La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

lunes, 17 de diciembre de 2012

Apología de la mediocridad.





Cuando uno se ha metido en estos moldes de lo convencional, de lo correcto, de lo deseable y de lo esperado; cuando uno está transitando por esta cinta de producción de lo óptimo, pero siempre se ha sabido extraño, ajeno e incómodo, cuesta mucho erguir de nuevo la figura para reconocer que esto no es lo de uno, que uno está aburrido, que uno se quiere largar.

Que si el mundo te pide cartones, pues tú le das cartones. Que si de eso depende tu éxito, es decir, las condiciones de la dignidad de tu vida, pues tú posas de exitoso. Ese es el precio de tu sonrisa, de tu satisfacción, de eso que llaman "orgullo". Competente, competitivo y ganador. Para eso te forman ¡A la mierda! yo todo lo pierdo por W. No me esperen en esa cancha.

No quiero ser mejor que nadie, ni siquiera quiero ser bueno en algo. Ese despliegue suntuoso de conocimientos en donde unos se citan a otros dándose palmaditas de mutua admiración entre sonrisas y elogios, a mí no me interesa, no me gusta, no lo soporto. Esa reivindicación absurda por ser la autoridad en algo, así ese algo no tenga ninguna autoridad, exaspera. Yo me cito a mi mismo y cito algunos de mis recuerdos. De vez en cuando me acuerdo de quién me dijo lo que me dijo o en dónde leí lo que leí. Si quedó esa cita en mi memoria, es porque fue importante para mí. Si lo olvidé, no importa, cuando necesite esa idea la recordaré o la inventaré. O viviré sin ella, como se vive con lo que no se tiene.

Hemos acartonado el mundo. Lo hemos vuelto un lugar de ritos, solemnidad y ceremonias. La excelencia se ha convertido en el protocolo de lo aparente. El reconocimiento es la garantía de la supremacía. Y estamos en el constante frenesí por demostrar la tal excelencia. Y se crean organismos e instituciones sólo para que digan que lo que hacemos es maravilloso, hermoso, así no sea útil o incluso, si el efecto de lo que se hace es perverso. Y de eso depende nuestro prestigio, nuestra dignidad. Casi que ello determina las condiciones mínimas de nuestra existencia. La excelencia ha definido lo bueno y lo malo para el mundo. Esta es la nueva manzana de la tentación, de la serpiente electrónica, la Eva entaconada y el Adán de corbata, en un mundo que cada vez está peor, lejos, muy lejos del paraíso.

Los buenos modos, la buena educación, el prestigio, el reconocimiento, los logros, las metas, las aspiraciones, los triunfos, el desarrollo, el progreso, el éxito, el bendito éxito, todo esto nos pone en los rieles de la felicidad capitalista.

Sin duda, vivimos en un mundo más cómodo. Recorremos largas distancias en menos tiempo, dormimos con mayor confort, sabemos en tiempo real qué está pasando al otro lado del planeta, las comunicaciones fluyen de extremo a extremo de los continentes sin mayor problema, siempre tenemos una máquina cerca que nos suple alguna necesidad. Sí, y mucho de eso se lo debemos a muchos exitosos que en su carrera frenética en la búsqueda de la excelencia han dejado un gran legado de progreso, de desarrollo, de civilización.

Pero el desarrollo ha convertido a la sociedad en un colador. Esa comodidad obtenida cuesta y no es para todos. Los exitosos construyen un mundo para otros exitosos que pueden ganar para comprar lo que otros producen. Y así, entre los exitosos se tienden escaleras que son inaccesibles para los no exitosos. El éxito construye peldaños y trampas. Configura logias selectas de perfectos bendecidos y hordas dispersas de mutantes maldecidos, hordas a las que etéreamente se les denomina "pueblo", "masa", "vulgo", "plebe". El éxito y la excelencia son el matrimonio perfecto entre Mr. Right y Ms. Correct que engendran, crían y mantienen, hasta que pueda valerse por sí misma (siempre puede), a la desigualdad social.

Hay que trasegar la ruta del éxito para garantizar que por lo menos vamos a tener las herramientas necesarias para escapar de la miseria. O hay que tener un talento excepcional. Pero no basta con tenerlo. Habrá que saberlo vender para que no se pudra en los semáforos, los buses o el anonimato.

Este es pues el mundo en el que nos tenemos que formar, al que nos debemos acomodar para no ser excluidos. Esta es la vía obligada para escapar a la mediocridad, esa peste inventada por la modernización ¿Qué es ser mediocre? Siempre que mis maestros de infancia, los maestros de la doctrina del éxito, me hablaron de la mediocridad, invocaron con lúgubre franqueza a algo llamado "la ley del menor esfuerzo". Y con rictus severo comparaban la ley del menor esfuerzo con detalles como levantarse tarde, llegar tarde, moverse lento, tener la yema del huevo untada en la manga del saco, bostezar, no hacer la tarea, hacerla mal, elevarse siguiendo el vuelo de la mosca, distraerse de la operación matemática en el tablero, mostrar con descaro, o mejor, sin prejuicios, a esa morronga perniciosa: la pereza... Todo eso tan malo y despreciable estaba relacionado con la ley del menor esfuerzo. Todo eso que me gustaba tanto o que sencillamente era yo. Yo era el ejemplo vivo de la tal ley del menor esfuerzo. Yo era un mediocre, es decir, un lisiado de la ruta del éxito.

Pero ¿Por qué tanta prevención con la mediocridad? Reconozco que la excelencia es necesaria, que provee muchas ventajas y satisface necesidades, algunas básicas, otras no tanto y que es funcional en el mundo. Qué bueno ser atendido por un excelente médico, hablar con un excelente conversador, leer un excelente escritor, viajar en avión con un excelente piloto, navegar con un excelente marinero o seguir a un excelente equipo de fútbol... qué bueno. En fin, mi aversión por la excelencia no es por lo que da, sino por lo que quita: El derecho a ser mediocre. Muchos queremos vivir la vida lento, sin muchos sobresaltos, sin aspiraciones y sin ambiciones ¿Qué de malo tiene eso? ¿De dónde saldrían los ganadores si no fuera por nosotros, los mediocres? ¿Cómo podría destacarse el que se quiera destacar si no hubiésemos millones a los que destacarnos nos importa un bledo?

Alguna vez le pregunté a un panel de destacados académicos que qué era la excelencia.  No entendí muy bien las respuestas. Todos dijeron, palabras más palabras menos, que era algo así como el conjunto de atributos, esfuerzos, mecánicas, diseños, estrategias y retos para alcanzar lo mejor. Pero no me explicaron lo mejor de qué ni para qué ni por qué. Ser mejor, ser lo mejor, ser el mejor. Algunos, con aire de condescendencia, dijeron que el parámetro de ser mejor es uno mismo. Que uno siempre debe tratar de superarse, es decir, ser mejor que uno mismo. Pero la verdad, yo no le encuentro mucha gracia a ese reto. Yo me miro al espejo y veo a un tipo conforme, no muy contento y lejos, muy lejos de ser feliz, pero al menos conforme. Claro, quisiera tener más, ser mejor en algunas cosas, desarrollar mejor algún talento perdido, pero no es el esfuerzo la vía que me motiva. Trabajar duro, sacrificarse, esforzarse, ser el mejor... ¡Nah! La verdad no me interesa, no me atrae, no lo disfruto. Vivo conforme y aveces tranquilo. No me piden mucho porque poco se puede esperar de mí. Eso me gusta. Cuando me esfuerzo, lo hago sin percibirlo, por algo que me motiva o me interesa. Vivo, digamos, mediocremente, respondiendo fielmente a la ley del menor esfuerzo. Y no me arrepiento, ni me avergüenzo, ni siento que este sea un motivo de drama o de trauma. Cumplo con las responsabilidades justo al punto que me piden para poder sobrevivir, eso sí, porque la mediocridad es la cornisa por la que uno camina borracho desafiando al vacío de la pobreza. 

Tendré poco, quizás. Mi vida será un estanque, también. Estaré rezagado y viviré en el anonimato, seguro ¿Y qué importa? ¿A quién le hago daño siendo así? No puedo aparentar lo que no soy. No muestro ni demuestro que puedo dar más de lo que doy. Ando lento, me muevo despacio, me cuesta entender textos densos y todavía no sé muy bien lo que es la palabra "melifluo", de lo que me han acusado algunas veces o "zafio", de lo que me han acusado algunas otras. Se me olvida todo al instante y lo recuerdo en los momentos más absurdos. Es posible que te esté mirando atento mientras hablamos y que súbitamente mi mente esté recordando la mosca de mi salón de primaria. Encuentro plácido divagar sin fundamento. Sin buscar al genio que piensa lo que yo dije o que dijo lo que yo pienso. Me gusta vivir así. La ley del menor esfuerzo es mi ley. Soy del montón y me da igual. Y esto tiene una ventaja: No puedo ser malo porque nunca he querido ser mejor.

Muchos se han esforzado, ellos sí, para que yo pueda ser un mediocre, dándome comodidades que me lo permiten y yo accedo a ellas cuando puedo. Y si no puedo, pues no puedo. Gracias a mi mediocridad y a la de una masa numerosa que se reproduce como espuma, muchos, con poco, se pueden destacar y ser exitosos. Nuestra relación éxito - mediocridad, es simbiótica.  

Sé feliz con tu excelencia. Haz de este mundo un lugar mejor con tus virtudes. Pero déjame a mí ser mediocre y déjame hacer de este mundo un lugar más tranquilo con mis defectos. Yo igual, tendré que seguir comprando lo que tu éxito me vende. Tú igual, seguirás admirándote todos los días frente al espejo, viendo que te ves mejor que ayer, qué guapo, que tienes más, qué rico, que has llegado más alto, qué exitoso. Bien por ti. La excelencia te muestra el dios que has hecho de ti. A mí el espejo me muestra lo que quiero ver, a mí mismo. Ni más ni menos. Lo que soy: Un mediocre orgulloso de serlo.





lunes, 26 de noviembre de 2012

Crueldad.




Somos crueles, sí. Los humanos somos crueles. En ninguna especie he percibido tal crueldad como en nosotros, los humanos. Y creo que eso es posible porque somos conscientes sobre la crueldad. Para eso sirve esa porquería llamada razón.

He visto a mi gato divertirse con algún ratón indefenso soltándolo y atrapándolo de nuevo varias veces antes de merendárselo. Pero no le veo los ojos desorbitados ni la mandíbula desencajada de placer en el ejercicio. Es algo así como un ritual en el que pone a prueba su agilidad para confirmar que andar sin pelotas no lo volvió fofo y lento. Le mandé a quitar las pelotas aconsejado por varias personas de que era mejor así, para que no se meara en las esquinas de la casa, para que no se volviera insoportable con el maullar desaforado del ritual de apareamiento con las gatas y para que no llegara todo rasguñado el pobre. Es cruel, sí. Quitarle las pelotas a un gato es cruel. Pero yo soy humano. Por mi comodidad le mandé a quitar las pelotas. Me gusta su pelaje, su ronroneo, el característico aseo gatuno de buscar la cajita de arena o el parque en el que no dejan la evidencia al aire porque saben tapar bien. La independencia que se les ve al buscar cariño cuando quieren y el "no me joda" cuando no quieren. No como los perros, que no tapan bien y nunca aprendieron a usar cajita de arena. Y que siempre están batiendo la cola implorando afecto. Me gusta mi gato. Pero sus pelotas pudieron ser molestas y se las mandé a quitar. Eso es cruel. Y yo soy humano. Mi gato no me ha reclamado, no me desprecia por lo que le hice, no tiene consciencia sobre al asunto y por eso se deja acariciar. Porque no tiene esa porquería llamada razón.

La crueldad pues, nos diferencia de los animales. National Geographic nos hace pensar que la naturaleza es cruel. Esa persecución frenética de las leonas al ciervo bebé nos parece un acto de sadismo. Pero no, es la cadena alimenticia. El depredador busca con sus dientes afilados justo el cuello de su presa para provocarle el menor sufrimiento. Nunca veremos a una manada de leones secuestrando al pequeño ciervo y mandándolo por pedazos a su rebaño cobrando un rescate o pidiendo que uno más grande se canjee por él. Eso sólo es posible en los seres humanos.

Los humanos somos crueles con todo lo que nos rodea. Al menos con lo que tenemos al alcance. Pobre Marte cuando caiga en manos de humanos. Ya le estamos lanzando guantes robóticos y tomándole fotografías a su intimidad dispuestos a invadirle. Somos crueles con la naturaleza, con los animales y con los otros humanos. No ser cruel en la especie humana es un acto de abstinencia. Todos hemos sentido ese placer morboso que se desprende de la crueldad. Alguna vez. Así sea en la inocencia de la infancia. Yo lo experimenté lanzando moscas vivas a las telarañas. Me emocionaba ver cómo la araña se le avalanzaba a la mosca enredada y desesperada. Y ahora que lo recuerdo, siento el mismo vértigo. Pero me abstengo, con algo de desespero, de volverlo a hacer. Porque es cruel. Pero como la droga fuerte que se ha probado, si no trabajamos la voluntad con ímpetu, podríamos recaer.

Muchos ya se han resignado a su crueldad y viven de ella. Además, la disfrutan y les resulta lucrativa. Les llaman delincuentes. O políticos. O religiosos. O militares. O paramilitares. O guerrilleros. Es decir, son todos aquellos que viven de la debilidad del otro. Y como tenemos razón, esa porquería, no basta la crueldad física, también existe la crueldad psicológica. Las estructuras de dominación humana están diseñadas para enaltecer la crueldad. Hasta el propio Maquiavelo la percibió divertida y útil. Sugiere al Príncipe ser cruel de vez en cuando para infundir miedo. Y como si fuera poco, recalca que es mejor la crueldad con los amigos para intimidar a los enemigos.  Con juicio y dedicación ejercieron la crueldad tantos líderes humanos que no hubo duda alguna sobre su liderazgo. Ni sobre su humanidad. Gengis Kan, Nerón, Calígula, Hernán Cortés, Napoleón, Hitler, Stalin, Mao,  Karadzic, todos ellos tan líderes, tan crueles y tan humanos. El matrimonio de la dominación son la crueldad y el miedo.

La crueldad es inherente al humano. Controlarla, minimizarla y someterla, nos hace más animales, es decir, menos propensos a ser crueles por diversión. Todas esas comparaciones que se usan para tratar peyorativamente a una persona para equipararlo con un animal, son injustas. Con los animales. Bestia, salvaje, animal, hiena, buitre, cerdo, sanguijuela, perro, perra, zorra, lagarto, sapo... en fin, todas estos apelativos que se usan para ofender a las personas, degradan a los animales a la condición más vil de la creación: La humanidad.

Quizás esté omitiendo toda la bondad humana que existe. Quizás Jesús, Gandhi, la madre Teresa, Luther King y Mandela no merezcan todo este desprecio. Es verdad. Quizás "seamos muchos más los buenos que los malos", eterno cliché que reluce cada vez que la crueldad agobia. Pero sólo hay que recordar la forma en que murieron, vivieron o para lo que vivieron estos sublimes personajes para refrendar la ineludible certeza de que la naturaleza humana es cruel. La bondad humana es perseguida, flagelada y condenada por la crueldad.

Es agotador escribir sobre la crueldad porque el tema deprime, aburre, constipa, angustia. Además, no tiene fin. Estresa ¡Bah! Mejor me voy a acariciar mi gato sin pelotas... y sin razón.


miércoles, 24 de octubre de 2012

Suicidio, tabú, respeto.





Hoy es uno de esos días en los que uno se siente estúpido. Profundamente estúpido. Uno de esos días en los que la vida pesa. Y pesa más al pensar, que como pesa, es más pesada.

Hace un mes más o menos, el periódico en la mañana terminó abriendo muy redondos mis ojos somnolientos con la noticia de que una niña de 14 años se había suicidado al frente de sus compañeritos de colegio. Se paró en la mitad de la cancha de fútbol en pleno recreo, hizo un disparo al aire y cuando captó la atención de todos, se disparó en el estómago. Esa imagen en mi mente desató como un dominó todos los suicidios de los que me he enterado. Y me recordó cuán fuerte es el tabú del tema, porque es doloroso, porque a cualquiera le puede pasar, porque como anda cual fantasma por ahí rondando entre las tristezas de la humanidad, es mejor no invocarlo. Porque cuando pasa, inmediatamente saltan las culpas como los tacos en un corto circuito. Porque las razones del suicidio son un misterio que sólo el suicida conoce, pero quedan por ahí flotando entre las justificaciones de las miserias de la vida de las que todos somos culpables.

Debo reconocer que el tema me ha obsesionado. Y me ha obsesionado porque me avergüenza. Y me avergüenza porque yo mismo he pensado en el suicidio, de una manera tan folclórica que me avergüenza ser tan estúpido.

No tengo conocimientos científicos sobre el suicidio. No conozco los criterios psiquiátricos que lo evalúan y no he leído los textos sociológicos que tratan el tema. Tengo una opinión sin fundamento, que es la más débil de las apreciaciones emitidas por un humano en la modernidad. Y creo que ese afán permanente de la modernidad en la que todo debe ser concebido sobre un orden racional, sobre el entendimiento y la comprensión, en la que la argumentación y la justificación son la única ancla al mundo, juega un rol fundamental en la dinámica del suicidio (que no es un juego). Es recurrente que el suicida deje una nota explicándole a esta modernidad las razones de su decisión. Hasta para lo incomprensible hay que dejar un rastro de explicación.

No sé qué impulsa a un suicida a tomar una decisión tan radical. Una decisión que no tendrá reversa ni segundas oportunidades. Una decisión de la que (quizás) no podrá ver sus consecuencias, por lo menos no desde esta dimensión. Supongo, como hay que suponer en estos casos en donde las preguntas se van con las respuestas, que el suicida es un ser atormentado que quiere acabar con su sufrimiento. E intensificar el sufrimiento de quiénes le rodean y le quieren. Quizás sea una forma de acabar con la culpa propia y transferir esa culpa a los demás. Pero creo que no es desde la racionalidad que se debe comprender un suicidio. Creo que es un acto emotivo, por más que esté impregnado de razones e intentos de explicación.

Lo complejo es definir qué es el sufrimiento para un suicida. No hay un prototipo de suicida. Podríamos decir irónicamente que el suicidio es democrático. No discrimina, no distingue clase social, raza, sexo, edad, nacionalidad, religión y no tiene buen discernimiento entre el éxito y el fracaso, porque hasta los que uno consideraría como "exitosos" se han suicidado. Por eso creo que ese sufrimiento es un tormento permanente que sólo interpreta quien lo siente, en la intimidad o en la publicidad, con silencio o con gritos, con tantas cosas dentro que no es más que atrevimiento e imprudencia querer saberlo.

Lo cierto, lo tremendamente cierto del suicidio es que es un drama incomensurable. En todo. Desde el prólogo hasta el epílogo no puede haber una nota alegre en el proceso. La atmósfera enrarecida que da la noticia es como neblina en el frío. Es un golpe seco de un meteorito que no se ve venir. No puedo decir qué tan grande es el dolor que puede provocar un suicidio porque no ha rondado entre mis afectos más cercanos. Pero es fácil suponer que no hay palabras para describirlo. Las circunstancias de modo, tiempo y lugar serán un enigma cruel que va de la última idea a la acción fatal.

Estoy obsesionado con el tema y con las especulaciones. Pero es que sólo puedo preguntarle a personas que especularán con mayor propiedad y muchos más insumos médicos o académicos. Porque creo de verdad que no hay una forma científica para comprender este impulso final.

Me siento irrespetuoso y abusivo al asumir el tema desde la ignorancia y transgredir el tabú exponiéndome al reclamo obvio de quién si ha padecido el dolor de soportar la abrupta despedida de una persona que se suicida.

Lo hago porque yo, estúpidamente, he pensado en el suicidio. Me tranquiliza saber que nunca he llegado al borde de la cornisa para tentarlo. Sólo lo he considerado con una insana curiosidad cuando estoy profundamente deprimido. De pronto estoy generando un estigma sobre mí mismo al confesarlo, porque pensar en el suicidio es propio de enfermos en su psiquis... o de sanos, que un día decidieron saltar al vacío y no se volvieron a enfermar. Quizás esta sea una forma tonta de empelotarme y hacerme vulnerable, porque no hay ser más frágil que un potencial suicida. Y quizás esto evidencie los mil complejos que tengo, según las personas desconocidas que me recriminan cuando escribo algo que no cae bien. Soy un pornógrafo del espíritu. Pero tomo el riesgo porque ahora que el tema me ha obsesionado, no lo puedo trivializar más. Me he declarado bipolar creyendo que es algo jocoso, sarcástico, cuando la verdad es que es una tragedia humana, una cuerda floja por la que caminan muchas personas que desafían a la química y a su alma en permanente conflicto. No sé si de verdad soy bipolar, no me han diagnosticado. Lo que si sé ahora, es que ya no es gracioso.

Tengo esa imagen de la niña Brigite Lorena González tomándose el estómago mientras se desangraba. Tengo la imagen de Edwin, un compañero de la Fiscalía que no soportó la separación de su esposa y en una borrachera se disparó en la cabeza. Agonizó tres días antes de morir. Tengo la imagen de Andrés Caicedo en su última "torcis", dándole a las teclas de su máquina de escribir mientras se iba. O la imagen de Lina Marulanda, volando al cielo sin alas. Tengo mi imagen fumando un cigarro sin saber fumar, tirado boca abajo en un sofá o en un pastizal, empapado en lágrimas y escurriendo mocos pensando en el suicidio para acabar con mis tormentos cíclicos. Hoy es uno de esos días en los que uno se siente estúpido. Profundamente estúpido. Uno de esos días en los que la vida pesa. Y pesa más al pensar, que como pesa, es más pesada. Hoy es uno de esos días en los que debo decidir  dejar de echarle pesos a la vida pensando que es pesada.

El hecho de que haya pensado en el suicidio, no me hace un suicida. El suicida de verdad, se suicida una sola vez. Yo sólo soy un idiota que debe respetar el valor del suicida para la muerte y respetar su temor frente a la vida. Sin juzgar... y sin jugar.



domingo, 2 de septiembre de 2012

La historia de otra promesa incumplida.



Vivo impresionado con mi capacidad para inventar excusas y fabricar disculpas. Recuerdo que en mi pregrado en Ciencia Política, jamás pasé una noche en vela estudiando o haciendo trabajos. Pero sí me alcanzaba la madrugada despierto pensando qué inventaría para no estudiar, para no hacer trabajos y para justificar que todo era un acto de rebeldía contra el establecimiento y sus manifestaciones, a lo que yo respondía con una apatía consciente. Bah, no era más que pereza. Esta actitud me hizo un profesional mediocre, coherente con mi filosofía defensora a ultranza del menor esfuerzo. El mayor esfuerzo en una sociedad capitalista es la gran sonrisa socarrona con tufo a whisky de un empresario que sabe que tu gran talento lo enriquece. Recuerdo las excusas que inventé cuando me retiré de la carrera de Derecho en las postrimerías de mi adolescencia. Podría haber escrito un tratado prematuro sobre la inutilidad del Derecho para las sociedades sin identidad cultural y esa hubiese sido una tesis magistral, sin necesidad de cursar la carrera.

Recuerdo con algo de dolor y mucho de vergüenza el intríngulis amoroso de mi eterna inmadurez, que viví cuando ya debería dar visos de señorío sobre mí mismo. Cuando ya había sufrido un divorcio doloroso, cuando ya la inexperiencia no podría ser atenuante de la culpa, ya entre el tercer y el cuarto piso, subiendo en reversa por las escaleras de emergencia de la vida en pleno incendio. En ese episodio, el espejo era un alcahueta que me decía con un guiño de ojo que todo era culpa de un destino cruel que había confabulado contra mi hermosa y pura alma vacilante metiéndome sin piedad al mar de los dilemas. Pamplinas. Fui un canalla que jugó con la ilusión de dos personas hermosas. Gracias a ese Dios que me inventé, cada una halló su felicidad y yo encontré la mía. Dios es un bacán. Hoy recuerdo a la niña eterna que se libró de mí conociendo apenas el mar como toda una revelación. Ahora habla árabe, tiene apellido japonés y canta el Himno de los Estados Unidos mucho, muchísimo mejor de lo que canta Shakira el Himno de Colombia. Aunque eso no implique mayor esfuerzo, teniendo en cuenta cómo canta Shakira nuestro Himno Nacional. Se libró de mí para cumplir con sus verdaderos sueños. En buena hora, Alá también es un bacán. Hoy recuerdo a esa paisita encantadora que deslumbra con su tono coqueto. Aún mantenemos ese tenue contacto de las redes sociales que me permiten saber por una rendija de la vida que está como se lo merece: Bien, feliz, enamorada, creciendo para mantener intacta su sonrisa. Gracias a ese equilibrio cósmico del cual depende la Justicia real, yo puedo decir con total cinismo y mucho de irresponsable que en este caso mis promesas sin cumplir no ocasionaron daños permanentes y tuvieron final feliz.

Si tuviera que definir mi vida con algo de sarcasmo, diría que yo mismo soy una promesa sin cumplir. Soy el menor de ocho hermanos y el hermano que me sigue me lleva cinco años y éste a su vez está a cinco años del sexto. Es decir, soy la última promesa de amor eterno de mi padre a mi madre. Y digo que soy una promesa sin cumplir porque la eternidad entre mis padres no existe. Ellos se aman cada día, sin saber cuándo la eternidad los va a sorprender para que su amor se extinga, porque eso no les importa.

Y yo soy un engendro de promesas incumplidas. Por ejemplo, la promesa en la incubadora de que sería un rubio tipo germano: Alto y acuerpado. En realidad, crecí como un rubio enrazado con pigmeo: Bajito y rollizo. Y debo decir que siento un profundo orgullo de mi gen pigmeo. Me ha permitido caber en las busetas y colectivos diseñados para enanos en mi país en donde los "altos" de 1.75 m. para arriba tienen que montarse, cuando van sentados, con las rodillas en las orejas y cuando van parados, con la quijada en el ombligo. Mi desarrollo se adaptó a las condiciones ambientales, muy de acuerdo con la teoría de Lamarck.

Mi promesa de ser un genio prematuro de las letras también se fue diluyendo con el tiempo. En mi temprana infancia, mis manos volaron conectadas a mi mente creativa desde que aprendí a escribir las vocales. Como en el arte, el sentido era subjetivo, pero sonaba bonito. Después, llegaron las consonantes y me compliqué. Después llegó el diccionario y me olvidé del arte. Después, la crítica apareció, propia y ajena y me autodestruí. Ahora escribo por inercia, montado en el vértigo de las palabras sin pensar con juicio en el resultado. Como ese garufa en resaca que todos los días se mira al ventanal que proyecta su reflejo para ver cómo la barba le ha borrado los contornos del rostro y sonríe como un loco, porque ya no se reconoce.

Podría hacer una lista interminable de promesas sin cumplir, pero en esta oportunidad me voy a referir sólo a una, que se gestó en tan sólo 9 meses. Y como una casualidad macabra, podríamos hablar de un proceso de gestación que no produjo nada. Un embarazo psicológico literario.

A mediados de octubre del año pasado, en una entrada de este blog, escribí: "La historia de la novela que no he escrito". Allí, muy alegremente, como en todas mis promesas, prometí tener una novela escrita para el día de mi cumpleaños número 38 ¿A qué no adivinan? No la escribí. Y ahora escribo para justificarme, para excusarme y para disculparme, y no porque exista una razón lo suficientemente poderosa para no haberlo hecho. No la hay. Pero tengo mil razones para inventarme.

Puedo decir que tenía la esperanza de que en ese tiempo no iba a tener mucho qué hacer. Esperaba la prolongación de mi plácido desempleo gestado por temporadas desde el 2007, exportado sopretexto de una maestría a la Argentina en 2010 y soportado por la manutención paterna y materna, para empezar a escribir una historia sórdida basada en mi desgracia. Quizás describiendo ese odioso viacrucis repartiendo hojas de vida, presentando entrevistas, diciéndole doctor a cualquiera que pudiese darle una mano a uno... en fin, una historia tan común y cotidiana en un país en donde el desempleo nunca baja a un dígito, que quizás podría resultar aburrida.

Súbitamente, me aparecieron cosas qué hacer. Una expectativa de trabajo bajando una cordillera y subiendo un poco de otra, en Ibagué. Empecé las tareas para alcanzarlo, la competencia para ganar, la maldita competencia que lo alegre lo vuelve angustia, el triunfo soberbia y la derrota tristeza. Y gané. Gané un concurso para ser profesor y por esos azares que confabulan entre sí terminé siendo el director del programa. Un programa de eso para lo que me formé mediocremente, consciente de mi mediocridad. Ahora debo aparentar que soy bueno, que me gusta, que soy "competitivo" y que puedo ganar. Esas competencias de las carreras del mundo redondo.

Me casé. Sí. Viví una aventura que sí me gusta, de sostenidos y bemoles, para la que si me he esforzado con todos los fracasos precedentes, los errores de una relación y la incertidumbre del futuro que se resuelve día a día. Me casé pocos días antes de mi cumpleaños 38, ese en el que debí haber cumplido la promesa del libro. Escribí una historia de momentos con esa persona que amo. Esa que sostuvo mi mano mientras mi alma decidía si abandonaba o no mi cuerpo en un hospital de Buenos Aires hace poco más de un año. A su lado construí esta historia que me ha traído a la tierra caliente, esa tierra que en la vida del rolo sólo aparece en los festivos o en las vacaciones para experimentar cómo se siente la arena de playa en las chanclas con medias. Esos entes humanos que deambulan bajo el sol con gorritos ridículos y la cara blanca cundida de protector solar. Ahora vivo en esa tierra caliente, me reinvento, me defino, me paro en el balcón a pensar y a recibir bocanadas de brisa que baja de la montaña, para darme el aire que disfruta mis pulmones. El aire frío de la altura.

Siento que volví a caer en este torbellino de los días y su rutina que nublan la imaginación. La parquedad de los horarios y el peso de la responsabilidad. El sinsabor de cumplir, de acomodarse, de "ser alguien en la vida". Mi libro se volvió un libro de contabilidad, el periódico de todos los días, la biblia del destino. Y no es que no lo disfrute. Es parte del camino. Mi padre me ha manifestado, después de algo que escribí y que le gustó: "Felipe, creo que tú sabes que naciste para escribir, pues ves las cosas y los seres humanos con los ojos del alma. De ello nos enorgullecemos, pero como bien lo dices, muchas veces has sido el plato roto que tu mamá pega con amor. Pero ten en cuenta que para poder darte el lujo de escribir necesitas dos cosas: comer como soporte material,  y eso requiere constancia, sacrificio, y esfuerzo; y pensar, pues tu dices no únicamente cosas bellas, sino cosas impregnadas de la realidad concreta. Abrazos. Jaime." Pues bien, la realidad concreta es que hay que vivir para comer y el pensamiento se dedica a descifrar esa vida. Lo de escribir es un lujo costoso que ahora no me puedo dar. Por eso, quizás como una excusa más, mi libro tendrá que seguir esperando mientras sobrevivo esta vida que necesito para poder vivir.

Entonces, seguiré justificándome. Diré que no supe qué escribir. Que ando embotado, que no me fluye. Que han pasado tantas cosas que no sé cómo organizar mi mente. Seguiré buscando excusas. Argüiré falta de interés en la literatura ahora que ando jugando al académico, creyendo que sé, que puedo tomar los textos de Bobbio, Sartori o Touraine y entenderlos. Que eso me ha quitado tiempo para escribir. No sé qué más decir. Sólo que no cumplí, pero que lo había advertido. En algún lugar escribí que mi única promesa en serio era la de romper todas mis promesas. Fallé de nuevo. He cumplido una vez más. Alguna vez cumpliré con escribir mi libro. Lo prometo.


miércoles, 15 de agosto de 2012

El sacrificio de mi madre.



La relación que tengo con mi madre es similar a la relación que tengo con mi Dios. Se basa en un desafío mutuo por demostrarnos continuamente quién tiene la razón. Tanto mi Dios como mi madre, siempre tienen la razón, pero yo me obstino para demostrarles que no. Así he crecido durante los últimos 38 años. De hecho, nacer para mí fue algo conflictivo. Yo ya venía mal acomodado en el vientre materno. Me negaba a nacer, consciente sobre el mundo que me esperaba. Para mí la placenta como entorno estaba perfecta. Incluso creo que de allí viene la palabra "placer".

Movimientos suaves en la oscuridad, ninguna preocupación, ningún pensamiento y ningún recuerdo. Musiquita tenue levemente distorsionada por el líquido amniótico y caricias suaves tras el celofán de la panza de mamá. Así ¿Para qué nacer? Además, yo soy de esas generaciones en las que el médico creía que una palmada en el culo era lo mejor para expandir los pulmones. Pendejos. Con eso sólo se expandía el llanto herido que era el símbolo inequívoco de que esta fiesta de la vida iba a ser complicada.

Finalmente, me trajeron al mundo a las malas. A mi madre le tuvieron que rajar la panza para que yo saliera. Es decir, le hicieron la cesárea. Mi mamá, a pesar de que ya había tenido siete partos más, que ahora se llaman Carlos, Mónica, Oswaldo, Francisco, Clara, Luis y Alejandro, no sabía que no podía desayunar el día de la operación. Yo debería nacer el 10 de julio. Pero como era el desayuno o yo ese día, mejor nací el 11 de julio. En esa misma fecha, 10 años antes, había nacido Luis. Ahora Luis y yo nos felicitamos el mismo día de cumpleaños y con ese ritual nos acostumbramos a avisar a los demás. Desde que nací mi madre me cuidó con un amor encendido. Lo primero que se encendió fue la incubadora en la que estuve siete días porque en esa época a uno le tenían que hacer transfusión de sangre por ese problema del RH. Mi padre es RH positivo y mi madre es negativo. Esas dos cosas no son compatibles, como en la vida misma. Y yo nací bipolar entre lo positivo y lo negativo. Bipolaridad que mantengo y que los psiquiatras se niegan a reconocer como si eso me hiciera un favor. En fin. En esa incubadora crecí una semana mientras mi madre se recuperaba de la chamba que le dejé en la panza.

Aún convaleciente, mi madre hizo las vueltas para entrar a estudiar Derecho en la Universidad. Después de ocho hijos y una cicatriz en la barriga, mi madre se iba a hacer profesional. Yo me gradué a los 28 años de la Universidad habiendo empezado a los 19 en este mundo. Por una sola razón: Por vago. Aunque siempre le echo la culpa a mi hijo que lo tuve cuando yo tenía 21. Mi madre empezó a estudiar a los 35, justo el año en que yo nací, y se gradúo a los 40, edad que ya casi cumplo y en una vida que con sólo un hijo, que amo con toda mi alma, siento que no podría tener más hasta que madure. Y eso se demora.

Con todo este cuento no quiero significar que me parezca extraordinario que mi madre haya estudiado una carrera. Eso era de esperarse. Lo que es extraordinario es que se graduó sin excusarse (como lo hice yo) en el tiempo convencional de abogada. Y fue una abogada ejemplar, algo exótico en un país en donde la mayoría de los abogados se caracterizan por graduarse de garajes tomando cerveza y ejercer en los prostíbulos tomando whisky. En su carrera profesional, mi madre fue juez. Lo recuerdo bien. A mis 12 años, mi padre era magistrado y mi mamá juez. Mi papá estaba en la Corte Suprema de Justicia y mi mamá en un juzgado penal municipal. Recuerdo que dentro de la rutina del recorrido del carro que nos transportaba, la ruta iba de mi colegio, a la oficina de mi mamá y a la oficina de mi papá. Mi mamá me ponía a esperar horas antes de salir y yo para evitar el desespero subía hasta su despacho para ver qué hacía. El cuadro era abrumador. Expedientes que debajo tenían más expedientes y para variar, encima, tenían más expedientes. Papel, papel y más papel. En esa época aún se trabajaba con máquinas de escribir. Los computadores eran sólo un anhelo que vivía en los Estados Unidos. Costosos, aparatosos e imposibles de alcanzar. Mi madre en el juzgado mantenía el rictus adusto que usaba en casa cuando algo tenía que hacerse bien, so pena de que contrariar u omitir sus órdenes fuera enfrentar su mal genio, temido en tres departamentos de Colombia desde la década del 40.

Ella siempre ha sido estricta. Le gusta que las cosas salgan como ella se las imagina. La ventaja de esto, es que mi madre tiene una imaginación hermosa. Si yo hubiese vivido la vida que mi madre imaginó para mí, me habría ahorrado mucho dolor. Sin embargo, no me arrepiento, porque ese dolor ha hecho que cada día valore más a mi madre.

Así crecí, viendo el sacrificio de mi madre. Una malabarista de la vida. Mientras sostenía ocho platos girando sobre frágiles palitos para que no se le cayeran, estudió, trabajó y nunca, nunca dejó de ser una gran esposa. Algunos platos tuvo que recogerlos (recogernos) del suelo en pedacitos. Porque, al menos yo como plato, me esforcé (no me esforcé) por girar lento, desequilibrado, tambaleante. Mi madre me levantó en sus manos, me pegó con el mejor pegamento y sin mucho preámbulo me puso a girar de nuevo. Secó mis lágrimas, sanó mis heridas y me obligó sin obligarme a subirme al palito para seguir girando, con más fuerza, con más decisión, sin tanta excusa.

No es perfecta. Sería un gran defecto que fuera perfecta. Como ya lo dije, su genio tiene fama. Además se lo heredó a unos cuantos y (cuantas) de sus hijos. Pero, sorprendentemente, su genio es espuma. Así como sube, baja. Uno nunca sabe por qué se pone brava y mucho menos sabe por qué se contenta. Es un misterio maravilloso. También tiene esas cosas de las mamás que a los hijos no nos gustan: Se preocupa mucho por uno, tanto, que uno siente que llega a los linderos de la intimidad. Pero con el tiempo comprendí que su preocupación no es infundada. Tiene un olfato increíble. Su instinto animal que predice los desastres es casi infalible.

La he visto siempre al lado de mi padre. Algunas veces se toman de la mano y miran el horizonte juntos que parece un televisor. Otras veces mi madre lo mira con reprobación por algo, algo que él no sabe y que con el tiempo se nota, ya no le importa. Le importa que ella esté allí, mírelo lindo o feo, como desde hace 58 años ininterrumpidos. Ha estado con él en las buenas, en las malas y en las peores. Ha sido el carácter de la casa cuando el viento ha soplado en contra. Ha hecho los sacrificios que ha debido por el hogar cuando mi padre ha tenido que sacrificarse por el país.

Ahora, que mi padre necesita la tranquilidad del sosiego, del paso lento y el hablar pausado, ella está allí para velar por su sueño y sostener su mano. Para decirle después de una explicación larga o de un chiste malo de él: "No me importa qué me dijo porque no le entiendo". Y se ríen los dos, su mejor lenguaje. Algunas veces con paciencia, a veces no tanta, pero siempre con un amor profundo construido desde su adolescencia en donde el idilio nunca murió.

Seré un hijo de mami, un mamito o cualquier apelativo de esos peyorativos que se nos da a quienes vivimos pegados de las naguas de la mamá. Pero así es. Mi madre reúne todos los clichés de redención en los momentos de desespero: Es la tabla de salvación, el oasis en el desierto, el segundo aire, la mano amiga o Dios cuando todo está perdido.

Siempre ha estado ahí para recordarme cuán vulnerable es el humano y qué tan sumisos debemos ser a Dios. Su Dios y mi Dios no es el mismo Dios. O quizás sí, no lo sé. Sólo Él lo sabe. Pero tengo claro que cuando mi mamá me dice que me dé la bendición, yo me doy en la bendición. Porque creo en su fe que ha creído en mí.

Mi mamá es mucho más que retórica bonita en poemas de escuela. Mi mamá es una tormenta en la playa más desolada y más bonita, porque aunque lo sacude a uno con violencia emocional, los daños no son daños y el paisaje es más hermoso. Porque mi madre me ha criado a punta de palabras y silencios. Palabras de todos los tonos. Silencios aún más elocuentes.


jueves, 28 de junio de 2012

Discurso para Graduandos. Junio de 2012.



El Presidente de Uruguay, José Mujica, “Pepe”, como le gusta que le digan, es un hombre salido de la clase campesina de su país. Fue además un revolucionario cuando la revolución aún tenía ideología. Ahora tiene 77 años. Podríamos decir que ya es un anciano. Es político por convicción. No por conveniencia. Como Presidente anda en un modesto Corsa que él mismo maneja y el 90% de su sueldo lo destina para obras benéficas porque reconoce que con ese 10% que le queda, vive bien. Por eso creo que sus palabras tienen el respaldo de su ejemplo, el único respaldo serio que puede tener alguien que quiere convencer a otro. Y por eso estoy convencido de que vale la pena citar sus palabras en este importante y emocionante evento. En la última cumbre de los pueblos Río+20, ante 139 Jefes de Estado y delegados de los gobiernos, llevada a cabo hace poco más de una semana, Pepe en su discurso se preguntaba lo siguiente sobre la pertinencia de aprobar los acuerdos logrados en dicha reunión: Vea acá el discurso completo de José "Pepe" Mujica.

"¿Qué le pasaría a este planeta si los hindúes tuvieran la misma proporción de autos por familia que tienen los alemanes? ¿Cuánto oxígeno nos quedaría para respirar? ¿Es posible hablar de solidaridad y que estamos todos juntos en una economía basada en la competencia despiadada? ¿Hasta dónde llega nuestra fraternidad? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Estamos gobernando la globalización o dejamos que ella nos gobierne a nosotros? ¿Somos realmente felices?".

Pepe se respondió a sí mismo con su hablar popular, casi coloquial, que desnuda con belleza su arraigo en las bases sociales: “La gran crisis no es ecológica, es política. El hombre no gobierna hoy las fuerzas que ha desatado. Sino que las fuerzas que ha desatado lo gobiernan al hombre.” Y para sustentar el evidente escozor que le genera esta dependencia del hombre por el desarrollo, profundizó en su autorespuesta: “Porque no venimos al planeta para desarrollarnos en términos generales. Venimos a la vida intentando ser felices. Porque la vida es corta y se nos va. Ningún bien vale como la vida y esto es elemental. Pero la vida se nos va a escapar trabajando y trabajando para conseguir un plus. No podemos continuar gobernados por el mercado, sino que tenemos que gobernar al mercado. Debemos cambiar nuestra cultura. El desarrollo no puede ser en contra de la felicidad. Tiene que ser a favor. El primer elemento del medio ambiente se llama: La felicidad humana.”

Aún retumban estas palabras en mi mente como un campanario anunciando misa. Yo no podría dejar pasar esta oportunidad de compartir mi inquietud sobre las palabras de Pepe con ustedes, nuevos y nuevas tecnólogas, nuevos y nuevas profesionales, nuevos y nuevas especialistas, nuevos y nuevas maestras. Y les comparto estas palabras porque en casi todos los discursos que he escuchado en estos escenarios de grado, se les invita con vehemencia a ser exitosos en la vida que les espera después de obtener su título. Pero no se les invita a ser felices. Parece como si la felicidad estuviera contenida implícitamente en el éxito. Al menos para mí, esto no es tan claro. No, si no tenemos bien definido qué entendemos por éxito.

En la percepción general, dentro de un mundo dominado por el consumismo, el éxito depende de la capacidad que tenemos para consumir. Entre más capacidad tenemos, más felices somos. Yo le creo a Pepe. Y no le creo al consumismo. El éxito real está en la felicidad y no en la capacidad de consumir. Ni siquiera la felicidad está en el desarrollo, si ese desarrollo nos destruye, nos secuestra, nos exprime. Si nos somete y nos hace infelices.

Ahora, a pesar de que no soy presidente ni quiero serlo, a pesar de que si donase el 90% de mi salario para obras benéficas, sería beneficiario de esas mismas obras, que no tengo ni siquiera carro para manejarlo modestamente, ni tengo el recorrido ni el prestigio de Pepe, yo formularé mis propias preguntas y mis propias respuestas para su reflexión, estimados graduandos: Ahora que tienen ese cartón que los acredita frente a los requisitos de la vida en un mundo capitalista ¿Qué quieren ser? ¿Exitosos o felices? ¿Podrán convertir su éxito en su felicidad? ¿Podrán convertir su felicidad en el bien común de su sociedad y así contribuir a la felicidad de otros? Las respuestas a estos interrogantes son los retos actuales.

El mercado les va a exigir que produzcan. Su alma les va a pedir que sean felices. La nevera les va a pedir comida. Su cuerpo también. Pero procuren no tener en la nevera más de lo que necesita su cuerpo y el de su familia. La nevera no come. Sólo enfría. La producción debe satisfacer sus intereses, no sus caprichos. La producción debe llevarlos a alcanzar sus metas, no sus ambiciones. La producción debe contentar a su espíritu, no a su bolsillo.

El humano austero es el nuevo humano que necesita el mundo. En el siglo XIX, los críticos del economista John Stuart Mill, acuñaron el término homus economicus para significar ese nuevo hombre ligado a la fortalecida y creciente economía de mercado. Yo, en mi tradicional irreverencia con los grandes prohombres del mundo, les voy a proponer en contraposición que contribuyan para que este mundo se llene en el siglo XXI de homus felicitas, es decir, de hombres y mujeres felices.

Pepe tiene razón. La vida se nos va (se nos extingue) produciendo. No siendo felices. La vida se nos va queriendo tener más y más. No queriendo ser mejores. Y al final, cuando seamos unos “viejos reumáticos”, como se define el mismo Pepe, nos vamos a dar cuenta con decepción de que es muy poco lo material que nos va a caber en el cajón.

Ahora, que han cumplido una de las metas importantes de la vida, cierren los ojos y piensen bien cuál es su próximo objetivo ¿Qué tienen en su mente? ¿Cosas? Está bien, no podemos ser tan espirituales. Estamos en Ibagué, no en el Tibet. Pero piensen que esas cosas deben contribuir a su felicidad. Que sólo podemos vivir en un solo tiempo y en un solo espacio a la vez. Que no importa que tengamos muchas casas si sólo podemos estar en una. Que no importa que tengamos muchos carros si sólo podemos mover uno a la vez y el resto quedarán guardados ocupando un garaje inerte. Que a pesar de que el mundo es grande y diverso, nuestro cuerpo no se puede multiplicar ni dividir para abarcarlo todo. Seamos conscientes de nuestras limitaciones para poder disfrutar al máximo nuestras posibilidades.

No los estoy invitando a la resignación y al conformismo. No los estoy induciendo a la pobreza franciscana. Les estoy sugiriendo que no endosen su felicidad a conceptos tan ambiguos como “progreso”, “desarrollo”, “superación” o “éxito”. Aprovechen las herramientas de su profesión para contribuir a la felicidad. Y no sólo a la de cada uno. Piensen también en la felicidad de su entorno. No es posible una felicidad completa si está rodeada de tristeza. La felicidad debe ser contagiosa, extensiva, irradiante.

Y esta felicidad extendida no es más que la conciencia social. La convicción clara de que no estamos solos en el mundo. De que además vivimos en un mundo complejo e injusto, inequitativo y desigual. Y que debemos mejorarlo. Así pues, la búsqueda de la felicidad social o el bien común, como lo sugiriera hace más de 25 siglos el estagirita Aristóteles, debe ser el fin último o telos de toda sociedad.

Señores, señoras, señoritas graduandos: Pepe Grillo era la conciencia de Pinocho. Un niño de madera que cada vez que mentía se le crecía la nariz. Pepe Mujica, sabio respetado como lo eran los ancianos de la Grecia antigua, está actuando oportunamente como la conciencia de la humanidad. Una niña de papel que se devalúa y se revalúa cada vez que el mercado miente.

Mi padre, que es mi faro luminoso en el mundo oscuro, me ha dicho lo siguiente: “El éxito implica adquirir muchas cosas que nos permiten vernos más que los demás, mientras que la felicidad es un estado íntimo de plenitud porque hemos logrado satisfacer nuestras necesidades vitales, sociales y existenciales, y podemos ayudar en ello a nuestros congéneres.” Así pues, escuchen a su propia conciencia y con base en ello tomen las mejores decisiones para ustedes. Pero así, como a los abogados acá presentes como profesionales se les pide que si deben escoger entre la Justicia y el Derecho, prefieran a la Justicia, yo les pido a todos y todas ustedes respetuosa, pero enfáticamente, que si deben escoger entre el éxito y la felicidad, prefieran a la felicidad. Porque un mundo exitoso quizás sea un mundo más competente. Pero un mundo feliz, será sin duda un mundo más armónico, solidario y fraterno. En conclusión, un mundo más humano en donde la competencia no será necesaria.


Muchas gracias.

domingo, 18 de marzo de 2012

YO ME LLAMO : JESSY QUINTERO




“Mucho gusto, Jessy Quintero”, me dijo con un fuerte apretón de mano. Por alguna coincidencia de esas que hace que se mezclen la inmensidad del cosmos con la insignificancia de la vida, que es lo mismo que la insignificancia del cosmos mezclada con la inmensidad de la vida, Jessy y yo nos encontramos en el mismo lugar en la mañana del sábado 17 de marzo de 2012. El lugar, no podría ser distinto que su casa, que ahora es su cárcel. Desde el 6 de octubre de 2011, su mundo conocido cambió puentes por escaleras, avenidas por pasillos y centros comerciales por habitaciones.

Ahora es famosa. Su nombre aparece en los diarios y en los noticieros casi todos los días. No es una diva, tampoco es política y ni siquiera parece feminista. Es una mujer de 20 años con una cara de niña que hace suponer que Disney Channel aún es su canal favorito. Su fama no viene de un éxito farandulero. No descubrió un elemento químico extraño o una nueva vacuna. Tampoco se puso mal un tapabocas frente a una cámara del noticiero de la mañana. Su fama viene de un dolor enquistado en el alma. Uno de sus buenos amigos murió en extrañas circunstancias. Era joven, igual que ella, lleno de sueños, anhelos e ilusiones. Él se llamaba Luis Andrés Colmenares y comparte tristemente la fama de Jessy pero desde el más allá. A Jessy se le acusa de encubrimiento y falso testimonio en el proceso que se adelanta por el presunto homicidio de Luis Andrés. El caso es ampliamente conocido porque ha sido comidilla cotidiana de los medios de comunicación colombianos. Junto con Jessy, Laura Moreno, otra joven envuelta en esta macabra novela del siglo XXI criollo, afronta los mismos cargos además de su presunta participación en los hechos -de acuerdo con una definición jurídica exótica que sólo entienden los abogados-, que apagaron la luz de la vida de Colmenares una fatídica madrugada del 31 de octubre de 2010. Sobre este hecho ya hay suficiente prensa, conjeturas, especulaciones, misterios e hipótesis personales y colectivas cargadas de una imaginación absurda como para escribir un libro de Agatha Christie, Edgar Allan Poe y Alfred Hitchcock juntos.

Por eso no hablé con Jessy de ese hecho luctuoso en concreto, que ya me lo sé de memoria porque todos los días me lo encuentro en un medio distinto con una versión distinta. Llegué a la puerta de su casa en compañía de uno de sus ángeles de la guarda. La casa no tenía ninguna señal particular. Una casa cómoda sin ser lujosa, incrustada entre otras dos casas de un conjunto residencial de clase media en la Capital de la República. Su mamá abrió la puerta y me miró con una sonrisa agradable que contrastaba con una profunda tristeza que emanaba de sus ojos. Los saludos de rigor, en medio de un ambiente melancólico pero no lúgubre. La virgen de “la milagrosa” con un rosario en la mano, acompañaba la escena, muda, en un lugar privilegiado de la sala. La tristeza que se respira allí contrasta con un optimismo moderado y una absoluta esperanza en que todo saldrá bien.

Escaleras arriba, en un pequeño estudio, nos acomodamos para conversar solos Jessy y yo. Ella se sentó en una silla giratoria. Yo en un confortable sofá. Ella quedó sentada erguida, alta, imponente. Yo quedé desparramado, enano, hundido, sumergido entre cojines. Entre los dos, a un costado, otra virgencita de alguna cosa que no sé, trabajando juiciosamente en coordinación con “la milagrosa” que estaba en la sala. Lado a lado cada cual buscó su mejor posición para podernos ver frente a frente. Yo traté de explicarle por qué estaba allí con ella y por qué a última hora, en un impulso de sensatez, me quité la impostura de periodista para ser lo que realmente soy. Un curioso. Pero un curioso simpático. Yo, por ejemplo, soy de los curiosos que en el accidente no busca al muerto atrapado entre los hierros. A mi me encanta analizar la actitud de los policías. En fin, decidí hacerle caso a mi hermano mayor que me recomendó no ser tan “pantallero” en mis escritos.

Jessy tiene unos ojos negros gigantes que miran a los ojos de uno cuando habla. El negro de sus ojos es brillante y por ese brillo se alcanza a asomar su alma. Yo quedé embrujado. Su alma me resultó exótica, como un paisaje de serranía. Además, armoniza su mirada vivaz con una sonrisa sutil que le permite mantener elevadas las comisuras de los labios para dejar entrever una dentadura preciosa. Su cabello negro azabache liso y bien peinado, cierra un cuadro renacentista. Pensarán que me enamoré de Jessy. No. Yo ya estoy profundamente enamorado de mi esposa y no sólo estoy enamorado de ella. La amo, que es mucho más. Pero como un aficionado en una galería de arte, puedo decir con toda convicción que Jessy es hermosa. Y no sólo porque su imagen resulte atractiva, sino porque su ángel interno le da vuelo a su carisma.

Empezamos a hablar y le advertí de entrada que mi diálogo no iba a girar en torno al caso Colmenares. Yo, atendiendo la solicitud de quién me llevó hasta su lado, sólo quería conocerla, hacerme una imagen de ella, charlar de todo un poco sólo para saber si esa persona era la misma que veía asediada por la prensa en los estrados judiciales al lado de otra niña, igual pero diferente, entre una nube de cámaras, curiosos y abogados.

Le pregunté que en dónde había nacido. Me respondió rápido y sin pensar mucho: “en Bogotá”. Elucubró como un minuto contándome que la familia de la mamá era de Medellín y que a raíz de lo que le estaba pasando toda la familia se unió mucho, incluyendo a su media hermana, hija de su padre, con la que antes tenía una relación cordial pero distante. Bastó un minuto y medio para que sus 20 años de vida se convirtieran otra vez en una tragedia encerrada en esa casa, atenuada por la unión de su familia cercana y extensa. Le pregunté que cuál era su color favorito. Otra vez rápido, en su estilo ágil y locuaz, me dijo que el morado. No me dio ninguna razón en particular, sólo que le gustaba porque se le veía bien en la ropa. Le pregunté si usaba ese color ahora en su encierro. Me dijo que no, porque sólo la ropa abrigada que tenía era morada y que en el calor de su casa sencillamente no la necesitaba. Sin embargo, con un dejo de nostalgia, reconoció que le gustaría vestirse de ese color de nuevo, así fuera para verse con una blusa morada en el espejo. Sería una forma de sentirse libre otra vez.

Me contó que estaba estudiando ingeniería mecánica y que ya iba por su octavo semestre. Se había graduado a los 16 años de un colegio de monjitas y de inmediato inició su carrera profesional. En realidad quería ser diseñadora de modas, pero no encontraba ninguna institución en Colombia que le diera la talla a su ambición profesional. Por eso eligió ser Ingeniera de una de las mejores universidades del país y sin duda, la más cara. De esta manera, inició su carrera en la Universidad de Los Andes hace más de cuatro años. Era una estudiante del lote. No era la mejor pero tampoco la peor. En los primeros semestres armó un grupo de amigos de todas las ingenierías que ven un ciclo básico común. Se integró especialmente con los de Industrial, la carrera que estudiaba Luis Andrés. Con ellos se metió cándidamente en la burbujita que Los Andes nos tiene reservada a los uniandinos para que pasemos por la vida trepados en las mieles de la competencia y el éxito. Y lo digo porque yo soy graduado de la misma Universidad, en mi pregrado de Ciencia Política y mi especialización en Periodismo.

Siempre he dicho que a Los Andes sólo le debo mis cartones, que tampoco me salieron baratos. Y no porque odie a mi Alma Máter, pero como en esos romances malos, uno sólo espera que a la ex le vaya bien en la vida. Y bastante bien si le ha ido. El día anterior a mi entrevista con Jessy, tuve que asistir a una Asamblea de Ciencia Política en esa Universidad y quedé abrumado por la cantidad de construcciones imponentes y modernas que ahora la invaden. Hace más de siete años que no pasaba por allí. Mi amor por Los Andes se extinguió del todo cuando quise hacer mi Maestría en Psicología Social allá y ante mi solicitud sólo respondieron escuetamente, que mi promedio no cumplía “con los requisitos mínimos” para hacer siquiera la inscripción. Mi promedio de pregrado fue muy mediocre por dos razones: Una, la nota siempre me importó poco y dos, tenía que priorizar el hecho de ser padre a los 21 años que estudiar para los parciales. En esa Maestría nunca lo supieron y nunca me lo preguntaron. Para ellos, un número era suficiente indicativo para reflejar mi potencial académico y de entrada me hacía indigno de ser Magíster de allá. Sentí que tanto del pregrado como de la especialización me habían graduado por pesar. Sentí que se habían deshecho decorosamente de mí al darme unos cartones sin perjudicarme dentro de su cobertura de trabajo social y comunitario. Me sentí en cierta forma humillado, al ser rechazado de esa manera y por esa razón para hacer la Maestría que quería hacer, porque era la única de su clase en Colombia. Pero aún más indignación sentí cuando me escribieron para decirme que “no habían completado el cupo mínimo para iniciar el semestre” y que entonces iban a hacer una “excepción” conmigo, para admitirme en su dichosa Maestría. Sentí que su bondad infinita volvía a mí en un acto de misericordia de la Maestría en Psicología Social. Para ese momento, ya había sido admitido en la Maestría de Política Social de la Universidad Javeriana, en donde sí se tomaron el tiempo de preguntarme en una entrevista cuáles habían sido las circunstancias que habían rodeado ese número precario de mi promedio de pregrado. Lo comprendieron y me aceptaron sin mucho trámite. Comprendí tristemente y sin ánimo de generalizar, porque no será así en toda la Universidad de Los Andes ni en todos sus programas, que allí se es, por un momento, sólo un número que define qué tan bueno o qué tan malo es uno para el resto de la vida. Y que si eso no es suficiente, uno pasa a ser un número aún más atractivo, antecedido del símbolo “$”. Hasta allí duró mi ya débil romance con la Universidad de Los Andes. Es decir, para los que crean que mi sesgo en este escrito va por el lado de “la solidaridad uniandina”, sólo les digo que no se engañen. Yo fui un infiltrado en Los Andes que entró allí más por pragmatismo vital que por voluntad propia. Muchas veces me hizo sentir “mínimo” y pocas veces (nunca salvo los grados), me reconocieron algún logro. Ni siquiera cuando me gané una Mención Especial en un premio nacional de periodismo aparecieron para felicitarme. Entonces, por ahí no va la cosa, desde el punto de vista personal. Desde el punto de vista social tampoco, pero a eso me referiré más adelante.

Creo que nunca les he hecho caso a mis hermanos mayores. En fin, volviendo a Jessy que es la protagonista (yo sólo soy el “pantallero”), ella integró un grupo de amigos unido y fuerte de más o menos 15 niños y niñas que recorrían la pradera de la vida entre parciales, rumba y trivialidades. En un episodio de esa vida que parece tan plácida y sencilla, Jessy encontró la desgracia, Laura la tragedia y Luis Andrés la muerte. Y desde entonces, desgracia, tragedia y muerte andan de la mano. Lo que parecía una pradera plácida y sencilla, se convirtió en un abismo crudo y cruel. El piso no aparece y en esta caída libre, al menos uno de ellos, ya no volverá a este mundo.

Entonces, para Jessy, el dolor no se quedó en el caño del Virrey con el cuerpo inerte de Luis Andrés, uno de sus buenos amigos. Allí sólo empezó una cadena de dolores que no termina y que no va a terminar pronto. Ella ahora es una presunta delincuente que lucha por demostrar su inocencia. Que lucha intensamente y todos los días de sol a sol para demostrar que lo obvio es obvio y que lo absurdo es absurdo. Esas son las luchas que hay que dar en mi Patria. Desde el punto de vista jurídico es inocente porque aún no se ha demostrado que es culpable. Eso lo sabe. Pero desde el punto de vista de la opinión pública, esa ficción inventada para endilgar las responsabilidades de nuestro pobre criterio, sobre la imagen que proyectan las demás personas, expuestas ante la sociedad, para bien o para mal, Jessy no sólo es culpable para una gran mayoría, sino que además es una “arpía”, “vividora”, “inmoral”, “perra” (muchas veces perra con todas sus variables y sinónimos) y por consenso “asesina” de acuerdo con muchos de los comentarios que “la gente” (esa masa de frustrados anónimos que liberan su odio en los medios), hace en internet sobre las noticias de prensa relacionadas con el caso Colmenares.

Jessy ha dado muchas veces su versión y pocos le creen. Desde que supe que iba a tener este encuentro con Jessy empecé a hacer un sondeo espontáneo y discreto sobre el caso. La conclusión mayoritaria es simple: Jessy es culpable. La razón, fuera de fábulas increíbles, no es clara. Pero es culpable, de eso no hay duda. Es normal que “la gente” piense que Jessy es Laura o que Laura es Jessy. Para la mayoría son la misma cosa. Las dos hicieron lo mismo, aunque no sepan qué fue lo que hicieron y mucho menos, lo que hizo cada una. El argumento, simple: Ayudaron a matar a un muchacho. No se sabe por qué. Lo cierto es que el muchacho está muerto y ellas están vivas. Su gran delito es estar vivas. Parece que sólo la muerte de ellas demostraría su inocencia. Y la sociedad las quiere linchar en un típico gesto inquisidor. Durante la Santa Inquisición de la Iglesia Católica, a los herejes se les torturaba y se les mataba por dos razones: Para castigarlos o para salvarlos. Parece que con Jessy y con Laura pasa lo mismo. Se les tortura y se les masacra socialmente para castigarlas y para salvarlas.

Luis Andrés está muerto. Es lo único cierto. El resto son especulaciones. La verdad no se sabe. Y alguien cree que Jessy y Laura la saben. Ellas dicen que no saben. El fiscal asegura que sí. Los padres de Luis Andrés también lo aseveran. Y la verdad es que sólo ellas saben si lo saben y aunque dicen que no lo saben a ellas no les creen.

Yo hablé con Jessy. Me senté en un sofá sumergido entre cojines para que me contara un poquito sobre ella. Hablamos casi tres horas. Pregunté de todo, me respondió de todo. Supe, por ejemplo, que nunca ha salido de Colombia. Conoce lo que conoce de su tierra un colombiano promedio. La costa, el llano, el eje cafetero, Medellín... conoce sólo su país, ese que ahora la condena sin piedad. Debo reconocer que antes de conocerla personalmente, yo me imaginaba a Jessy escalando las laderas del Himalaya o bronceándose en las playas de Mónaco. Yo compré esa idea porque pensé que Laura y Jessy eran la misma cosa también. Y con eso no quiero condenar a Laura por ser rica. Pero sí quiero dejar claro que Laura es Laura y que Jessy es Jessy. Aunque a Laura no la conozco y no creo que la vaya a conocer, sé que la maldad que le han inventado no pasa por los recursos económicos de su padre o sus posibles influencias, sino por la envidia tan profunda que existe en Colombia contra los ricos, sean honrados o no. Más envidia aún producen los ricos honrados, porque potencian aún mucho más la frustración de quienes no tienen nada, porque nunca han luchado por nada.

A Jessy y a Laura se les investiga judicialmente por un crimen: El homicidio de Luis Andrés Colmenares. Y se les condena por un crimen social: Ser ricas, ser de la universidad más cara del país y ser “niñas bien” que usan su poder para verse bonitas y torcer la justicia a su favor. El papá de Jessy no es un tipo rico. Es un tipo normal que trabaja todos los días en una fábrica modesta que ha construido poco a poco con mucho esfuerzo y trabajo. La mamá de Jessy me contó los matones que tenían que saltar para pagar el semestre de Jessy en Los Andes. Y ni hablar de los gastos que tiene que asumir ahora derivados de este episodio tan sórdido. Si a Jessy se le acusa de ser rica, es claro que esa acusación, que no tiene fundamento alguno en general, en particular para Jessy, resulta mentirosa.

Jessy ha tomado con naturalidad el escarnio público y la mofa que inspira en todas partes. Al principio de todo esto, me confiesa, le provocaba gritar y llorar de la rabia y el dolor por la injusticia que le estaba pasando. Ahora, me dice, lo ha aprendido a tomar con calma. Tiene apoyo psicológico porque la situación excede con creces lo que su espíritu podría soportar. Sin esto, dice, ya estaría al borde de enloquecerse. Ahora hasta se ríe con los chistes que ve de ella y de Laura en las redes sociales a las que entra por cuentas prestadas. Cerró todas sus cuentas. Era tanto el odio que quedaba registrado en ellas que prefirió cancelar todo lo que la unía a la sociedad ciberespacial.

Jessy pasa sus días encerrada, cumpliendo cabalmente la medida de aseguramiento que le dictó la fiscalía y que avaló un juez de garantías. No pone un pie fuera de casa porque aunque los del Inpec le dijeron que podía moverse por el conjunto que es cerrado, los abogados de su defensa le recomendaron que no lo hiciera. Ella obedece. Me contó que se acuesta tarde y se levanta tarde. Dormir es lo más cercano que tiene a la libertad. Los sueños no conocen muros eternos. Ha aprendido a leer. No porque antes no lo supiera. Sino porque ahora es uno de sus hábitos. Sólo se aprende a leer realmente cuando la lectura es un hábito. Estudia francés para no perder el tiempo. Pero la mayoría del tiempo transcurre pensando y pensando en qué irá a terminar todo esto. Ella no considera nunca, ni por equivocación, el peor escenario, que es terminar condenada en una cárcel. Sólo piensa en demostrar su inocencia y así, lograr su libertad. En eso se le pasan las horas. Llora mucho, se deprime al menos una vez al día, pero en general mantiene el ánimo arriba lo que se refleja en el garbo que muestra en cada movimiento.

Sus padres han sido su mayor apoyo en todo sentido. El último aporte material en su vida, fue comprarle una ciclorruta que empieza en su habitación y termina en su habitación. Es un aparato para que haga ejercicio en el único espacio en donde se puede mover: Su casa. El soporte moral es invaluable. A pesar de la dura situación, su papá saca fuerzas de donde no tiene para seguir dándole a Jessy un futuro que para ella resulta incierto. Le pregunté cómo se veía en cinco años. Su respuesta fue contundente: No sé.

Me dice que las audiencias son terribles. La exposición que sufre junto con Laura ante los medios es descarnada. Ahora se cuida de sonreír en las audiencias porque ya fue primera plana de varios periódicos que captaron con su lente el instante en que ella le respondía a la distancia a su mamá con una sonrisa sus palabras de aliento. Este gesto fue interpretado como el más vil descaro y cinismo frente al dolor de unos padres afligidos por la pérdida de un hijo en la flor de su vida. Ella, me dice, sólo estaba correspondiendo a las palabras de su madre para darle calma, esa que ya perdieron del todo desde el 6 de octubre de 2011. Los alegatos son terribles. Por lo que me cuenta, deduzco que el fiscal es implacable, cumple a cabalidad su papel acusador y las pinta como unas criminales solapadas, maquiavélicas y soterradas. El abogado que representa a los padres de Luis Andrés resulta histriónico en las audiencias. Repite una y otra vez la escena en la que presuntamente fue asesinado el joven. Parece como si en realidad él hubiese estado allí. Él, el abogado, ya tiene la verdad revelada. Sólo quiere que se haga justicia. Es seguro que no tiene ningún otro interés. Él ha demostrado durante la última década que todas sus actuaciones son desinteresadas, altruistas, sin ánimo alguno de protagonismo. Él sólo es una herramienta de dios en la tierra para administrar justicia desde el lado de los oprimidos. Gracias a dios y a su justicia divina existen abogados pulcros y marcadamente filantrópicos como él. Lástima que aún existen personas que dudan sobre su verdad revelada y ello hace que se extienda inútilmente en el tiempo, un fallo condenatorio que ahorraría esfuerzos y recursos innecesarios al Estado. Este Estado colombiano que es sin duda un ejemplo de la perfección de la democracia y la justicia en el mundo. Y para completar y como si fuera poco, al lado de Laura Moreno, otro adalid de la Justicia. Menos histriónico, más paquidérmico, pero igualmente altruista.

En ese circo de medios y héroes, de justicieros y hampones, Jessy y Laura son las cristianas que se les echan a los leones. Herejes y cristianas al mismo tiempo, qué paradoja. Si lo merecen o no, no importa. Para mí es claro que no, pero la parafernalia que circunda el espectáculo es patética. Una vez más la sociedad colombiana se regocija con una desgracia ajena. Hasta hace muy poco, Ingrid Betancur pasó por el cadalso para que se ensañaran contra ella ¿Cuál fue su crimen? Buena pregunta, que más de uno me responderá con una grosería o un insulto. Pero seguro, muy pocos con un argumento sostenible. Ahora son Jessy y Laura las ganadoras de este baloto absurdo del odio colombiano. Se las devoran de a pedacitos por todos lados. Los abogados del caso, hacen un nuevo Frente Nacional jurídico para fajarse a muerte en público, mientras coctelean en privado. El fiscal, se preocupa más porque su nombre aparezca impecable en el proceso, mientras redacta el nombre de Jessy de más de cinco maneras distintas, llamándola incluso “Jessica”, creyendo que Jessy no es más que un apocope. Yo tampoco sé con certeza si su nombre termina en "y" o en "i", pero de mí no depende su libertad. Los medios de comunicación se ensañan, conjeturan, especulan y destrozan la vida de dos niñas que para el fiscal ya son unas mujeres delincuentes, mientras que argumenta con el ojo aguado que Luis Andrés sí era un niño. Cada uno lleva su verdad como un botín de guerra que sólo les favorece a ellos. Y la Verdad verdadera, está cada vez más lejana, junto con la Justicia justa.

La muerte de Luis Andrés Colmenares es un hecho más que triste por donde se le mire. Así, sólo porque murió, más allá de las circunstancias que hayan alrededor de su dolorosa muerte. Pero el espectáculo que ha rodeado su muerte es vergonzoso. Parece como si a Luis Andrés lo fuese a revivir el show que se ha montado alrededor de su supuesto crimen. Parece que, como siempre en Colombia, Justicia se equipara a venganza disfrazada de verdad. El dolor nubla la perspectiva. Si mi hijo muriera en esas circunstancias, buscaría culpables hasta debajo de las piedras, así fueran las piedras de la casa de Sor Teresa de Calcuta. Porque perder a un hijo debe ser lo peor que le puede pasar a cualquier ser humano. Pero yo me pregunto, ¿Dos niñas en la cárcel serán la paz que el alma está buscando? ¿Esa es per se la Justicia que se está exigiendo? Hay algo claro. A Jessy y a Laura no se les acusa de ser las responsables directas del crimen. Es decir, está claro que ellas no lo mataron directamente. Se les acusa de haber montado todo un escenario para que Luis Andrés muriera violentamente. Al menos Jessy no tenía ningún interés en que eso sucediera. No hay ningún elemento en la investigación, conocida a través de los medios, que sugiera que a ella le convenía Luis Andrés muerto. Ninguno. Su crimen fue hablar con Laura Moreno desde su teléfono celular al de Luis Andrés que tenía Laura.

Yo hablé con Jessy Quintero. Yo vi en el brillo de sus ojos, por el que se asomó su alma pidiendo a gritos libertad, que es inocente. Y yo le creí. Y le creí porque vi su inocencia en el desconcierto de su mamá, la confusión de su abuela, la solidaridad de sus amigas y la convicción de su ángel de la guarda que me llevó a hablar con ella.

A Jessy Quintero se le acusa socialmente de ser rica, de ser de Los Andes, de ser una “niña bien” que ayudó a matar a un “niño bien”. Y esa acusación se ha vuelto judicial porque ha caído en las manos equivocadas. Porque no cayó en las manos de la Verdad y la Justicia, sino en las manos del protagonismo y la sed de venganza. Y el juicio se ha vuelto social y no jurídico… y poco a poco se va volviendo político, la máxima degradación del quehacer humano contemporáneo.

Pero Jessy no es del todo inocente. Jessy es culpable de ser inocente. Es inocente porque no dimensionó el estigma que lleva la universidad en donde estudia. Porque no hizo caso al semáforo de advertencia que pasaba de verde a amarillo en enero de 2011, cuando asesinaron a dos estudiantes de esa misma universidad en Córdoba y fue todo un escándalo sólo porque eran de esa universidad. No atendió la señal de "pare", cuando ya se cocinaba a fuego lento su captura y la de Laura. Siguió… siguió andando por su pradera limpia, bonita y ordenada de parciales y rumbas y se consideró intocable, porque de alguna manera esa universidad le enseña a uno a sentirse intocable. Recuerdo mucho a un profesor que nos decía que nosotros sólo conocíamos de Bogotá lo que se veía desde la Circunvalar y desde los aviones despegando. Obviamente a ese profesor lo echaron cualquier día como un perro. Desde que a él lo echaron supe que sólo me podría graduar de allí calladito. Y lo logré. Ahora que lo logré, hablo, así no tenga más diplomas de allá nunca. Igual, no los iba ni los voy a buscar, por lo que ya conté. Quizás las consecuencias sean nefastas ahora para mí. De eso estoy casi seguro. Pero no importa. En cualquier caso, difícilmente por esto estaré peor que Jessy. Entonces tomo el riesgo por ella y por su verdad, que yo creo. Porque ella ya no tiene quien muestre sus banderas moradas de inocencia en la calle. Porque ella está encerrada en su casa esperando a que le abran las puertas de la libertad o las del Buen Pastor. Porque siento que es justo que yo alce mi voz anónima por su inocencia impopular. Tomo el riesgo y asumo las consecuencias.

Jessy me dio una lección de vida que paga con creces esta nota. Y vale la pena aclarar que para esta nota no me dio un sólo peso que yo no pedí y que ella no ofreció. Yo sólo le pedí una historia y le ofrecí un oído. Ella me pidió un instante de mi vida y me ofreció su historia. La lección de vida que me dio Jessy es que a pesar de todo, ella sigue siendo ella y nada más. La misma que era antes de este episodio, sólo que más fuerte y más madura. La han endurecido las críticas, burlas y señalamientos que con saña se le hacen con o sin fundamento. La ha madurado el encierro, la introspección y el amor de sus padres. Jessy sigue siendo la misma en un país en el que hay que llamarse distinto para ser alguien. En el que todas las noches alguien se esfuerza en horario triple A de la televisión nacional, en uno de los canales de mayor audiencia, por parecerse a otro que sí “vale la pena”. Y en el que los más exitosos no se les conoce por sus nombres reales sino que ahora les dicen “Rafael Orozco” o “Nino Bravo”.

Jessy sigue siendo ella en un país de imitadores, farsantes y “pantalleros”. Jessy evita ver la televisión nacional porque nada de ésta le llama la atención. Sigue siendo ella, a pesar de que es tan difícil y doloroso ser ella, sigue siendo ella porque se siente orgullosa de lo que es, de lo que la rodea, de lo que le da identidad. Sigue amando a su país Colombia, que la ha puesto en la palestra para burlarse de su desgracia. Sigue conservando la nobleza de los buenos amigos, que no importan cuántas cagadas nos hagan, siempre están ahí “pa´las que sea”.

Jessy Quintero me demostró su inocencia durante tres horas de charla sin mostrarme una sola prueba. Sin acudir a su abogado defensor o un testimonio elaborado. Jessy Quintero me demostró su inocencia cuando ante un mal chascarrillo mío, al final de la entrevista, en el que le pregunté estúpidamente “¿Cómo es tu nombre?”, ella me respondió sin una mueca, con firmeza y convicción profunda de lo que es y lo que tiene: “Yo me llamo: Jessy Quintero”.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Promesas, promesas...


Las promesas no son más que paliativos para la conciencia. Casi nunca vienen de la espontaneidad de un impulso de bondad sino motivadas por dos factores, principalmente: Un interés soterrado, como las promesas de los políticos o la reivindicación de una cagada, como las mías.

Siempre que cometo una embarrada, hago una promesa. Que me dura hasta que cometo el mismo error un tiempo (no mucho) después. Ese día hago una nueva promesa, con mayor ahínco, con mayor arrepentimiento, con mayor compromiso. Las promesas son como curitas que se van cayendo poco a poco mientras sana una herida infectada.

He prometido por ejemplo, no volver a jugar en un casino. Siempre hice esa promesa después de perder, nunca, después de ganar. Cuando entregaba el dinero en la mesa de Black Jack, la contrición acompañaba mis pasos, muchos pasos, del casino a mi casa, porque perdía hasta lo del bus. Prometí por ejemplo, no dejar todo para última hora. Siempre hice la promesa cuando la última hora era corta, inútil, vana. Prometí también controlar mi ira. Casi siempre lo hice secando lágrimas, propias o ajenas.

Prometer. Es algo así como un elemento favorable para meter uniendo un prefijo y un sufijo. Algo así como que para crear hay que procrear, para procrear hay que meter, para meter hay que prometer. Es decir, sin promesas no habría sexo. Triviales o profundas, trascendentales o superficiales, para meter, hay que prometer. Una vida o unos pesos. Un deseo o una necesidad. Un orgasmo o un frenesí.

Las promesas son tan funcionales a las mentiras... Parece que uno rogara por mentiras cuando ruega por promesas. “Prométeme que…” es como pedir “Miénteme para…”. Las promesas son un contrato falaz. Un acuerdo de voluntades en el que llegamos al consenso hermoso de aceptar que nos vamos a mentir y que esas mentiras serán aceptadas. La promesa es una firma con tinta indeleble sobre el agua.

Las promesas me han llevado surfeando la vida sobre olas de apariencia. Soy creíble porque hasta yo mismo creo en mis promesas. Y mis promesas son creíbles, infalibles e incontrovertibles. Y lo son porque un día me prometí romper todas mis promesas.

lunes, 13 de febrero de 2012

El mundo de los egos


Intenté mil veces escribir una nueva historia, como muchas otras que ya he escrito, en la que YO sea el héroe. Algunas veces he disfrazado mi heroísmo de falsa modestia con algunas líneas que contextualizan sutilmente mi torpeza. Pero hasta mi torpeza resulta ser grandiosa al final. De antemano, sé que este escrito resultará odioso. Y es odioso porque a nosotros no nos gusta el heroísmo de los demás si es real. Nos encanta Superman, Batman, Acuaman, Flash, Linterna Verde y todos esos personajes que nunca podremos ser. Y que nadie más podrá ser. La promoción del heroísmo propio es tachado por los demás como falta de humildad. Así sea obtenido con sobrados méritos.

Aún me retumban en los oídos las palabras de Cristiano Ronaldo (el futbolista, porque habrá alguno más que no lo conozca nadie), que ante la pregunta de un periodista sobre lo que sentía después de un partido en el que fue ampliamente chiflado por el público, sólo atinó a responder en un agrandado español producto de un nativo y agrandado portugués: "Me chiflan porque soy guapo, rico y buen yugador" (sic). ¿Es mentiroso? No. ¿Es insoportablemente arrogante? Sí. Y quizás estas palabras tan poco consoladoras para nuestra pobre humanidad agobiada y doliente le hayan quitado algo de popularidad, hayan perjudicado su de por sí agotada imagen y hayan repercutido en el amor generalizado que se le tiene a Lionel Messi (el futbolista, porque habrá alguno más que no lo conozca nadie) que nunca diría eso. Porque Messi es rico y buen yugador, pero no es tan guapo. Ni tan arrogante. Porque en cuanto a egos lo que se odia de uno, se ama en otro que hace lo mismo.

Es el mundo de los egos. Y para definir el ego no me voy a remitir a los conceptos científicos de Freud o Piaget. Lo haré desde mi propia óptica, la mía, la única y quizás la mejor. Definiré el ego con mi ego. No podría ser más adecuado. El ego es el envase en donde nos cabe el alma. Si tenemos un ego grande, nuestra alma tendrá espacio suficiente para desperezarse, extenderse, brincar, hincarse... en fin, tendrá espacio para moverse. Si tenemos un ego pequeñito, nuestra alma se verá incómoda, estrecha, contorsionada y dolida.

Tener el ego grande no resulta odioso de por sí. Resulta odioso en cuanto se ostenta. Y resulta odioso como todo lo que se ostenta. Podemos tener una casa grande y bonita. Y no pasa nada. Pero si nuestra casa grande y bonita es el único tema de conversación que tenemos, atiborramos a conocidos y desconocidos con las fotografías de esa casa y todas las demás casas nos parecen un asco comparadas con la nuestra, entonces nuestra casa se convierte en una aburrida e insufrible mansión del terror. Además, siempre habrá alguien que tenga una casa más grande, más bonita y mejor. Pronto ese orgullo edificado como fortaleza alrededor de nuestra casa será una ruina y ya nada será suficiente. Esa casa es uno mismo.

Deambulamos en un mundo de egos que se encuentran y se estrellan, que oprimen y se dejan oprimir, que atacan y se defienden, que adulan y se dejan adular, que compiten, que combaten, que se disfrazan y engañan, que se desnudan y seducen. Algunos casan a su ego joven con ese sofisma bien vestido llamado éxito. Ese matrimonio casi siempre se vuelve insoportable y asfixiante. Para estas personas no hay lugar del mundo al que su ego vaya si el éxito no está esperándolos. Y si el éxito se fuese, el ego pronto saldrá con otra en su borrachera de despecho, andrajosa y mal vestida, llamada frustración.

El ego es además el caleidoscopio a través del cual vemos el universo. Según lo giremos, nos dará millones de formas: grandiosas, simples, bonitas, feas, curiosas, misteriosas, confusas o claras. Tan grandes o tan pequeñas como el tamaño de nuestro ego. Y a partir de esas formas pariremos interpretaciones de eso llamado cosmos. Abrazados a nuestro ego, nos sentiremos insignificantes o majestuosos debajo de las estrellas en la noche.

En la vida, los egos de los demás llevarán a nuestro ego como las lianas en la selva sobre eso etéreo llamado gente. El ego tiene esa facultad maravillosa de hablar de la "gente" como si uno no fuera gente. El ego nos despersonaliza, nos hace superiores, mete a todos los demás mortales en un costal lleno de "gente", unos bichos todos iguales que piensan poco y hacen las cosas mal. Así pues, uno puede juzgar a la "gente" de muchas cosas: gente sucia, gente pobre, gente inculta, gente aburrida, gente abusiva, gente vaga, gente mala, gentecita... Todo lo que uno no es porque su ego no se lo permitiría. El ego crecido puede lograr que ese envase gigante en donde cabe el alma se llene de prejuicios. De basura.

El ego es nuestra cuarta dimensión. Todo tiene algo de ancho, algo de largo, algo de profundo y algo de nuestro ego. Y todo será tan ancho, tan largo y tan profundo como nuestro ego quiera. Hasta que otro ego lo debata. Hasta que otro ego nos derrote. Hasta que otro ego nos imponga su ancho, su largo y su profundo. Es decir, hasta que otro ego nos la clave.

El ego nos hace únicos. Pero ante ese inmenso proyector de los humanos que sólo hace visible a los famosos, seremos poco, seremos nadie. Nuestro heroísmo en la calle está limitado por este mito farandulero al recorrido de nuestro nombre y nuestra imagen entre los otros egos. Pero la fama en sí misma esta vacía del ego propio. Es un ego falso invadido por imaginarios colectivos. Ese no es el ego propio.

Por eso mantener el ego crecido, limpio y ordenado es importante. Por eso verse en el espejo y sentirse un héroe no es arrogante. Es necesario. La medida del amor que nos pueden dar no es más grande que la medida del amor propio. Para enfrentar un mundo lleno de egos agrandados no se puede hacer nada distinto que peinar el de uno todos los días para salir a la calle. Pasearlo con orgullo, sin miedo, sin complejos, aunque siga habiendo egos que nos quieran someter. Estamos en un mundo en el que es nuestro deber sentirnos guapos, ricos y buenos yugadores. Sin decirlo. Sin ostentarlo. Pero sintiéndolo de corazón.

Por eso me refugio en estas letras silenciosas para susurrar al espejo que YO soy el héroe de mis historias, que me llamo Andrés Felipe Giraldo López, el que nadie conoce, porque el guapo, rico y buen yugador, es Andrés Felipe Giraldo Bueno. Y le dicen: "Pipe Bueno".

miércoles, 11 de enero de 2012

¿Qué es la muerte?



Soy un tipo más bien neurótico, en extremo irritable y no me puedo guardar con una mueca lo que no me gusta. Tengo la lengua demasiado larga para lo que puede soportar el cerebro y debo reconocer que hablo mucho más sin pensar de lo que pienso sin hablar. En uno de esos episodios de verborrea histérica por alguna ida de luz, de agua o de teléfono que suceden con frecuencia en la vereda en donde vivo, expresé mi inconformidad como si se hubiera apagado el sol, como si se hubieran secado los mares y los ríos y como si la única comunicación posible en el mundo fuera a los gritos. Mi mamá, que en estos episodios me mira con curiosidad científica, sólo atinó a decir: "La cercanía con la muerte no lo cambió". Yo, llevado por el impulso de la lengua que sólo seguía el compás de una mirada exorbitada de loco, sólo respondí: "Porque lo que me dio fue peritonitis y me hicieron una apendicectomía, no una lobotomía. Ahora todo el mundo cree que porque casi me muero ando como una güeva apreciando con gratitud todo lo malo que me pasa". Y con un azote de puerta terminé la discusión. Mi madre sólo refunfuñó algo que no recuerdo y remató con un típico "¡Grosero!".

Desde ese instante me he estado cuestionando sobre la importancia de la muerte para la vida. Ya me lo había cuestionado antes sin respuesta cuando en agosto de 2011 estuve a punto de morir por una peritonitis aguda. Y esa falta de respuesta me llevó inevitablemente a nada, a seguir con la misma vida que llevaba, a ser el mismo imprudente, impertinente y grosero ratón de laboratorio que le hace pensar a mi madresita que mi cercanía con la muerte fue todo un desperdicio.

Pero no he podido dejar de pensar cada tercer noche mientras me duermo, en qué es la muerte. Siempre he creído que los hombres como especie han sido creados para temer a la muerte ¿Por qué? No sé. La muerte es una pregunta sin respuesta. Y la razón, esa locura inventada por Dios para que administremos su obra como quien le da las llaves de su negocio al más borracho e irresponsable del pueblo para que le atienda el bar, nos reta permanentemente a cuestionarnos sobre ese particular, a buscar respuestas inútiles porque la muerte no tiene respuestas.

"Nacer es empezar a morir" dijo, según algunos, Gautier. Está bien. Ya sabemos qué es nacer. Ahora ¿Qué es morir? Porque, evidentemente, morir no es terminar de nacer. Es terminar de vivir. Y vivir es ese espacio limitado entre el nacimiento (o la concepción según la godarria) y la muerte. Un espacio en el que se sabe el principio, lo celebramos cada año con una fiesta o al menos un agasajo. Pero el final... el final nos atormenta. Es desconocido y de antemano triste. "Lo único que no tiene solución". Es decir, el único gran problema. El acertijo, el enigma, la incertidumbre, lo desconocido, lo irresoluto... en fin. La muerte no tiene respuesta.

Aunque un católico nos hable del premio mayor de los idiotas, "El Reino de los Cielos", especialmente reservado para pobres y sumisos, y un Testigo de Jehová nos torture con la promesa de la vida eterna sin problemas, la paila infernal del aburrimiento perpetuo (¿Para qué diantres se levanta uno de la cama sin problemas?) la verdad es que nadie ha vuelto de esos maravillosos lugares para corroborar estas tentadoras ofertas. "Creer es un acto de fe", de acuerdo con la religión. La que sea. Pero uno le tiene que creer a uno que no ha visto en lo que cree. Es decir, la fe es una cadena de estupidez que se pasa de generación en generación. No hay tatarabuelo que haya visto nada de lo que el bisabuelo dice que el abuelo debe creer. Sin embargo, seguimos creyendo. Pero yo me debo rebelar para decir so pena de condenarme al infierno en el que tampoco creo, que la religión no tiene la más remota idea de lo que es la muerte. Sin embargo, aparentar que lo sabe le ha reportado jugosos dividendos derivados de quienes les creen sus pamplinas sobre qué es la muerte. Porque la muerte da miedo. Y saber qué es da la administración honorífica del miedo. Y uno por miedo da plata. Es una forma velada de sacar el cuchillo del atracador que no pide plata sino miedo. Miedo a la muerte y a todo lo que pueda venir después de ella. Por eso no me dejo atracar más. No me dejo atracar más de estos ladrones de sotana y biblia o disfrazados de pastorcitos mentirosos con ovejas que cantan y alaban su desgracia. Con todo respeto, prefiero que me atraque el del cuchillo. Por lo menos el tipo es honesto a la hora de atracar.

Después de toda esta disertación cargada de confusión, incredulidad y algo de rencor, todo dentro de un proceso de depuración después de haber sido formado en una fe católica recalcitrante de la que sólo me quedó la sensación de que Jesús fue un tipo buena onda engañado por este frenesí de tener que creer, que a pesar de todo lo que le pasó, sirvió para renovar el engaño, sigo sin comprender, saber ni entender qué es la muerte.

¿Por qué mi madre estaba tan esperanzada en que la cercanía con la muerte me iba a cambiar? ¿Qué tiene la muerte que lo puede cambiar a uno? Que yo sepa y por lo que he visto, la muerte sólo cambia carnita por huesitos y huesitos por polvito. Y el proceso de nacimiento funciona al revés: Polvito, huesitos y carnita. La muerte sólo cambia a los vivos. El que muere sólo se va. Y cambia su espacio por un vacío enorme que le duele a quienes lo habían querido. Es decir, la muerte automáticamente se convierte en dolor para unos, en alivio para otros. Y eso casi siempre tiene que ver con la bondad o maldad del finadito. Con el tiempo la muerte se convierte en historias. Modestas algunas, la mayoría, como aquellos que entierran en la fosa común como N.N., legendarias otras, la minoría, como Carlitos Gardel, al que aún le prenden el cigarrito en la mano a su estatua en el cementerio de Chacarita.

Pero la muerte no se resuelve en el simple acto en el que el cuerpo prescinde de la vida. Para Platón, por ejemplo, con la muerte el alma se liberaba del cuerpo. Esto sobre el supuesto de que el cuerpo era una cárcel para el alma. Es decir, para Platón la muerte era el magnífico vencimiento de la condena del alma para salir en libertad ¿Pero a dónde sale el alma libre? ¿Está el cosmos lleno de almas libres divagando por ahí entre estrella y estrella, saltando de galaxia en galaxia, jugando al tobogán en los agujeros negros? En otras palabras ¿Para dónde rayos se va el alma? Platón puede tener razón. La misma razón del cura, del pastor, del testigo o del agnóstico. Sobre la muerte todos tenemos teorías absurdas. O acertadas. No lo sabremos. Sólo hay una forma de saberlo. Y esa forma no habla, no respira, no gesticula, no se expresa, no retorna. Esa forma está muerta, es la muerte. Es la forma perfecta de conjugar el verbo ser y estar. Se está muerto o se es muerto. Da igual.

Pensar en esto, en qué es la muerte, es la forma más inútil de perder el tiempo. El tiempo, ese pabilo en extinción constante que quema la vida. Nadie se acerca a la muerte realmente si no es para morirse. Por más milagrosa que parezca la gambeta que se la haga a la parca para evadirla, algún día nos hará una tapia de la que no nos podremos levantar. Algunos contaremos que estuvimos cerca de morir, contaremos lo profundo que nos cambió esa experiencia hasta que nos dimos cuenta de que ya pasó. Y cuando creamos que ya pasó, vendrá de nuevo disfrazada de tragedia para cambiarnos por polvo. Al final de toda esta divagación, cual alma levitando en el firmamento, sólo puedo decir al mejor estilo socrático que sólo sé que nada sé. Que acabo de perder unas horas más en esta agonía eterna. Porque si Gautier tiene razón, la vida es un parto continuo o una agonía constante. Y la muerte... bueno... la muerte sólo es una permanente incógnita de la que nadie ha vuelto para contarnos. "Jesús resucitó" dirían los cristianos. Pero de ser así, vino sólo por algunas cosas que se le quedaron y prometió regresar. Como promete uno con una sonrisa hipócrita al conserje del hotel barato en el que mal nos atendieron. Y Jesús de la muerte no dijo nada. No dijo ni siquiera si de verdad había muerto. Sólo vino a regañar a Tomás por incrédulo, el único sensato, y se volvió a ir. Sin dejar rastro, teléfono o dirección. Lázaro, resucitado por Jesús, tampoco habló nada del asunto. Dio las gracias y se volvió a morir.

La muerte es la muerte. No es nada más. Puede ser la vida eterna. Pueda que no. Puede ser la liberación del alma. Pueda que no. Puede ser el fin de todo. Pueda que no. Puede ser la reencarnación. Pueda que no. Puede ser todo lo anterior. Puede ser nada de lo anterior. La muerte... qué es la muerte. La muerte es lo único cierto que encierra todo lo incierto. La muerte va más allá de los confines de la ciencia que por pretenciosa que sea tiene unos confines bastante estrechitos.

Madre: La cercanía con la muerte no me cambió porque no me dio respuestas. No me dijo qué era ni para qué servía. No me dijo nada mientras rondaba por los pasillos del hospital. Quizás le habló a un par de enfermos que no volvieron a hablar. Entonces no sé nada de la muerte, no sé por qué no me cambió, no sé por qué te respondí feo, no sé por qué sigo siendo este vago divagante que vive histérico arrastrando una lengua inmensa pegada de un cerebro chiquito. No sé nada madre. Sólo sé que lamento haberte ofendido. Porque lo único claro que tengo ahora es que a ti te debo la vida. La muerte... la muerte no se la debo a nadie todavía.