La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

miércoles, 24 de octubre de 2012

Suicidio, tabú, respeto.





Hoy es uno de esos días en los que uno se siente estúpido. Profundamente estúpido. Uno de esos días en los que la vida pesa. Y pesa más al pensar, que como pesa, es más pesada.

Hace un mes más o menos, el periódico en la mañana terminó abriendo muy redondos mis ojos somnolientos con la noticia de que una niña de 14 años se había suicidado al frente de sus compañeritos de colegio. Se paró en la mitad de la cancha de fútbol en pleno recreo, hizo un disparo al aire y cuando captó la atención de todos, se disparó en el estómago. Esa imagen en mi mente desató como un dominó todos los suicidios de los que me he enterado. Y me recordó cuán fuerte es el tabú del tema, porque es doloroso, porque a cualquiera le puede pasar, porque como anda cual fantasma por ahí rondando entre las tristezas de la humanidad, es mejor no invocarlo. Porque cuando pasa, inmediatamente saltan las culpas como los tacos en un corto circuito. Porque las razones del suicidio son un misterio que sólo el suicida conoce, pero quedan por ahí flotando entre las justificaciones de las miserias de la vida de las que todos somos culpables.

Debo reconocer que el tema me ha obsesionado. Y me ha obsesionado porque me avergüenza. Y me avergüenza porque yo mismo he pensado en el suicidio, de una manera tan folclórica que me avergüenza ser tan estúpido.

No tengo conocimientos científicos sobre el suicidio. No conozco los criterios psiquiátricos que lo evalúan y no he leído los textos sociológicos que tratan el tema. Tengo una opinión sin fundamento, que es la más débil de las apreciaciones emitidas por un humano en la modernidad. Y creo que ese afán permanente de la modernidad en la que todo debe ser concebido sobre un orden racional, sobre el entendimiento y la comprensión, en la que la argumentación y la justificación son la única ancla al mundo, juega un rol fundamental en la dinámica del suicidio (que no es un juego). Es recurrente que el suicida deje una nota explicándole a esta modernidad las razones de su decisión. Hasta para lo incomprensible hay que dejar un rastro de explicación.

No sé qué impulsa a un suicida a tomar una decisión tan radical. Una decisión que no tendrá reversa ni segundas oportunidades. Una decisión de la que (quizás) no podrá ver sus consecuencias, por lo menos no desde esta dimensión. Supongo, como hay que suponer en estos casos en donde las preguntas se van con las respuestas, que el suicida es un ser atormentado que quiere acabar con su sufrimiento. E intensificar el sufrimiento de quiénes le rodean y le quieren. Quizás sea una forma de acabar con la culpa propia y transferir esa culpa a los demás. Pero creo que no es desde la racionalidad que se debe comprender un suicidio. Creo que es un acto emotivo, por más que esté impregnado de razones e intentos de explicación.

Lo complejo es definir qué es el sufrimiento para un suicida. No hay un prototipo de suicida. Podríamos decir irónicamente que el suicidio es democrático. No discrimina, no distingue clase social, raza, sexo, edad, nacionalidad, religión y no tiene buen discernimiento entre el éxito y el fracaso, porque hasta los que uno consideraría como "exitosos" se han suicidado. Por eso creo que ese sufrimiento es un tormento permanente que sólo interpreta quien lo siente, en la intimidad o en la publicidad, con silencio o con gritos, con tantas cosas dentro que no es más que atrevimiento e imprudencia querer saberlo.

Lo cierto, lo tremendamente cierto del suicidio es que es un drama incomensurable. En todo. Desde el prólogo hasta el epílogo no puede haber una nota alegre en el proceso. La atmósfera enrarecida que da la noticia es como neblina en el frío. Es un golpe seco de un meteorito que no se ve venir. No puedo decir qué tan grande es el dolor que puede provocar un suicidio porque no ha rondado entre mis afectos más cercanos. Pero es fácil suponer que no hay palabras para describirlo. Las circunstancias de modo, tiempo y lugar serán un enigma cruel que va de la última idea a la acción fatal.

Estoy obsesionado con el tema y con las especulaciones. Pero es que sólo puedo preguntarle a personas que especularán con mayor propiedad y muchos más insumos médicos o académicos. Porque creo de verdad que no hay una forma científica para comprender este impulso final.

Me siento irrespetuoso y abusivo al asumir el tema desde la ignorancia y transgredir el tabú exponiéndome al reclamo obvio de quién si ha padecido el dolor de soportar la abrupta despedida de una persona que se suicida.

Lo hago porque yo, estúpidamente, he pensado en el suicidio. Me tranquiliza saber que nunca he llegado al borde de la cornisa para tentarlo. Sólo lo he considerado con una insana curiosidad cuando estoy profundamente deprimido. De pronto estoy generando un estigma sobre mí mismo al confesarlo, porque pensar en el suicidio es propio de enfermos en su psiquis... o de sanos, que un día decidieron saltar al vacío y no se volvieron a enfermar. Quizás esta sea una forma tonta de empelotarme y hacerme vulnerable, porque no hay ser más frágil que un potencial suicida. Y quizás esto evidencie los mil complejos que tengo, según las personas desconocidas que me recriminan cuando escribo algo que no cae bien. Soy un pornógrafo del espíritu. Pero tomo el riesgo porque ahora que el tema me ha obsesionado, no lo puedo trivializar más. Me he declarado bipolar creyendo que es algo jocoso, sarcástico, cuando la verdad es que es una tragedia humana, una cuerda floja por la que caminan muchas personas que desafían a la química y a su alma en permanente conflicto. No sé si de verdad soy bipolar, no me han diagnosticado. Lo que si sé ahora, es que ya no es gracioso.

Tengo esa imagen de la niña Brigite Lorena González tomándose el estómago mientras se desangraba. Tengo la imagen de Edwin, un compañero de la Fiscalía que no soportó la separación de su esposa y en una borrachera se disparó en la cabeza. Agonizó tres días antes de morir. Tengo la imagen de Andrés Caicedo en su última "torcis", dándole a las teclas de su máquina de escribir mientras se iba. O la imagen de Lina Marulanda, volando al cielo sin alas. Tengo mi imagen fumando un cigarro sin saber fumar, tirado boca abajo en un sofá o en un pastizal, empapado en lágrimas y escurriendo mocos pensando en el suicidio para acabar con mis tormentos cíclicos. Hoy es uno de esos días en los que uno se siente estúpido. Profundamente estúpido. Uno de esos días en los que la vida pesa. Y pesa más al pensar, que como pesa, es más pesada. Hoy es uno de esos días en los que debo decidir  dejar de echarle pesos a la vida pensando que es pesada.

El hecho de que haya pensado en el suicidio, no me hace un suicida. El suicida de verdad, se suicida una sola vez. Yo sólo soy un idiota que debe respetar el valor del suicida para la muerte y respetar su temor frente a la vida. Sin juzgar... y sin jugar.