La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 28 de noviembre de 2010

La crónica de la Crónica.


He ganado una “Mención Especial” de los Premios Nacionales de Periodismo Simón Bolívar en Colombia. El 12 de octubre de 2010, mi padre, con un rictus en el rostro que jamás olvidaré por la profunda emoción que evidencia, y que en realidad es mi premio, recibía el papel que me consagraba como el mejor segundo, es decir, después del primero. No gané, pero si gané. Los jurados decidieron que hubo una crónica mejor pero que la mía bien valía mencionarla porque tenía su gracia y ellos querían valorarlo. Gracias al jurado por tal reconocimiento.

Después, llegaron a mi domicilio de Bogotá cartas de felicitación exaltando mi gran carrera como “periodista” y mi “gran trayectoria”. Me di cuenta de que los modelos de carta no se detienen en pequeñeces y detalles como que no soy periodista y que esa crónica es la única que he publicado y que quizás sea la única que publique en mi “gran trayectoria”. Aún menos, esos modelos de carta se detienen en la historia que hay detrás de una publicación para un “outsider” de la escritura, que se coló por la ventanita de una revista y les arrancó una “Mención de Honor” de los premios más importantes del país. Sin embargo, ya pagué el precio por tal descortesía y esa revista a la que tanto agradecimiento profeso y profesaré, ya me negó una segunda publicación con el argumento de que ya “estamos cansados de tanta tragedia”. “La masacre de Bojayá contada por María Lepesqueur” no tendrá más difusión que este blog, cuando ya me habían hecho una oferta para publicarla antes de ganar el premio. Súbitamente, ya no será publicada, y súbitamente, nunca me dijeron por qué no lo harán, más allá de ese cansancio de tragedia. Como si yo escogiera los temas de los que escribo. Yo no escribo crónicas por escribir crónicas. Yo vivo, recuerdo y plasmo. No puedo escoger lo que me toca vivir. Es fácil cansarse de las tragedias si uno las puede evadir. Pero en un largo trecho de mi vida, esa no fue una elección para mí. En fin.

Ahora, ya con ese papel que certifica que a algunos “tesos y tesas” les gustó lo que conté, quiero compartir con este pequeño grupo de quijotes que aún se acercan a este rinconcito, la historia que le compartí a mi familia con base en la cual quise explicarles que a veces hay que tomar riesgos hasta vitales, para alcanzar pequeñas metas. Como los temerarios que suben a pulso la montaña sólo por saber qué se siente en la cúspide y luego se bajan con más emoción e igual anonimato. Esta es la historia detrás de la historia. Un “detrás de cámaras” de un “escribidor” cualquiera que quería darle tranquilidad a sus personas más cercanas para liberarlas de culpas en un camino que decidí asumir bajo mi cuenta y riesgo y del que no me arrepiento porque finalmente me sirvió para darle una sonrisa invaluable a mi padre y un regocijo inmenso a mi madre con lo que ya me puedo sentir más que premiado. Este es el premio de la vida. Los papeles, papeles son, las publicaciones van y vienen sin ton ni son y no es la calidad ni la justicia, como en la mayoría de las cosas, las que marcan el derrotero de lo que sale o no sale a la luz pública, pero esta historia se queda en mi alma. No sólo a la memoria de “Never Rios Carrascal”, que yace en el estado que un país pusilánime avaló con su indiferencia, sino a la mía misma, cuando me toque mi turno si es que llega allá o acá en el exilio. No importa. Yo seguiré contando historias, y si alguien algún día las quiere publicar, sólo que se lleve la historia y mi nombre para que yo responda por cada letra que plasmo. Es mi responsabilidad y mi dicha. Yo vivo para escribir. No escribo para vivir. Ahora sí, la carta con la que anuncio la publicación con la que me gané, mucho tiempo después, la mención. Una “hipermención” que me hace inevitablemente “Hipermenso”.


Bogotá, 21 de mayo de 2009.

Querida Familia mía y amigos del alma,

(*Mónica, Oswaldo y Luis son hermanos míos)

Antes de juicios apresurados, regaños prematuros, acusaciones de irresponsabilidad y todos los adjetivos que sé, tienen razón en adjudicarme, quiero exponer mis razones para haber tomado la decisión de publicar una crónica que sé, me va a traer problemas legales y de seguridad por la calidad y compromiso de las aseveraciones que en ella hago. Para quienes no la han visto, y para que entren en contexto, les envío la versión definitiva que será publicada en la Revista Número en su próxima edición. Por favor no avancen en la lectura de este correo sin antes leer la crónica para que me entiendan. (http://andrefelgiraldo.blogspot.com/2009/07/never-rios-carrascal.html)

Esta historia la viví en 2003. Desde el mismo momento en 2007, cuando aparecieron los restos del otro protagonista de la crónica, porque uno soy yo, decidí escribir las vivencias derivadas de este duro e infame episodio de mi vida. No las había escrito por miedo, pereza y la certeza de que nadie, de todas maneras, las iba a publicar. Pasó algo muy casual. Mi profesor de crónica en la especialización, para mí el mejor escritor de crónicas de este país, ganador de tres premios Simón Bolívar y un premio Príncipe de Asturias en España, Alberto Salcedo Ramos, me pidió que lo acompañara a una charla que tenía en un colegio. Cuando llegué a su casa me preguntó qué tenía escrito para que él me ayudara a publicar. Mentí. Le dije que tenía la crónica del testigo muerto. Yo ya le había manifestado mi intención de escribir esta crónica. Inmediatamente llamó a Guillermo González, Director de la Revista Número y no sólo me recomendó a mí, recomendó mi crónica como posible ganadora de un Simón Bolívar porque era realmente maravillosa. Él no había leído nada porque yo no había escrito nada y los dos fuimos en ese instante un par de mentirosos irresponsables. Sonrió y me dijo "listo, que se la mandes lo antes posible...". Le dije que tenía que corregir redacción, ortografía y estilo y que necesitaba el fin de semana para eso... que la mandaba el lunes. Algo captó, volvió a sonreír pero un poco más pícaro y me dijo que bueno.

Salimos para el Colegio Los Robles y allí él dio su charla. Yo iba de convidado de piedra, hasta que las profesoras me preguntaron que yo qué hacía ahí. Trataron de ser corteses pero se les notaba que me veían como lo que era. Un colado. Resumí mi hoja de vida y agrandé mis méritos al 500% para no sentirme como tan chandoso. Quedaron tan impactadas con mis logros, algunos inventados y otros exagerados, que me propusieron dar una charla en el día del idioma sobre "Conflicto Armado y Literatura en Colombia". Agradecí, acepté y Alberto conmovido les ofreció mi crónica del testigo muerto como insumo para charla que tenía que dar al miércoles siguiente. Era viernes. Ya tenía una doble responsabilidad por escribir algo sobre un testigo muerto que yo ya había enterrado en mi memoria.

El viernes no pude escribir una sola letra por ansiedad y sentimiento de culpa por mentiroso. El sábado me senté a las 7 de la noche y empecé a escribir. Mis dedos danzaban sobre las teclas y la memoria de los hechos me llegó como cascada de manantial. Puros y nítidos. Me paraba, pensaba, seguía, tomaba café, ponía música y cada recuerdo me llegaba en ráfaga absoluta de certezas represadas por más de seis años. Lloré, reí, medité y siempre recordé, recordé y recordé cada momento con la misma crudeza y dolor como cuando lo viví. A las 11 y 30 de la noche terminé el primer borrador. Estaba tan excitado y conmovido que ni siquiera la leí y la envié de inmediato a algunos de ustedes para que me ayudaran con la edición y para que me regalaran su opinión inmediata.

El primero que respondió, como siempre, fue mi editor y más asiduo lector de cabecera, Oswaldo. Lo primero que me dijo fue lo que todos ustedes están pensando. Estaba preocupado por mi seguridad y la de mi familia, incluido Nicolás porque la gente involucrada es mala y está viva. Además tienen el poder suficiente para hacer el daño que han hecho durante toda su vida. Desde ese momento supe que tenía razón y pensé simplemente en sacar una disculpa y no enviarla ni a la revista Número ni al colegio. Sin embargo, creí que por lo limitado del público en el colegio no tendría problema y decidí enviarla. El lunes en la mañana me llegó un correo de la revista Número que me llega regularmente como anuncio del lanzamiento de un nuevo ejemplar. Lo abrí. Me vi, vi mi artículo en mi imaginación. Me sentí circulando por el extraño mundo de los literatos que pueden llegar a ojos desconocidos. No lo pensé... y envié mi crónica a ese mismo correo. Reconozco que fue sólo mi ego quién me llevó a hacer esta estupidez. Un ego que ya había sido mancillado por la Revista el Malpensante tres años atrás cuando fui durante seis meses a publicar otra crónica y después de pedirme el concepto de qué fotos deberían acompañar mi crónica, sencillamente no me volvieron a llamar y ya. Obviamente tampoco me volvieron a contestar ni responder correos. Eso me dejó realmente rabón.

Fui a la charla el miércoles siguiente en el Colegio y los muchachos, señalados por ser indisciplinados y problemáticos, no me quitaron los ojos de encima en todo el tiempo que compartí con ellos. Leían apartes de la crónica con la mandíbula un poco desencajada y sin comprender cómo podían suceder cosas así tan cerca de sus cajitas de cristal. La charla fue un éxito total. Hasta ahí pensé que llegaría mi crónica. La verdad nunca confié que me llamaran de la Revista Número, quizás para que la decepción no me diera tan duro como con el Malpensante. Pero me llamaron. Me citaron para el lunes que acaba de pasar y en una mesa el Director y dos personas más me dijeron que me querían conocer porque habían quedado "impactados" con la crónica. No me dijeron que la publicarían más que como una posibilidad. Ayer me llegó el texto con la corrección de estilo. No editaron una coma más allá de algunos errores propios del estilo. Respetaron toda la estructura, redacción, palabras... todo. Eso es muy raro que pase en cualquier edición. Me preguntaron en el correo que manifestara qué me parecía para poder mandarlo a la imprenta. Es decir, para publicarlo.

Inmediatamente llegaron a mi mente las palabras de Luis que me llamó desde Canadá varias veces preocupado terriblemente por las implicaciones que esto podría tener y para decirme sin rodeos que no la publicara. Las palabras de Mónica que me resumió, trasmitido por Jaime, todas las faltas en las que incurría de acuerdo con el código penal y que también me podrían mandar a la cárcel. Además de que no valía la pena "arriesgar el pellejo" por esto y que mejor lo volviera una historia de ficción. Créanme todos que nada de esto me ha entrado por un oído y me ha salido por el otro. He llorado mis ojos descifrando qué hacer.

A pesar de todo, tomé una decisión: Voy a publicar. Estas son mis razones que espero entiendan, y si no me apoyan por favor, no vayan a interferir porque creo que esta oportunidad va a ser única y si no la capitalizo, última. No creo en las casualidades. Creo firmemente y sin duda alguna, en Dios. Creo que Dios me puso las circunstancias, las personas, los momentos y cada paso que me trae hasta este instante. Si revisan la historia que les acabo de contar, el hecho de llegar hasta acá no se puede explicar con mucha claridad si no se evoca la ayuda y guía de Dios. Además esta ayuda de Dios no se explica simplemente por un capricho de Dios. Mi crónica sobre Never Rios hay que leerla temprano en la mañana porque al medio día ya está coagulada. La muerte la atraviesa como una lanza infame desde la primera hasta la última letra. Muchas de estas personas fallecidas lucharon por un país mejor, fueron honestas, dedicadas, justas y valientes, sobre todo lo demás... valientes. Nadie ha enaltecido su memoria con perdurabilidad. Nadie ha hecho un reconocimiento público a su memoria. Nadie ha hecho valer su sangre como un paso útil para la paz y la justicia, pero la real, no la manipulada por cada actor del conflicto. Y así suene pretencioso y un rozando un poco con la locura, siento que Dios me dio el don de escribir esto por ellos. Y quiero hacerlo por ellos. Me dirán que eso no justifica también mi sangre que será, como la de ellos, también inútil. Y menos aún la sangre de mi hijo, o la de alguno de ustedes, que no creo que suceda y lo que sería a todas luces injusto. Se que sigo siendo loco al creer que Dios me va a proteger. Sin embargo, no lo creo. Estoy seguro.

De todas maneras ya he hablado con María Inés y Nicolás en caso de que la cosa se pueda poner fea acá para que Nicolás esté con la mamá mientras baja la marea. La coyuntura es favorable porque de todas maneras Nicolás sale pronto a vacaciones y de todas formas se va con María Inés casi que al mismo tiempo que sale la publicación que debe ser para comienzos de Junio. Yo, la verdad... no tengo miedo por mí. Puede ser mi infinita arrogancia o no se qué pero de verdad creo que Dios está conmigo. Por ustedes la verdad creo que tampoco esto es para que coja tanto vuelo. Con respecto de la cárcel no sé... siento que es allí en donde la pelea va a tomar forma. Siento que es el escenario para demostrar que Ley y Justicia son dos cosas, en Colombia, totalmente antagónicas. La Ley no es Justa y la Justicia no es Ley. Lo que yo escribo lo considero justo a pesar de ser en algunos apartes ilegal. Y creo que nunca había tenido la oportunidad de luchar por la justicia y contra la ley si de esto se derivan procesos jurídicos y judiciales. Este es el momento de jugármela por mis convicciones profundas. Este es el momento de ponerle el pecho a la brisa de la podredumbre social que puede ser un simple soplido o un huracán. No lo sé. Pero nunca lo sabré si no tomo el riesgo. Entonces familia amada, amigos del alma, la decisión está tomada y ya trasmitida. Mi crónica verá la luz en menos de un mes tal y como está aquí enviada.

Yo no tengo más que agradecimiento por lo que cada uno de ustedes ha aportado en mi vida que no lo voy a mencionar porque sería otra novela tipo Ulises. Espero que me comprendan y en la medida de sus posibilidades me apoyen y sobre todo me respalden con sus oraciones, que es en donde está toda la fuerza de nuestras vidas.

Un abrazo fuerte y sincero de su hermano, de su amigo y de su tío.

Los quiero con todo lo que Dios me da.


Felipe.

Postcriptum.

Finalmente, la crónica de "La masacre de Bojayá contada por María Lepesqueur" fue publicada por la Revista Número en su edición No. 68 (Marzo, abril y mayo de 2011). Le ofrezco una disculpa a todas las personas que me han colaborado en Número y reitero mi profundo agradecimiento a esta Revista que me ha dado toda su confianza y apoyo. Es cierto que en primera instancia me dijeron que no la publicarían por las razones que expuse al principio de este escrito, pero finalmente la publicaron, teniendo en cuenta que esta edición coincide con el noveno aniversario de la masacre de Bojayá (2 de mayo). Sin duda, los editores conocen mucho mejor que yo las razones para publicar o no publicar y los tiempos en qué se hace. Pero no me pareció honesto borrar algo que dije en un momento de desazón y que consideré justificado, como si no lo hubiese escrito, y prefiero mejor rectificar con contrición y con todo el agradecimiento que le tengo a la Revista Número.

lunes, 15 de noviembre de 2010

¡¡¡Ódiame como a Ingrid!!!


Sólo vi una vez a Ingrid Betancourt. Fue para las elecciones a Senado de 1998. Tenía una sede política al lado del Liceo Francés en Bogotá. Un amigo de la universidad me dijo que si lo acompañaba a una reunión con una vieja que estaba en la Cámara y quería aspirar al Senado. Esa vieja no era vieja y ya era famosa porque todo el gobierno de Samper fue una piedrita en el zapato para el bojote y sus secuaces.

Yo fui, de buena gana además, porque las intervenciones de esa política joven me parecieron valientes, bien estructuradas y consistentes en contra de Samper, a quién yo ya odiaba con todo mi sentimiento patrio. Sabía además, que sus límites entre lo ridículo y lo excéntrico eran casi imperceptibles. Hizo una huelga de hambre por algo que nadie recuerda, porque es evidente que lo que fuera no ameritaba tanto show. Aún así, me caía bien. Me parecía que el hecho de parársele a un Congreso corrupto a decirle que el Presidente era un corrupto era un tiro al aire, pero por eso no dejaba de ser valiente.

En esa reunión que no superó la hora, me quedé con la imagen de una niña bien que quería hacer las cosas al derecho. Percibí en ella iniciativa, proactividad y pujanza. Me pareció honesta y seria. Pero con un gran complejo de heroína que no me cerraba del todo. Sin embargo, me simpatizó.

Nunca más la vi. No trabajé en su campaña y todo mi compromiso con ella fue el de depositar humildemente mi voto a su favor, como lo hicieron muchas personas más. No recuerdo cuántos votos sacó, pero sí recuerdo que fue una de las votaciones más altas, sino la más alta para el Senado en esas elecciones.

Después no seguí ni su carrera ni su gestión, tenía ya muchos rollos en mi vida como para seguirle la pista a ella. Cuando la vi en los medios para las elecciones presidenciales de 2002 como candidata, me pareció pintoresca. No era una candidata que me inspirara respeto para esas instancias la verdad. Había madurado políticamente, sin duda, biche, y su complejo de heroína le subía como espuma.

Cuando la secuestraron las Farc en ese fatídico viaje que se le ocurrió hacer a San Vicente del Caguán, sentí un profundo dolor porque yo sí intuí que no iba a ser cuestión de días. Las Farc replegadas y con las negociaciones recién rotas no eran más que un perro rabioso echando babaza por el hocico sin ninguna sensatez y con toda la disposición de hacer todo el daño posible. Y hacer todo el daño posible no era devolver a una secuestrada de quilates a los días.

Pasaban los años e Ingrid seguía secuestrada. En el 2004, en mi apartamento sólo y profundamente despechado por alguna decepción amorosa, me encontré en mi biblioteca un libro que un amigo había puesto allí por equivocación. Se llamaba “La rabia en el corazón” y su autora era Ingrid Betancourt. El título coincidía exactamente con lo que yo estaba sintiendo, pero por razones completamente distintas. Decidí empezar a leerlo para dejar de torturarme con los pensamientos que me pasaban en ese momento. Lo terminé esa misma noche, bien entrada la madrugada, casi despuntando el alba.

Sentí una simpatía renovada por Ingrid Betancourt y una profunda lástima por su cautiverio, que si bien había sido producto de una imprudencia suya, yo sentía que no lo merecía. Me preguntaba para mis adentros, si una persona cruza una calle sin mirar hacia los lados ¿merece ser atropellada? Quizás le cabe responsabilidad y culpa, pero merecerlo como quién merece una pena o un castigo por haber cometido un delito, lo dudo. Más si se comprometen derechos tan preciados como la libertad o la vida. Así que la palabra “merecimiento” no me cuadraba para comprender su situación y no sentía más que solidaridad con su penosa situación.

Cuando vi su última prueba de supervivencia antes de ser liberada, con la piel forrándole los huesos, ese vídeo que parecía una foto por la inexpresividad en todo su ser, yo pensé que se moría. Es más, sentí que se quería morir y llegué a suponer que si ese era su deseo, ojala se le concediera. Era un sufrimiento tan profundo y evidente que para mí no era más que una eutanasia social.

Y su rescate con el de los otros secuestrados en 2008 para mí fue presenciar uno de los momentos más gloriosos que haya vivido en la historia del país. Su emoción me emocionó, sus gritos me hicieron gritar, sus lágrimas me hicieron llorar.

Yo ese mismo día pensé: “Si yo fuera esa vieja, me iba para Francia mañana mismo”. Lo hice en un acto reflejo de pensar que lo mejor frente a una realidad horrible que acaba de pasar es huirle lo más lejos posible. Quizás porque yo sigo siendo de los idiotas que prefieren no volver por un tiempo a los sitios en dónde se la pasaba con la exnovia que aún le tiene a uno hecho mierda el corazón. Creí que era su derecho legítimo de hacer con su vida lo que se le diera la gana después de tener cadenas durante casi siete años en el cuello y que no podía hacer con su vida nada más de lo que la obligaban a hacer de muy mala manera y contra su voluntad. Creo, que como yo, pensamos muy pocos.

Recién se fue para Francia, me empezaron a llegar “Cartas abiertas a Ingrid Betancourt” en esos reenvíos masivos que detesto, de colombianos indignados porque la nena se había ido. Me llegaron tres cartas, pero sólo leí la primera. Las otras dos las borré sin siquiera abrirlas. No recuerdo muy bien qué decía esa carta, pero alcanzo a acordarme de un “colombiano de a pie” que le decía a Ingrid Betancourt que con esa actitud sólo estaba demostrando “desprecio” por la Patria que la había hecho quién era y que estaba demostrando que no era más que una “oligarquita acomodada” a la que no le importaba Colombia porque ya había obtenido lo que quería en su verdadero país que era Francia y que los soldados que habían arriesgado su vida por ella eran colombianos y no franceses y bla, bla, bla, bla, bla… antes del último bla le recordaban con vehemencia que su mamasita era 10 mil veces peor que ella. Obviamente las palabras exactas no las recuerdo y son retazos que vienen a mi memoria no por el contenido, sino por el odio que yo percibía en cada una de sus líneas.

Yo me pregunté otra vez (me la paso preguntándome cosas como si yo fuera otro yo, sí, podría ser bipolar, lo sé) si ese “ciudadano de a pie” habría metido esos pies siete años secuestrado en el monte, y si así hubiere sido, si pensaría lo mismo. Mi otro yo respondió que nunca, nunca ese “colombiano de a pie” había sabido en la vida que era estar un solo día sin libertad, con el pantano a la rodilla, con el fusil en la espalda, con la cadena en el cuello y rogando para que el suplicio terminase así fuera con la muerte. Y sabía que no tenía ninguna autoridad moral para juzgar con tanta ligereza a una vieja que sí estuvo casi siete años no como una “colombiana de a pie” sino como una colombiana secuestrada, maltratada, cautiva y humillada al que este ilustre ciudadano le estaba dando cátedra de patriotismo con una soberbia y una prepotencia dignas del mísmisimo Mourinho. Con la diferencia de que Mourinho pontifica sobre lo que conoce y se ha ganado el sitial con todos los méritos y resultados futbolísticos, mientras que este “ciudadano de a pie” no tenía la menor idea de lo que había padecido Ingrid Betancourt durante esos siete años.

Yo ya sentía una atmósfera caldeada en contra de Ingrid Betancourt. Su radicación en Francia y en Nueva York generaba escozor porque no estaba acá en Colombia. Otra vez felipito preguntón brincó: ¿Qué podría hacer ella en Colombia que no pueda hacer desde dónde está? Mis respuestas, de ese otro yo, eran hasta jocosas. Me la imaginaba sentada en el sofá con Jota Mario y Laurita Acuña hablando con la nena esta sexóloga de “Muy buenos días” sobre su relación con el petardo de Lecompte, o sirviéndole de caso al Padre Chucha en “Abre tu corazón” en un tema como algo así: “Estuve secuestrada y me enamoré de un compañero” con una peluca y unas gafas oscuras mal puestas. O de pronto participando de “El desafío 2010, la lucha de las regiones” representando a los antiguos territorios nacionales, el cual habría ganado sobrada porque habría barrido en las pruebas de supervivencia con una cadena al cuello a todos los demás competidores.

Siendo menos sórdidos, la gente esperaba que Ingrid hiciera política, lucha social, que asumiera la bandera de la liberación de todos los demás secuestrados y que hasta ella misma se volviera a meter al monte a buscarlos. Claro, fácil exigirle eso. Fácil exigírselo como “ciudadano de a pie” sentado en un sofá cambiando de canales y criticando desde la comodidad que da estar al frente del televisor y que mueve más el dedo sobre el control remoto que por el país. Fácil exigir así. Ingrid Betancourt al momento de su liberación tenía el derecho legítimo después de casi siete años de cautiverio de decidir qué banderas tomaba y cuáles no, qué actividades tomaba y cuáles no, en qué país se radicaba y en cuál no. Ese era su derecho, más allá de que el “colombiano de a pie” le exija que la quiere ver en RCN y Caracol todos los días porque ajá.

Sin embargo, ella no abandonó las luchas a pesar de la distancia. Con sus escasas energías patrióticas menguadas por siete años de sufrimiento intenso, ha hecho lo que ha podido y cómo ha podido.

Y ni hablar de cuándo interpuso la demanda contra el Estado para que la indemnizaran por sus años de secuestro. Lo más bajito que oí que le dijeron fue: “ingrata”. Lo más bajito del más bajito, Pachito Santos. Y eso porque era el vicepresidente de la República. De ahí para arriba no encontré techo, y otra vez mil correos electrónicos que por supuesto no leí y un grupo que vi en el Facebook de “Declaremos persona no grata a Ingrid Betancourt” y supe que existía porque me llegaron al menos 50 invitaciones durante más de un mes. (Acabo de revisar por curiosidad y tiene 185.432 miembros y subiendo). Además, los medios de comunicación se ensañaron con toda vehemencia. En Semana y El Espectador, (El Tiempo no sé porque no lo leo hace mucho tiempo) todo lo que los periodistas escribieron carecía de objetividad y parecían más indignados que los propios entrevistados. Claro, yo también pensé que se había equivocado, pero no porque no tuviera derecho a que se le indemnizara, sino porque no había calculado en qué país estaba haciendo su reclamo. No me indignó su petición sino su brutalidad. De nuevo primó el argumento que me sigue pareciendo absurdo, de que a ella la secuestraron porque “se lo merecía” por imprudente y terca. Porque no hizo caso de las advertencias de las autoridades. “Porque se le dijo, se le advirtió y no hizo caso y vea… ¿si vé?” como diría el gran filósofo grecoquimbaya Andrés López. Y porque el Estado era el que la había rescatado que cómo era de “desagradecida esa india oiga” le oí a una compatriota acá en Buenos Aires. Me causó curiosidad esa expresión porque si de algo se le ha acusado es justamente de huirle a su genoma chibchoide. Que se le metió mucha plata a su rescate a un costo humano muy alto como para que ahora “nos salga con esas”. Ingrid Betancourt fue muy bruta. O ya no es colombiana. Un colombiano puede prever fácilmente estas reacciones. Esto me permite intuir a mí dos cosas: 1. La asesoraron abogados franceses. 2. Su mamita le dijo que eso era lo que había que hacer. Porque es que la mamita de Ingrid, la chirriadísima Yolandita Pulecio, si es realmente detestable y arribista. Ella sí, Ingrid no. Porque para un abogado francés puede ser claro que un Estado, independientemente de advertencias y precauciones, tiene la obligación de preservar los derechos de los ciudadanos más si son fundamentales como la libertad y la libre locomoción por el territorio nacional que además están consagrados en la Constitución. Entonces no sólo estoy seguro de que la asesoraron abogados franceses sino que además esos piscos jamás han puesto un pie en Colombia. Y Yolandita Pulecio no tuvo la delicadeza de decirles, caray, que es que en Colombia la cosa no es como allá.

Cuando Ingrid Betancourt fue conciente del mierdero que armó por bruta y por confiar en el pool que armaron esos abogados galos con su mamasita, ya tenía más enemigos que las mismas Farc. Y se le trató de la peor manera. De Ingrid Betancourt se ha dicho de todo y entre más abre la boca más enemigos recauda. La semana pasada estuvo acá en Buenos Aires. Yo no la vi. Sólo supe que estuvo porque en la prensa salió que había dicho que “Colombia la había tratado peor que a Pablo Escobar”. Y es verdad. Pablo Escobar en vida era odiado pero era temido. Y era odiado por unos, la mayoría, pero paradójicamente, admirado y amado por otros. Pero esas palabras reanimaron el odio que inspira su figura en Colombia y los comentarios en su contra son cada vez más encarnizados y sañosos.

Yo no tengo información de que Ingrid Betancourt haya matado a nadie y la verdad no creo que lo haya hecho. No me consta que se haya robado un peso en corrupción y tampoco sé que curse alguna investigación por ese motivo. Sé, que para haber participado en política, su desempeño fue bastante superior al de sus colegas. Y sé, que estuvo casi siete años de su vida pagando una pena por un delito que no cometió en peores circunstancias que un recluso promedio.

Sin embargo, despotricar de Ingrid Betancourt se volvió deporte nacional en Colombia. Ya vi otra “carta abierta” de otra “ciudadana de a pie” a Ingrid Betancourt en la revista Semana en la que seguramente le seguirá dando cátedra de patriotismo. Obviamente no la voy a leer. Decir que Ingrid Betancourt es una “apátrida desagradecida” está a punto de volverse un significado en los diccionarios de Colombia. Y creo que esa actitud del patrioterismo es un síntoma claro de la dosis de odio con la que andamos los colombianos todos los días.

Los colombianos vivimos buscando razones para odiar. Odiamos a las Farc con razón. De acuerdo. Le han hecho mucho daño al país. Pero odiar pasó de ser un sentimiento a convertirse en un gusto. Nos gusta odiar, y no medimos las justificaciones de ese odio, y el odio es un dominó armado de tal manera que la primera ficha que cae la tiran los medios de comunicación. En Semana se escribe con odio, en el Espectador se escribe con odio (en El Tiempo no sé porque no lo leo hace mucho tiempo), en RCN y Caracol se dan las noticias con odio por radio y televisión y los periodistas ya no son periodistas sino agitadores de odio. No digo que no tengan razón, pero esa razón no les sirve para aplacar el odio. Y no digo que todos, pero sí la gran mayoría.

Y la verdad yo no creo que Ingrid Betancourt merezca todo el odio que se ha fabricado en su contra. Y no porque la quiera, la estime, me parezca simpática como hace 12 años o tenga alguna razón personal para hacerlo. Reitero, no la conozco y sólo la vi una vez.

Si el odio que se inspira fuera directamente proporcional al daño que se genera, no entiendo cómo a Ingrid Betancourt se le odia tanto ¿Qué mal le ha hecho ella al país? Sí, muchos brincaran diciendo que está dejando la imagen del país por el piso en el exterior. Ja ¿Ella? Colombia no necesita que nadie se tire su imagen en el exterior. Colombia tiene una imagen que se proyecta sola, sin Ingrid Betancourt, en la que el pan de cada día es que cae gente muerta por cuenta de un conflicto armado interno que ni el mismo Estado reconoce, por cuenta de la corrupción en la que incurren a diario sus gobernantes, por cuenta de la violencia común que llena las páginas de los diarios sensacionalistas. Eso no lo hace Ingrid Betancourt, eso lo hacen las noticias comunes y corrientes que le dan la vuelta al mundo por los medios de comunicación. Me dirán que Ingrid es “apátrida” y “desagradecida” ¿Apátrida por irse lejos de un país que le quitó siete años de vida y convirtió esa vida en un infierno? ¿Acaso tiene que agradecer toda esta mierda que comió durante estos siete años? Ella todos los días le agradece a las Fuerzas Militares que la rescataron, al expresidente Uribe, a Santos y a muchos otros cada vez que puede. Me van a decir que se quería enriquecer con esos qué sé yo, 15 mil millones de pesos que estaba reclamando. Para Ingrid Betancourt en este momento esos 15 mil millones de pesos son moneditas les digo. Muchas moneditas sí, pero falta no le hacen. Reitero que lo de la demanda fue una brutalidad y ya la retiró. La retiró de inmediato porque ella no necesita plata, necesitaba una reivindicación y equivocó el camino para lograrla.

¿Alguien que tenga hijos (yo tengo uno que es mi vida) puede imaginar lo que sintió ella cada día lejos de los suyos, imaginándose cómo crecían sin ella y cómo siendo un par de niños tenían que soportar todo lo que su situación implicaba? Como ha dicho la persona de la que he percibido mayor sensatez con respecto a Ingrid Betancourt: "Fácil hablar".

Yo no estoy defendiendo a Ingrid Betancourt. La nena me tiene sin cuidado. Me parece que los elogios que hace de Chávez tienen más el tono de la estupidez de una reinita de provincia venezolana chavista que de una líder política de Colombia o de Francia o de dónde sea. Yo estoy evidenciando que en Colombia odiar se volvió una forma de vida. Y para mí Ingrid Betancourt es un buen ejemplo de cómo se odia desproporcionadamente y sin sentido ¿Por qué lloran tanto por esos 15 mil millones de pesos que nunca se perdieron y no lloran por los 4 billones de pesos que se fueron en Foncolpuertos, los 120 mil millones de Caprecom, los 2 billones de la Caja Nacional de Previsión o lo que se están robando ahora en el Distrito con la misma vehemencia, el mismo escándalo y el mismo odio? Y eso que esa platica sí se perdió, y no como producto de una demanda contra el Estado, sino como producto de una rampante corrupción que desangra las arcas del Estado todos, absolutamente todos los días ¿Por qué Uribe sigue gozando de más de un 70% de favorabilidad cuando se le están destapando todas las ollas podridas de escándalos absurdos, dignos de cualquier Fujimori? Y eso que el Gobierno de Santos es aliado ¿Se imaginan lo que se estaría descubriendo con un Gobierno que no fuera aliado? Por dios mijito…

Así que en lo que a mí concierne, solicito respetuosamente que los pocos que algún día de estos lean estas líneas y tengan el coraje y la tolerancia para no haberme mandado al carajo al llegar a este punto, que se arme un grupito de 10 colombianos que tengan la misma valentía para llegar a leer hasta acá y que por favor, por lo menos 7 de ellos me odien como odian a Ingrid Betancourt y que armen por lo menos un grupito de facebook que tenga 7 miembros que me declaren “persona no grata”. Pueden ser esos 7 que me odien. Tengo los dos requisitos básicos para que me odien con toda confianza: Vivo en el exterior y me fui de Colombia aburrido.

Ese odio recibido me dará la certeza de que soy un pésimo colombiano pero que me estoy esforzando por ser un mejor ser humano. Y mientras me dejo odiar, me voy a leer "No hay silencio que no termine".

jueves, 14 de octubre de 2010

La masacre de Bojayá contada por María Lepesqueur. (Publicada por la Revista Número 68. Marzo a Mayo de 2011).



No había otra forma de llegar a Bojayá sin tanto peligro. El río Atrato todavía ofrecía riesgo a los navegantes que partían desde Quibdó porque en cualquier lado podría aparecer la guerrilla para robar o secuestrar. Me tenía que trepar a un avioncito de un solo motor, con capacidad para cinco parroquianos y un piloto malgeniado. El más gordo fungía de copiloto. Ese día me di cuenta de que tenía sobrepeso: yo fui el copiloto. Al frente de mí había un timón, pedales, instrumentos y otra cantidad de cosas que sólo podría usar para agarrarme fuerte si esa vaina se iba en picada.

Arrancamos en junio de 2006 en ese aparato que se elevaba con dificultad, utilizando el viento como riel de montaña rusa y que dejaba ver en el horizonte la hélice de la vida, porque si ese ventilador se apagaba la única opción era planear hacia la inhospitud de la selva. Al entrar allí, exuberancia. Una ensalada de brócoli debajo de los pies. El ruido ensordecedor de ese artefacto que vuela bajito, se mueve como si fuera de papel y confía toda su estabilidad a la clemencia del viento. En el interior, cinco pasajeros tratando de dormir para evadir el miedo y un piloto que suda como caballo pero muestra serenidad.

Vamos para la entraña de la selva del Atrato, en los límites entre Antioquia y Chocó. Desde arriba, se aprecia un terreno despoblado. Un resguardo indígena embera alejado de todo. Un pequeño riachuelo es la única vía que los lleva al mundo. Ese que no quieren ver y que además los está aniquilando. Vamos bajando y la ensalada se va convirtiendo en sopa. Ciénagas y humedales. Si este cacharro se cae, es mejor morir del impacto. Seguro nos recibirán una culebra curiosa, mil babillas hambrientas, millones y millones de mosquitos que llevan una malaria o una leishmaniasis y, contando con suerte, algún felino misericordioso que se tire al cuello de una.

Nos acercamos para aterrizar y desde el cielo se ve un río imponente, el Atrato; a un costado, un pueblo de madera destartalado, y unos kilómetros arriba, una obra urbana inconclusa inmensa; al otro lado del río, una pista sin terminar y un pueblo partido por una calle en la mitad. Esa calle es la pista en la que vamos a aterrizar. A nadie parece importarle. En el sobrevuelo, la gente camina por esa «pistacalle» con sus semovientes como si nada. Pasamos sobre el río, un viraje a la derecha, pasamos otra vez por el río y nos vamos acercando. El piloto hace gestos con las manos, desesperado, como si estuviera corriendo vacas y se aferra al timón. La gente en la pista mira y se va corriendo sin afán, como si fuera a pasar un carro. Tocamos el suelo suavecito, para que bajara el alma de nuevo a un cuerpo atormentado. Llegamos a Vigía del Fuerte, al costado este del río Atrato, departamento de Antioquia, en límites con el Chocó. La construcción más grande de Vigía es la estación de policía, que está llena de orificios de impactos de bala. La guerrilla le dio varios golpes a la policía ahí, con bajas de más de veinte efectivos en cada incursión. Ya se sentían más seguros. Después de la masacre de Bojayá en 2002, la Armada Nacional tenía presencia permanente al otro lado del río, en Bellavista (Chocó), casco urbano de Bojayá.

Nos registramos en el puesto de policía en una especie de migración paupérrima y seguimos hacia la «panga», que es como le dicen al bote con motor fuera de borda que nos llevaría hasta Bellavista, al frente de Vigía, atravesando uno de los ríos más caudalosos del mundo.

Desembarcamos en unas tablas inestables que servían de muelle. De inmediato, unos negros de músculos templados y unas mujeres de cola firme y grande se fueron acercando, agitando las manos para darnos la bienvenida, mientras varios niños descalzos seguían el rumbo de la panga hasta la orilla, corriendo por el borde.

El primero que se bajó fue Alejandro, mi jefe en Acción Social. Un tipo recio y grande. La gente lo saludaba efusivamente y él dejaba ver su sonrisa y repartía saludos como el papa. Después descendieron mis otros compañeros, que se abrazaban con los ingenieros y trabajadores de la nueva Bellavista, la obra urbana gigante que se construía aguas arriba. Un nuevo pueblo. Una nueva esperanza. Yo era el nuevo, nadie me conocía y me sentía como bicho raro.

Para mí, como para el 99% de los colombianos, Bojayá no existía antes de la masacre. Surgió en mi mente y mis ojos cuando por televisión el general Mario Montoya alzó un zapatico de bebé deshecho y dejó rodar un par de lágrimas por sus curtidas mejillas, mencionando qué asesinas y despiadadas eran las Farc, al frente de una iglesia chica completamente destruida y demolida que aún humeaba, el 8 de mayo de 2002. Desde ese día sentí una pena enorme y me preguntaba antes de llegar si mi actitud debería ser de respetuoso duelo o mirada esperanzadora, si los trataría con lástima o con dolor… no sabía qué actitud tomar. Y no lo supe. Simplemente me bajé de la panga y un pelado negro de unos veinte años, con una sonrisa blanca que iluminaba hasta Vigía del Fuerte, tomó mi maleta y me dijo: «Bienvenido, doctor». Lo miré y le sonreí tenuemente, le di la mano y él agregó: «Siga, su casa está por acá; es la más linda del pueblo». Alcé la mirada y vi en una valla inmensa colgada de una casa alta, a un niño negro que asomaba sus ojitos entre unas tablas y tenía cara de desconsuelo. Arriba, una leyenda enfática rezaba: «Que no se nos olvide nunca: acá las Farc mataron a 119 colombianos inocentes». Desde ese mayo, nunca se me olvidó. Pero me preguntaba si la responsabilidad era toda de las Farc. Poco tiempo después, obtuve respuesta a ese interrogante. Llegué a la casa. Efectivamente, era la casa más linda del pueblo: dos plantas y a la orilla del río Bojayá, afluente del Atrato. Dejé la maleta en el que sería mi cuarto, y atraído por una mezcla de embrujo mágico, morbo, dolor, rabia, tristeza, curiosidad y todos los sentimientos que produce la muerte, sin más espera me fui para la iglesita que había visto detrás del general Mario Montoya ese mayo de 2002.

Caminé por la callecita de cemento que la comunidad había hecho para poderse mover de casa a casa cuando el pueblo se inundaba, que era cada vez que llovía. Es decir, casi siempre, teniendo en cuenta que el Chocó es la segunda zona más lluviosa del mundo. Me asomé a la esquina y la vi. Me estremecí. Es una especie de bodeguita con el techo en «v» invertida. Paredes amarillas recién pintadas y las marcas disimuladas de la reconstrucción que se hizo sobre los cimientos de la iglesia derrumbada. Me fui acercando y no miraba hacia el piso. Mi mirada se quedó clavada en la puerta principal y en el sitio del frente donde el general había llorado, conmovido.

A la entrada, una placa mediana en mármol gris que dice lo siguiente: «Cuando viajamos por nuestro río, cuando caminamos por nuestro pueblo, cuando nos congregamos en este templo y recordamos el 2 de mayo de 2002, entonamos un canto de esperanza para que estos hechos no se repitan y podamos danzar con la alegría de vivir en un mundo sin violencia. En memoria de nuestros hermanos martirizados en este templo».

En ese punto me quedé petrificado. Una plaquita para conmemorar 119 almas que no sólo murieron ahí, sino que fueron parte de una tortura física y psicológica de varios días, como me lo contaría María Lepesqueur, la voz de este relato.

Entré en silencio a ese templo y me fui acercando a las primeras bancas mientras me imaginaba un horror desordenado, sin cronología, sin mucha información. Las ideas más morbosas y luctuosas llenaron mi mente. Zapaticos de niños regados por todos lados y cada oficial del ejército recogiendo un zapatico ensangrentado para hacer su propio show. Al fondo, en el extremo del atrio, ese crucifijo desmembrado cuya foto dio la vuelta al mundo. Sólo se ve un tronco lacerado, aún más que el del evangelio, y esa cara triste que ya no ve sino la muerte, en esa parte de «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado…».

Me senté en la segunda banca. No recé. Sólo me quedé ahí sentado. Por el rabillo del ojo vi que se acercaba una silueta corpulenta. Una señora de gafas, que se sentó a mi lado. Me preguntó: «¿Tú eres Andrés?». Le respondí que sí, y le pregunté quién era ella. Con tono costeño me dijo: «Yo soy María Lepesqueur. Coordino el proceso de readaptación a la vida cotidiana de la comunidad de Bellavista, que es este casco urbano; estoy acá desde 2003». Yo, con poco tacto, le dije: «María, ¿me puedes contar lo de la masacre?». Me miró con algo de desconcierto detrás de esos cristales gruesos de sus lentes y respiró profundo, y me dijo que me lo iba a contar una sola vez, que le dolía contarlo y que se lo siguieran contando, que cada día le contaban un nuevo cuento más doloroso que el anterior. Ella llevaba cuatro años escuchando historias para desgarrar el alma casi a diario. Después supe que María es prima de Juan Gossaín, y su forma de contar las cosas era como la de Gossaín. Incluso su apariencia era como la de él, sólo que con pelo largo y senos, pero con el mismo verbo que lo mete a uno en la historia como si la transmitiera en directo. Y ahí empezó su relato María Lepesqueur sobre la masacre de Bojayá:

«Esta es una zona que se han disputado constantemente guerrilla y paramilitares porque por aquí se trafica de todo. El Atrato une el Atlántico con el Pacífico y eso lo hace muy atractivo para los grupos armados. Por eso Bojayá es tan estratégico, pues queda casi a mitad de camino entre Quibdó y el Urabá. Acá hacían escala. Históricamente esto ha sido de la guerrilla, y cada vez que querían imponerse se tomaban la estación de policía de acá o la de Vigía del Fuerte, y siempre daban unos golpes monumentales, con muchas muertes del lado de los policías y casi nada de los guerrilleros. Este era un tapón para el control territorial de los paramilitares y tenían que tomárselo como a sangre y fuego para dominar la zona, y por supuesto para traficar armas y drogas.

Freddy Rendón Herrera, alias el Alemán, el comandante del bloque Élmer Cárdenas de las autodefensas de Urabá, convocó a varias fuerzas y las reunió en Turbo para bajar hasta Bojayá. La misión era clara: quitarle por la fuerza Bojayá a la guerrilla y tener el control de esta zona para poder dominar el Atrato desde Urabá hasta Quibdó. El movimiento fue gigantesco. Siete embarcaciones desplegadas por el Atrato para las tropas paracas, con 250 mercenarios y aeronaves para los comandantes que aterrizarían en Vigía del Fuerte, era la fuerza que llevaría el Alemán bajo su mando, con la seguridad de que iban a ganar ese combate.

Esta toma estaba anunciada desde hacía tiempo. El correo de la muerte ya había hecho anuncios con varios crímenes selectivos de bando y bando. Pero la masacre iba con todos los fierros. Los paramilitares arribaron el 21 de abril de 2002 con armamento liviano y pesado. Morteros, bazucas, MP-5, y cada uno con su arma de dotación. Desembarcaron en Bellavista y en Vigía del Fuerte, y sometieron a la población civil sin mayor resistencia. La guerrilla no se encontraba en los cascos urbanos ese día porque los pueblos estaban inundados, como casi siempre. Sin darle tiempo de correr a la gente para refugiarse en sus casas, los reunieron en las plazas de los dos pueblos y les dijeron a qué iban: “Vamos a sacar de acá todo lo que huela a guerrilla y a restablecer el orden que esos terroristas le han quitado a la zona, así que el que tenga información lo esperamos en el comando provisional que lo ubicaremos en la escuela de Bellavista. Nadie puede entrar o salir de los cascos urbanos sin avisarnos. El que se vea en huida o con actitud hostil, ya sabe lo que le puede pasar”. Alguien replicó tímidamente: “Señores, por favor, no se queden en el casco urbano que cuando suba la guerrilla nos matan a todos”. Sólo se escuchó por parte del comandante alias Camilo, que estaba hablando, un lacónico: “Oigan a mi tío… ja”. Y se fue.

Los negros de Bellavista deambulaban por las calles frente a la mirada inquisidora de los paracos armados, que ante cualquier gesto desafiante cargaban su fusil y lo apuntaban a la cabeza. Desde ese día la gente anduvo con la mirada siempre clavada en el piso.

El 23 de abril, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos avisó al gobierno sobre la incursión paramilitar en Bojayá para que tomara medidas. El 24 y el 26 de abril la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo, respectivamente, lanzaron una alerta temprana ante la inminencia de los combates. Parece que del alto gobierno sólo había una acción posible: “Que se maten entre ellos”, y no hicieron nada para impedirlo. Lo que no les importó es que “entre ellos” había una población civil de poco más de 1.500 personas, habitantes de Bellavista. La diócesis de Quibdó entró en pánico, porque sabían que el desenlace no podría ser bueno.

Los paramilitares hacían reuniones en la cancha de microfútbol de Bellavista y juntaban a la población para intimidarla más, para atormentarla más, para humillarla más. Mientras la gente salía de sus casas a las dichosas reuniones, los paras aprovechaban para saquear lo poquito que había en sus viviendas.

El pueblo estaba inundado, sobre todo aguas abajo, en el barrio Pueblo Nuevo. El agua ya se había metido a las casas, pero contrario a lo que siempre se sentía, la gente lo prefería así, porque sabían que a medida que bajaba el agua, subía la guerrilla. Y el agua fue bajando lentamente. Y la guerrilla fue subiendo igual.

La mañana del 1° de mayo, a eso de las seis, se escucharon los primeros disparos del frente 58 de la guerrilla, al mando de alias el Manteco. El chapuceo de las botas guerrilleras en el agua bajita se oyó en todo Pueblo Nuevo y la gente del barrio salió corriendo a resguardarse en el centro, cerca de la iglesia y de la escuela. En Bellavista sólo hay unas pocas construcciones de ladrillo y cemento: la iglesia con la casa cural, la escuela y la casa de las hermanas agustinas. Ya se habían dado plomo con los paras en Vigía pero fue sólo una escaramuza, el arsenal fuerte lo tenían reservado para Bellavista. En Pueblo Nuevo, alias Camilo, el jefe en campo del operativo paramilitar, fue dado de baja con su segundo por balas guerrilleras, dejando acéfalo al grupo.

El padre Antún Ramos, párroco de la iglesia, al ver los movimientos angustiados y erráticos de las personas en los caminitos y en la cancha de micro los invitó a refugiarse en la iglesia. Tenía un triple propósito: ya que la estructura era de concreto, los protegería de las balas; además, la casa de Dios era el sitio más propicio para rezar y pedirle al de arriba que no les fuera a pasar nada malo, y al ser un lugar sagrado, quizás tanto paras como guerrilleros respetarían el Derecho Internacional Humanitario, que prohíbe atacar los sitios de culto. Poco a poco la iglesia se colmó. Alrededor de cuatrocientas personas se confinaron dentro de su estructura: trescientas en la iglesia y cien en la casa cural. Familias enteras, niños, mujeres, ancianos… todos apeñuscados. La comida ya escaseaba, porque el 26 de abril los paramilitares asaltaron la embarcación que iba a surtir a las tiendas de la comunidad.

Los paramilitares se parapetaron en la escuela, que era contigua a la iglesia, y en el colegio, que quedaba en diagonal. La guerrilla aún no sabía a dónde tenía que disparar. No sabía en dónde estaban exactamente los paras. Y los paras estaban aún más perdidos. Sin quién diera las órdenes, sólo atinaban a esconderse en donde hubiera concreto, menos en la iglesia, a la que ya no le cabía nadie.

Los que no se pudieron resguardar en la iglesia corrieron hacia la casa de las monjas agustinas. Cien más se encerraron allí, amontonados, a rezar también.

Mientras las balas zumbaban de un lado a otro, las personas encerradas en la iglesia entonaban cantos religiosos que se confundían con llantos de angustia y gritos de piedad.

Dada la ineficacia de los disparos de la guerrilla, hacia las diez de la mañana se hizo una tregua espontánea, con disparos intermitentes de vez en cuando que sólo se notaban porque alteraban el repique constante de la lluvia. La guerrilla quería ir a la fija, y como estaba en una evidente superioridad numérica decidió esperar a que los paras se delataran solos. Ante la inminencia de un ataque descomunal, las personas que no alcanzaron a refugiarse en las estructuras de concreto empezaron a correr hacia el monte, a la selva, seguros de que sus paredes de maderita delgada no iban a poder detener las balas. Casi todos eran los habitantes del barrio sur del pueblo, a donde la guerrilla no había llegado. Huyeron monte adentro con niños, ancianos y lo que podían rescatar de sus casas para sobrevivir en la noche, refugiados en la espesura de la selva.

La guerrilla se quedó en Pueblo Nuevo y los paras se resguardaron en el centro de Bellavista, alrededor de las estructuras de concreto. La gente apiñada en la iglesia oró y cantó durante ese resto de día y toda la noche, animados por el padre Antún, rogando por un milagro que les permitiera salir de allí con vida.

Llegó la horrible noche y con ella otro problema: no había espacio para acostarse. Había más de trescientas personas en 117 metros cuadrados. El sudor, las lágrimas y los niños que no podían controlar sus esfínteres hacían más denso y viscoso el calor que allí adentro se sentía. El agotamiento y la tensión rompían en desespero y desolación. Todos se abrazaban y se daban ánimo mutuamente. El sofoco hacía desmayar a una que otra mujer, que era llevada con rapidez a la mesa del altar, improvisado como camilla. La puerta estaba cerrada y no se volvería a abrir. Sólo para traer comida y con claves de entrada, porque en cualquier momento los paras se les colaban. Finalmente, cesó la horrible noche y empezó la peor mañana. La del 2 de mayo.

Como enviándose mensajes de guerrilleros a paramilitares, se hacían ráfagas al aire y se gritaban arengas para cabrear al oponente. Pero aún la guerrilla no tenía claro a dónde dirigir su artillería pesada. En Pueblo Nuevo empezaron a armar la rampa para las pipetas de gas que usarían una vez que tuvieran clara la ubicación del enemigo.

Ante la falta de orden y de órdenes de los paras por la baja de Camilo y su segundo, a un “genio” paramilitar, a las nueve de la mañana del 2 de mayo, le dio por enviar un roquetazo desde la entrada de la iglesia. El humo de la trayectoria del proyectil delató la ubicación de los estúpidos. Inmediatamente la guerrilla dedujo que estaban en la escuela, y que para alcanzarlos deberían pasar la pipeta de gas por encima de la iglesia.

Una hora después, la guerrilla lanzó la primera pipeta. Cayó en una de las casuchas de madera, a unos cincuenta metros de la iglesia saliendo desde Pueblo Nuevo y la despedazó, pero ya sus habitantes estaban también metidos en la iglesia. El estruendo asustó a los paramilitares, que quisieron meterse a la iglesia a la brava, pero esos negros cimarrones corpulentos hicieron fuerza en la puerta y no los dejaron entrar. Entonces volvieron a la escuela.

La segunda pipeta cayó en el puesto de salud, a escasos metros de la iglesia, pero no estalló. Quizás habría sido mejor si hubiese estallado. Sería como un aviso de que deberían salir de la iglesia. Pero nadie se percató de la forma macabra como se iban acercando las pipetas.

La tercera pipeta rompió el techo. Por ahí mismito».

María Lepesqueur señaló un espacio en el techo donde debió estar el agujero que dejara la tercera pipeta. Con el dedo alzado hacia el techo se quedó un segundo mirando y sus ojos, detrás de esos cristales gruesos, se aguaron. Bajó la mirada para ubicar mi cara, se quitó las gafas, se secó los ojos y continuó su relato con una voz que no se le quebró.

«Estoy segura de que al primero que mató la pipeta fue al que le cayó en la cabeza. No le dio tiempo a nadie ni de correrse. Además, correrse para dónde. Cada cual andaba en su baldosa y no había espacio para moverse. Cayó ahí, ahí mismito».

Y señaló al frente del altar. Tomó un nuevo respiro, esta vez más profundo, y continuó.

«Muchos me contaron que de lo cerca que les cayó no escucharon ni el estruendo. Sólo vieron un chispazo blanco, blanco, blanco, como ellos se imaginan el vestido de Dios, y luego un silencio absoluto. Don Matías, el señor que se la pasa deambulando al lado del río como loco, me contó que estaba con su mujer, y cuando vio que el techo se rompió, la tomó de la mano. La explosión los sacó a volar unos tres o cuatro metros. Él tenía de la mano a su mujer aun después de haber volado y le dijo: “Mujer, por lo menos estamos vivos”. Se miró y estaba lleno de sangre. Entonces giró el rostro para ver a su mujer y no vio nada. Tenía sólo una mano aferrada a su mano, sin nada más que la sostuviera. Un olor a chamuscado y sangre se impregnó en el aire enrarecido que aún tenía vestigios de explosión.

Allí murieron entre 85 y 90 personas. Lo de las 119 personas no es cierto. Yo tengo el registro y de la población esos fueron los muertos. Los otros quizás eran paramilitares y guerrilleros que los metieron a todos en el mismo costal. La mayoría quedaron mutilados, y de esos por lo menos cuarenta fueron niños, peladitos chiquitos. Los heridos también habían perdido algún miembro de su cuerpo, tenían heridas profundas, cortadas, mutilaciones… Ni Dante se habría imaginado algo así, menos en una iglesia.

La gente salía herida hacia la cancha de microfútbol y por pura intuición unos atendían a los otros con trapos viejos, prendas rotas y todo lo que sirviera para trancar las hemorragias. La guerrilla creyó que le había pegado a la escuela y se arrimó rápido disparando. Muchos de los heridos e ilesos fueron rematados por las balas guerrilleras.

Los paramilitares salieron en desbandada, ya sin el carácter recio y despiadado con el que llegaron, más bien como viejas histéricas, buscando escondite en el monte o tratando de embarcarse en las pangas para llegar a Vigía del Fuerte y volarse con sus comandantes, que tenían aeronaves dispuestas para la huida. Algunos pocos cayeron bajo el fuego enemigo y los otros lograron salvarse.

Como si esto no fuera suficiente, la guerrilla lanzó una nueva pipeta que cayó al lado de las misioneras agustinas pero no estalló. Milagrosamente no estalló.

El padre Antún Romero, aún confundido y aturdido pero ileso, trató de organizar a los sobrevivientes para ir ordenados hacia donde las hermanas agustinas y allí buscar refugio de nuevo. No era posible. La casa de las hermanas estaba repleta, y ante el temor de que se les entraran los paramilitares escasamente le abrieron una rendijita al padre Antún. El padre, con una cortada en la cabeza, les contó a las hermanas lo que había pasado. Todos trataron de salir e improvisaron banderas blancas gritando que por favor les respetaran la vida, que eran población civil desarmada: trescientas personas ilesas y levemente heridas, sumadas a los sobrevivientes de la iglesia y la casa de las misioneras agustinas, caminaron hasta el río buscando las barquitas plataneras para poder ir hasta Vigía del Fuerte. Como pudieron se iban acomodando y en varios viajes llegaron hasta el pueblo del frente, donde los comandantes paramilitares estaban por escapar.

Los demás, los que estaban en el monte, sólo sufrían con cruel intensidad el estruendo de las bombas y las pipetas y el aleteo de las balas, suponiendo que en su pueblito la sangre corría a borbotones. Se quedaron ahí salvando su vida y esperando que no muchas se hubiesen ido en el vaivén de las explosiones.

El padre Antún Romero dirigió un grupo hasta Vigía del Fuerte. Otros corrieron también hacia el monte para resguardarse. Los muertos, muertos quedaron y a los heridos graves la parca se los iba llevando de a poquito.

La guerrilla tomó el control el 3 de mayo, después de que los radicales e invencibles paramilitares no ofrecieron mayor resistencia y salieron corriendo despavoridos, tomando a la población civil de escudo. Ese día la guerrilla dejó recoger algunos muertos, pero el 4 y el 5 otra vez los hostigamientos de unos pocos paras interrumpieron la labor.

El ejército y la armada llegaron apenas el 6 de mayo. El 8 de mayo arribó el general Mario Montoya con la prensa nacional y nos conmovió a todos levantando ese zapatico de bebé y llorando como lloró. Hasta yo me lo creí».

María Lepesqueur miró al techo, al frente del altar, a la puerta y luego me miró a mí con sus ojos detrás de esos cristales enormes. Me dijo que lo que va después son las mil especulaciones de que las fuerzas militares no dejaron acercar a la prensa, que los muertos los enterraron en cualquier parte, que hubo permisividad de la armada para que los paramilitares llegaran a Bellavista, pero que a ella ya nada de eso le importaba.

A ella sólo la conmovía el dolor inmenso de las personas que tuvieron que vivir ese horror desde el 21 de abril hasta el 3 de mayo. Que fueron una comunidad absolutamente desprotegida, a merced de los grupos armados que hicieron con ellos lo que quisieron. Y María se preguntaba cómo una persona puede rehacer su vida después de padecer tanto horror ante la indiferencia de una sociedad indolente que ni siquiera sabía que ese pueblito existía. Cuando yo fui, en 2006, María ya llevaba tres años trabajando hombro a hombro con la comunidad. Vivía con ellos, comía con ellos, los hacía sonreír, porque es una señora chistosa.

Entendí por qué María Lepesqueur era tan gorda. Necesitaba espacio para tanta humanidad. María me dijo una vez más: «Esta es la primera y la única vez que te voy a contar esta historia; cada vez que la cuento, la vivo, y aunque yo no estuve acá, no la quiero vivir más; por favor, nunca, pero nunca le preguntes a nadie de esta comunidad qué pasó ese día. Acá vienen periodistas a sacar lágrimas que no sienten para vender historias que no les importa y eso no se lo voy a permitir a usted». Asentí con la cabeza. Me dio una palmada en el hombro y se fue. Yo me quedé ahí sentado, en esa silla, frente a ese altar, debajo de ese techo, y fijé mi mirada en ese cristo desmembrado que aún tenía tatuado en su rictus ese «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado».

Salí caminando lentamente porque los pies me pesaban, me pesaba en el alma la historia que María Lespesqueur me había contado. Llegué al mismo sitio donde el general Mario Montoya levantó el zapatico. Miré al piso y vi un zapatico. El zapatico terminaba en una mediecita y la mediecita en una pantorrillita negra. Era un niño de unos nueve años que me estaba mirando. Me preguntó: «¿Usted es gringo? Porque no es 2 de mayo y los gringos sólo vienen el 2 de mayo».

Desde ese día, cada 2 de mayo una danza de chalecos desfila ante la mirada atónita de los habitantes de Bellavista. Organizaciones no gubernamentales, organismos internacionales y multilaterales y entidades estatales van a limpiar su conciencia con palmaditas en la espalda y sonrisas fingidas.

Por eso le creí esta historia a María Lepesqueur. Por eso sólo le creo a María Lepesqueur, que estuvo con ellos para sanar sus heridas durante cuatro años consecutivos y no reclamó fama ni prestigio. Fue un trabajo entregado y silencioso, grato y agradecido, y gracias a él se metió en el corazón de personas a las que una pipeta de gas les arrancó las entrañas.

Ahora, cada vez que veo en mi mente ese recordatorio: «Que no se nos olvide nunca: acá las Farc mataron a 119 colombianos inocentes», sé que las Farc sólo fueron los verdugos que blandieron la hoz de una sociedad indiferente y permisiva que no sabía que Bojayá existía… hasta ese fatídico 2 de mayo.

jueves, 23 de septiembre de 2010

De una corta película, una larga vida juntos


En 1954, cuando cumplió 25 años, Jaime Giraldo ya no era sólo el hijo del tendero más importante del pueblo. Regresaba de la Capital a su terruño, un municipio llamado Anserma clavado en las montañas del viejo Caldas en donde el viento huele a café. Aquel niño flaco de antaño era ya un joven profesional con un arma al cinto que administraba justicia en el occidente del país. Llegaba como Juez Penal del Circuito de Anserma en plena época de la violencia.

El tiempo había pasado y las personas habían cambiado. Ayda Lucy López era una niña que apenas empezaba a caminar cuando Jaime dejó el pueblo 12 años atrás para iniciar la secundaria en un internado de Medellín. Al regreso de Jaime, Ayda aún no era una mujer, pero como una crisálida que despega a mariposa, sus 14 años ya la adornaban con mucha belleza.

En todos los pueblos existía un lugar de encuentro de estudiantes de retorno victorioso y adolescentes curiosas. “La Palma”, se llamaba aquel bar en el marco de la plaza de Anserma en donde al ritmo suave de los boleros de Leo Marini y Hugo Romani se cruzaban miradas inocentes y sonrisas soterradas muchachos y muchachas. Allí llegó el juez un sábado de julio con sus amigos. Ayda tomaba un fresco con una amiga en un rincón discreto. En ese fuego cruzado de miradas, por fin se toparon las suyas. – Mirá esa muchacha – dijo Jaime a su confidente de turno – se parece a Pier Angeli - aquella hermosa actriz italiana de los años cincuenta célebre por ser la novia de James Dean en la vida real. No pudo quitarle los ojos un solo instante de encima, pero tampoco se atrevió a dirigirle una palabra aquella tarde. Sin embargo, una flecha de cúpido ya empezaba a regar su elíxir entre los dos.

Después, sucedió lo que sucede entre dos personas que se gustan pero no se atreven a hablar. Abundaron los encuentros casuales, uno siempre venía cuando el otro iba, todo sólo para cruzar de nuevo una mirada o un saludo breve que da paso a un titubeo y la continuación del camino.

Pero Jaime sabía que tenía que hablarle. Sólo tenía que sacar el valor que su revólver no le daba, porque esta fuerza tenía que venir de adentro. Un sábado, quince días después del primer encuentro en “La Palma”, habría de llegar aquel momento de arrojo. Parecía ilógico que al “Dotor” del pueblo le temblaran las piernas para abordar aquella niña con cara angelical. Después de un trago profundo de cerveza se lanzó con decisión al encuentro de su destino. Pier Angeli lo esperaba y él se sentía James Dean, no en vano se llamaba Jaime. Preparó el parlamento de inicio mil veces pero al llegar, sólo se le ocurrió decir – Hola, me llamo Jaime, ¿Quieres bailar? – y ella, con un donaire de desinterés respondió lacónicamente – Bueno –.

Arturo Gatica, un cantante no muy famoso de la época, sonó con la canción que se iba a convertir en el himno de su amor, que empezaba así: “hermosa princesa de mi mundo pequeño...”. Bailaron y bailaron esa tarde sabatina y rieron como ríen dos tontos enamorados. Al final, se despidieron con un tímido beso en la mejilla.

Jaime cambió su rutina de hombre serio detrás de un escritorio y martillo de sentencias. Se lanzó a la conquista de su ángel. El cortejo no era fácil en aquella época. Las visitas debían ser temprano y con la insoportable presencia de la suegra. Más aún, cuando la niña tenía 14 años y el profesional aguerrido ya rozaba los 25. La estrategia de Jaime entonces fue la más obvia: Había que ganarse a la suegra para llegar a su ángel.

La oportunidad llegó con el homenaje a un poeta de la tierra de nombre Andrés Mercado. Jaime se regaló para organizar el agasajo y a la primera persona que nombró dentro del comité organizador fue a doña Maruja, la mamá de Ayda.

Había que recorrer los municipios en donde el poeta había creado mil historias de amor en rima, verso y prosa. Esta vez, sin querer, el poeta propiciaba el romance de Jaime y Ayda. Su homenaje sirvió de excusa para que Jaime invitara a su futura suegra a Cartago, en donde el poeta había vivido los últimos años de su vida. La sugerencia fue simple y dijo al proyecto de suegra: - Doña Maruja, debe ir con su hija porque ella sabe mucho de decoración y nos podría ayudar a organizar el salón – Era evidente que lo menos importante era la organización del salón para Jaime. Doña Maruja accedió sin mucho problema a la petición.

Llegaron a Cartago y después de una insípida organización de la reunión preparativa del homenaje, se esperaba el baile nocturno en el club. Unas piezas de calentamiento, unas palabras corteses de Jaime para Ayda en las que dejó escapar sus dotes de galantería y de repente otra vez Arturo Gatica hizo su entrada para darle el valor a Jaime de pedir lo que deseaba con toda su alma. Hizo una breve pausa, respiro profundo y en tono suave y al oído como los románticos clásicos le preguntó a Ayda - ¿Quieres ser mi novia? – Ayda, con su altivez característica, respondió con otra pregunta – ¿Por qué no? – Eso debía significar sí, y con un suave y discreto roce de labios sellaron el comienzo de un romance vertiginoso que los llevaría al matrimonio en menos de dos meses. Eran los albores de agosto del 54.

El noviazgo ya era oficial y la noticia se regaba como un polvorín en el pueblo. El Juez y la niña que se parecía a Pier Angeli andaban de amores. El juzgado quedaba en el segundo piso de una casa en cuyo primer piso quedaba un negocio de máquinas de coser del abuelo de Ayda, don Abraham. Ese era el punto de encuentro furtivo entre semana, pues doña Maruja no permitía encuentros de lunes a viernes. Y el fin de semana “La Palma” servía de escenario de aquel noviazgo. Entre las calles que llevaban de allí a la casa de Ayda, se rumoraba matrimonio.

Sin embargo, las campanas de boda aún sonaban lejanas. Los dos pensaban y soñaban con lo típico de un matrimonio. Invitados, iglesia, cura, argollas... en fin, muchas cosas para preparar en mucho tiempo y el amor no daba espera.

Jaime se despertó el amanecer del 24 de septiembre de 1954 a las cinco de la mañana asaltado por un capricho impostergable. Se quería casar sin más espera ese mismo día. Habían pasado tan sólo tres meses después de que esa niña parecida a Pier Angeli había captado su atención para convertirse en un anhelo perpetuo. Quería que desde esa misma mañana que ella fuera su compañera el resto de sus días.

Jaime, acosado por esa obsesión, despertó a su hermano José. Ellos vivían en una finca a pocos kilómetros del pueblo. Le dijo a José que dormía: – José, me voy a casar, acompañame -. Era una costumbre de ellos salir a cazar conejos temprano los fines de semana. Era un nuevo sábado. José respondió somnoliento: – No Jaime, está muy temprano, yo me quedo durmiendo –. Jaime inquirió: – No es cazar con “z”, es casar con “s”, me voy a casar con Ayda-. José se levantó de un brinco y abrió los ojos, hizo la pregunta lógica – ¡¿Cómo?! -. - Sí José, salgo para el pueblo para decirle a Ayda que nos casamos ya -. José no tuvo más remedio que acompañarlo.

Jaime llegó a las cinco y media de la mañana a la casa de Ayda. Abrió la puerta, muy asustada, doña Maruja. Preguntó con los ojos muy abiertos: – ¿Qué hace acá a esta hora Jaime? –. Sin muchos rodeos, Jaime se aventó – Vengo porque me voy a casar con Ayda, doña Maruja -. - Pero ella es una niña – Objetó ella. Jaime, seguro del amor que se tenían Ayda y él, le hizo una propuesta a doña Maruja: – Llame a Ayda y que decida ella –. Doña Maruja asintió y llamó a su hija. Ella, sorprendida, tan sólo atinó a mirar a Jaime entre el destello de nubes y rayitos de luz cuando uno recién despierta. – Ayda, vengo porque me quiero casar ya con usted, ¿Qué dice? – Retacó Jaime. Ayda, aún entre sueños esta vez sin donaire o altivez respondió – Sí, si quiero -.

Sin más preámbulo, salieron a buscar a un cura, pero sabían que el cura de Anserma no los iba a casar y que para esos casos de emergencia el único que casaba era el cura de Guática, un pueblo a media hora de Anserma. Jaime alistó el Jeep Willys que tenía, montó a su ángel, a su suegra y a José y arrancó sin más espera.

El Padre alistaba la misa de las siete de la mañana en Guática cuando llegó Jaime presuroso y le dijo – Padre, me quiero casar-. El padre miró hacia el carro y le dijo. – Bueno hijo, y ¿dónde está la novia? –. - Es ella Padre – respondió Jaime –. ¿La niña o la señora?- insistió el cura. -La niña Padre- respondió Jaime, con un gesto de enojo mezclado con risa. El Padre le dijo a Jaime que los casaba siempre y cuando tuvieran un permiso del párroco de Anserma. José arrancó en el Willys de vuelta a buscar el bendito permiso.

Por casualidad, mientras esperaban a José con el permiso, alguien abordó a Jaime informándole que había un muerto en una calle del pueblo. Ahora el juez debía trabajar mientras aparecía el permiso que cambiaría su estado civil. Fue hasta el lugar donde yacía el occiso y practicó el levantamiento del cadáver. Siempre había que estar preparado para esto en la época de la violencia.

Finalmente, llegó José con el permiso y con Jesús, otro hermano de Jaime. La noticia ya se había regado en Anserma. Los pocos carros que había en el pueblo se llenaban de gente que quería presenciar en Guática la boda entre el Juez y la niña parecida a Pier Angeli.

Sin vestido apropiado, con argollas de cobre y sin pajecitos, aquella mañana del 24 de septiembre de 1954, sólo pocos días después de los tres meses del primer cruce de miradas en “la Palma”, Jaime y Ayda unían para siempre sus vidas. El Willys los llevó solitarios a otro pueblo cercano. El fin de semana era todo el tiempo disponible para aquella improvisada luna de miel.

Bueno... sólo queda por decir que después de esos tres meses y unos días que he narrado, han transcurrido 56 años de matrimonio que han visto crecer ocho hijos, que a su vez han dado 20 nietos. Era James, era Pier, y esa fue su corta película, a la que le debo estar escribiendo estas líneas.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Improvisación furtiva de una noche de insomnio


Decidí no luchar más en medio del terror oscuro de la luz apagada, la cama gigante, la almohada que se calienta y rechaza. Decidí rendirme a este vampirismo involuntario de noches eternas y días confusos. Decidí dejar de dar alaridos mudos de desespero contenido. Decidí que el mundo gira entre la claridad y la penumbra y que ha sido demasiada claridad que compenso ahora con penumbra.

La noche es de putas y bohemios o de bohemios con putas. Pero esta soledad me deja sin putas, sin vino, sin sueño. Entonces saco mis apuntes añejados, llenos de palabras de tinta diluída por mocos y lágrimas. Melancolía, nostalgia, desilusión, añoranza, anhelo, pasado... tantas veces repetidas, en tantos contextos, con tantas tintas diferentes... pero siempre ahí, por lo menos una vez en cada página. Retazos de poemas e intentos de novelas. Esperma de vela, cabellos de antaño. Mi reflejo allí, en letras descoloridas y rimas incompletas.

¿Seré tristeza? Me leo y me leo y sólo sonrío por la ironía al ver que nada allí causa una sonrisa ¿Seré amargura? No lo sé, pero siento un desgarro en cada oda concluída.

El viento lacera la ventana que me grita que afuera está oscuro... que hace frío. Repaso de nuevo el techo que me es ajeno, que hasta ahora lo descubro pero que es igual a otros techos en otras noches de insomnio. La pared, la puerta, la lejanía. El silencio, la noche, la melancolía ¿Es mi mente un refugio del dolor humano esparcido en unas letras? ¿Es mi espíritu un catalizador de sentimientos lúgubres que pululan en el aire? No lo sé... no sé nada. Sé que es rancio mi pulso frenético contra este teclado. Sé que es rancia mi mirada acá clavada y sé que ya no me sorprende tanta ranciedad. Citaría más rancios si los hubiese leído. Presumo más de lo que leo, pero me cuido de aprenderme bien los títulos y los autores para poder presumir.

Mato la noche con estas letras esperando el rayo de primavera que me diga que otra vez fui un noctámbulo del puerto que no veo. Incoherencia, vaguedad, locura. Soledad, meditación... nada me rima con locura... quizás cura... pero mentiría... aún más. Soy un convicto de la noche, confinado en sus paredes negras de puntos blancos intermitentes. Disfruto la inclemencia con la que el viento ataca mi ventana y me asomo para que el frío me congele los mocos que ya empiezan a salir. Miro mis apuntes de nuevo y no entiendo cómo puedo cargar con algo tan liviano pero que pesa tanto. No escribo, dibujo lastres. Esto me rima con desastre.

He percibido el fracaso no como una opción desafortunada, preámbulo del ocaso. Creo que es mi forma de vida analizada y escogida. Es la matriz de mis letras, la madre de la mediocridad a la que me aferro como un lema de revolución que atenta contra la perfección de este mundo civilizado. Génesis de melancolía, nostalgia, desilusión, añoranza, anhelo, pasado y cada página que reposa en mis apuntes revejidos.

La noche no me suelta porque soy su hijo. Soy hijo de la oscuridad irresponsable, bastardo de las estrellas ocultas tras la luz de la ciudad. Una amalgama opaca de adversidad. La perfección vive de día, la sordidez en la noche. El yang es blanco, el yin es negro. Morfeo me odia y sólo puedo dormir cuando se va.

Cargo un baúl lleno de objetos densos y siniestros, plagados de historias sombrías. Apuntes viejos, locura desatada, bilis expelida... cuán gelatinosa es mi noche. Cómo me ha vapuleado y cómo le pongo la carota para que me siga lastimando.

El tic tac del reloj es un punzón incisivo. Sé que es redundante. Quiero redundar. Un bebé llora en el piso de arriba y unos pasos cansados acuden a él. Ese insomnio es divertido, previsible, ensayado... amoroso.

Disparo letras y disparates, injustos para quién lea, que si ha llegado hasta aquí... qué digo... ¿bendito sea?

martes, 10 de agosto de 2010

El espejo, la esencia y el culpable


Hoy me sorprendí con un cuadro tenaz. Pero quizás no era más que un mensaje del de allá arriba para decirme algo. No era una visión y seguro, a cada uno de los que estábamos allí, nos enseñó algo. El mensaje que me dejó a mí abrió de tajo mi alma, me llevó a la depresión absoluta y a la reflexión profunda.

En el fondo de mis ideas, recuerdos, dolor y espasmos de alegría, surgió de repente mi propia esencia hablándome al oído. Era comprensiva y paciente, casi maternal. Me miraba con desconcierto pero al mismo tiempo estiraba su mano para sobar mi pelo… como consolándome.

Mientras miraba yo el dolor que sentía otra persona, para ser más descarnado, un niño, mis dolores fueron acrecentándose, arroyándome, casi aniquilándome. Pero no era el dolor convencional del engaño, el desamor o la indiferencia. Este era un dolor distinto, algo que nunca había sentido. Aquel niño, de unos nueve años, llevaba espumas atadas a sus manos y se golpeaba sin piedad su propia cabeza. Lloraba. Se notaba que en su interior una amargura muy profunda fluía como cascada y se regaba por entre sus dedos rompiendo su fuerza contra lo más vulnerable del ser humano… su razón.

Yo sentí como si él quisiera acabar con su cabeza para no tener que sentir, para no tener que pensar… para no tener que vivir. Lloraba con cada golpe pero con un llanto casi mudo. De sus entrañas ya no salían gritos. Tan sólo su cara dejaba ver todo el dolor que atacaba su ser. Hasta las lágrimas se habían evaporado ya… o ya no producían más su alma. Su razón ya no existía para aconsejarlo o detenerlo. Sólo ya no existía. Ese espacio ya estaba inundado por el sufrimiento también.

Entonces, por un instante, creí estar viendo un espejo. Sentí cómo mis manos golpeaban mi cabeza y no me podía detener, cómo deseaba con toda mi alma dejar de sentir, de pensar… de vivir. Me sentí al mismo tiempo como un niño indefenso y vulnerable… me preguntaba todo el tiempo, mientras me pegaba sin misericordia ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué habiendo tantas personas en el mundo, me tocó a mí? Y cada pregunta era un golpe cada vez más duro, y cada respuesta era el impulso que le daba fuerza a mi mano para destrozarme.

Entonces, paré un segundo. Ya con sangre en mi nariz (así estaba aquel niño) me detuve y miré a mi entorno, con odio, buscando un culpable. Vi a muchas personas y las quise acabar. Pero percibí que ese deseo no respondería mis preguntas. Entonces agaché mi cabeza como queriendo buscar el infierno.

Vi a un señor fumando un tabaco. Todo era fuego a su alrededor. Él me miró de reojo ¿Qué me ves? Preguntó. –Tú fuiste maldito, tú fuiste el que puso todo ese dolor en mi interior, tus malditas tentaciones y tu aire de grandeza inundaron mi ser de sufrimiento ¡¡¡tú lo hiciste!!! – Sólo dejó escapar un lacónico “Ja”, se volteó y no me respondió nada. Yo sabía que no era él. Era demasiado obvio que su misión no era poner dolor en el alma de nadie. Perdería adeptos. Su función es distinta. Consiste en llenar los sentimientos de alegrías vanas, pasajeras y abrumadoras que al final enceguecen como el azúcar a los diabéticos. Es tan dulce y tan tentador que simplemente nos deja ciegos. Y así vivimos, él sólo nos presta su tridente para que nos sirva de bastón. El perro que nos guía en ese camino es nuestra “suerte”, que la queremos como lo más importante, pero no piensa, sólo nos lleva a donde nosotros queramos ir y a donde sintamos más placer.

Entonces, miré hacia el horizonte y el destino respondió de inmediato – A mí no me mires, yo sólo soy el designio de un poder superior. Quizás arriba te den una respuesta. – Mi ira iba en ascenso y ya había encontrado al culpable. ¡¡¡DIOS!!! Grité desafiante, como siempre. – Responde TÚ, responde que tú tramaste toda esta porquería para mi vida, sólo responde. – Entonces, súbitamente, aquel espejo desapareció y otra vez vi al niño desesperado golpeando su cabeza. Alrededor, la gente también despertaba de un letargo extraño, cada uno volvía de su propio espejo.

En ese justo instante encontré todas las respuestas. Dios me había escuchado a pesar de mi insolencia y se había condolido.

Mi esencia empezó a hablarme con serenidad. -El problema no está en tu mundo convencional ni en el de Dante. Tu problema ni siquiera es problema ¿Ves todo lo que te rodea? - Preguntó. Sí, dije con algo de disgusto. – Esa es la vida – Inquirió -¿Sabes cuántas de estas tienes? - Insistió presurosa. Una, no creo en más. Le dije. Agachó la cabeza, dejó de consentir mi cabello y asintió. Me dijo: - Aquí el injusto eres tú – en tono de regaño. - Tú percibes que lo que te rodea es la vida, eres dueño de ella en un gran porcentaje, y por lo menos sabes qué fluye en ti, qué te hace actuar en alguna dirección ¿Ves a ese niño? - Sólo moví la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Me sentí apenado. - Él no tiene todo lo que tú tienes. Él está vivo pero no lo sabe, y tiene muchas más preguntas que tú, créeme. Dios también le dará las respuestas a él, pero tomarán mucho más tiempo y quizás nunca las comprenda. Entonces, deja de mirar con odio, de reclamar con rabia, de buscar culpables en dónde no los hay.-

- Amigo – iba concluyendo – bienvenido a la vida, aquí no hay problemas, lo que existen son retos, y entre más problematices un reto, menos tiempo vas a tener para superar el siguiente. Quizás ese niño que tú ves ya encontró el reto de su vida, y sólo ese lo llevara hasta el final. El final es quién lo espera, quien tiene todas las respuestas. Tú puedes vivir de reto en reto si te lo propones y entre más retos superes, más cerca estarás de quién tiene la clave de los acertijos… al final, las respuestas serán sólo tuyas.-

Mi esencia se fue, se esfumó… el niño también… pero mi vida no.

sábado, 7 de agosto de 2010

El viaje que no fue de la mula que no era.


Su rostro es tan parecido al de la muchacha que me atiende en el banco, y la expresión de su rostro denota tanta ingenuidad, que parece obvio que se halla cumpliendo una pena por un desliz que la vida le cobró con creces. A Fanny Paola Mercado nunca le faltó con qué comprar el homófono de su apellido. Era una persona normal, de una vida normal, con dificultades económicas normales, de una familia de clase media en una sociedad en que la miseria jala con fuerza.

Nació en un barrio popular al sur de la capital hace 26 años dentro de una familia convencional de papá, mamá y hermanos. Ella era la del medio, entre una hermana y un hermano. Siempre se caracterizó por su rebeldía y sus posiciones radicales, quizás alimentadas por el excesivo consentimiento de sus padres y su espíritu de líder. Recuerda que desde niña tenía un temperamento muy fuerte. Nunca dejó reto sin desafío ni oportunidad sin revancha. Recuerda también, mientras sonríe, que cuando estaba en décimo grado en el colegio Cafam, encabezó la resistencia estudiantil que a la postre frustraría la intención de las directivas de uniformar a los estudiantes. La suspendieron una semana, pero nunca usó un uniforme.

Décimo fue un año de rebeldía en la adolescencia: “yo era inteligente pero vaga” dice sin vergüenza, quizás porque siempre admiró su inteligencia. Por esa época se separan sus padres, sin traumatismos, como esas relaciones que se agotan con el tiempo.

Pudo seguir estudiando de día, pero en un gesto de independencia decidió trabajar de día y estudiar de noche. Se colgó un maletín de mensajería a las espaldas con el sello de “Helados Robin Hood”, que dejaba para coger el de libros y salir a estudiar de noche en el colegio Nicolás Esguerra. Allí se dio cuenta de que tenía que darle celeridad a su vida y decidió estudiar algo más ágil, que la sacara más rápido de esta etapa y optó validar en el Instituto San Miguel de Chapinero, y de esta manera mató dos pájaros de un solo tiro, terminó el bachillerato en 1.994 y obtuvo el puntaje de Icfes necesario para entrar a la Universidad.

Pero por esas coincidencias cósmicas de reencuentros del destino, el estudio tuvo que esperar. Un noviecito de colegio apareció con serias intenciones. Paola se hacía vulnerable entre el espacio de la rebeldía y las decisiones que definen la vida. Se decidió por el amor y en poco tiempo ya había creado ese castillo imaginario de los amantes que usualmente se queda en el cielo. Una semilla creció en el vientre de Paola, paradójicamente, cerca al mismo que años más tarde llevaría su desgracia.

Su hija crecía dentro de ella y ella pensaba en como conseguir el dinero que implica traer a alguien al mundo. Trabajaba en Robin Hood y se cuadraba unos pesitos en una casa de banquetes nocturna. Eso le dio para vivir sin apuros, pero Nelson, su novio, no despertaba del letargo de ser un joven y tener que asumir la responsabilidad tan grande como lo es un hijo. Ella asumió el peso de su hija, de la falta de compromiso de Nelson y de su propia vida que venia complicada. Nelson entró a estudiar y se acopló con facilidad al ambiente universitario de rumba, trago, mujeres y desorden. Paola, abnegada, centró su amor en quien le diría mamá, y poco a poco el amor por Nelson se fue extinguiendo por su desapego y vida loca.

El 11 de mayo de 1.996 nació Paula Alejandra, la brújula de su vida. Tomó la licencia de maternidad y esos tres meses fueron suficientes para darse cuenta que tenía que impulsar su independencia. La mamá presionaba la responsabilidad que ella sabía de antemano. La niña para la guardería y ella para el trabajo. Un hijo cambia la vida, pone los pies en la tierra, pero hace el bolsillo más estrecho. Esa es la verdad. Sin embargo, sigue adelante con su niña y viviendo en la casa, pero sin darle mayores trabajos a su madre. Nelson se iba, se diluía en su vida, primero en el corazón y luego físicamente, con su ausencia. Lo que podía ser un hogar sucumbió en los deseos de vivir sin responsabilidades cuando se intuye que otro las puede asumir por uno.

En el 96, las vacas flacas se dejaban ver venir. Sus hermanos y sus padres se quedaron sin trabajo, alguna reservita quedaba pero ya era necesario que Paola aportara lo poco que ganaba para todos y para su niña. Gracias a Dios pasó rápido y todo volvió a la modesta estabilidad, pero ya la casa estaba hipotecada, como el germen del desespero que desencadenaría lo posterior, lo que la tiene tras las rejas.

Cambió de trabajo en el trajín normal de quien no tiene estabilidad pero si talento para no dejarse colgar. De recepcionista, de asistente o de lo que saliera, pasó por tres o cuatro empresas.

Sin mayores sobresaltos, repartiendo el tiempo de la vida entre su trabajo, su vida y uno que otro capricho pasajero se encontró de frente con un ligero accidente. Primero insignificante, después indeleble en el alma, el cuerpo y en la vida. Su mamá enfermó y ella la llevó al médico como lo haría cualquier hijo con sentimientos. El enfermero era demasiado amable en un gremio caracterizado por su deshumanización y trato mercantil del cuerpo y el dolor humano. Pero el trato amable de este gentil enfermero llamado Juan Manuel iba más allá de su interés altruista de querer servir. La verdad es que Paola le gustó más que la enfermedad de su mamá y empezó a conquistarla con detalles simples pero encantadores, y así cautivó el amor de esta joven, lo que a la postre sería un fracaso de amor como muchos, y una experiencia de vida invaluable pero dolorosa.

Él era casado, y como todo hombre casado que quiere tener una aventura, le decía a Paola que estaba muy mal con su esposa, que eso iba a acabar, que vivía bajo el mismo techo pero no compartían la cama. Ella creyó, él mismo se creyó y la relación con su esposa colapsó definitivamente. Ella se enamoró y más allá de los prejuicios y problemas le apostó a esa relación, que a la larga no iba para ninguna parte, ni en tiempo ni en distancia.

Paola tenía una hermana mayor con la que no compartía las mejores relaciones. Por aquellas cosas de Corín Tellado o Mujer, casos de la vida real, Milena, la hermana de Paola, conoció a Juan Manuel. Más allá de su bata blanca, le gustó él y él, no se mostró indiferente, luego, todo queda entre familia y entablaron una relación paralela. Entonces, Paola ya no sabía si él engañaba a su mujer con ella o la hermana la engañaba a ella con su novio. El caso es que ese ídolo de barro blanco se cayó y se rompió y nunca más volvió a sentir amor por ese gentil enfermero. Sin embargo, como toda relación establecida, esta siguió por inercia, y ella siguió también su vida en muchos aspectos. Refugió su dolor en el licor, la rumba y todo aquello que le hiciera olvidar que su vida iba pasando y las metas propias de una líder se iban estancando en un lugar oscuro.

“El año 98 fue en año tenaz” dice entre una evocación poco melancólica. Lo último que faltaba era compartir su vida con su dolor, y ello ocurrió efectivamente. Un día cualquiera apareció Juan Manuel con una maleta para darle la “buena noticia” de que viviría con ella con el beneplácito de la madre. No había más remedio de aceptar, querer quererlo sin amor, pero esto es muy difícil. La cama se convierte en un martirio cuando se comparte con alguien que cree que sueña lo mismo en las noches. Cuando el amor muere no vuelve y él no lo aceptaba, sólo quería estar con ella a cualquier costo, hasta el de su propia dignidad y la tranquilidad de ella. El hombre que pone cachos con la hermana, ahora celaba a Paola en todo lugar y por toda razón, el ladrón juzga por su condición.

Era normal verlo en la puerta de la empresa donde trabajaba ella para ver con quién salía, que dirección tomaba, con quién hablaba, a quién besaba en la mejilla o un poco “esquiniado”, todo era un escándalo bochornoso que dio al traste con las aspiraciones laborales de Paola, por ello perdió un empleo y mucha paciencia, el trago era su consejero y la vida se le desordenó. Su mamá alzó su mano y la estrelló contra su cara cuando el trago ya le había hecho perder gran parte de su consciencia. En un gesto de amor propio acudió a Alcohólicos Anónimos, ya estaba cansada de ser una borracha conocida.

Juan Manuel, el enfermero, ahora sin empleo, se suicidaba cada vez que Paola llegaba tarde hasta que a ella dejó de importarle. La muerte no tiene sentido cuando ya ni el amor se valora. La situación se hizo insostenible y afortunadamente, por fin, Juan Manuel lo entendió. Él se fue a vivir a cuatro cuadras de donde vivía Paola. Muy lejos para dormir con ella pero muy cerca para olvidarla. Ella lo vio partir con dolor, pero sabía que era lo mejor, el amor ya no volvería jamás.

Su vida continuó otra vez entre su hija, su trabajo, lo que saliera, y su vida, otra vez su vida, Juan Manuel se enamoró de una azafata de Avianca y eso provocó alguna distensión del amor por Paola.

El 2.000 fue un año pasivo, tanto que Paola recuerda muy poco de ese tiempo, como si su vida hubiese llegado a la parte tranquila del mar donde se presagia una inevitable tormenta, y así fue.

En Enero del año 2.001 Paola presentó su hoja de vida a Colsubsidio para trabajar de cajera en la ciudadela. Como siempre, sin mucha dificultad, pasó y empezó a trabajar allí. Por esta misma época la novia de Juan Manuel lo sacó de su vida, y otra vez, así fuera virtualmente, se refugió en el amor inexistente de Paola. Esto marcaría el principio del fin de la libertad de Paola.

El trabajo honesto, la estabilidad y una vida humilde marcaban el rumbo de Paola, no se esperaban mayores sobresaltos en su vida.

Semana Santa de ese año marcó los contrastes de la vida de Paola, esos contrastes en los que se mezcla lo incompatible para hacer daños totales. Un amigo de colsubsidio invitaba a Paola de los actos litúrgicos de la semana de Pasión, y la pasión de Juan Manuel impulsada por sus celos enfermizos, llevaron al colapso la incertidumbre de una vida difícil.

Después de la conocida escena de celos, Juan Manuel descansaba sentado en un andén. Transcurría el mes de abril y Paola se sentó a su lado para escuchar una rara noticia. Juan Manuel se iba de viaje y quería que Paola le cuidara su perro de manchas. Paola accedió, pero ese viaje intempestivo de enfermero varado le causaba curiosidad.

Finalmente, se enteró de los motivos del viaje, y con los motivos vendría la propuesta. Juan Manuel se iría para España “cargado” como una mula, y necesitaba una coartada. Una pareja joven iba de “paseo” a España. Suena normal, pero en un modus operandi tan trajinado que finalmente esto los haría fracasar. Pero la ambición de éxito, y el sueño irreal de querer resolver todos los problemas de una, sobre todo económicos, pudo más que la cordura. Paola se vio atraída por la posibilidad de pagar la hipoteca de la casa que se iba perdiendo en esos absurdos créditos que le dan a uno para vivir y luego perder todo y vivir pobre y endeudado.

Lo estaba pensando, y cuando quiso entrar a definir, la situación ya estaba resuelta. Llego a la casa de Juan Manuel cuando los contactos estaban allí. Le preguntaron a Juan Manuel con quien iba a viajar, y el sin titubear cogió a Paola y dijo “con ella, ella es mi esposa”. Sin cura se celebro la boda que levaba de luna de miel a Paola y Juan Manuel, sin cura estaba ya la situación. Riesgo tomado, riesgo que mata, riesgo que quita la libertad. Un Kilo de droga en cada barriga y mil sueños. El de ella, pagar la hipoteca, y el de él vivir con ella dentro de su obsesión enfermiza de quien no entiende que el amor no vuelve y menos de una barriga llena de droga. En este caso no aplica el dicho de “barriga llena, corazón contento”.

Sus aspiraciones de estudiar sistemas el en SENA se vieron truncadas por la intransigencia de su madre. Estudiar con una hija es imposible y su mano no sería suplente de Paola cuando esta no tuviera. Por eso declinó esta posibilidad. Juan Manuel llamaba todos los días y esto no gustaba a la mamá de Paola. Por algo dicen que las madres siempre tienen una fuerte intuición cuando algo malo le puede pasar a un hijo.

Ahora lo único que faltaba era cuadrar lo del trabajo. Paola iba a pedir unos días, los suficientes para salir con unos pocos centavos y regresar con 15 millones de pesos que era la suma ofrecida. Eso se cuadro fácil. En la casa nadie sabía, sólo una carta portaba la noticia que Paola no podía sacar de su voz. Sabía que podría ser fatal, y la fatalidad es mejor dejarla registrada en un papel, como el suicida, el loco o el romántico.

Sólo se esperaba la orden, la indicación definitiva del viaje sin igual retorno. Era el viernes 8 de junio del año 2.001 y repicó el teléfono en colsubsidio de la ciudadela. Ya estaba la fecha y la hora. Las indicaciones eran claras. Ella debía estar a los dos de la tarde en Plaza de las Américas para comprar la ropa que sirve de fachada a los viajeros. Así lo hizo. Cumplida compró ropa que jamas usó, con plata que nunca disfrutó. Vuelve al trabajo a cuadrar el tiempo, a hablar con los jefes como una despedida corta, pero sería muy larga en su vida. Quizás nunca más la miren a los ojos.

Salió esa noche de trabajar a las 8 de la noche y fue a su casa. No le hablaba ni el radio. Su hija la esperaba para dormir como todas las noches. La miró a los ojos con amor profundo de madre, cargada de ilusiones vanas y con el estómago dispuesto a recibir cápsulas de gloria o fracaso. Esperó a que cerrara sus ojitos y la miró hasta que expiró en un sueño eterno de libertad. Empacó unas pocas cosas y se fue a reunir con su destino. Ese que empezó mal en una falsa amabilidad, que enamoró a su hermana y que enfermó de celos hasta que la acaparó en su locura frenética de tener mucho con muy poco esfuerzo. No tuvo valor de dejar la carta y la conservó para dejarla con alguno de estos mercaderes de la libertad.

Llegó y los buitres ya festejaban. Preparaban las cápsulas para que fueran ingeridas por las mulas. Ingenuas, llenas de planes que en el fondo sucumben tras las rejas. La carga es como un flete de camión. Lento, en orden. Pudo tomar toda la noche. No se puede masticar, con los dedos se mete hasta el fondo donde empieza la faringe, y en un esfuerzo gutural soberbio se pasa hasta que baja lento para descansar en el recipiente, el estómago. Cada cápsula pagaba una cuota de la hipoteca. Se justificaba.

La noche fue larga y a punta de relajantes quedaron dormidos un rato, un corto rato de noche de libertad. La trama es total, la peluquería no podía faltar para los actores del infortunio. La mañana del nueve de junio ese fue le plan, preparar a las bestias, con doce pastas de lomotil se cerró el flete.

El vuelo salía en la tarde y Paola aún apretaba la carta contra su pecho. La dejó con uno de los buitres quien prometió entregarla. La cita era en la bomba de la Boyacá con 53 para ser dirigidos de allí al aeropuerto. Por cosas de la vida, y como un aviso celestial llegaron cuando el vuelo ya se había cerrado. No pudieron viajar ese día como diciéndole a Paola que aún era tiempo de arrepentirse. No se arrepintió e insistió una noche más, otra noche igual, más larga y tediosa en la que su mente era colmada por las mil preguntas de su hija en su vaga inocencia.

Al otro día, todo estaba preparado. Preparadas las bestias y el flete, la ropa y la trama, todo menos la certeza del futuro y el infortunio. Esta vez no podía fallar el tiempo, por eso llegaron a la una de la tarde cuando todo estuviera holgado. En la fila de las maletas y el registro de vuelo cayó una de las personas que la noche anterior se había cargado con ellos. Un señor cuarentón como los fantasmas de Ghost fue aprendido para nunca volver a la libertad hasta que un fallo lo dijera. Otro aviso celestial que Paola no entendió, la terquedad propia de la mula ya la había transformado.

Sintió hambre, llevaba más de un día y medio sin comer y se embutió una hamburguesa. No le afectó. Pasó los filtros con su “esposo” ficticio hasta la sala de espera. Sólo esperaba la hora de abordar. La hora fatídica que parte la vida entra la libertad y el encierro. No sospechaba que sentiría si algo fallaba, se había convencido de que todo saldría bien. Llegó a la fila de abordaje, el avión era un remanso de paz hasta la otra orilla del charco. Eran los últimos de la fila como aquel grupo de rock español que ya nunca podría ver en un concierto. Un agente vestido de civil se le acercó. Sin preámbulos le dijo “usted es Fanny Paola Mercado, usted sabe que no puede viajar”. Cuando buscó refugio en su "esposo" él ya estaba por cuenta de un uniformado. Había caído pero los relajantes no dejaban que Paola cayera en cuenta que ese era su último instante fuera de unas rejas.

No viajo ni conoció a España ni los quince millones prometidos. De ahí, la subieron a una camioneta azul a Fontibón para pasarla por los rayos x. Esa fotografía imborrable de su interior fue nefasta. Un estómago con restos de hamburguesa alrededor de unas cápsulas que parecían pequeños cohetes. Era confirmado. La ley 30, tráfico ilegal de estupefacientes, proceso, la ley, la libertad.......adiós. El avión ya iba rumbo a España y ellos para la cana. Diez personas más con ellos.

Vuelta al aeropuerto para el D.A.S., la foto de rigor de la cara del capturado y una llamada. Llamó a una amiga, no a su mamá, le dejó razón con el esposo y empezó a ver como se cierran las luces del sol cuando uno está en cautiverio. De ahí esposada para el hospital de Puente Aranda para expulsar el sueño de 15 millones.

Al hospital llegó su amiga Sandra, una amiga del colegio, su mamá y sus hermanos. Lágrimas por doquier de dolor que desgarra. La cárcel y la muerte son dos experiencias muy duras. Su mamá había ya leído la carta, que entre sus apartes decía “Por favor pídale a Dios que me vaya bien”. Su madre, entre sollozos, oró por ella y de alguna manera logro que fuera retenida acá y no en España, en donde la soledad y la discriminación la hubiera marcado con huellas de marca de ganado.

Aquí todos tenían algo que ver, la presión de la mamá, la ambición de ella, la ligereza de su hermana, muchas cosas confluyeron en una receta maligna que lleva a una joven a jugarse la vida por un kilo de ilusiones efímeras. La mamá le pidió perdón y ofreció su mano para los momentos difíciles que se venían.

El 13 de Junio se la llevan para la aeroportuaria, un improvisado centro de detención de la aeronáutica, un cuarto de detenidos que más parece una oficina vacía. Dormía en el suelo, miserable, con el rigor para quien ha fallado y no merece piedad. Allí vio de lejos a la niña pero no pudo hablar con ella. El sólo hecho de no ver cerrar sus ojitos esa noche y muchas que vendrían, le hacía un nudo infranqueable en la garganta.

Ahí una semana, su “esposo” también. Él salió para la modelo y ella para la estación de Fontibón una semana después. Mezclada con “mecheras” o ladronzuelas, el clima era hostil. Le robaron el maquillaje que ya no utilizaría porque un buen tiempo no tendría para quien verse bella y un pequeño radio que era su única ventana a la libertad. Se hizo amiga de doña Conchis, quien se reía pues por su edad no podría ser recluída.

El 27 de Junio se la llevaron para el Buen Pastor, esposada como una fiera rabiosa, como muestra de la degradación humana en condiciones de cautiverio. Llegó dispuesta a no dejársela montar de nadie, ya venía envenenada. Le tomaron otra foto, con placa en pecho en frente y de perfil. Sus dedos pasaron por la tinta donde muchas delincuentes que habían halado de un gatillo los habían marcado. Esperaron un rato en el patio de recepción para pasar al patio, el mejor era el quinto. Allí fue ella pues se notaba que no era mala, sólo un poco ingenua e ilusa. Desde los otros patios le gritaban “carne fresca” y en realidad lo era, una bella mujer, joven, que serviría para satisfacer los instintos que se alborotan con tiempo de encierro. Pero nunca la maltrataron en ese aspecto. Su compañera de celda era neurótica pero respetuosa.

Pero la tragedia no sería eterna, el carisma de su esencia y su verraquera en momentos difíciles la perfilaron para salir del encierro del común. La Delegada de Derechos Humanos para el patio le pregunto si sabía sistemas. Ella sabía, y sabía que Dios existe, que un error lo comete cualquiera y que merecía estar mejor. Pasó a trabajar en la subdirección y a dormir en las celdas para las internas que trabajan extramuros. Quizás es una privilegiada, pero como ella dice “cana es cana”. Ahora su ventana a la libertad es una pantalla parecida a la que les lleva esta historia. Le puede quedar más de un año en la cárcel pero aun no pierde el resplandor de su sonrisa ni el brillo de sus ojos. Sabe que saldrá y buscará la felicidad en las cosas simples de la vida, las que de verdad valen la pena. Su mamá nunca le falla, no fueron muy amigas pero ahora es su mamá, lo más bello que uno tiene en la vida.

Su hija está con Nelson, quien en un gesto de soberbia ha impedido que ella la vea, como si el cautiverio o el castigo fuera también para Paula Alejandra. Su mamá cometió un error y lo está pagando, pero ella es una niña que pregunta por su mamá. Ella entenderá cuando crezca y las dificultades de la vida le muestren que hay momentos cruciales en la vida en los que apostamos todo por nada, sólo para superar esas mismas dificultades.

De vez en cuando, la visita uno que otro amigo, cada vez menos, y de Juan Manuel sólo sabe que esta en la casa, le dieron domiciliaria, quizás por ser más amigo de los delincuentes, del poder. Los buitres deben seguir cargando bestias, las que caen, caen, y las que pasan los hacen ricos. Ese es el negocio.

Para Paola esta es una experiencia, muy dura por cierto, pero sabe que saldrá y podrá retomar el rumbo de su vida, aquel que una aventura le trunco por unos años. Ahora valora todo lo poco que tenía pero que había logrado con dificultad, allí estuvo el mérito.

Yo salí de la cárcel y ella se quedó adentro. A la salida, su padre la esperaba con una sonrisa pero sin poder ocultar las lágrimas. Sólo le dijo: “hija, como me alegra verte”. No la había visto en los nueve meses que lleva encerrada, y ese abrazo la llevó a la libertad, a los suyos, a lo sencillo.

Yo me fui, ella se quedó, pero me llevo su experiencia y un legado de vida. Ella nació cuando la mula no era más que el cruce de un burro y una yegua. Ahora ella es catalogada como tal, y no tiene nada de burra, pero si de yegua, las ansias de libertad y el deseo de cargar el peso de estar vivo y tener que ganar la vida a pulso.