La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

jueves, 23 de septiembre de 2010

De una corta película, una larga vida juntos


En 1954, cuando cumplió 25 años, Jaime Giraldo ya no era sólo el hijo del tendero más importante del pueblo. Regresaba de la Capital a su terruño, un municipio llamado Anserma clavado en las montañas del viejo Caldas en donde el viento huele a café. Aquel niño flaco de antaño era ya un joven profesional con un arma al cinto que administraba justicia en el occidente del país. Llegaba como Juez Penal del Circuito de Anserma en plena época de la violencia.

El tiempo había pasado y las personas habían cambiado. Ayda Lucy López era una niña que apenas empezaba a caminar cuando Jaime dejó el pueblo 12 años atrás para iniciar la secundaria en un internado de Medellín. Al regreso de Jaime, Ayda aún no era una mujer, pero como una crisálida que despega a mariposa, sus 14 años ya la adornaban con mucha belleza.

En todos los pueblos existía un lugar de encuentro de estudiantes de retorno victorioso y adolescentes curiosas. “La Palma”, se llamaba aquel bar en el marco de la plaza de Anserma en donde al ritmo suave de los boleros de Leo Marini y Hugo Romani se cruzaban miradas inocentes y sonrisas soterradas muchachos y muchachas. Allí llegó el juez un sábado de julio con sus amigos. Ayda tomaba un fresco con una amiga en un rincón discreto. En ese fuego cruzado de miradas, por fin se toparon las suyas. – Mirá esa muchacha – dijo Jaime a su confidente de turno – se parece a Pier Angeli - aquella hermosa actriz italiana de los años cincuenta célebre por ser la novia de James Dean en la vida real. No pudo quitarle los ojos un solo instante de encima, pero tampoco se atrevió a dirigirle una palabra aquella tarde. Sin embargo, una flecha de cúpido ya empezaba a regar su elíxir entre los dos.

Después, sucedió lo que sucede entre dos personas que se gustan pero no se atreven a hablar. Abundaron los encuentros casuales, uno siempre venía cuando el otro iba, todo sólo para cruzar de nuevo una mirada o un saludo breve que da paso a un titubeo y la continuación del camino.

Pero Jaime sabía que tenía que hablarle. Sólo tenía que sacar el valor que su revólver no le daba, porque esta fuerza tenía que venir de adentro. Un sábado, quince días después del primer encuentro en “La Palma”, habría de llegar aquel momento de arrojo. Parecía ilógico que al “Dotor” del pueblo le temblaran las piernas para abordar aquella niña con cara angelical. Después de un trago profundo de cerveza se lanzó con decisión al encuentro de su destino. Pier Angeli lo esperaba y él se sentía James Dean, no en vano se llamaba Jaime. Preparó el parlamento de inicio mil veces pero al llegar, sólo se le ocurrió decir – Hola, me llamo Jaime, ¿Quieres bailar? – y ella, con un donaire de desinterés respondió lacónicamente – Bueno –.

Arturo Gatica, un cantante no muy famoso de la época, sonó con la canción que se iba a convertir en el himno de su amor, que empezaba así: “hermosa princesa de mi mundo pequeño...”. Bailaron y bailaron esa tarde sabatina y rieron como ríen dos tontos enamorados. Al final, se despidieron con un tímido beso en la mejilla.

Jaime cambió su rutina de hombre serio detrás de un escritorio y martillo de sentencias. Se lanzó a la conquista de su ángel. El cortejo no era fácil en aquella época. Las visitas debían ser temprano y con la insoportable presencia de la suegra. Más aún, cuando la niña tenía 14 años y el profesional aguerrido ya rozaba los 25. La estrategia de Jaime entonces fue la más obvia: Había que ganarse a la suegra para llegar a su ángel.

La oportunidad llegó con el homenaje a un poeta de la tierra de nombre Andrés Mercado. Jaime se regaló para organizar el agasajo y a la primera persona que nombró dentro del comité organizador fue a doña Maruja, la mamá de Ayda.

Había que recorrer los municipios en donde el poeta había creado mil historias de amor en rima, verso y prosa. Esta vez, sin querer, el poeta propiciaba el romance de Jaime y Ayda. Su homenaje sirvió de excusa para que Jaime invitara a su futura suegra a Cartago, en donde el poeta había vivido los últimos años de su vida. La sugerencia fue simple y dijo al proyecto de suegra: - Doña Maruja, debe ir con su hija porque ella sabe mucho de decoración y nos podría ayudar a organizar el salón – Era evidente que lo menos importante era la organización del salón para Jaime. Doña Maruja accedió sin mucho problema a la petición.

Llegaron a Cartago y después de una insípida organización de la reunión preparativa del homenaje, se esperaba el baile nocturno en el club. Unas piezas de calentamiento, unas palabras corteses de Jaime para Ayda en las que dejó escapar sus dotes de galantería y de repente otra vez Arturo Gatica hizo su entrada para darle el valor a Jaime de pedir lo que deseaba con toda su alma. Hizo una breve pausa, respiro profundo y en tono suave y al oído como los románticos clásicos le preguntó a Ayda - ¿Quieres ser mi novia? – Ayda, con su altivez característica, respondió con otra pregunta – ¿Por qué no? – Eso debía significar sí, y con un suave y discreto roce de labios sellaron el comienzo de un romance vertiginoso que los llevaría al matrimonio en menos de dos meses. Eran los albores de agosto del 54.

El noviazgo ya era oficial y la noticia se regaba como un polvorín en el pueblo. El Juez y la niña que se parecía a Pier Angeli andaban de amores. El juzgado quedaba en el segundo piso de una casa en cuyo primer piso quedaba un negocio de máquinas de coser del abuelo de Ayda, don Abraham. Ese era el punto de encuentro furtivo entre semana, pues doña Maruja no permitía encuentros de lunes a viernes. Y el fin de semana “La Palma” servía de escenario de aquel noviazgo. Entre las calles que llevaban de allí a la casa de Ayda, se rumoraba matrimonio.

Sin embargo, las campanas de boda aún sonaban lejanas. Los dos pensaban y soñaban con lo típico de un matrimonio. Invitados, iglesia, cura, argollas... en fin, muchas cosas para preparar en mucho tiempo y el amor no daba espera.

Jaime se despertó el amanecer del 24 de septiembre de 1954 a las cinco de la mañana asaltado por un capricho impostergable. Se quería casar sin más espera ese mismo día. Habían pasado tan sólo tres meses después de que esa niña parecida a Pier Angeli había captado su atención para convertirse en un anhelo perpetuo. Quería que desde esa misma mañana que ella fuera su compañera el resto de sus días.

Jaime, acosado por esa obsesión, despertó a su hermano José. Ellos vivían en una finca a pocos kilómetros del pueblo. Le dijo a José que dormía: – José, me voy a casar, acompañame -. Era una costumbre de ellos salir a cazar conejos temprano los fines de semana. Era un nuevo sábado. José respondió somnoliento: – No Jaime, está muy temprano, yo me quedo durmiendo –. Jaime inquirió: – No es cazar con “z”, es casar con “s”, me voy a casar con Ayda-. José se levantó de un brinco y abrió los ojos, hizo la pregunta lógica – ¡¿Cómo?! -. - Sí José, salgo para el pueblo para decirle a Ayda que nos casamos ya -. José no tuvo más remedio que acompañarlo.

Jaime llegó a las cinco y media de la mañana a la casa de Ayda. Abrió la puerta, muy asustada, doña Maruja. Preguntó con los ojos muy abiertos: – ¿Qué hace acá a esta hora Jaime? –. Sin muchos rodeos, Jaime se aventó – Vengo porque me voy a casar con Ayda, doña Maruja -. - Pero ella es una niña – Objetó ella. Jaime, seguro del amor que se tenían Ayda y él, le hizo una propuesta a doña Maruja: – Llame a Ayda y que decida ella –. Doña Maruja asintió y llamó a su hija. Ella, sorprendida, tan sólo atinó a mirar a Jaime entre el destello de nubes y rayitos de luz cuando uno recién despierta. – Ayda, vengo porque me quiero casar ya con usted, ¿Qué dice? – Retacó Jaime. Ayda, aún entre sueños esta vez sin donaire o altivez respondió – Sí, si quiero -.

Sin más preámbulo, salieron a buscar a un cura, pero sabían que el cura de Anserma no los iba a casar y que para esos casos de emergencia el único que casaba era el cura de Guática, un pueblo a media hora de Anserma. Jaime alistó el Jeep Willys que tenía, montó a su ángel, a su suegra y a José y arrancó sin más espera.

El Padre alistaba la misa de las siete de la mañana en Guática cuando llegó Jaime presuroso y le dijo – Padre, me quiero casar-. El padre miró hacia el carro y le dijo. – Bueno hijo, y ¿dónde está la novia? –. - Es ella Padre – respondió Jaime –. ¿La niña o la señora?- insistió el cura. -La niña Padre- respondió Jaime, con un gesto de enojo mezclado con risa. El Padre le dijo a Jaime que los casaba siempre y cuando tuvieran un permiso del párroco de Anserma. José arrancó en el Willys de vuelta a buscar el bendito permiso.

Por casualidad, mientras esperaban a José con el permiso, alguien abordó a Jaime informándole que había un muerto en una calle del pueblo. Ahora el juez debía trabajar mientras aparecía el permiso que cambiaría su estado civil. Fue hasta el lugar donde yacía el occiso y practicó el levantamiento del cadáver. Siempre había que estar preparado para esto en la época de la violencia.

Finalmente, llegó José con el permiso y con Jesús, otro hermano de Jaime. La noticia ya se había regado en Anserma. Los pocos carros que había en el pueblo se llenaban de gente que quería presenciar en Guática la boda entre el Juez y la niña parecida a Pier Angeli.

Sin vestido apropiado, con argollas de cobre y sin pajecitos, aquella mañana del 24 de septiembre de 1954, sólo pocos días después de los tres meses del primer cruce de miradas en “la Palma”, Jaime y Ayda unían para siempre sus vidas. El Willys los llevó solitarios a otro pueblo cercano. El fin de semana era todo el tiempo disponible para aquella improvisada luna de miel.

Bueno... sólo queda por decir que después de esos tres meses y unos días que he narrado, han transcurrido 56 años de matrimonio que han visto crecer ocho hijos, que a su vez han dado 20 nietos. Era James, era Pier, y esa fue su corta película, a la que le debo estar escribiendo estas líneas.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Improvisación furtiva de una noche de insomnio


Decidí no luchar más en medio del terror oscuro de la luz apagada, la cama gigante, la almohada que se calienta y rechaza. Decidí rendirme a este vampirismo involuntario de noches eternas y días confusos. Decidí dejar de dar alaridos mudos de desespero contenido. Decidí que el mundo gira entre la claridad y la penumbra y que ha sido demasiada claridad que compenso ahora con penumbra.

La noche es de putas y bohemios o de bohemios con putas. Pero esta soledad me deja sin putas, sin vino, sin sueño. Entonces saco mis apuntes añejados, llenos de palabras de tinta diluída por mocos y lágrimas. Melancolía, nostalgia, desilusión, añoranza, anhelo, pasado... tantas veces repetidas, en tantos contextos, con tantas tintas diferentes... pero siempre ahí, por lo menos una vez en cada página. Retazos de poemas e intentos de novelas. Esperma de vela, cabellos de antaño. Mi reflejo allí, en letras descoloridas y rimas incompletas.

¿Seré tristeza? Me leo y me leo y sólo sonrío por la ironía al ver que nada allí causa una sonrisa ¿Seré amargura? No lo sé, pero siento un desgarro en cada oda concluída.

El viento lacera la ventana que me grita que afuera está oscuro... que hace frío. Repaso de nuevo el techo que me es ajeno, que hasta ahora lo descubro pero que es igual a otros techos en otras noches de insomnio. La pared, la puerta, la lejanía. El silencio, la noche, la melancolía ¿Es mi mente un refugio del dolor humano esparcido en unas letras? ¿Es mi espíritu un catalizador de sentimientos lúgubres que pululan en el aire? No lo sé... no sé nada. Sé que es rancio mi pulso frenético contra este teclado. Sé que es rancia mi mirada acá clavada y sé que ya no me sorprende tanta ranciedad. Citaría más rancios si los hubiese leído. Presumo más de lo que leo, pero me cuido de aprenderme bien los títulos y los autores para poder presumir.

Mato la noche con estas letras esperando el rayo de primavera que me diga que otra vez fui un noctámbulo del puerto que no veo. Incoherencia, vaguedad, locura. Soledad, meditación... nada me rima con locura... quizás cura... pero mentiría... aún más. Soy un convicto de la noche, confinado en sus paredes negras de puntos blancos intermitentes. Disfruto la inclemencia con la que el viento ataca mi ventana y me asomo para que el frío me congele los mocos que ya empiezan a salir. Miro mis apuntes de nuevo y no entiendo cómo puedo cargar con algo tan liviano pero que pesa tanto. No escribo, dibujo lastres. Esto me rima con desastre.

He percibido el fracaso no como una opción desafortunada, preámbulo del ocaso. Creo que es mi forma de vida analizada y escogida. Es la matriz de mis letras, la madre de la mediocridad a la que me aferro como un lema de revolución que atenta contra la perfección de este mundo civilizado. Génesis de melancolía, nostalgia, desilusión, añoranza, anhelo, pasado y cada página que reposa en mis apuntes revejidos.

La noche no me suelta porque soy su hijo. Soy hijo de la oscuridad irresponsable, bastardo de las estrellas ocultas tras la luz de la ciudad. Una amalgama opaca de adversidad. La perfección vive de día, la sordidez en la noche. El yang es blanco, el yin es negro. Morfeo me odia y sólo puedo dormir cuando se va.

Cargo un baúl lleno de objetos densos y siniestros, plagados de historias sombrías. Apuntes viejos, locura desatada, bilis expelida... cuán gelatinosa es mi noche. Cómo me ha vapuleado y cómo le pongo la carota para que me siga lastimando.

El tic tac del reloj es un punzón incisivo. Sé que es redundante. Quiero redundar. Un bebé llora en el piso de arriba y unos pasos cansados acuden a él. Ese insomnio es divertido, previsible, ensayado... amoroso.

Disparo letras y disparates, injustos para quién lea, que si ha llegado hasta aquí... qué digo... ¿bendito sea?