La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 15 de diciembre de 2013

Me voy con tristeza porque me voy contento.




Una vez más estoy armando las maletas para irme de Colombia por un tiempo. Cuento con el privilegio maravilloso de poderme ir una vez más, esta vez por cuenta del mérito de mi esposa que se ha ganado un premio en esa maravillosa ruta del éxito. Y me lleva porque me he portado bien (carita feliz). Mientras enrollo medias y calzoncillos, pienso que de Colombia uno no se va. Uno huye. Uno huye de muchas cosas, pero sobre todo, huye del odio. Al menos yo.

Es muy jarto amanecer cada día y recoger el periódico como quien tiene que cambiar el pañal sucio de un hijo. Tratando de no ver y de no oler, pero amando al causante de la cagada. Así veo a Colombia. Así la siento. Sabe uno que la noticia del día generará una agria polémica de posiciones, argumentos y pontificados de unos y otros, incluido uno. Sabe uno que el país se va a polarizar con ferviente pasión a favor y en contra del tonto o la tonta del día, del que ese día le tocó figurar en primera plana por cuenta de la ruleta loca de las cosas extrañas que pasan acá. Somos fanáticos del odio y lo translucimos en cada oportunidad, generando empatías y antipatías con distintas personas todos los malditos días.

No puedo dejar de preguntarme ¿Por qué nací acá? Son esas dudas irresolutas que marcan el destino. Algunos ponen letreros un tanto ridículos en sus vehículos o en el muro del facebook que resaltan en amarillo, azul y rojo "yo no elegí nacer en Colombia, simplemente tuve suerte". ¿Suerte? ¿Cuál suerte? Mala suerte será.

Colombia es un país en el que apenas se sobrevive. Para criticarlo nunca sé por dónde empezar. Primero, porque hay mucho material de dónde agarrarse y las ideas van llegando en tropel y desordenadas, y segundo, porque además criticar es un ejercicio peligroso y deplorable en un país en el que emerge de vez en cuando un nacionalismo estúpido y nostálgico que se realza cada vez que un deportista logra algún triunfo, usualmente, lejos de esta Patria. O cuando juega la selección Colombia de fútbol, que es lo más cercano que tenemos a un vestigio de identidad nacional.

Colombia es un país hobessiano: "El hombre es lobo para el hombre". Aunque creo que es injusto darle ese calificativo a los lobos. En realidad, en Colombia el hombre es hombre para el hombre y para la mujer. Somos un país de machitos y machistas en el que constantemente nos estamos mostrando los dientes y retándonos para ver quién la tiene más grande. En el estadio, en el tráfico, en la fila, en la rumba, en el pupitre, en la oficina... en todas partes, hombres y mujeres.

Vivimos en un país en el que un Procurador General de la Nación, que debería proteger los derechos de la diversidad, el reconocimiento y la tolerancia en un país que constitucionalmente se reconoce como "pluricultural y multiétnico", es el adalid principal del catolicismo radical, recalcitrante, excluyente, discriminador y subyugante. Y es reelecto por un Senado corrupto, con el que previamente se ha intercambiado favores burocráticos, en el que algunos senadores sufren de amnesia temporal de su discurso diverso y liberal mientras lo reeligen y le pasan hojitas de vida de sus calanchines electorales. Pero esta es sólo una perla de un collar largo.

Colombia se precia de tener unos paisajes hermosos. Y es cierto, los tiene. Pero salir a ellos es tomar riesgos que pueden ser al menos lamentables. En Colombia lo público tiene dueños particulares, clandestinos y muy peligrosos. No es raro caminar por un sendero cualquiera para que algún matón uniformado, regular o irregular, salga de un matorral y le diga a uno que "no se puede caminar por ahí", que "es peligroso", que uno "se debe movilizar por su cuenta y riesgo". Esto, en el mejor de los casos. En el peor, los pueden dejar tendidos ahí mismo masacrados, como les pasó a Margarita Gómez y Mateo Matamala en Córdoba en enero de 2011 y a millares más que no son tan relevantes porque no estudiaban en la Universidad de los Andes. Tenemos unos paisajes hermosos sembrados de minas por todas partes. Ni siquiera los niños de las veredas pueden ir a estudiar tranquilos o ayudar a sus padres con las cosechas porque en cualquier momento su pie puede pisar uno de estos artefactos. Si tienen suerte, la suerte de ser colombianos, morirán en el acto. Si no, vivirán toda su vida lisiados, excluidos, relegados a la mendicidad y a la caridad pública en un país en donde el Estado tiene una política muy precaria para las personas con discapacidad, la infraestructura es absolutamente hostil y el ciudadano común no tiene ningún reato de conciencia al parquear su vehículo en los espacios destinados exclusivamente para ellos u ocupar sus sillas en los transportes públicos haciéndose los dormidos.

En Colombia ser "vivo" no es esa sensación de plenitud que nos permite disfrutar a rabiar el entorno. No es la complacencia por estar rodeado de aire, naturaleza, bienestar y congéneres que hacen de la vida algo más agradable. No. En Colombia ser "vivo" es esa mezquina capacidad que se tiene para engañar al otro, para burlar la ley, para regodearse en las mieles de la impunidad con todo cinismo. Eso es ser "vivo". Ser pícaro y astuto.

"Cultura ciudadana" es un término incómodo, contrario al "folclore" que nos permite hacer lo que se nos da la gana. Poner la música a todo volumen en la madrugada de un miércoles o hacer disparos al aire en estado de ebriedad, por ejemplo, es parte del folclore de nuestras regiones. El amargado es el que se indispone y reclama por eso, aludiendo términos tan extraños como respeto o convivencia. Ese es un rarito, un problemático, un insensato que se opone a la felicidad de la gente en un país en el que nos preciamos de ser felices, en donde la felicidad no es un asunto de condiciones de dignidad sino de "folclore". Ese folclore exacerbado hasta la saciedad por Dago García y Harold Trompetero en una saga de pésimas películas que desnudan lo más ramplón de la colombianidad y que pretenden que nos riamos de ello para ser más felices.

En mi país los valores se han invertido. La filosofía del trabajo duro y honesto para construir un patrimonio sólido y honrado es para los "bobos". Y los "bobos" son esos que trabajan de sol a sol, no roban, no matan y no humillan a nadie para lograr sus objetivos. Esos son los bobos de mi país. Es mejor ser vivo, conseguir mucho dinero en muy poco tiempo sin importar cuáles sean los medios para ello. Así toque robar, matar y humillar. Especialmente humillar. Los asesinos y ladrones son expertos en humillar a sus víctimas, pero, cuando por fin son capturados, salen ante las cámaras de los medios de comunicación como si fueran monaguillos consagrados que acabaran de recibir la primera comunión.

Y ni hablar de "la gente de bien", una caterva de fanáticos camanduleros pegados aún a la Biblia que ven con buenos ojos que las diferencias sean extirpadas a bala, por la fuerza implacable de ese Dios castigador y justiciero del antiguo testamento, que sonríen en las misas después de las masacres y se reúnen en clubes lujosos a puerta cerrada para instigar nuevas limpiezas de impíos, herejes y pobres, esos seres tan despreciables que invaden fincas en el campo y arruinan la vista en las ciudades.

Y el Estado, tan lleno culturalmente de "gente de bien", ha anquilosado un sistema feudal durante más de doscientos años de legado colonial, de castas y estirpes de propietarios y gobernantes, que dan a los pobres migajas, casitas miserables y subsidios que los hacen (a los pobres) dependientes e inútiles. Además, la educación en Colombia es una de las peores del mundo. Maleducados y felices, así se construyen los bobos y los sumisos. Y el Estado sabe fabricar bobos. Pero no esos bobos que son bobos por honestos. De los bobos que son bobos por conformes. De otra manera no los podría someter.

Ah, y los revolucionarios. Qué tristeza inmunda de revolucionarios. Marxistas de pacotilla ostentando Rólex, Harleys y yates mientras negocian en Cuba con el Gobierno su entrada al mundo de la política, el más podrido del sistema. No vale la pena hablar de los revolucionarios. No son revolucionarios. No son nada. Nada bueno.

Siento una profunda tristeza de irme contento. Me duele huir con una sonrisa tan amplia que las comisuras de mis labios limitan con mis orejas. Me duele irme feliz por huir una vez más de este espacio maldito impregnado de odio. Me duele sentirme apátrida y que no me importe. Me duele vivir mirando el mapamundi para imaginarme en lugares distintos del país que me vio nacer, por el que mi padre luchó tanto y en el que mi hijo está creciendo a pesar de todo. En Colombia tengo todos los lazos afectivos de las personas que me rodean. Familia y amigos. Pero no soporto el ambiente enrarecido que absorbe como un sifón la energía vital.

Cada mañana me levanto, me asomo a la ventana y este país de mierda sigue allí. Sigue allí como un espejo en el que me reflejo. Reflejo mis frustraciones, mis defectos, mi incapacidad y por supuesto, reflejo mi odio. No soy más que esto. Soy parte de esto. Un ser amargo, gruñón e inútil que sólo sabe criticar, que se vive mordiendo la lengua envenenada y maldiciendo cada día por estar acá. Pues bien, irme me hace bien. Cambiar la ventana quizás me cambie también el espejo. Sé que cada lugar tiene sus problemas, su gente idiota y sus gobernantes abusivos. Lo sé. La diferencia es que conocer no me duele. Que no tengo lazos afectivos que me generen tanto dolor y que mientras descubro cómo funciona el sistema mi ingenuidad me permitirá ser feliz por un tiempo.

Me voy triste de irme contento y con la angustia profunda de saber que tengo que volver, quizás porque deba, quizás porque quiera. Porque el amor que se siente por este país es irracional y atrae como un imán. Porque acá nunca se agota la sensación de que se puede hacer algo, porque todos los días se toca fondo y es difícil estar peor. Entonces vive uno así, como un péndulo que se va y vuelve, un péndulo que oscila como un niño, entre las lágrimas y las sonrisas, entre la lejanía y la cercanía, entre el odio y el amor.




jueves, 7 de noviembre de 2013

Nací para ser viejo.




Siento que nací para ser viejo. Para mí la juventud no ha sido el frenesí de vivir rápido e intenso, aprovechando cada instante para descubrir el mundo, sus tentaciones, sus encantos y sus excesos. No, mi juventud ha transcurrido en gran parte echado en una cama, en un prado, en un sillón o por ahí, caminando entre árboles y gente, imaginando mi vejez, que de a poco se acerca.

Es paradójico construir desde la imaginación algo tan incierto como la vejez. Porque antes de la vejez está el resto de la vida que es impredecible, cambiante, traumática, compleja y que en cualquier momento se acaba. Incluso y con muchas probabilidades, antes de la vejez.

Yo no me imagino una vejez responsable, sosegada y quieta. Tampoco me imagino esa vejez que se la pasa añorando la juventud, que intenta recuperarla a punta de bisturí, ejercicio, medicamentos y bálsamos de mentiras y fantasías que se compran con dinero. Que hace que lo demás envejezca para que uno parezca joven o que desnuda lo pueriles que podemos ser en el desespero por cambiar lo que ya no cambia.

Mi vejez la imagino como mi juventud, esperando algo más de algo posterior. Es decir, quizás imaginando mi muerte y lo que habrá después de esta. Y no porque crea necesariamente en la vida después de la muerte o en la reencarnación o en todos esos mitos creados por las religiones para mitigar el temor que provoca el más allá y hacer un negocio de ello. Pero sí me causa curiosidad pensar qué puede pasar con el alma cuando se le cae el edificio. También imagino mi vejez recordando. Recordando esa juventud cuando añoraba ser viejo. Recordando esas camas, prados, sillones, árboles y gente que me sirvieron de escenario para verme canoso y arrugado, proyectado en mi letargo de caminar cansino, de mi respiración forzada, de mi chasquear de quijada y crujir de articulaciones. Voy a recordar mi juventud imaginándome viejo.

Espero con mucho optimismo tener un lugar mío. O de mi esposa, quizás, en donde aún quepa yo. En ese lugar, en su corazón y también en muchos de sus recuerdos. Ojalá ese lugarcito sea una finca clavada en una montaña, con vista a otras montañas, lejos del ruido y de la gente, porque presiento que el tiempo y los hechos me van a acercar más a los árboles y me van a alejar de las personas. Ojalá pase cerca una quebradita que me arrulle el pensamiento.

Me veo sentado, mi posición favorita en el universo, en una silla mecedora cuyo vaivén acompase el ritmo de la enfermedad que a esa edad me haga temblar. Quisiera un perro grande que se eche a mis pies. Igual de viejo y gruñón que yo, que le dé pereza correr. Que se deje acariciar inmutable y que no demuestre mucho cariño. Quisiera también un bastón macizo, que me lleve de la silla a la baranda de un balcón que me permita mirar el mundo que se  muere a mis pies. Porque cuando uno muere, todo muere con uno. Y que me lleve de la baranda a mi cama, a dormir muchas veces al día, con el anhelo hermoso de no volver a despertar. Quiero unas encías fuertes para cuando me falten los dientes y una pipa antigua camuflada en una mata que me recuerde a mi padre. Fumaría tabaco picado a escondidas, de a cuatro o cinco chupones por tarde, hasta que la tos me delate.

Quiero la compañía de alguien que no sienta mi ausencia. Que no resienta mis horas metido en mí mismo, jugando con las gafas bifocales, variando entre el paisaje a lo lejos con un cristal y la mariposa posada en mi brazo con el otro. Que no se asuste cuando hable sólo y que sepa que mi locura y mi amargura sólo hacen parte de mí. Alguien que con el tiempo, mucho tiempo, se acostumbre a mis estupideces y se ría de mis torpezas. Que mis hijos y nietos vengan a visitarme de vez en cuando para que me cuenten cómo es el mundo que han tragado con sus ojos y que yo les cuente cómo es el mundo que he tragado con mis vísceras.

Cuando sea viejo, quiero masticar todos los días mis remordimientos, mis resentimientos, las sensaciones rancias que se quedaron en mi paladar eternamente, mis dolores perpetuos, el arrepentimiento por lo que hice y por lo que no hice y hacer con todo eso un mazacote para bajarlo despacio con vino en sorbos pequeños, al son de música vieja que, quizás, sea esa música que escucho ahora.

Nací para ser viejo. Transcurro mis días esperando a que el cuerpo me avise que el momento llegó. Que me diga que la codiciada juventud se ha acabado del todo, que ni rastro queda de ella. Y entregarme así a lo único a lo que hemos venido al mundo, a esperar ese instante mágico en el que volveremos a ser lo que siempre hemos sido: Nada.


miércoles, 11 de septiembre de 2013

Atragantado.




Llevo un tiempo empezando varias veces un escrito que no pasa del segundo párrafo. Como lo reciente que cavilo y plasmo en letras, este texto que no avanza lo hago para drenar las aguas purulentas de mi psiquis que van contaminando todo mi ser. Pero hay algo en el medio que no me deja excretar toda esta maleficencia que llevo dentro desde hace un tiempo. Mucho tiempo.

En general, lo que se me atraviesa ahora cuando estoy escribiendo es todo lo que odio. Y lo que odio, siento, no está afuera. Lo llevo por dentro. Hasta mis globos oculares están llenos de eso, lo que sea, y todo lo veo picho. Soy justo ese tipo de persona que Paulo Coelho no recomienda: Tóxico, pesimista, negativo, procrastinador, amargado, rancio, hostil, hosco, aburrido y vengativo. Tan vengativo, que yo no recomiendo para nada a Paulo Coelho.

No es algo nuevo ni es la primera vez que me pasa. La diferencia es que ahora estoy atragantado. Antes, mi depresión fluía por entre los dedos y manchaba el teclado con tinta, lágrimas, sudor de fiebre, algún fluido proveniente de los pulmones y sangre de la nariz. Ahora, no. Ahora, todo queda atascado en un gesto agrio, de esos que impulsan las comisuras de los labios hacia abajo y juntan las muelas de arriba con las de abajo para hacer un ruido gutural parecido a un graznido. En eso han quedado mis letras. Casi que en una arcada profunda que no sirve para nada porque no sale nada.

Por fin he colapsado por dentro por acumular tanta oscuridad. He logrado tapar la alcantarilla de mi inspiración con la basura de mis odios y ahora me inundo. Me canso hasta sentado por andar engranando pensamientos corroídos por el óxido de la quietud y la apatía frente a todo, frente a todos. Tengo ya el gesto adusto antes de percibir el mundo y las fosas nasales infladas de escepticismo mientras escucho, mientras leo, mientras veo.

Quisiera matricularme en algún vicio para firmar de una vez por todas mi condena al fracaso. Pero recuerdo que el fracaso es mi vicio. Quizás ebrio no podría disfrutar del escrutinio riguroso que hago de mí mismo mientras me destrozo, porque el trago me duerme. La droga me da pereza. No me parece emocionante salirme de esta realidad que sin una pepa ya he vuelto surrealista. El cigarro sólo lograría hacer que todo eso que tengo amasado bajo mi garganta huela peor. Sólo los vicios modernos me abruman. Y me han cambiado las ventanas grandes por pantallas pequeñas.

Ando atorado, esperando ese abrazo furtivo por la espalda que me oprima fuerte y seco entre el esternón y el diafragma para que salga ese taco que no me deja expresar. Que ese golpe me saque de una vez por todas un par de lagrimitas y me devuelva el respirar pausado.

Mi espejo es cínico, por eso es indulgente y por eso es mi peor enemigo. He decidido una vez por sístole cambiar. Y una vez por diástole me he detenido, sin saber por qué. Las noches vuelven eternas, como aquellas noches frías de Buenos Aires de hace un par de años... quisiera aprovechar estas noches para escribir los versos más tristes como Neruda, pero mientras llega el alba, soy una sola sombra larga (ancha, mejor), como José Asunción.

Sigo sin poder avanzar más allá del segundo párrafo de mis odios. Sigo sin poder drenar mi bilis cuajada mientras me hincho. Sigo siendo el mismo idiota que patina intensamente en una sola baldosa. Sigo marchitando las hojas mientras las raíces se hunden muy profundo en un barro espeso.

Con el cursor titilando en ese punto inmóvil, creo, intuyo y supongo que es mejor así. Que quizás es oportuno dejar el párrafo allí, arrugar la hoja y empezar de nuevo. Creo, intuyo y supongo que debo sentir mis latidos en el sístole y seguir, avanzar, cambiar. Debo cambiar, decirlo tantas veces que se me olvide que lo estoy diciendo mientras cambio. Debo abrazarme, oprimir fuerte entre el esternón y el diafragma para expulsar eso, ese algo que me tiene lleno de nada. Debo pensar, creer y saber que mi alma podría. No que mi alma pudría.







martes, 23 de julio de 2013

Hoy amanecí cucaracha patas arriba.




Otra vez, hállome acá, perdido. Cada vez con más confusión y menos excusas. Con esa sensación de vacío que de tanto sentirla se ha convertido un cliché entre mis vísceras. Dejé quizás todo lo que creía que pretendía. Y lo dejé porque en el camino descubrí que no era lo que pretendía. Es más, descubrí que no pretendo nada. O que lo que pretendo, parece nada.

Robé por un tiempo la sensación de “ser alguien en la vida”, de tener ese reconocimiento de palmadas en la espalda que le hacen sentir a uno que está haciendo las cosas de maravilla, que alguien se siente orgulloso de uno, que uno puede llegar lejos, alto, ser importante, reconocido y trascendente. Sí, me paré en esa plataforma del éxito por unos instantes y me dio vértigo. Sólo sentía unas ganas inmensas de bajarme de allí para vomitar.

¿Y por qué? No sé. Tengo nociones. Sin duda, no soy bueno para asumir responsabilidades. Puedo hacer muchas cosas con gusto, excepto, si esa cosa es una responsabilidad. Estoy jodido. Para lo único que uno está en el mundo es para ser responsable. Esa es la clave del éxito, de la felicidad, de la estabilidad, de todo cuanto puede darnos un gramo de paz y tranquilidad en esta pelota viva verde y azul. Ser responsable es lo único que te pide la humanidad. Alguien te dice que tienes que responder por algo. Tú lo haces. Él o ella están satisfechos, si lo hiciste bien. Tú has cumplido. Así funciona este mundo. Para eso te contratan. Para eso naciste. Así eso de lo que tienes que ser responsable sea infinitamente perverso. Lo único malo es no ser responsable. Pragmatismo le llaman.

Acá nadie viene a hacer lo que se la da la gana. Eso es para forajidos, vagabundos, insurrectos, anarquistas, locos, enfermos, bobos o estúpidos. Cada cual viene a hacer lo que le toca. Todos nacemos con una misión, dicen. Hay una misión para cada ser humano que debe cumplir con toda atención, dedicación y sumisión. Así esa misión sea recogerle la caca a una celebridad o a la mascota de ésta. Esa es una linda misión. Quizás no por la mierda, pero sí por la celebridad. Esa misión está ligada a un destino y ese destino es lo que te hace una bella criatura de Dios, Alá, Buda, Jesús, Mahoma, Ra, Tor, Zeus o lo que sea.

Estoy condenado. Yo quiero hacer lo que se me dé la gana. No duermo bien. Nunca he dormido bien. No importa si he conciliado el sueño a las seis de la mañana, a las siete ya estoy increíblemente despierto asumiendo la culpa, la angustia y la desazón por querer hacer lo que se me da la gana. Estoy condenado. Nadie me va a contratar porque no asumo responsabilidades, porque no entiendo instrucciones y porque no obedezco órdenes. Y no porque sea un rebelde, no. Simplemente me da pereza. Me da pereza levantarme todos los días porque debo hacer algo, porque tengo que cumplir, porque tengo que “ser alguien en la vida”. Me da una mamera infinita ser alguien en la vida. No quiero ser nadie. No quiero ser nada. No quiero tener un nombre y cargar una cédula que me dice que soy de una nación a la que ni siquiera quiero porque la he aprendido a odiar todos los días, tres veces al día, viendo las malditas noticias. Sin embargo, me siento orgulloso de las personas que hacen bien las cosas por esa Patria que compartimos. Me emociono con sus logros y me alegra porque casi siempre triunfan lejos, en donde no tienen que sufrir la miseria que se vive acá todos los días. Han logrado huir y al mismo tiempo son referentes de éxito para otros más que quieren seguir sus pasos. Para ser alguien en la vida, lejos de esta “mala madre” como diría Fernando Vallejo. Esto no tiene lógica. Pero tampoco voy a asumir la responsabilidad de ser lógico.

No soy filósofo ni esta es una filosofía. Todo lo contrario. Es la ausencia de todo deseo por comprender el mundo, descifrarlo y encajar en él. Es justamente lo que lucho. Mi falta de interés por este mundo y su inercia de giros y elipses. Mi falta de interés por el prójimo, por ser mejor, por “ser alguien en la vida”. Soy un pábilo encendido en medio de una parafina que no se quiere derretir, que me tiene atrapado en este instante cósmico como la luz más oscura del universo.

Maldigo con toda mi fuerza la razón que me permite hacer estas reflexiones y sufrirlas, porque además calan en la conciencia que desde muy pequeño me enseñó a sentir culpa hasta por lo que no he hecho. “Pecado original”. ¿Qué es el pecado original? Nunca lo supe y no lo quiero averiguar ahora, pero si sé que la culpa es el soporte vivo de la responsabilidad. Ser irresponsable te hace culpable para tu conciencia y despreciable para los demás.

¿Loco? No, no estoy loco. Me lo he preguntado muchas veces frente al espejo casi siempre con lágrimas en los ojos y sólo puedo deducir que soy un idiota desesperado, pero no un loco. Sólo un pobre idiota que no encaja en este mundo de razones y motivos. Un lastimero que patea piedras y anda con un costal al hombro de dolor autoinfligido. Un imbécil que soporta la vida mirando el calendario todos los días para ver cuándo es que se acaba. Un estorbo, sí. Un estorbo para quienes tienen que soportar mis diatribas sin sentido quitando el tiempo que necesita cada uno para cumplir con sus responsabilidades. Para cumplir con su misión. Que van tan bien en ese rumbo de “ser alguien en la vida”.

Yo ya me he echado en el andén del indigente. No me mato las neuronas con nada porque ellas se matan solas, consumidas por la angustia de no saber cómo voy a vivir. Se matan solas contando los segundos de este reloj para atrás.

¡Bah! Hoy desperté cucaracha, acostado sobre el caparazón de las alas yertas que no me deja girar para levantarme.



jueves, 18 de julio de 2013

Un tipo extraño.




Ya encontré mis pies debajo de la cama. Me los voy a poner. Hoy me pondré los dos izquierdos. Es simpático verme girar sobre mi propio eje sin poder ir a ninguna parte. Ayer lo hice con los dos derechos pero no me gustó tanto. No me podía ver bien en el espejo girando en ese sentido. De vez en cuando me pongo uno de cada uno y salgo a caminar por ahí, como cualquier persona. Pero eso sí que me gusta menos. Cuando me los pongo al revés, la gente me mira raro, porque camino cascorvo.

No sé si soy un tipo extraño. No me puedo comparar con otros porque no hablo con nadie. Sólo me siento por ahí a mirar gente. Gente. Qué cosa rara es la gente. Toda es tan igual pero tan distinta. En términos generales, todos tienen más o menos lo mismo. Un rostro y en él un par de ojos y de orejas, una nariz y una boca. La nariz con dos huecos que les dicen fosas. Un par de brazos con sus manos, un par de piernas con sus pies. Una de cada uno. No se ponen los pies repetidos, como yo, para girar en su propio eje. Ellos van con los pies bien acomodados, andando para adelante, así no sepan para dónde van. A no ser que hayan caído en desgracia y les falte uno o los dos pies, o los tengan pero no les sirvan.

Me cuesta trabajo comprender su rutina y su intención. La mayoría madrugan, corren, se enlatan en los medios de transporte. Se les ve angustiados yendo de un lado para otro casi siempre con algo en la mano. Algo a lo que se aferran como si allí llevaran su vida. Corren en la mañana, al medio día y en la tarde. Corren todo el día para llegar a un lugar y a otro. Corren toda la vida para ser pobres. Miserablemente pobres. Eternamente pobres.

Progresar es salir de las latas del transporte público para montarse en su propia lata espaciosa. Para mirar desde allí, mucho más lento, como otros están allí, enlatados con los demás. Y son pobres. Ahora son "ellos", los pobres. "Llegaré más tarde, pero en mi propia lata".

Y al bajarse de esas latas, todos vuelven a sus pies ubicados correctamente, siguiendo hacia adelante, así no sepan para donde van. Unos pies se posan sobre las cabezas de otros como si fueran peldaños de escalera para llegar alto. Un alto que es encima, porque de nada sirve estar alto si no es para estar encima. Habilidad, astucia e inteligencia,  es lo que se necesita para llegar alto, para estar encima de los demás.

La gente es toda igual pero diferente. Las diferencias se luchan, se ganan, se reivindican y se mantienen durante siglos. A eso lo llaman cultura. Hasta que alguien abre los ojos y los demás le siguen. Hasta que ese alguien logra lo que quiere y oprime a los demás. Y a eso lo llaman civilización. Los de abajo sostienen a los de arriba y les rinden pleitesía. Se reverencia a quien lleva ropajes lujosos. Se desprecia al que escasamente puede vestir. Esa es la gente.

La riqueza se ostenta con soberbia y la pobreza se lleva con resentimiento. La gente ha creado un sistema para elegir a sus verdugos, a sus opresores, a sus amos. Le llaman democracia, dinastía, tradición. O simplemente gobernantes. La democracia, por ejemplo, vende sonrisas en carteles gigantes. Desde el cartel se ríen de la estupidez de la gente. Esa que saben manipular para pisotear cabezas para llegar alto, para estar encima. Esa gente que los elige cuando les ponen bien los pies para ir a las urnas a votar.

Lo que el mundo provee, ahora cuesta. La gente transforma el mundo y lo vende. A eso lo llaman mercado. No entiendo mucho de eso, porque no tengo con qué comprar el mundo que me venden. Sólo tengo mis pares de pies que yo mismo inventé.

Y la verdad prefiero ponerme mis pies repetidos, andar en círculos abriendo un hueco en la tierra con mis pasos. Los pies bien puestos sólo me sirven para salir a lugares para mirar esa miseria llamada gente. Los pies bien puestos me sacan de mi refugio, ese en el que ando en redondo para no cruzarme con la gente.

No sé si soy un tipo extraño. No hablo con nadie para saberlo. Sólo sé que cuando los veo me parezco a todos. Salvo cuando me pongo mis pies repetidos. No me gusta la gente. No la extraño ni me hace falta. Sólo la observo y me aflijo. Los veo en sus latas de ruedas o rieles apretujados para llegar a donde hay más gente. Para llegar a poner la cabeza de peldaño para que otro se suba. A mascullar el dolor, la rabia y la impotencia.

Gente, qué cosa rara. Viven bien unos, sobreviven apenas los otros. Todo está tan meticulosamente puesto en forma de pirámide. Todo está ubicado maravillosamente para que unos corran de madrugada apretujados en latas para llegar rápido a un lugar en donde servirán de peldaño para que otro llegue arriba en su lata espaciosa.

A la gente metida en una bolsa imaginaria le llaman sociedad. Y todos caminan con sus pies bien puestos para meterse allí, para respirar abriendo orificios en cualquier parte, codeándose entre la masa, con los ojos clavados en el piso, con el cuerpo esquivando pies.

¡Bah! Me quedaré acá con mis pies repetidos girando y girando. Marcando mi sendero, siendo un tipo extraño. Aunque no lo sé porque no he hablado con nadie. Pero no me gusta la gente y no me quiero meter en eso llamado sociedad. Entonces soy un tipo extraño ¿Y ahora en dónde puse mis pies repetidos?









jueves, 6 de junio de 2013

Un escrito aburrido.


Llevo mucho tiempo pensando en qué escribir. Este es el momento, prolongado por cierto, en el que no se me ocurre nada. Y ya he hecho ejercicios para escribir sobre nada, por lo tanto, ya no es original. Entonces, tendré que escribir por escribir para ver qué pasa.

En trances como este acuso a la musa de la inspiración, a la falta de tema, al tedio de mi vida. Y vuelvo a mi depresión, esa que enaltezco porque me inspira. Revuelvo con fuerza mi miseria para ver qué sale. Pero mi vida es de verdad tediosa en este instante. Sólo revuelvo el tedio. Qué aburrimiento.

Hacia afuera, veo la misma pared de oficina de hace mucho tiempo. Hacia dentro, me veo sentado en esa oficina sosteniéndome la cumbamba con las manos mirando esa puta pared. Siento que he convertido a la prudencia en la mordaza de mi creatividad. Pienso mucho, actúo poco, mido las consecuencias, pienso en el resultado... y me aburro. Me aburro insoportablemente, como se debe estar aburriendo usted leyendo esto.

Quisiera decirle que la cosa mejora. Pero no veo cómo. Quisiera decirle que no se vaya, que por favor me lea, que es la forma más bella de escuchar a alguien, pero no sé cómo retenerle. No puedo retenerme ni a mí mismo que sigo escribiendo por inercia viendo como brincan las teclas debajo de mis dedos.

Y escribo. Escribo este texto aburrido sólo por escribir. Para sentir que la pluma sigue caliente a pesar de que el alma está helada. Escribo para retarme, para sentir que aún puedo, que la inspiración no importa si uno ya se ha lanzado por el tobogán de las letras y que de alguna manera tendrá que llegar al final.

García Márquez hace unos años confesó un "paro de inspiración". Pero bueno, llevaba más de ochenta años con la musa trabajando a doble jornada. Merece el paro. Merece el descanso. Nos ha legado el realismo mágico que nos requiere ochenta años para disfrutarlo entero. Además es García Márquez. Yo confieso exceso de aburrimiento, ausencia de historias, taras mentales, miedo, confieso mi amada mediocridad que me echa horas a divagar entre la basura mientras me arrepiento simultáneamente de lo que estoy haciendo.

Acá es cuando recuerdo a Andrés Caicedo escribiendo sobre sus miedos y paranoias en sus "torcis", esperando a darle el pastorejo en la oreja a la vida para que se le fuera. Recuerdo en la lectura de "Qué viva la música" su genialidad prematura que lo atormentaba. El día en el que le publicaron su obra maestra la vida no le volvió más. Lo imagino frenético en las máquinas de escribir. Escribiendo por escribir, para ver qué le salía.

Quizás este sea uno de mis harakiris literarios. Una afrenta al lector para decirle con una malsana arrogancia que yo estoy acá para escribir y no para que me lea. Un intento por sacar la mano de naufrago para escribir cualquier cosa.

Perdón, perdón por aburrirlo si llegó hasta acá. Intentaré dejar de mirar esta pared, buscarme una historia, zafar el miedo y escribir algo por algo. Estaba desesperado porque llevo mucho tiempo sin escribir y escribí cualquier cosa. Este texto aburrido que no podría terminar mejor. Perdón.


domingo, 10 de febrero de 2013

Así ha empezado la carrera de un escribidor con la ilusión de ser escritor.




Con estas letras he empezado a construir mi ilusión de convertirme en escritor. Siempre le huí a este anhelo por miedo al fracaso, ese en el que ando inmerso y del que me siento orgulloso. Ese fracaso que además me ha inspirado tanto de lo que he escrito. 

Ángelita, mi esposa, ha organizado el corpus de los textos que mi padre cuidadosamente seleccionó para que conocieran el resplandor del papel. Pero en realidad, todo se lo debo a este humilde blog que un día abrí para compartir "Historia de un asesinato anunciado: Never Ríos Carrascal", mi primera publicación que ya circulaba en papel, y que me dio tanta alegría como pichón de las letras. Paradójicamente, fue un texto en extremo triste, por la trama que desnudaba. Ahora, Ángelita ha escrito el prólogo de lo que será mi primer libro. Ese libro que nace acá, en este blog. Y yo he jugado con una palabra que siempre me llamó la atención, "prolegómenos", porque nunca entendí su significado, hasta ahora que los he traído para iniciar mi aventura. Bueno, vuelvo al papel. Pero quiero agradecer a todos los que se han acercado a este anaquel a buscar mis escritos. A esos, hasta hoy 10 de febrero de 2013, 141 seguidores que han dejado su huella en el nombre de quiénes siguen mis letras un tanto desquiciadas. Gracias a todos ustedes. Y mi forma de agradecer, es permitiendo que todo mi libro repose acá. Por eso tomo el riesgo de menguar las ventas y no importa. Ustedes vinieron desinteresadamente. De la misma manera, todo lo que volará en papel, está acá ante sus ojos. Gracias de corazón a todos y todas. 

El libro saldrá al mercado a finales de marzo de este año. Entre tanto, les comparto el amor de mi esposa hecho prosa y mi amor por las letras hecho papel. Espero que lo disfruten. Este espacio seguirá llevando historias, cuentos, anécdotas, alegrías y tristezas cada vez que necesite desahogar mi alma. Como siempre lo he pedido, si alguna vez sienten que he dejado de escribir, por favor muevanme para ver si aún respiro. Una vez más, GRACIAS.


PRÓLOGO


La primera vez que hablé con Felipe, fue una tarde de diciembre en una conversación muda y fortuita. Ese día llegué más temprano a casa que de costumbre y me conecté, sin nada más que hacer, al hoy ya desaparecido Messenger. Allí, estaba esperándome el que unos añitos después sería mi esposo, y transcurrieron más de seis horas de anécdotas, coqueteos y risas. Ese día me hizo llegar un escrito muy suyo, muy íntimo, y con esa advertencia pospuse más de 20 días su lectura. Tenía miedo de lo que encontraría: tal vez el tipo lindo que me estaba figurando se me desvanecería; tal vez no quería ver su alma desnuda tan pronto.

Pero el día que leí por primera vez a Felipe, después de estar postergando una lectura indeseada y tardía, me di cuenta que no iba a poder dejar de leerlo. Porque su escritura es muy sincera; porque no hay adornos innecesarios, sino ingenio para decir lo que siente, piensa, cree y sabe; porque en cada escrito hay una migaja de sabiduría para la vida: de la que realmente sirve.

Y así me hice, como yo me considero, la máxima fan de Felipe, la número uno. Cuando me dice que ha escrito algo, yo quiero ser la primera en leerlo, para saber en qué formato ha escrito, qué faceta ha explorado, qué ocurrencia ha tenido. Porque este escritor tiene la ventaja de poder escribir prosa de muchas maneras: reflexionando, contando historias y anécdotas, o simplemente escupiendo dolor o llorando alegrías.

Todo eso lo ofrece este libro, ordenado en cuatro grandes partes: una primera, “Crónicas rojas”, en la que está el Felipe periodista que, sin nunca haber trabajado como reportero, se encontró con estas siete historias en las que no se buscan noticias, ni verdades, sino la conexión con el otro, su reconocimiento, poner de relieve las injusticias de nuestra ignorancia (algo muy propio del Autor).

La segunda parte, “Pensando ando…” trata sus reflexiones políticas, con críticas cáusticas en un país y en un mundo en el que se sueña en silencio pero no se lucha en voz alta.

La tercera sección, “¿Por qué a mí?”, compila algunas vivencias, explorando temas familiares e íntimos. Allí donde no existen certezas, donde el error se permite, el dolor se perdona, y la vida nos patea y nos soba las heridas.

El libro cierra con su “Poesía barata”, prosa de dolor y tristeza cuando el Felipe depresivo sale a flote. Noches en nuestra Buenos Aires querida, en donde la oscuridad es el refugio de las letras.

Ese es el libro que se lee. Pero hay otro libro no escrito detrás de éste y es el de cómo se decidió que los escritos del blog de Felipe se convirtieran en páginas de papel. La idea fue de Don Jaime, su papá, que con su dulzura e infinito amor, decidió regalarle esta edición. Con un trabajo juicioso y meticuloso, ordenó los escritos y seleccionó los que a su parecer eran los que mostraban mejor el talento de su hijo. Detrás de este libro también están su mamá, Doña Ayda, que todos los días ha sostenido a Felipe de la mano, regalándole siempre inspiración. Sus chochomil hermanos, unos en demasía amorosos, otros alcahuetas, otros regañetas, pero que al fin y al cabo, son el ancla que lo mantienen unido con el mundo. Finalmente, Nicolás,  el motivo, el impulso, la sonrisa.

Con esta filigrana de amor, Felipe siempre ha caído parado. Porque así se vea así mismo como un fracasado, hoy le da la bienvenida a este proyecto de lo que siempre ha debido ser: un escritor, o, como el mismo se autodenomina, un escribidor.

Ángela Navarrete Cruz
Ibagué, Colombia. Febrero de 2013



PROLEGÓMENOS DE UN SUEÑO QUE SALTÓ AL VACÍO


Esta es por fin, la compilación de mi obra. Esa frase suena arrogante y yo sueno viejo. Pero para matizar esto un poco, diré que no es el final de mi obra y que además, esta compilación no es la culminación de una exitosa carrera. Todo lo contrario. Este es apenas un sueño en ciernes saltando al vacío. Y el éxito no es el fin. Es la felicidad. Esa ha sido mi débil filosofía.

Además porque puedo ser muy masoquista. No creo que la felicidad sea posible, pero creo que siempre debemos buscarla. Esa es la constante y cruel utopía de la vida. Como un perro que persigue su cola, yo persigo mi sueño de ser un escritor. Y con esta lógica doméstica y simple, el día que alcance mi cola de ser escritor tendré dos sensaciones: Dolor, al sentir que lo que perseguía era una parte inherente de mí que nunca reconocí de verdad; y dos, al menos alegría, porque ya no estaré mareado dando vueltas y vueltas detrás de un sueño inalcanzable. Entonces, este es mi primer mordisco, tratando de dar cacería a esa maldita cola.

Mi padre, ese sujeto bajado de alguna nube rara al cual le cortaron sus alas de ángel para hacerlo humano, por lo bueno que es, decidió que no podía volver a su nube sin hacer algo por el menor y más pelotudo de sus hijos, es decir, yo. Por eso dedicó mañanas y tardes enteras a leer en soledad o pidiéndole a mi madre que le recitara lo que había en mi blog. Un blog, algo tan extraño para ellos y su época como que ahora uno se pueda acostar con la novia en la casa de los papás sin siquiera pedir permiso. Pero menos sacrílego.

Allí estuvo mi madre, preguntando día de por medio cómo era que se entraba a "ese tal block" porque Jaime "está como loco leyendo eso que usted escribe". Y allí estuvo mi padre, como una hormiga trabajando para sacar una edición de mis escritos. Seleccionó lo que más le gustó y en algunos casos, lo que menos le disgustó. De tajo sacó todo aquello que mostrara mi debilidad, mi depresión, mi falta de amor por la vida. E incluí esos textos de nuevo, explicándole que eso tan malo de mí, era lo mejor de mí. No entendió, pero comprendió. Y aceptó. Como siempre.

Publicar siempre me ha dado más miedo que emoción, lo debo confesar. Soy muy malo para soportar la crítica destructiva, la burla y la mala leche a la que uno se expone cuando expone lo que escribe. Y suelo reaccionar mal, con agresividad, a la defensiva, como si la cosa fuera conmigo y no con lo que escribo, porque no somos la misma cosa. Uno no es lo que expele, sino lo que retiene. Para eso es la piel.

Publicar pues, es un acto de desprendimiento, de algo que ya no es uno. Algo que toma vida, que se defiende sólo, que despliega pies y alas y que se vuelve tesoro o presa de la opinión. Eso no es uno. Eso es lo que uno produce. Hoy recuerdo a mi profesor de Teoría Política de la Maestría, un tipo buena gente de apellido Aguilar, quien contaba con una sonrisa disimulada cómo J.J. Rousseau vivía en el sentido exactamente contrario de como pensaba. Y sin embargo, el legado de Rousseau inspiró revoluciones, mientras sus hijos sufrían hambre por su abandono.

Por eso he tomado la decisión de apoyar el apoyo de mi padre. De dejar que mis escritos tomen su rumbo en papel, a donde no podré seguirlos ni controlarlos. Allí, a esa comarca en donde serán combustible para hogueras o adorno de bibliotecas. No lo sé. Nunca lo sabré. Y menos aún si no tomo el riesgo de que puedan volar.

Prometí hace algún tiempo publicar una novela y terminé publicando una oda tonta a la irresponsabilidad disfrazada de promesa rota. Ahora no tengo excusas. Ya tengo lo escrito, el patrocinador, la voluntad, el apoyo de un grupo de personas que confía en mí y el amor de una familia sin igual. No se diga más. Esta obra que ahora, si está leyendo esto, tiene en sus manos, es mi trabajo. Es la cola de perro que quiero alcanzar. Es la sensación de que estoy cumpliendo mi sueño. Un sueño que saltó al vacío, al que no se si le saldrán alas para volar o yunques para enterrarse en la tierra. Está en sus manos que sea lo que tenga que ser.

Gracias por leerme. Por haber creído en este tipo que se cree escritor. Y que no se ofenderá por lo que opine de lo que aquí está plasmado. Es su derecho, para eso pagó. Y mi deber es darle las gracias de corazón, con humildad, seguro de que lo que piense no es para mí, un ser humano limitado por su piel, sino para lo que he escrito. Este sueño publicado. Este sueño que saltó al vacío.

Andrés Felipe Giraldo López.
Ibagué, Colombia, febrero de 2013. 





miércoles, 16 de enero de 2013

El sol que moja.



Alargó el brazo izquierdo como siempre al caer la tarde, tirado en esa esquina plagada de peatones que salían del trabajo para la casa. Extendió los dedos sucios de uñas negras para que cayeran en su mano monedas de la caridad. Una gota gorda le pegó en la palma y sin dudar un segundo maldijo a la lluvia. Miró su mano salpicada y se quedó refunfuñando entre dientes, porque ahora le tocaría pararse a buscar refugio debajo del techo de un paradero de bus, en donde tendría que fajarse a muerte por un lugar con los demás indigentes de la zona, con los que ya tenía broncas.

Esperó un instante a que fuera sólo una gota de "lluvia aislada y pasajera", de esas que se inventan los meteorólogos cuando no saben en dónde ni a qué hora va a llover. Otra gota lo golpeó casi en el mismo lugar. Con la mano derecha limpió esa gota con rabia y ahora maldijo su vida. Miró al piso y lamentó su rebeldía alocada, las peleas con su madre, esa vez en la adolescencia, hace muchos años ya, en la que tiró la puerta con fuerza y juró no volver a casa, los días de vagancia, las noches de juerga, los mil vicios que se volvieron adicciones, su abandono, su dolor, el vacío que sentía cada despertar entre la contaminación, la dureza del piso y el ruido de la ciudad.

Una gota más en su mano abierta y sintió tristeza. Miro sus zapatos rotos y extrañó, sí. Extrañó a su madre, por supuesto, que luchó tanto por él y que le dio el cariño que pudo a pesar de que sonreía poco, porque la vida se le daba difícil. Extrañó su cama, que aunque dura, era más blanda que el suelo del andén. Extrañó su casa, que aunque humilde, al menos tenía techo que no debía pelear con nadie más. Extrañó su hogar, que eran su madre y él viendo una novela frente a un televisor viejo de mala señal.

Cayó la última gota antes de caminar presuroso para huir de la lluvia y pelear su refugio. Se preguntó, sin comprender, por qué nadie corría para resguardarse. Por qué nadie sacaba el paraguas ni se cubría la cabeza. Parecía que sólo le llovía a él. Pensó que su mala suerte, como en las caricaturas, incluía una nube propia posada en la cabeza. Levantó un poco la mirada para ver esa nube que mojaba su mano. Frente a sus ojos, el sol se escondía en el horizonte y dibujaba una silueta. Era la silueta de su madre llorando sobre él.

FIN.