uniformado negro y robusto. Sin una bota. Sin un pie. Yo seguía tomando cada foto. No miraba si estaba bien enfocada, bien encuadrada, si la distancia era la adecuada. Sólo quería retirar la mirada rápido porque me podía más la impresión que el morbo. A 200 metros, en sentido contrario del carrito de jugos, el motor del carrobomba. Un bloque negro de hierros fundidos. Contra un edificio, en el piso, el tronco y la cabeza del otro agente. Las piernas habían quedado trepadas en el segundo piso de un local comercial y los brazos no los pude encontrar. Tampoco los busqué. Aunque era “importante” para la investigación porque fue por abrir la puerta del carro con esos brazos que el impacto arrancó, que se activó el detonador. Ya llegaría un fotógrafo de verdad con experiencia en estas cosas que habría de buscar los benditos brazos. Para terminar el macabro cuadro, un indigente que pasaba por allí recibió la onda por su boca y salió por su estómago. Las vísceras estaban expuestas mientras su cara dejaba perpetuado un rictus de incredulidad, como el gato que después de siete vidas ve que se le va la última. Los reporteros gráficos tomaban fotos con una pasión aterradora. El del diario El Espacio se regocijaba y daba brincos. Sólo le faltaba dar gritos de júbilo. La Policía trataba de no dejar contaminar la evidencia. Y yo seguía tomando fotos. Tres murieron allí mismo, los dos policías y el indigente. Los otros tres en la ambulancia o en el hospital.

Pasó una hora y media, desde las 7:30 hasta las 9:00 de la mañana en la que parpadeé mucho menos de lo que solía hacerlo. Varias veces mis ojos quisieron abandonar las órbitas y varias veces mi desayuno quiso abandonar el estómago. Me senté en un andén para tomar una bocanada de aliento. La cámara estaba en mi mano pero no quise repasar ninguna de las fotografías. No volvería a ver esas imágenes ni guardadas en un aparato. Respiré profundo y traté de no pensar en nada. Pero Esmeralda se quedó mirándome fijo y dejó caer un par de lágrimas que se fueron convirtiendo en un llanto profuso. Yo traté de consolarla pero también lloré y no pude contener mis propios espasmos. - Vengan acá, no hemos terminado – gritó de nuevo el jefe que escondía su propio estupor en gritos y órdenes. – Tienen que ir a tomar fotos de todas las personas que se acerquen, háganlo con disimulo, casi siempre los criminales vienen a la escena del crimen para verificar que se logró el objetivo. Fotos para todo el mundo – dijo.

Me fui con la cámara y le dije a Esmeralda que se fuera a entrevistar testigos. Cogí esa cámara como si fuese una pistola y empecé a disparar contra todos. Cada rostro era un sospechoso en potencia. Los odié a todos. Todos eran unos miserables asesinos sin sentimientos y yo llevaría su rostro a un archivo con el deseo de llevar su cuerpo a una cárcel y por qué no, a un patíbulo. Odié, odié todo. Odié haber nacido en un país de criminales asquerosos. Odié a los paramilitares y a los guerrilleros y a quien quiera que hubiera puesto esa bomba. Duré hasta las once de la mañana disparando esa cámara que ya era una prolongación de mis manos. Algunos con disimulo, a otros de frente como desafiándolos a que me dijeran algo para escupirles el odio que llevaba dentro.

Regresé a almorzar a la cafetería del búnker, como llaman la sede central de la Fiscalía General. Las papas eran sesos, la remolacha y el arroz eran vísceras, el jugo era sangre y todo me bajaba rasgando las paredes del esófago. Sólo pude pasar dos cucharadas y fui a vomitar. Por fin vomité. Pero no pude vomitar la sensación de que vivía en un país de hampones.

Antes veía en cada rostro una luz de esperanza de un colombiano berraco. Después de ese día, cada rostro se convirtió en un potencial criminal que en cualquier momento mandaría al otro mundo a policías y ladrones, a ricos y pobres, a hombres, mujeres y homosexuales, a niños y ancianos… a mi hijo o al tuyo. Ese día perdí la inocencia mientras seis más perdieron la vida.

sábado, 4 de julio de 2009

Never Ríos Carrascal. (Publicada por la Revista Número Edición 61 de junio de 2009). (Mención como Mejor Crónica o Reportaje en Prensa, Premios Nacionales de Periodismo Simón Bolívar 2010).


Historia de un asesinato anunciado:

Andrés Felipe Giraldo López

Envío una crónica que escribí hace poco. El tema principal es el conflicto armado interno desde una perspectiva muy personal. Yo trabajé en el Programa de Protección a Víctimas y Testigos de la Fiscalía y uno de mis casos fue asesinado. La crónica relata estos hechos con toda la emotividad personal que el hecho provocó en mí. Espero que sea de su agrado. Vale la pena anotar que yo asumo todas las implicaciones en cuanto a mi seguridad y las dificultades que se puedan presentar en términos legales en caso de que la crónica sea publicada por su prestigiosa revista. Al leer el documento me entenderá mejor.


Más que un nombre, fue una alegoría: Never de nunca, Ríos de sangre y Carrascal, que significa espesura del monte. Allí encontraron los restos. Después, él se reencontró con su familia… dentro de una caja de 50 por 35 centímetros, rodeado por una bandita morada que decía en letras blancas: «Never Ríos Carrascal».

Fiestas de Corraleja en Sincelejo. Año 2002. «¡Yaaaa llegó el 20 de enero!…», retumbaba la música en mis oídos mientras trataba de escuchar el testimonio de Never. Era un costeño alegre pero, paradójicamente, con una situación difícil de comprender. Había servido ocho años a los paramilitares al mando de alias «Cadena». Era cocinero de una sazón única, y así conquistó el cariño de gente para la cual el cariño sólo pasa por la barriga y el falo.

Él era testigo de muchas cosas y yo era funcionario del Programa de Protección a Víctimas y Testigos de la Fiscalía. Yo iba a Sincelejo a ofrecerle protección del Estado y él iba a escuchar qué le ofrecía yo. Allí estábamos, en un cuarto de hotel. Yo, grabadora en mano; él, con las manos inquietas, ansiosas y casi desesperadas… desesperantes. Fue una entrevista en la noche del 20 de enero de 2002. Él salió de su casa y dio varias vueltas hacia distintos lugares para despistar. Algunas veces corrió y se escondió, otras veces se puso gorra y gafas oscuras y cambió el caminado. Se tomó una hora para recorrer un trayecto que, sin sicarios a la espalda, le hubiese tomado diez minutos a pie. Tocó a mi puerta como habíamos acordado tres días antes por teléfono. Tres golpes, silencio, dos golpes, silencio, un golpe fuerte. Esa era la clave. Abrí, me vio y me miró las manos como en un acto reflejo. Yo tenía la grabadora en la mano derecha y no sé qué pensó qué era, porque cuando la vio, me mandó un manotazo que casi saca a volar mi única herramienta de trabajo. Me ofreció disculpas tartamudeando:
—Qué… qué… qué pena, mi doc; es que… es que… es que ver cosas en las manos de desconocidos me pone muy nervioso…
—Fresco —le dije—. Yo vine a ayudarlo, a tratar de salvarlo porque me dijeron en el CTI que usted ya olía a formol.
—Sí, mi doc —continuó—. Yo tengo mucha información de los paracos que a ustedes les ha servido, pero no me creen nadita allá en Bogotá; hablé con un doctor que no me acuerdo cómo se llama y el man ni siquiera me paraba bolas. Sólo miraba papeles y me decía «Ajá», como para que yo creyera que me estaba entendiendo. Pero qué va. Ese doctor ni me miró una sola vez y yo tengo miedo porque acá ya me sapiaron.

Ese doctor se llama Andrés Fernando Ramírez Moncayo, fue fiscal delegado ante la Corte Suprema de Justicia para la época de esta historia y después fue vicefiscal general de la nación cuando estaba al mando de la Fiscalía el muy cuestionado, por su trato preferencial con los paras, Luis Camilo Osorio. Vale la pena anotar que el señor Ramírez Moncayo salió de su puesto por unos negocios que empresas de su familia tenían con el Ministerio de Defensa, y en medio de cuestionamientos éticos por ese asunto.

—¿Quién lo sapió? —pregunté con una ingenuidad absoluta.
—Doc, eso qué importa: acá desde el gobernador de Sucre hasta mi madre me pueden sapiar, todos trabajan para esos manes…
—Ajá… yo sé, —dije, como para que no me viera la cara de novato—. Pero fresco, hermano, yo vengo de la nevera y soy de confianza. El CTI ya le dijo quién soy yo y a qué vengo… Hable tranquilo conmigo, que yo me llevo la información con toda reserva y sólo la podemos ver en el programa; ni ese doctor del que me habla la puede ver.
—Docto, yo voy a confiar en usted, pero si a la salida de acá me matan, usted se va para el infierno conmigo…
—Fresco, hermano, nos quemamos en la quinta paila los dos pero hable que es por su bien. Hágale, que está seguro.
En ese momento sentí como si se hubiera roto un dique. Suspiró profundo y dejó caer un par de lágrimas, pero la voz nunca se le quebró.
—Listo, docto, va pa’esa. Entonces pare bolas.
—OK —respondí—, hágale pues… —y prendí la grabadora.

—Yo he sapiado muchas cosas, doc, pero la que me tiene con la lápida al cuello fue la denuncia que le hice al gobernador. Esa no me la perdonan porque hasta ahora a ese man no le habían encontrado nada.
—¿De qué se trata? —pregunté.

Yo ya había visto el expediente. Una insípida investigación preliminar en la que NEVER RÍOS CARRASCAL y JAIRO ANTONIO CASTILLO PERALTA, alias «Pitirri», decían que el gobernador de Sucre para la época, SALVADOR ARANA SUS (mayúsculas sostenidas como aparece en los expedientes), estaba implicado en el asesinato de YOLANDA PATERNINA NEGRETE, fiscal especializada de Sincelejo asesinada mientras investigaba la masacre de Chengue, ocurrida casi siete meses antes de su muerte, el 17 de enero de 2001. El asesinato de la doctora Paternina se ejecutó el 29 de agosto de 2001 cuando ella se bajaba de un taxi frente a su casa en Sincelejo.

En su versión «libre y espontánea», Ríos y Castillo manifestaron que pocos días antes del crimen, los escoltas del gobernador Arana Sus los abordaron para «ofrecerles hacer la vuelta de la fiscal esa por una buena liga». Ellos se negaron argumentando que ya no le «jalaban a eso» y que estaban tratando de salirse de los «paracos». Alias «El Chino», «El Pollo» y «Chapulín» no recibieron bien la negativa y manifestaron que al patrón no le iba a gustar que no hubiera quién se le midiera a ese mandado. «Pitirri» participó de este diálogo porque, además de militar en los grupos de autodefensa de la zona, había sido conductor personal del gobernador. Pocos días después de este encuentro, en una noche cálida sincelejana, caía abatida con más de diez impactos de bala en su humanidad Yolanda Paternina Negrete. Dejó hijos y esposo, y una investigación inconclusa: la masacre de Chengue. Además, dejó más de seis cartas dirigidas a distintas autoridades, entre ellas a su jefe, Luis Camilo Osorio, advirtiendo sobre las amenazas que pesaban contra su vida y sobre la certeza de que la iban a matar. Como la del alcalde de El Roble, Eudaldo León Díaz, asesinado en abril de 2003, esta fue una muerte anunciada, al parecer ordenada por el mismo personaje, elegido en el 2001 como gobernador de Sucre de la mano del representante a la Cámara Álvaro García Romero, preso, como él, por parapolítica.

Sin embargo, yo quería saber un poco más y pregunté:
—Oiga, hermano, acá en confianza, ¿usted sí cree que el señor gobernador tenga que ver con esa vuelta? Porque hasta buena gente se ve el man…
Él se quedó callado y me volvió a mirar las manos con angustia. Al percibir su desconfianza, repliqué de inmediato:
—No, mentiras, viejito, no se me ponga salsa y más bien hablemos de otra cosa: ¿por qué cree que su vida corre peligro?
Bajó la guardia de nuevo, se apretó una mano contra la otra y respondió:
—Mi doc, ¿no ve lo que le dijeron en el CTI? Yo ya huelo a fosa común. Yo trabajé con esa gente ocho años. Yo era el cocinero de un comando que estaba a órdenes de «Cadena».

Rodrigo Mercado Peluffo, alias «Cadena», es el paramilitar más sanguinario, subordinado de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso. Dirigió las masacres más salvajes de las autodefensas en Sucre y Córdoba, entre las cuales la de Chengue quedó como una huella eterna e indeleble por la sevicia con la que se ejecutó.

El 17 de enero de 2001, un comando paramilitar dirigido por «Cadena» y por órdenes de Carlos Castaño Gil, ingresó al corregimiento de Chengue, en Sucre. Llegaron en la mañana y reunieron a la población en una cancha de fútbol que hacía las veces de plaza central del lugar. Allí expusieron toda su perorata cantinflesca de autodefensa y obligaron a los hombres a pasar en fila hacia el costado anterior de una calle que no se veía desde la plaza improvisada. Les dijeron que deberían pasar para confrontar sus datos con los de un computador, en los que se relacionaban los colaboradores de la guerrilla, y que si su nombre no aparecía, se podrían ir «en paz con Dios y con la patria». Lo que no les dijeron era que la forma de irse en paz con Dios era muertos. Al respaldo de las casas que separaban la plaza de la calle del supuesto «computador», iban pasando como ovejitas al matadero. Los pasaban en grupos de a cuatro. Inmediatamente, más de veinte paramilitares los golpeaban y sometían. Los amordazaban para que no pudieran gritar. Y para no gastar munición y que no se alarmaran los demás con ruidos de disparos, los acostaban en el piso y los pateaban, los garroteaban con los tubos de los morteros y con piedras grandes. Así los masacraban. Morían inermes y en silencio. Con los ojos tratando de salirse de las órbitas para hacer lo que su boca ya no podía: gritar. Charcos de sangre circundaban los cuerpos de los miserables ya sin vida. Así pasaron veinte ilusos que creían en la palabra y la buena fe de los carniceros. Algunos hombres ya inquietos, al ver que ninguno de los «requisados» volvía a salir, empezaron a murmurar que algo raro estaba ocurriendo. Uno de ellos, preso de los nervios, entró en pánico y salió a correr. Un paraco que estaba cuidando en una de las calles aledañas para que nadie fuera a entrar o a salir, apuntó al asustado hombre y sin mediar palabra le disparó en la cabeza. Los demás, al ver este cuadro horroroso, salieron en desbandada. Seis más cayeron bajo el fuego indiscriminado y muy pocos alcanzaron a escapar.

Toda esta historia me la contó un paramilitar arrepentido que participó en estos asquerosos hechos. No puedo revelar su identidad. Creo que más porque no han encontrado sus restos que porque esté vivo. También me contó que en la huida mataron a un señor y a un niño que venían en un burrito porque pensaron que se habían dado cuenta de algo. También ahorraron munición con ellos y los mataron a pedradas. Me decía que «Cadena» se untaba las manos de sangre y oliéndose los dedos, fanfarroneaba «No hay como el olor a sangre del enemigo», y suspiraba como si estuviera enamorado. Cadena desapareció hace tiempo. Dicen que está muerto, pero sus restos no se han encontrado. Estuvo en la desmovilización de Santa Fe de Ralito junto con sus jefes y secuaces, y si se hubiera acogido a la irónicamente llamada Ley de Justicia y Paz, quizás estaría tomando cerveza en Chengue en menos de ocho años, coqueteando con la hija de alguna de sus víctimas.

Never le tenía más que miedo a «Cadena»: era un pánico ansioso. Cuando hablaba de él o yo le preguntaba, su mirada se quedaba quieta en el vacío y los labios le temblaban tres segundos antes de responder, como si pasaran en fracciones de segundo todas las imágenes de las barbaridades que «Cadena» cometía con la gente indefensa. Además, en sus respuestas descubrí que más allá de las delaciones había algo oculto. Nunca me lo dijo, pero pude percibir que Ríos Carrascal había conquistado un bien preciado que «Cadena»no permitía que le tocaran: una mujer.

Mientras más escuchaba a Ríos Carrascal, más ganas sentía de vomitar. Decía no haber combatido nunca porque él sólo cocinaba. Pero describía con tanta crudeza cómo torturaban y mataban a la gente que era evidente que sólo decía eso para no inculparse. Finalmente, yo no era su amigo. Era la Fiscalía y para él tenía en mis manos no sólo su vida sino también su libertad. La entrevista duró una hora. Lado A y lado B. Una hora en la que me contó cómo lo seguían todos los días motos con gente que llevaba casco. En la costa nadie usa casco, a no ser que no quiera que lo vean, me decía él. Le dejaban razones con sus compañeros y él iba a la cárcel para que le contaran cómo estaba la movida. Y la movida estaba fea. Ya sabían en prisión que «Cadena» había ofrecido 500 mil pesos por su cabeza. Una fortuna por un pobre diablo, como él mismo se calificaba. Y por esos 500 mil, más de veinte personas se regalaban para «hacer la vuelta».

Al término de la entrevista, era evidente que la protección debería ser inmediata y urgente. Estaba frente a un hombre al borde de la muerte, absolutamente sano, en una sociedad absolutamente enferma. Saqué un documento que él debía firmar para iniciar los trámites de protección y llamé una patrulla del CTI para que nos escoltara hasta al aeropuerto. Si tocaba dormir en el aeropuerto, pues tocaba. Él cogió el documento, leyó despacio —no porque fuera atento sino porque era casi analfabeto— y me miró fijamente. Yo estaba buscando un esfero para que me firmara y él me seguía por todo el cuarto con la mirada, sin hablar.
—¡Lo encontré! —grité con alegría, pero mi alegría súbitamente fue su tristeza.
—No, docto, yo no me puedo ir así no más; a mí me está esperando alguien y no la puedo dejar tirada.
—¿Tirada?… ¿Quién es, Never? —le pregunté con desespero.
—Ajá, no le puedo decir, docto, sólo deme una semana y yo me voy para el CTI y seguimos con el proceso.
—No, Never, no me haga eso, hermano; a usted lo van a matar y usted lo sabe. Recojámosla y nos vamos todos, yo miro a ver cómo hago.
—No, docto, no se puede y no me pregunte más… ¿o también tengo que responderle eso?
Me habría gustado decirle que sí, pero no podía jugar con la ley en mi contra. Yo quería, pero no podía, y respondí con honestidad:
—No, Never, no le puedo preguntar y menos lo puedo obligar, pero si no se quiere incorporar me lo deja por escrito de su puño y letra.
—Docto, pero es que yo casi no sé escribir, ¿cómo hago?
—Lo puedo esperar toda la noche a que termine. Ese papel es mi pila de agua de Pilatos… porque si usted no se incorpora, yo me lavo las manos. Así que empiece y diga que no se quiere incorporar por lo que usted quiera decir. Eso ya no es mi problema.
Se lo dije entre triste y enojado, pero después de mucho tiempo comprendí que el amor sencillamente no mide consecuencias y el hombre estaba de verdad enamorado de la mujer equivocada. Escribió pausado y con una letra que más parecía un jeroglífico pero que se entendía; para mí, eso era suficiente.

Me entregó el papel y yo lo recibí. Él no lo soltaba y yo no lo jalaba, como esperando a que recapacitara, pero no; agachó la cabeza, dejó escapar un lacónico «ay, hombe» y soltó el papel. Le dije:
—Bueno, Never, váyase que me está calentando la plaza y no quiero que me pegue ese olor a formol. Usted sabe que se está exponiendo demasiado y si usted no se ayuda yo no puedo hacer nada, pero tampoco me voy a hacer quebrar por usted. Piérdase, pues.
—Listo, docto, gracias de todas maneras; yo lo llamo a su oficina en una semana y cuadramos la vaina. Fresco, que yo aguanto una semana vivo, docto.
No dije nada, pero sabía que, como muchas otras cosas que me había dicho esa noche, esa era otra mentira. Sólo él creía que no estaba mintiendo. «Cadena» y yo sabíamos que sí.

Abrió la puerta y asomó la nariz primero. Miró a la derecha y a la izquierda, y se puso su gorra y sus gafas oscuras. Salió presuroso y se perdió entre la penumbra. Esa fue la única y la última vez que lo vi. Llamé a cancelar el operativo para sacarlo y sólo mencioné por el teléfono que les contaría en el CTI en la mañana, que sentía mi celular chuzado. No sabía si era cierto, pero estaba tan desconcertado que no quería dar más explicaciones.

Al día siguiente fui al CTI y hablé con el investigador encargado del caso de la fiscal Paternina Negrete. Sin vacilar, me dijo: «Ese tipo ya debe estar en algún caño, con moscas en la boca». Guardé silencio y pedí que me llevaran al aeropuerto. Me mandaron con un esquema de seguridad extraño para mí. Una camioneta de vidrios polarizados, otra escoltando y una moto abriendo el paso. Desde 1991, cuando mi padre dejó el Ministerio de Justicia, nunca había sentido ese vértigo tan enrarecido y malsano. Regresé a Bogotá.

Me fui con maleta y todo para la oficina y pedí cita con el jefe de la Oficina de Protección a Víctimas y Testigos, el señor Lucio Antonio Pabón Gaitán. Me atendió después de una hora de espera y le conté que el testigo no había dado el consentimiento para ser incorporado. Con un tono severo y aire de arrogancia, sólo dijo: «Bueno, de todas maneras ya habíamos decidido no incorporarlo». «¿Por qué?», pregunté. Siguió hablando con esa prepotencia de los ignorantes con poder: «Usted sabe que la colaboración de él no ha sido eficaz, no se ha abierto investigación formal porque es un testimonio de “oídas”, sin ningún fundamento…». Si hubiera sido un pobre parroquiano que se encontró de casualidad con los escoltas del gobernador Arana Sus borrachos y le hubieran ofrecido matar a la fiscal Paternina, le habría dado la razón. Pero estábamos hablando de un paramilitar con ocho años de antigüedad en la organización y que conocía las entrañas de esa porquería desde la barriga misma. Sabía con claridad cómo iba el agua ensangrentada al molino de descuartizamientos de los paras. Yo estaba tan descompuesto que no discutí más; igual, el argumento para no incorporarlo ya estaba claro, más allá de las apreciaciones baladíes de un ser baladí. No consentimiento para la incorporación. Anexo documento. Mis manos, como las de Pilatos, ya estaban limpias.

Me fui a dormir agotado, porque la noche anterior me había parecido eterna. En ese horripilante cuarto de hotel cero estrellas, me había invadido el olor a muerte. Los 29 de Chengue, la fiscal Paternina y ahora Never. Los gritos, las súplicas y el desespero se cruzaban en mi mente con la cara de satisfacción de «Cadena» oliéndose los dedos, con la frialdad de aquel que disparó contra el hombre «paniquiado» en Chengue o el caminar cansino y cínico de los sicarios de Yolanda Paternina, que se fugaron a pie.

Entregué el informe final unos días después y me prometí no pensar más en el asunto. Había hecho lo que había podido y tenía que seguir con mi vida. Pero no duró mucho tiempo mi distanciamiento del caso. Cuatro meses después de entregar mi informe, llegó a mi oficina una investigadora del CTI de Sincelejo. Me miró como si yo fuera un asesino y sin saludar inquirió: «¿Usted por qué no le dio protección a Never?». Yo la miré como si ella fuera una prostituta barata y le dije que fuera a ver el informe y que no tenía nada más que hablar con ella. Me paré de mi escritorio y le di la espalda. Empecé a caminar hacia el pasillo. Cuando me estaba alejando gritó, como si yo fuera un asesino: «Never está desaparecido, ojalá pueda dormir tranquilo esta noche». Seguí caminando sin responder, como no les respondo a las prostitutas baratas cuando me dicen que me lo dan por diez mil pesos. Sin embargo, logró algo: esa noche tampoco pude dormir tranquilo.

Una semana después, el coordinador de Investigación y Seguridad de la Oficina de Protección me llamó. «Siéntese, perrito». Me decía así desde hace tiempo, pero la expresión de su cara no se correspondía con su toque de humor. Me senté. «Usted sabe que a mí no me gustan los rodeos: mataron al investigador del caso Paternina en Sincelejo. Esto está muy maluco». Miré al piso y traté de retener la cara del mártir. Su nombre también lo guardo por respeto a su familia y como un homenaje de mis dedos a su intimidad dondequiera que Dios lo tenga. No lloré, no dije nada, creo que ni suspiré. Me paré y me fui a tomar un tinto solo. A pensar.

De Never no sobrevivió ni siquiera su testimonio. El acucioso doctor Ramírez Moncayo archivó las diligencias sin librar una sola orden para practicar las pruebas a que hubiera lugar. En 2005, mediante un auto inhibitorio firmado por Luis Camilo Osorio Isaza, fiscal general de la nación para la época, se precluyó toda actuación en contra de Arana Sus. El argumento principal del auto fue éste: «No puede creerse que una persona con la trayectoria y formación del doctor Salvador Arana Sus (se trata de un médico cirujano, con amplia experiencia en el sector público y sin antecedentes penales ni disciplinarios) participe en conductas tan reprobables como las que gratuitamente se le endilgan». El doctor Osorio, poco tiempo después, se fue de embajador a México y allá permanece, premiado por este gobierno en virtud de su magistral gestión.

Los restos de Ríos Carrascal aparecieron a finales de 2007, enterrados en un paraje cercano a Sincelejo. Lo habían descuartizado. Quizás esa misma noche que habló conmigo, o quizás a la mañana siguiente, lo desaparecieron y poco tiempo después, al cabo de mil torturas y vejámenes, lo mataron. O quizás después. No importa. El caso es que ya no habló más porque los muertos no hablan. Nadie sabe que cuando conversé con él era una persona de raza negra, 27 años, 1,62 de estatura, soltero pero con hijos, nacido en alguna parte y muerto en otra, y en el medio, transcurrida en mil lugares, una vida infame.

Ahora él es un dato más y una estadística más de esta guerra absurda, y por absurda salvaje y por salvaje inhumana y por inhumana nuestra. En septiembre de 2008, el fiscal general actual, Mario Iguarán, entregó sus restos, con los de otras catorce personas igual de anónimas e insignificantes para la sociedad como Never, a sus familiares, esos mismos que piensan en lo más íntimo de su corazón que el asesino soy yo por no haber hecho lo suficiente.

Al señor Salvador Arana Sus, lejos de investigarlo en ese momento, lo premiaron en 2003 con un cargo diplomático en Chile. Es extraño que el presidente o el ministro de Relaciones Exteriores de la época no tuvieran una mínima sospecha de la calidad ética y moral de su funcionario diplomático, a sabiendas de que el vicefiscal general de la nación, en el momento en que el exgobernador disfrutaba su nuevo cargo en el exterior en 2004, tuvo, un año antes, esos testimonios en las manos. Este episodio me recordó otro similar cuando fui soldado del Batallón Colombia número 3 en el Sinaí, en 1992. En medio del desierto, un poco aburrido, entablé una charla con mi compañero de guardia. Un soldado profesional. Le confesé:
—Hermano, yo estoy acá por palanca, ni siquiera hablo bien inglés. Eso es injusto, ¿cierto? Porque le quité la oportunidad a alguien que lo merece…
Él me miró y sonrió:
—Si supiera por qué estoy yo acá, parcero, se sentiría mejor —dijo.
Duramos callados dos minutos, pero no aguanté la curiosidad.
—Cuente, hermano, yo le guardo el secreto, fresco.
—Bueno, parce, le voy a contar —me dijo—. Yo entré con el ejército a un pueblo cerca de la serranía de La Macarena después de la Operación Colombia, con la que nos tomamos Casa Verde. Llevábamos más de cinco meses en el monte sin conocer hembra. Usted sabe que uno arrecho es como un perro de caza, y yo me metí a un rancho con mis compañeros y violamos a un par de peladitas que había ahí. De unos doce o trece. El cucho se la pilló y nos lo tuvimos que bajar porque venía enmachetado a darnos rula, y pues no hubo tiempo de conversar. Después de un tiempo, la mamá nos denunció y la vaina, y antes de que nos embalaran pues nos mandaron para acá. Acá estamos todos, parce. Ganando dólares y comiendo bueno. Así es la vida, parcerito.
Cogí mi fusil y dejé la guardia. Llevábamos treinta días sin conocer hembra y no quería que me violara a mí también.

En 2005, viendo a la representante Gina Parody, otrora congresista uribista y hoy outsider sin rumbo, con esa altivez con la que atacaba el paramilitarismo, decidí contarle esta historia. Yo ya había salido de la Fiscalía en 2004, después de sentir a la parca respirarme en la nuca como jefe de la Sección de Información y Análisis del CTI en Florencia (Caquetá). Remplacé a un finado y a mi remplazo lo asesinaron cuatro meses después de su posesión. Violé la reserva del programa y le entregué mis evaluaciones de amenaza y riesgo de Never y del otro paraco que me contó lo de la masacre de Chengue. Lo hice personalmente, sin intermediarios y en su oficina. Sabía que me arriesgaba, pero también que valía la pena por el país. Prefería irme a la cárcel antes que sufrir la ignominia. Ella me recibió, se conmovió, me miró fijamente, consternada. Aparte de eso, no hizo nada, absolutamente nada. Después de un año, le pedí de regreso mi información y me la devolvió sin mayor resistencia. Cuando Uribe se lanzó para su segunda elección en 2006, Gina Parody, ya endosada al Partido de la U, se convirtió de la noche a la mañana de una aguerrida combatiente contra los paras en una adorable reinita de belleza. Ya sólo le interesaban los niños y los ancianos y la paz del mundo, pero en una forma etérea, sin dientes ni garras. Sólo le faltó abogar por reducir las hambrunas en el África.

Hasta ahí llegó mi historia. Me prometí escribirla algún día y ese día llegó hoy. No importa qué fecha es, porque igual, se va a seguir repitiendo con distintos nombres y escenarios, con paramilitares o águilas negras, con falsos positivos o masacres guerrilleras. Siempre habrá un Never Ríos Carrascal por morir y un «Cadena» por matar, un Osorio por encubrir y un Arana Sus por volar. Así es este país.

Hoy Arana está en la cárcel por otro homicidio, el del alcalde de El Roble en 2003 y otros delitos más, gracias al cambio de fiscal general; igualmente «Cadena» está desaparecido y Never muerto. Sé que esta historia me podría llevar a la cárcel por violar la reserva legal de un proceso que nunca fue y por una resolución que me dice que me debo quedar callado hasta que me muera. ¡Pues no!

No me voy a callar, así tenga que compartir la celda con Arana Sus, porque no es justo que esto se vaya al olvido. Es mi deber moral no dejar en el olvido la valentía de la fiscal especializada Yolanda Paternina Negrete, el sufrimiento y dolor de las víctimas de Chengue, el coraje y decisión de mi compañero inmolado del CTI de Sincelejo y el amor absurdo que mató a Never Ríos Carrascal. Este es mi testimonio, que quiero hacer público porque vale la pena reflexionar sobre él, para bien o para mal, no importa; lo importante es que llegue a donde tenga que llegar.
«Cuenten con nuestro amparo y protección para que nos sigan colaborando con su información y con sus testimonios. En primer lugar, para hallar a esos seres queridos o amigos que se encuentran desaparecidos, y en segundo lugar, para poder señalar y llevar a las cárceles a esos criminales. Vamos a procurar que se dé la reparación de vida, que se conozca la verdad y que se haga justicia. Nuestros sentimientos realmente de solidaridad. Entendemos su temor, entendemos su dolor, pero sigamos intentándolo». Fiscal general de la nación, Mario Iguarán Arana. 7 de septiembre de 2008. Entrega de los restos de Never Ríos Carrascal, Pablo Estremor Mármol, Jorge Luis Teherán Berrío, Benito Ricardo Julio, Léster Barón Contreras, Nuris Barón Contreras, Giromaldi Sanmartín Contreras, Manuel de Jesús Hernández Álvarez, Alberto Antonio Garavito Gil, Iván Mauricio Cervantes Pérez, Eduardo Cervantes Pérez, Nafer Enrique Ríos Ramos y Ricardo Antonio Arias García.

Por ellos, y por todos a los que les han enterrado su carnita y sus huesitos por los parajes desiertos de todo el país: ¡NEVER RÍOS CARRASCAL! Nunca más ríos de sangre ni restos enterrados en la espesura del monte.
Andrés Felipe Giraldo. (Bogotá de 1974) Es el menor de ocho hermanos de una familia paisa de padres nativos de la región del café suave y la voz dura. Lo formaron los jesuitas en el San Bartolomé la Merced hasta 1991 y lo deformaron en el Ejército en su servicio militar en 1992. Se graduó de Politólogo primero en 2002 y de Especialista en Periodismo después en 2003 en la Universidad de los Andes. Ha trabajado en la Fiscalía General de la Nación, Acción Social de la Presidencia y en el sector de la exploración petrolera en Perú y Colombia.