La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 2 de septiembre de 2012

La historia de otra promesa incumplida.



Vivo impresionado con mi capacidad para inventar excusas y fabricar disculpas. Recuerdo que en mi pregrado en Ciencia Política, jamás pasé una noche en vela estudiando o haciendo trabajos. Pero sí me alcanzaba la madrugada despierto pensando qué inventaría para no estudiar, para no hacer trabajos y para justificar que todo era un acto de rebeldía contra el establecimiento y sus manifestaciones, a lo que yo respondía con una apatía consciente. Bah, no era más que pereza. Esta actitud me hizo un profesional mediocre, coherente con mi filosofía defensora a ultranza del menor esfuerzo. El mayor esfuerzo en una sociedad capitalista es la gran sonrisa socarrona con tufo a whisky de un empresario que sabe que tu gran talento lo enriquece. Recuerdo las excusas que inventé cuando me retiré de la carrera de Derecho en las postrimerías de mi adolescencia. Podría haber escrito un tratado prematuro sobre la inutilidad del Derecho para las sociedades sin identidad cultural y esa hubiese sido una tesis magistral, sin necesidad de cursar la carrera.

Recuerdo con algo de dolor y mucho de vergüenza el intríngulis amoroso de mi eterna inmadurez, que viví cuando ya debería dar visos de señorío sobre mí mismo. Cuando ya había sufrido un divorcio doloroso, cuando ya la inexperiencia no podría ser atenuante de la culpa, ya entre el tercer y el cuarto piso, subiendo en reversa por las escaleras de emergencia de la vida en pleno incendio. En ese episodio, el espejo era un alcahueta que me decía con un guiño de ojo que todo era culpa de un destino cruel que había confabulado contra mi hermosa y pura alma vacilante metiéndome sin piedad al mar de los dilemas. Pamplinas. Fui un canalla que jugó con la ilusión de dos personas hermosas. Gracias a ese Dios que me inventé, cada una halló su felicidad y yo encontré la mía. Dios es un bacán. Hoy recuerdo a la niña eterna que se libró de mí conociendo apenas el mar como toda una revelación. Ahora habla árabe, tiene apellido japonés y canta el Himno de los Estados Unidos mucho, muchísimo mejor de lo que canta Shakira el Himno de Colombia. Aunque eso no implique mayor esfuerzo, teniendo en cuenta cómo canta Shakira nuestro Himno Nacional. Se libró de mí para cumplir con sus verdaderos sueños. En buena hora, Alá también es un bacán. Hoy recuerdo a esa paisita encantadora que deslumbra con su tono coqueto. Aún mantenemos ese tenue contacto de las redes sociales que me permiten saber por una rendija de la vida que está como se lo merece: Bien, feliz, enamorada, creciendo para mantener intacta su sonrisa. Gracias a ese equilibrio cósmico del cual depende la Justicia real, yo puedo decir con total cinismo y mucho de irresponsable que en este caso mis promesas sin cumplir no ocasionaron daños permanentes y tuvieron final feliz.

Si tuviera que definir mi vida con algo de sarcasmo, diría que yo mismo soy una promesa sin cumplir. Soy el menor de ocho hermanos y el hermano que me sigue me lleva cinco años y éste a su vez está a cinco años del sexto. Es decir, soy la última promesa de amor eterno de mi padre a mi madre. Y digo que soy una promesa sin cumplir porque la eternidad entre mis padres no existe. Ellos se aman cada día, sin saber cuándo la eternidad los va a sorprender para que su amor se extinga, porque eso no les importa.

Y yo soy un engendro de promesas incumplidas. Por ejemplo, la promesa en la incubadora de que sería un rubio tipo germano: Alto y acuerpado. En realidad, crecí como un rubio enrazado con pigmeo: Bajito y rollizo. Y debo decir que siento un profundo orgullo de mi gen pigmeo. Me ha permitido caber en las busetas y colectivos diseñados para enanos en mi país en donde los "altos" de 1.75 m. para arriba tienen que montarse, cuando van sentados, con las rodillas en las orejas y cuando van parados, con la quijada en el ombligo. Mi desarrollo se adaptó a las condiciones ambientales, muy de acuerdo con la teoría de Lamarck.

Mi promesa de ser un genio prematuro de las letras también se fue diluyendo con el tiempo. En mi temprana infancia, mis manos volaron conectadas a mi mente creativa desde que aprendí a escribir las vocales. Como en el arte, el sentido era subjetivo, pero sonaba bonito. Después, llegaron las consonantes y me compliqué. Después llegó el diccionario y me olvidé del arte. Después, la crítica apareció, propia y ajena y me autodestruí. Ahora escribo por inercia, montado en el vértigo de las palabras sin pensar con juicio en el resultado. Como ese garufa en resaca que todos los días se mira al ventanal que proyecta su reflejo para ver cómo la barba le ha borrado los contornos del rostro y sonríe como un loco, porque ya no se reconoce.

Podría hacer una lista interminable de promesas sin cumplir, pero en esta oportunidad me voy a referir sólo a una, que se gestó en tan sólo 9 meses. Y como una casualidad macabra, podríamos hablar de un proceso de gestación que no produjo nada. Un embarazo psicológico literario.

A mediados de octubre del año pasado, en una entrada de este blog, escribí: "La historia de la novela que no he escrito". Allí, muy alegremente, como en todas mis promesas, prometí tener una novela escrita para el día de mi cumpleaños número 38 ¿A qué no adivinan? No la escribí. Y ahora escribo para justificarme, para excusarme y para disculparme, y no porque exista una razón lo suficientemente poderosa para no haberlo hecho. No la hay. Pero tengo mil razones para inventarme.

Puedo decir que tenía la esperanza de que en ese tiempo no iba a tener mucho qué hacer. Esperaba la prolongación de mi plácido desempleo gestado por temporadas desde el 2007, exportado sopretexto de una maestría a la Argentina en 2010 y soportado por la manutención paterna y materna, para empezar a escribir una historia sórdida basada en mi desgracia. Quizás describiendo ese odioso viacrucis repartiendo hojas de vida, presentando entrevistas, diciéndole doctor a cualquiera que pudiese darle una mano a uno... en fin, una historia tan común y cotidiana en un país en donde el desempleo nunca baja a un dígito, que quizás podría resultar aburrida.

Súbitamente, me aparecieron cosas qué hacer. Una expectativa de trabajo bajando una cordillera y subiendo un poco de otra, en Ibagué. Empecé las tareas para alcanzarlo, la competencia para ganar, la maldita competencia que lo alegre lo vuelve angustia, el triunfo soberbia y la derrota tristeza. Y gané. Gané un concurso para ser profesor y por esos azares que confabulan entre sí terminé siendo el director del programa. Un programa de eso para lo que me formé mediocremente, consciente de mi mediocridad. Ahora debo aparentar que soy bueno, que me gusta, que soy "competitivo" y que puedo ganar. Esas competencias de las carreras del mundo redondo.

Me casé. Sí. Viví una aventura que sí me gusta, de sostenidos y bemoles, para la que si me he esforzado con todos los fracasos precedentes, los errores de una relación y la incertidumbre del futuro que se resuelve día a día. Me casé pocos días antes de mi cumpleaños 38, ese en el que debí haber cumplido la promesa del libro. Escribí una historia de momentos con esa persona que amo. Esa que sostuvo mi mano mientras mi alma decidía si abandonaba o no mi cuerpo en un hospital de Buenos Aires hace poco más de un año. A su lado construí esta historia que me ha traído a la tierra caliente, esa tierra que en la vida del rolo sólo aparece en los festivos o en las vacaciones para experimentar cómo se siente la arena de playa en las chanclas con medias. Esos entes humanos que deambulan bajo el sol con gorritos ridículos y la cara blanca cundida de protector solar. Ahora vivo en esa tierra caliente, me reinvento, me defino, me paro en el balcón a pensar y a recibir bocanadas de brisa que baja de la montaña, para darme el aire que disfruta mis pulmones. El aire frío de la altura.

Siento que volví a caer en este torbellino de los días y su rutina que nublan la imaginación. La parquedad de los horarios y el peso de la responsabilidad. El sinsabor de cumplir, de acomodarse, de "ser alguien en la vida". Mi libro se volvió un libro de contabilidad, el periódico de todos los días, la biblia del destino. Y no es que no lo disfrute. Es parte del camino. Mi padre me ha manifestado, después de algo que escribí y que le gustó: "Felipe, creo que tú sabes que naciste para escribir, pues ves las cosas y los seres humanos con los ojos del alma. De ello nos enorgullecemos, pero como bien lo dices, muchas veces has sido el plato roto que tu mamá pega con amor. Pero ten en cuenta que para poder darte el lujo de escribir necesitas dos cosas: comer como soporte material,  y eso requiere constancia, sacrificio, y esfuerzo; y pensar, pues tu dices no únicamente cosas bellas, sino cosas impregnadas de la realidad concreta. Abrazos. Jaime." Pues bien, la realidad concreta es que hay que vivir para comer y el pensamiento se dedica a descifrar esa vida. Lo de escribir es un lujo costoso que ahora no me puedo dar. Por eso, quizás como una excusa más, mi libro tendrá que seguir esperando mientras sobrevivo esta vida que necesito para poder vivir.

Entonces, seguiré justificándome. Diré que no supe qué escribir. Que ando embotado, que no me fluye. Que han pasado tantas cosas que no sé cómo organizar mi mente. Seguiré buscando excusas. Argüiré falta de interés en la literatura ahora que ando jugando al académico, creyendo que sé, que puedo tomar los textos de Bobbio, Sartori o Touraine y entenderlos. Que eso me ha quitado tiempo para escribir. No sé qué más decir. Sólo que no cumplí, pero que lo había advertido. En algún lugar escribí que mi única promesa en serio era la de romper todas mis promesas. Fallé de nuevo. He cumplido una vez más. Alguna vez cumpliré con escribir mi libro. Lo prometo.