La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

sábado, 26 de junio de 2010

Padre, pensé en un poema...


Pensé en un poema, una canción, un texto lírico sacado de las entrañas para poder describir lo que quiero decirle a mi padre, en este, su día, un día que es especial no sólo porque a alguien se le ocurrió decir que habría un día del padre para vender cosas para hombre, sino porque es uno de los pocos días del padre que se lo celebraré desde la distancia.

Pero decidí prescindir de la belleza para poder expresar simplemente cómo recuerdo a mi viejo, para poder describir la imagen que cargo de él conmigo en cada instante que su legado me da fuerzas para vivir mi vida.

De niño, puedo decir que lo recuerdo con una pipa en la boca y un libro en la mano, sentado en un sillón grande, con sus gafas que movía levemente hacia abajo para mirar un horizonte imaginario sólo para pensar. Lo recuerdo tomando notas y volviendo su mirada al libro y su pipa a la boca en un ciclo sólo interrumpido por la hora de comer o de dormir. Casi nunca notó mi presencia mientras yo trataba de descifrarlo. Si me miraba, sólo me sonreía tenuemente y seguía en su cuento, ese cuento que a mí me intrigaba tanto.

Yo, lo sentía distante, me costaba acercarme a él y pedirle un abrazo o una caricia, porque era tan sublime lo que hacía, que era como interrumpir un ritual mágico que sólo comprendían los dioses de la sabiduría y él. Y me acostumbré a admirarlo. Así, en silencio. Me gustaba ver su ritual de libro, pipa y horizonte imaginario, y mientras tanto yo, simulaba que escribía algo, como para no perderle el ritmo.

Su presencia me infundía un respeto profundo, y cuando pasaba y me sobaba la cabeza, para mí era una señal hermosa de que era parte de su tribu y que tenía derecho a ser parte de su mundo. Era una membresía a su logia encantada de sabios de pipa, gafas y horizontes imaginarios.

Recuerdo cómo mis hermanos mayores gozaban con sus chistes malos que por malos los hacían reír y de verlos reír me reía yo. Recuerdo cómo cada accidente casero provocado por su torpeza y su terquedad doméstica era una anécdota más con la que aún disfrutamos en cada reunión familiar. Recuerdo cómo esa sencillez rompía el protocolo de su sabiduría y lo convertía en un ser humano, tierno y accesible, abierto y espontáneo, logrando un equilibrio perfecto entre el respeto al padre y el amor al papá.

En la adolescencia decidí demostrarle, sin saber por qué ni para qué, que se podían romper los esquemas sin importar cómo, sólo para revelarle que su ortodoxa forma de vivir la vida, me resultaba insípida y apacible. Hice tantas estupideces y reaccionó con tanta paciencia. A los 16, me robé el carro de mi hermano Francisco, que se había ido a vivir a Costa Rica y necesitaba venderlo para vivir allá. Borracho y sin licencia, lo estrellé contra un árbol en una madrugada. Cuando se enteró, sólo me dijo: “Afortunadamente no le pasó nada malo a usted”. Y me quitó la excursión de último año de colegio para pagar el arreglo del carro. Sin un sólo golpe me enseñó que las grandes tonterías tienen graves consecuencias.

A los 20, confundido y abatido, le confesé que había embarazado a mi novia, que sólo tenía 17 y un papá que me podría levantar 10 mil veces a pata. Lejos de dramatizar el asunto, abonó el terreno para que mi hijo llegara a un mundo colmado de amor. Un mundo que funcionaba como un barco del que él era el capitán y que daba la bienvenida a todo el que tuviese carné de familia. Sólo se sentía feliz de ser abuelo y lo demás se podía resolver, con esa calma y ese amor que se veía detrás de sus párpados que ya se le venían sobre los ojos. Y siempre estuvo allí, feliz de verme padre, feliz de ser abuelo como tantas otras veces, pero con una vocación especial por Nicolás, mi hijo.

Cuando me divorcié, fue el primero que se quedó callado a mi lado sólo para verme llorar sin decir nada. Sólo para que supiera que él estaba allí, soportando conmigo el dolor, llevando la carga de una vida que me pesaba y que yo no podía cargar. Cuando las casas que acompañaron mi soledad se volvían refugios de frustración, él estaba allí para recordarme que dónde él y mi madre estaban, ese era mi hogar. Y cada vez que llegaba con maletas y dolor, había una habitación vacía esperándome, con algo que recordaba a ese niño que curioso miraba a un señor fumando pipa, acomodándose las gafas para leer. Algo que me recordaba con cariño que era miembro de su logia de sabios y pipas.

Él anduvo mucho tiempo perdido en asuntos “importantes”. En asuntos de Estado y de Academia. A medida que fue encontrando refugio en el hogar, la vida nos fue dando más espacio y más tiempo para conversar.

Me sentía orgulloso de sus logros. Por él descubrí que los méritos hacen a los grandes hombres más allá de su posición. Él hizo a sus cargos y nunca los cargos a él. A él no se le recuerda por los cargos que ocupó sino porque él estuvo allí, dándole dignidad al cargo. Siempre fue superior a su misión y cuando la misión era rebajada por los intereses políticos mezquinos, él renunciaba a la dignidad del cargo, porque el cargo ya no tenía dignidad. Su vida pública me importó poco. Sé que trataron de vapulearlo en su honor para salvar el pellejo de más de un hampón cobarde, es decir, de algún político. Y casi lo logran. Pero eso no me importa ya, porque su lucha lo sacó avante, y si me importara, guardaría rencores inútiles por seres que no merecen ningún tipo de sentimiento ni alusión.

Lo que me importa es que su círculo íntimo, los que hemos tenido el orgullo de tenerlo cerca, sabemos desde el fondo de la conciencia que él es un ícono de la rectitud pública y privada, y que a sus casi 81 años su vida no es un ejemplo para los discursos mañé de homenajes inventados, sino para la vida misma, esa que tiene principios y valores firmes e inamovibles, fincados en la bondad de un buen ser humano, esos que uno le puede trasmitir a sus hijos con toda tranquilidad para que sepan que pertenecen a una casta que desciende de un ser humano brillante, noble y bueno.

Hace poco más de tres años, a mí me sorprendió el desempleo y a mi padre, una vida reposada de pensión. Los dos nos encontramos bajo el mismo techo, en uno de mis 10 mil retornos de fracaso y maletas en la puerta. Su ocio y mi ocio se juntaron. Yo, para contarle qué desgraciado me sentía, y él, para hablarme de Metodología de la Investigación Sociojurídica. Yo lo quería matar mientras él no me quería dejar morir. Mientras yo quería recabar en mis depresiones, él insistía en hablarme con pasión profunda de John Dewey, Habermas, Wittgenstein y Weber. Mientras yo quería que llorara conmigo, él me sugería que leyera a Viktor Frankl, que había escrito toda su teoría sicológica después de sobrevivir a un campo de concentración Nazi durante la segunda guerra mundial.

Yo le huía decepcionado por su incomprensión. Cuando levantaba mi almohada para taparme la cara y llorar, ahí estaba, en mi cama, el libro de Viktor Frankl, “Ante el vacío existencial”, con el separador de hojas en el capítulo que él quería que yo leyera.

Todo mi duelo lo convirtió en una lección de vida sustentada en otras vidas que tomaron lo peor de lo que los rodeaba y lo convirtieron en lo mejor de su legado para la humanidad. Así, conocí a Frankl, Alfred Adler, Marcusse, Savater, Erich Fromm y otros cuantos que mi padre dejaba sistemáticamente cerca de mi almohada cuando sabía que yo le huía desesperado de sus terapias intelectuales, cuando yo quería simplemente que avalara que mi vida era una porquería sin salida. Yo tiraba el libro. Luego, en mi desespero, lo abría en la página señalada y me encarretaba con el cuento, hasta que salía de la habitación a buscar a mi padre para que me explicara lo que no entendía. Así, fuimos armando diálogos que oscilaban entre la mierda que era mi vida y la lucidez de los autores que mi padre dejaba en mi almohada.

Su ocio y mi ocio se juntaron. Su ocio y mi ocio hablaron de temas trascendentales, filosofía contemporánea y clásica, debates eternos sobre las noticias hasta el borde de la discusión. Había temas intocables e irreconciliables. Pero luego, volvíamos a lo que podíamos tratar sin apasionamientos políticos de actualidad, en lo que nunca estuvimos de acuerdo.

Su ocio y mi ocio se hicieron amigos. Compartieron mañanas y tardes enteras de charlas amenas. Si bien, su sabiduría no me contagió, porque supe gambetear la estructura del conocimiento profundo, si me llenó de profunda curiosidad por mil temas que antes ni conocía.

En esos dos últimos años y algo que compartimos, mi padre y yo nos hicimos amigos. Cambió la pipa de tabaco por la pipa de oxígeno, pero nunca desapareció su horizonte imaginario para pensar ni sus gafas para leer.

En esos dos años, decidí acercármele sin tanta prevención ni reverencia para descubrir, después de 30 años, lo que guardaban sus ojos mientras miraban ese horizonte imaginario. Y como un dique se rompió a mi amistad y me regaló un trocito de su sabiduría con toda paciencia y dedicación.

En esos dos años fui amigo de mi padre. Tomé café con él bajo el sol y la lluvia de la sabana y de Villeta y conversé sobre mil cosas con él. Y él también, poco a poco, fue cayendo en la trivialidad de mi depresión, fue aprendiendo a decir madrazos sin remordimiento, fue bajando del universo de los dioses de la sabiduría para divertirse con mi forma ramplona y básica de ver las cosas y le di sal a su vida cuando la sal le estaba prohibida.

Mi padre es mi amigo. Le preocupan mis romances y se conmueve si me duele el corazón, quedándose en el sentimiento básico y dejando en paz a Frankl. Mi padre recordó que cuando era joven le interesó la literatura y escribió cuentos, y empezó a leer lo que yo escribía sólo para admirarme tanto como yo lo admiro a él. Mi padre me dio valor. Valor de valentía para enfrentar el mundo y valor porque me hizo sentir valioso.

Mi padre pacientemente me construyó las alas de Ícaro para que yo vuele hacia el sol. Y me pintó un sol y una bandera azul y blanca para que yo me elevara hacia el sur. Y hoy, desde ese lugar en donde ondea una bandera azul y blanca con un sol en el medio, yo lo recuerdo en su día, para decirle que todo lo que hizo por mí no fue en vano, que gracias a él me siento un mejor ser humano, que su legado está tatuado en mi alma con letras de oro y que si bien no soy como él, me permitió ser como yo, para que él, se sienta orgulloso de mí, así, como yo me siento orgulloso de él.

Feliz día padre. Estoy contigo y estás conmigo, en esa conexión eterna de los amigos inseparables y con el amor filial que crece cada día que tu enseñanza me fortalece para consolidarme en este nuevo mundo al que he llegado con las alas de Ícaro que me hiciste. Te quiero padre, y tú lo sabes, como sabes tantas cosas. No en vano García Márquez te definió como “un sabio distraído”.

domingo, 20 de junio de 2010

Dolor profundo, vómito de rabia, Patria maldita.


Ayer leí un libro que escribió Andrés Caicedo. Mejor dicho, no era un libro y tampoco lo escribió para publicar. Eran cartas y escritos que hacía para purgar su alma, como quizás lo hago yo en este momento. Después de 30 años de haber muerto, sus hermanas decidieron sacar a la luz estos rezagos de intimidad de Andrés.

No se por qué me llamó tanto la atención este personaje desde que oí su nombre, desde que oí datos de cómo vivió su vida, vertiginosa, aunque nunca leí nada de él. Siempre pensé que él había querido suicidarse como algo premeditado, como un deseo propio de su excentricidad. Ayer, leyendo sus cartas y sus disertaciones sobre sí mismo descubrí que no. Andrés Caicedo no quería morir, pero tampoco supo cómo vivir.

Me encanta el desparpajo con el que escribe, sentí que dialogaba con él y yo sólo asentía frente a esa angustia existencial que lo aquejaba tanto. Él mismo dice que no era bueno para hablar, pero sin duda escribía como le gustaría hablar. Tenía unas luchas internas soberbias entre lo que pretendía ser y lo que era. Odiaba sus demonios profundamente pero no podía desterrarlos de su vida, entonces vivía pendulando entre el remordimiento, el arrepentimiento y las ganas de cambiar su vida, de empezar de nuevo cada vez que salía de una de sus “torcis”, como le decía a sus trabas.

“Ahora no soy más un niño. Soy una cosa grande con la misma necesidad y peor debilidad”. Creo que en esta frase él resume todas sus angustias. Era un prodigioso ávido de reconocimiento y fama. Lo deja traslucir. Pero no sabía cómo administrar su vida. Le importaba mucho la percepción que el mundo pudiera tener de él y más lo atormentaba aún su prematura genialidad que poco a poco, con el transcurrir de los años, sentía disminuida.

Al leerlo, sentí que era una persona audaz para interpretar el mundo pero incapaz de interpretar su propio ser. Siempre miraba la muerte como una posibilidad en la derrota de la depresión, pero no como un deseo inefable. Se intentó suicidar varias veces pero sentía que no estaba bien hecho, que no era justo, que no podía angustiar así a sus padres. Esa lucha interna entre sus anhelos y sus frustraciones lo fueron menguando, debilitando… esa dependencia absoluta de su madre y del amor frente a la soledad, sus adicciones y sus ganas de afirmar una seguridad inexistente lo fueron llevando a las cuerdas de la vida… hasta que la vida misma lo noqueó.

Ahora, enfrento mis propias reflexiones, mis propias dependencias, mi propia vida. Lo hago como un simple ejercicio de análisis y catarsis. Es más, es simple catarsis. No me voy a preocupar mucho por la coherencia y el orden, sólo quiero escribir y más que escribir escupir mil sentimientos que tengo atravesados, que me hacen daño, que me disminuyen y también, que poco a poco me van llevando contra las cuerdas de la vida que es simplemente perder la emoción de vivir… que sin duda, debe ser peor que morir. Este no es el grito desesperado de un suicida, no está en mis planes rendirme y mucho menos así. Trataré simplemente de reflexionar sobre el por qué de este opacamiento paulatino de mi luz, esta resistencia frente al mundo y este escepticismo en cuanto al futuro.

La primera pregunta que me asalta es… qué siento. Acá, recostado escribiendo, siento un abandono total. Un abandono total de mí por mí mismo. Es un abandono mezclado con cinismo… como si fuera ya esa mi forma de vida y no me importara. La angustia se me volvió un motor de estupideces. El amanecer se volvió una tortura porque ya se exactamente cuántas líneas de tablas atraviesan el techo de mi cuarto y contarlas de nuevo sólo me recordaba cuánto tiempo tenía para perder el resto del día. El resto del día era un deambular por ahí escarbando en el pensamiento en qué lugar y momento fue que me perdí. Es más, pensaba si en realidad me perdí o me desaparecieron, si eran errores míos o injusticias de otros, si valía la pena sufrir o sólo era un paso necesario para algo ulterior que yo no conocía… Esa angustia fue llenando el espacio de mis pensamientos y poco a poco invadió mis sentimientos convirtiéndome en un perfecto idiota para trasmitir afecto. La confusión es inexpresiva, retraída, imbuida… y uno se vuelve todo eso.

He dado tantas vueltas tan inútiles en la vida. He luchado tanto por lo seguro y me he sentido tan vacío sin la zozobra de la inestabilidad. Podría ser feliz, si fuera más conforme. Sería más feliz, si no fuera tan insensato. Tengo mil excusas para gambetear a la vida y sus exigencias. Mis parámetros básicos llegan hasta donde empieza la curiosidad por experimentar nuevas emociones. Mil aberraciones, inofensivas, pero aberraciones. Los privilegios me aburren y cuando no los tengo me quejo de no tenerlos. Es tan raro ser tan raro...

Tengo ideales de gran líder y acciones de simple gregario. Pienso tanto en cómo debo hacer lo que debo hacer, que al final, no lo hago, y si lo hago, no lo hago del todo bien. Sin embargo, he contado con suerte. Tengo un buen discurso para argumentar por qué no hago lo que debo hacer y por qué hice lo que no debía. Nunca he cometido errores insalvables o de impacto nocivo e irreversible. Algo ha pasado, algo que me salva. Soy perezoso quizás, pero si tengo que madrugar madrugo. Trabajo bajo la presión del último minuto... y hago las cosas... No sé si soy un vago compulsivo, un “outsider” en el camino del éxito, un desadaptado en busca de la perfección de una labor no exigente, no exigida...

Un disperso total, como las gallinas, que miran fijo al pasto hasta que una mosca les llama la atención, y luego una mariposa, y luego una mota que vuela, y luego el pasto que se mueve otra vez... Tengo en mi mente grandes metas... pero aún no ubico la escalera.

Quizás criticarme me haga sentir mejor, o alimente mi ego... no se, pero alivia un poco el tedio que siento aquí sentado.

Me siento tan inútil, tan amarrado, tan poco lúcido e inspirado, produciendo tan al mínimo, que no se si vale la pena que esté acá. Se me nota el paquidermismo del accionar. Es un abandono cómodo y cínico, la sociedad tiene la culpa de todo y yo sólo soy el transeúnte que se deja atropellar.

No se qué estaría sintiendo Andrés Caicedo exactamente cuando se dejó morir… pero si era un autocrítico inclemente y un autocompasivo compulsivo su final no podría ser otro.

Igual me pasa a mí… y el final no puede ser otro, es decir, no porque me suicide, no quiero, pero el tedio igual me va matando. Me acostumbré a vivir por inercia y sin escrúpulos. El cinismo es mi guía y el sufrimiento mi bastón. Prefiero no darle rostros a los nombres ni nombres a los rostros. Me aterra el mundo pero más me aterra el espejo. Y miro al mundo para dejar de mirar al espejo… y me consuelo. Siento un latir que ahora me resulta extraño y que más que prolongar mi vida prolonga mi agonía. La contradicción me nutre cada día de dudas y las dudas de certezas efímeras que mañana serán nuevas dudas. La verdad es la verdad si me conviene. Todo lo demás es mentira. Pero cada día me conviene algo distinto o nada me conviene. Todo es mentira. La pasión me motiva pero me reta. Y ya no se asumir retos. Huyo. El letargo es una cama inmensa en la que muero cada día enfermo de mi mismo.

Toqué fondo… raspé la olla de la depresión… confundo aquí lágrimas, mocos y un pulsar defectuoso en las teclas que me hace devolver una y otra vez. Busco el dolor en los errores del pasado, en el sentimiento presente y la incertidumbre del futuro. Pienso en todo lo que pudo haber sido y no fue… aquí sólo, por voluntad, como si estuviera en una cuarentena autoimpuesta para no pegarle a nadie este sentimiento tan rancio que llevo dentro.

Quiero encontrar mi cordura. Siempre creí que la locura era la esencia de mi felicidad. Pero ya no la soporto. No se si porque los años ya empiezan a entrar a mi vida con fuerza o porque ya me he hecho el daño suficiente. O las dos.

¿Y qué? Sigo pensando en el mismo país de gobierno paraco y oposición guerrillera. Sigo sufriendo por una mujer a la que le quiero entregar mis mejores años cuando ni siquiera he tenido años buenos. Además se los he empeorado a ella y a otras más. Sigo aquí sentado buscando el sentido de mi vida cuando ni siquiera se si la vida tiene sentido. Sigo buscando mi identidad y la de un país sin identidad, sin amor propio, sumiso y tonto como este que le sigue comiendo a los de arriba las migajas asquerosas que dejan caer al piso.

Quise ser un guerrillero y la guerrilla se volvió narcotraficante. El narcotráfico siempre nos amargó la vida y nos buscó el quiebre como familia y odio el narcotráfico. Luego, no pude evolucionar con el “ideal” guerrillero. Quise ser líder y no me sigo ni a mi mismo encerrado en mi habitación porque el sol hiere mis ojos y la lluvia moja mis ideas. Detesto el hedor maluco de la cama que me acoge como refugio… y ahí voy, esperando a que este cuento se acabe y encuentre desenlaces en las contingencias que no manejo. No quiero manejar ¿Quién me botó a este sitio? Yo nunca lo pedí y lo peor es que nací “privilegiado”. Buena familia, buen estudio, buenas cosas… y soy “privilegiado”… pero es que yo no quiero estar acá. Porque es que acá se sufre y se hace sufrir. Soy mentiroso porque soy egoísta y quiero tener todo y no perder nada, sólo en la medida en que la pérdida no me haga sufrir. Soy egoísta por no querer sufrir pero no quiero sufrir porque yo no elegí estar acá. Y en esa huída voy dejando sufrimientos regados con mentiras descubiertas ¿Soy un mal tipo? Quizás, como el futbolista que es mal futbolista porque no le gusta y no sabe jugar. A mi no me gusta y no se vivir. Pero el futbolista puede dedicarse a otra cosa. En cambio el vivo no puede renunciar a la vida. O si puedo, como hizo Andrés, puedo, pero no podría soportar la culpa de ver sufrir desde dónde sea que vaya a los que querían verme vivo. Además he dado vida, eso me compromete.

Y entonces, en mis elucubraciones de días y noches de ocio, me imagino el destino de lo que le de sabor a mi vida. ¡Qué viva la lucha social! Pero… ¿Con cuál sociedad? ¿Una manada de idiotas útiles que no han entendido el sentido de la opresión y lo malo que es estar abajo? ¿Una horda de desadaptados buscándose el día a día cómo sea? Admiro la crudeza de Fernando Vallejo y detesto su escandalosa homosexualidad. Pero es un marica francote. Entiendo perfectamente por qué renunció a la nacionalidad colombiana y por qué ahora la quiere otra vez. Este país es una mierda. Pero es una mierda apasionante. Con todo lo que pasa yo no podría dejar de ser colombiano. Si la vida me da tedio tal cómo viene, qué haría yo en un país sin mayores sobresaltos. Acá hay tanta estupidez y sevicia juntas, incluidas las mías, que un noticiero es una ventana a lo macabro. Masoquismo lo llamó el marica Vallejo. Soy masoquista, pero le huyo al sufrimiento proveniente de otros. Paso la vida escupiendo palabras de odio contra la vida misma. Y es que no le encuentro el sabor a esto. Que hay que trabajar… bueno, bien… yo quiero trabajar, pero para eso, que en últimas es maluco porque encasilla la vida en una rutina mortificante, hay que lamber por lo menos un par de zapatos, ponerse rodilleras y agachar la cabeza para hacer algo “digno”. Y no es una elección complaciente. Hay que trabajar porque hay que producir, porque hay que vivir de algo… ¿Y por qué tengo que hacer todo eso si yo ni siquiera quiero vivir? ¿Por qué tengo que responderle a las fuerzas cósmicas que me pusieron acá sin mi consentimiento? Gracias a la vida que me ha dado tanto… es que yo no he pedido nada… y sin embargo, estoy acá, viviendo, buscándole un sentido a esto…

Al diablo Choprá, Rizo, Cohelo y todos esos enmielados de la vida bella. A mi la vida me parece una porquería por más que digan que todo puede estar mejor y que todo pasa por la mente. Pues mi mente está podrida y no veo nada que me haga cambiarla. Que el día soleado. A la mierda el día soleado cuándo nos estamos achicharrando por cuenta del calentamiento global. Que la reflexión que producen las gotas de lluvia. A la mierda las gotas de lluvia y qué reflexión ni qué nada cuando ve uno en las noticias la gente durmiendo en camas que flotan sobre las inundaciones que arrasaron sus cultivos y que los tiene aguantando hambre. La vida es una mierda y todo lo que contiene. Los que viven bien son pocos y viven sobre la miseria y la vida de asco de la gran mayoría. Que confiemos en Dios que estos son pruebas de Él. Qué confianza y qué pruebas. Si ese man existe debería dejar de ser tan sádico con sus criaturas. O es que uno se inventa una cosa para hacer sufrir a todo el mundo y no le da ni un poquito de remordimiento. “Hay no, que eso es el libre albedrío…” qué libre albedrío ni qué maricadas, cuando el pobre empleado público se tiene que aguantar las humillaciones de un jefe déspota para no perder el ingreso paupérrimo que recibe cada mes ¿Qué libre albedrío hay ahí?… Dejémonos de falsedades y vanas ilusiones. Los que viven bien lo hacen encima de la miseria de la mayoría. A los miserables no les alcanza para leer a Choprá, Cohelo o Rizo. Pero sí les alcanza para ir donde un pastor evangélico a que les diga que todo son pruebas de ese Dios mercantilista que enriquece a los vivos y empobrece a los bobos. Se cogen de las manos y gritan y hacen alabanzas en su más inocente ignorancia y todo está mejor porque Dios los escucha. No, Dios tiene secretarios que se quedan con la plata y le esconden los informes mientras a él le rozan los pies las olas en la playa del cosmos con un coctelito de piña celestial.

Que soy un resentido. Sí, lo soy. Me resiente estar en un sitio tan asqueroso como el mundo, en un país tan asqueroso como Colombia, rodeado de gente tan asquerosa como los colombianos y ser tan asqueroso como todo lo que me rodea. Ay, que soy un apátrida. A la mierda la patria cuando el gobernante es un paramilitar descarnado que tiene amigos paramilitares descarnados que hacen política paramilitar y están recluidos esperando a que les limpien todas sus culpas por cuenta de una ley paramilitar que expidió un congreso paramilitar. Y la gente, el pueblo, esa manada de idiotas útiles y horda de desadaptados escarba en la tierra para encontrar sus muertos y se desmayan cada vez que oyen lo evidente. Que un paramilitar torturó, mató y descuartizó a un familiar cercano y en poco tiempo va a estar tomando licor en la cantina de donde sacaron al finadito pocos minutos antes de que fuera finadito. Salvajes en el poder e idiotas en el pueblo. Oposición de cafres narcotraficantes que mancillaron las banderas de la revolución, mal llamados guerrilleros. Porque la guerrilla es otra cosa. Y donde aparezca alguna real, allá me voy. Pero estoy tranquilo porque esos no van a aparecer. Que los colombianos somos unos berracos. Algunos sí, pero pocos acá y muchos se van. ¿Por qué? Pues porque este país es una mierda. Porque no le da oportunidades reales a la gente buena a no ser que coincida la capacidad con la oportunidad. Yo trabajé en la “mejor” entidad del Estado. Qué porquería. Contratos sin prestaciones ni seguridad ni nada en una ficción laboral para ahorrarse lo legal. Y eso es el Estado y su “mejor” entidad. Farsantes mentirosos. Y un discursito cursi de que todo está bien y que trabajamos para superar la pobreza cuando no son capaces ni siquiera de corregir lo básico, la honestidad con los propios trabajadores. Y llevan a otra entidad, semiprivada y semiservil a que les diga que todos los papelitos están bonitos y que están “certificados”. Certifican lo malo para que parezca bueno y así se genera un manto de impunidad propio de las dinámicas estatales de este país de mierda regido por un gobierno de paramilitares disfrazados a medias de pueblo. Ese pueblo, esa manada de idiotas útiles y horda de desadaptados.

Y no digo todo esto porque me sienta superior, no. Me siento del montón, igual de idiota y desadaptado. Igual de colombiano. Y como ser humano… bueno, no puedo negar que me gustan las cosas buenas. Soy esencialmente hedonista. Busco el placer, evito el dolor. Pero he descubierto que el hedonismo es una paradoja. No alcanzaremos el placer sin dolor y viceversa. Por ejemplo. El sexo es placentero pero el amor es doloroso. Y en mi caso, el sexo sin amor es doloroso. Y el sexo con amor… no sé qué es. He desperdiciado tantas oportunidades para amar. Es más… he pervertido el amor y lo he malgastado que ya no se qué me queda. Me he inventado cuentos de perfección desperdiciando lo bueno que tengo a mi lado. Y dejo ir lo bueno siendo malo y luego consigo algo bueno y sigo siendo malo y busco lo bueno que se me ha perdido y lo bueno ya se ha vuelto malo…y yo, sufriendo y haciendo sufrir, un hedonista estúpido que busca el dolor y no disfruta el placer. Porque el placer hunde sus raíces en la satisfacción y el disfrute de la vida. Y yo no disfruto este cuento ¿Cómo darle la vuelta a esta sensación? No voy a leer ni a Choprá ni a Cohelo ni a Rizo. No voy a buscar un pastor evangélico.

Voy a vomitar mi odio en estas teclas sucias y voy a maldecir cuanta porquería se me atraviese. Qué rico gritar con las ventanas arriba que todos los taxistas son unos malparidos. No oyen, como nadie me va a oír esta sarta de maledicencias… pero sigo pensando y siempre pensaré que los taxistas son unos malparidos. Quizás la vida me esté llevando a ser taxista. O por lo menos, ya me siento un malparido más. Me levanto, me miro al espejo y pienso qué me espera en el día. Me va a crecer la barba, miraré el techo unas nueve veces, daré unas cinco vueltas al patio… me deprimiré y esperaré a que llegue la noche para que la vida se me vaya una vez más. Con suerte prenderé el televisor en un partido europeo y podré brincarme a Jota Mario y su carita de yo no fui con esas ínfulas de altruismo reforzadas por el padre Chucho que canta con una voz tan desafinada como su alma. Pornomiseria. Lleva a pobres ovejitas al matadero del escrutinio público en un programita que se llama “Abre tu corazón”. Ese si es el más malparido de todos. Esa porquería se debería llamar “Abre mi morbo para subir el rating”. Ese es otro de los que se queda con los informes para Dios y los capitaliza en la caja maldita de la televisión. Ah vida de mierda. Ah malparidos todos que me rodean y que malparido me he vuelto. Por lo menos yo sé que soy un malparido y lo acepto. Pero a los otros malparidos el padre Chucho los convence de que son criaturas de Dios y que pueden seguir siendo unos malparidos… pero públicos, porque su miseria ya ha sido expuesta en nuestra tele. Yo seguiré siendo un malparido anónimo.

Y cuántas veces me han criticado por no ser sumiso, “práctico”. Libre albedrío… pues a mi se me da la puta gana de mandar a un jefe para la mierda si creo que sus actuaciones van en contra de mis principios. Ese es mi libre albedrío. Sí, estoy sin trabajo, pero todavía tengo mi “libre albedrío”.

Andrés Caicedo cedió en una de sus “torcis” ante la parca. Por acción o deseo dejó de existir. Yo me he llenado de tanto rencor patrio, de odio a la tierra y sus personas estúpidas y serviles, de camas imantadas y letargos profundos, que la vida para mí está por fuera de la cama. No le llamaré muerte sino exilio. No renunciaré a la vida pero sí a la tierra. No sufriré más por un país de mierda que no me merece, quizás como esta vida de mierda no merecía a un genio como Andrés Caicedo.


FIN.

viernes, 11 de junio de 2010

Neruda me perdonará...


No recuerdo quién me habló de Neruda por primera vez. No recuerdo bien si me dijo que su nombre era Pablo. Estoy seguro de que no me dijo que nació con el nombre de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto. De él sólo sabía que era chileno, que murió días después del golpe de la dictadura militar y que era un gran poeta. No más.

En 2001, cuando me estaba separando de mi esposa (hoy ex esposa), en medio del dolor insalvable y profundo, desgarrador y constante de la ruptura y sus causas, en el asilo y el refugio de la depresión en el apartamento de mi hermano Luis en Montreal, Canadá, recordé un par de frases de dos de sus poemas más famosos, sacados de “20 poemas de amor y un canto desesperado”. Unos trocitos del poema 20 y del poema 15. No sabía que eran los poemas 20 y 15 y mucho menos que salían de ese libro. Sólo recordaba con una insistencia torturadora esas dos frases que me laceraban el alma: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” y “Me gusta cuando callas porque estás como ausente”. De la primera frase me burlaba, no creía que él pudiera escribir versos más tristes que yo y menos esa noche, mi oscura noche. Y se lo hice saber. De la segunda, no entendía por qué le podría gustar que alguien calle, porque “está como ausente”, cuando la ausencia de alguien, de ese alguien, en ese momento, me estaba matando a mí. En este caso, se lo hice saber a ella.

Abusé de que Neruda estaba muerto y de que ella estaba ausente para escribir dos textos sacados de las vísceras rotas y hechas mazacote entre mi pecho y mi espalda. Asumí que los lectores, Neruda y ella, supondrían que yo conocía la extensa obra de Pablo y que podría abusar de ello para colgarme de sus versos y vomitar mi dolor. Y lo hice. Y ahora me confieso. Sólo conocía esas dos frases de Neruda, del que sólo sabía tres datos... y dos frases.

Hoy, junio de 2010, después de visitar sus tres casas en Chile, “La Chascona” de Santiago, “La Sebastiana” de Valparaíso e “Isla Negra” en el litoral central, de comprar y leer dos de sus libros, "20 poemas de amor y un Canto desesperado" y “Confieso que he vivido”, e incluso, atreverme a indagar sobre el enigma de Malva Marina, su hija, me animo a publicar esos dos textos que escupí de mis entrañas adoloridas en 2001, abusando de su existencia y burlándome de su inexistencia. Hoy le debo mi apología que hago letras. Neruda me perdonará. No era un santo tampoco.

Charla muda con Neruda.

Alguna vez leí un pequeño fragmento en el que Pablo Neruda rezaba melancólico “Puedo escribir los versos mas tristes esta noche....” Creo que si Pablo Neruda me hubiera conocido habría escrito: “Él puede escribir versos mas tristes que yo, esta noche…”.

Pero bueno, nunca conocí su tristeza y él tampoco la mía, luego, él con su tristeza y yo con la mía. Al final cada uno con sus versos.

Lo único que sé, es que para mí la noche es un puñal que me entierra el filo de las estrellas con cada destello. Para mí, las estrellas fugaces ya no son mensajeras de deseos románticos en las noches despejadas. Para mí, son un disparo de rabia directo al alma que trae los recuerdos de la noche más larga y oscura de mi vida…mi propia vida.

Pero bueno, no es culpa de las estrellas y de la noche el dolor que me embarga. No es culpa de las nubes que cubran su espectro titilante y se vayan sin siquiera despedirse. La verdad, no es culpa de nadie… y es culpa de todo. “Es sólo la vida” dirán Borges y Benedetti sonriendo con la ironía de quien ya habría soportado mil muertes desde la primera hasta la última. Para mí es sólo el comienzo….y más que tierra… me cayó mierda.

Pero bueno, no pasaré mis días maldiciendo a las nubes, la noche o las estrellas. Tampoco a tu silueta dibujada en la luna opacada por la lluvia. No voy a maldecir nada…sería maldecir mi vida y más maldita no puede estar. Por eso, tan solo sonreiré de delirio victorioso por haber soportado mi primera muerte.

Algún día recordaré los versos más tristes de esta noche y me daré cuenta de que Neruda se equivocó en la inocencia de ignorar que tan sólo iba por alguna de sus primeras muertes ¿¿¿Que habrá escrito en la noche más triste de su vida??? Habrá callado arrepentido de pensar que creyó haber escrito los versos mas tristes en una noche quizás feliz para el total de sus amargas noches…. Por lo menos le quedó algo de inspiración aquella triste noche… pero en su noche más triste, seguro su mano ya no pudo soportar el peso de la pluma.

Sólo espero ahora, que en la noche más triste de mi vida, aún mi mano pueda soportar una pluma para decir, “Puedo escribir los versos más tristes, ahora sí, esta noche”…esa será mi última muerte.

¿Me gusta cuando callas?

“Me gusta cuando callas por que estás como ausente…”
Escribía Neruda, quizás pensando en ese silencio
que da paso a la mirada de una mujer que vuela hacia el infinito,
hacia la nada, y que en su vuelo recorre el campo
de los recuerdos gratos y la melancolía de los
momentos indoloros, dando paso a una sonrisa furtiva
que se desvanece de tajo y de repente con la realidad
inmediata.

Quizás evoca esa mirada de la mujer amada mientras
divagaba en su papel y la nostalgia.

Pero por lo menos él pudo cortar el paisaje de esa
mirada con su presencia, y quizás, en un abrazo perpetuo,
se unió a sus alas para estar ausente de ese lugar,
pero en vuelo eterno.

Pero a mi no me gusta cuando callas… porque en realidad…
estás ausente….