La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

jueves, 24 de marzo de 2011

Miradas asesinas


Las miradas de los asesinos no son iguales. Vi varias de ellas y todas eran distintas. Recuerdo con claridad al que no me miraba. También al que me miraba fijo e inmutable. Y recuerdo al que se reía jocoso mientras me miraba.

Yo hacía preguntas, ellos me respondían. Nunca supe si decían la verdad y creo que tampoco era relevante. Porque con su mirada decían algo más profundo. El que me evadía, pedía perdón, el que me miraba fijo, me amenazaba, y el que se reía, se reía también de mí. No con las palabras, las palabras sobraban. Con su mirada.

En lo más profundo de su ser, algo justificaba su crimen. Después de mirar al techo como implorando a Dios y al suelo, como buscando al muerto, el de la mirada nerviosa me dijo, después de muchas vueltas, que lo había hecho porque no tenía otra opción. El de mirada penetrante apretaba los dientes mientras me contaba cómo rajaban al medio los cuerpos para echarlos al río y que no flotaran. El que se reía contaba cada asesinato como una anécdota más, como si fuera un juego en el que había ganado con alguna picardía sin comprender muy bien que los perdedores no se volverían a levantar.

Y las manos… las manos parecían bailar perfectamente con los ojos. El que no me miraba juntaba sus manos atrás como llevando unas esposas que él mismo se había puesto para convencerme de su arrepentimiento. El frenesí del que no me quitaba la mirada de encima era evidente en sus manos. Cada vez que hablaba simulaba un dedo en el gatillo, el movimiento de un cuchillo clavándose en la carne o las unía con fuerza para que una mano matara a la otra. El otro sólo jugaba con sus manos. Movía un papel, un bolígrafo, se las frotaba y entre tanto, no paraba de sonreír.

Esas miradas y esas manos se quedaron indelebles en mi memoria. Algo, muy poco, me quedó de sus palabras, de sus historias, de sus razones.

Los vi porque nuestro tiempo y nuestro espacio coincidieron. Yo trabajaba para la Fiscalía General de la Nación de Colombia. Ellos para alguien más. Yo representaba a la justicia. Ellos también. Yo a esa justicia aparente que se trepa en la majestad de las instituciones y la pulcritud del Estado. Ellos a la justicia del la ley del talión, de la revolución, de la barriga o el falo.

Percibí que para ellos la muerte era una forma de vida. Porque les abrumaba la misma muerte, se les venía encima y sólo se la podían quitar del hombro matando. Porque si no mataban no comían. Porque si no mataban no tendrían más poder que su miserable vida. La muerte se les convirtió en una razón para vivir. No comprendían muy bien de ideologías, más allá de que pudiesen recitar unos panfletos mal escritos. Pero tenían claro qué era plata y madre y, por las dos, sin duda matarían y morirían.

También noté que para ellos matar no había sido una elección, si no más bien una necesidad, una imposición, una cuestión de vida o muerte. El de la mirada esquiva mataba por miedo. Le daba miedo de que lo mataran por no matar. Le daba miedo ser tachado de cobarde. Le daba miedo de que lo mataran por matar y seguía matando. El de la mirada fija mataba por poder. El único poder que tenía era el que le daba su arma. La única forma de sentirse superior a otro ser humano era poder someterlo y sentirse dueño de su vida, vida de la que se apropiaba extinguiéndola. Así saciaba su deseo de poder. Así aplacaba la miseria de no encontrar otro medio para ser respetado o temido. El risueño mataba por ignorancia. No sabía por qué mataba. Para él un “porque sí” era una respuesta. Y se reía después de decirla, movía sus manos y me miraba. Y se reía otra vez. Le parecía divertido. Además, matar le daba plata y la plata, todo lo demás.

No estaban enfermos ni eran sicóticos, las pruebas de las sicólogas lo corroboraban. Eran personas normales para los cuales matar era tan normal como su normalidad. Tampoco enarbolaban una causa mística detrás de sus acciones, un trauma social o una turbia historia personal. Eran normales.

Los tres trabajaban para alguien más. Para la guerrilla, para los paramilitares o para algún cartel de la droga. Ya no recuerdo cada quién para cuál. Pero no era extraño que hubiesen pasado por todas. No eran militantes, eran mercenarios.

A pesar de que esas miradas eran diferentes entre sí, no eran distintas de la de cualquier mirada que uno viera por la calle. Y no eran miradas distintas porque con otras similares me había encontrado y me seguí encontrando después miles de veces caminando por la acera, en el supermercado, en los salones, en cualquier parte de mi país. Miradas nerviosas e inseguras, fijas y desafiantes o risueñas y desprevenidas. Miradas normales.

Comprendí entonces, que entre una mirada normal y la mirada de un asesino la única diferencia es el desprecio por la vida y el culto a la muerte, que esto no es evidente en sí mismo, que se va construyendo en la sociedad, mientras la sociedad se va destruyendo. Que las miradas van mutando y se van confundiendo con la indiferencia, con la incapacidad para diferenciar la mirada de un asesino de la mirada de un ciudadano. Porque en cualquier momento un ciudadano se convierte en un asesino y un asesino posa de ciudadano. Que entre uno y otro sólo basta un arma para hacer la diferencia. Que mientras haya miedo, poder, diversión y dinero, y que éstos sean medio y fin para infundir miedo, ostentar poder, gozar de diversión y tener dinero, a pesar de que haya mil ropajes para disfrazar la ambición, siempre habrá razones para matar y personas que maten por miedo, poder, diversión o dinero. Que mientras la sociedad siga enferma, la normalidad será extraña y lo extraño será normal.

La mirada de los asesinos no es igual. Pero el llanto que rodea la muerte es homogéneo, quedo, profundo, doloroso y lúgubre. Las lágrimas son espesas, el resentimiento profundo, el deseo de justicia clamoroso. La Justicia, la de verdad, esa que no era ni la de ellos ni la mía, inexistente. Así, las miradas asesinas, se renuevan.