La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 15 de diciembre de 2013

Me voy con tristeza porque me voy contento.




Una vez más estoy armando las maletas para irme de Colombia por un tiempo. Cuento con el privilegio maravilloso de poderme ir una vez más, esta vez por cuenta del mérito de mi esposa que se ha ganado un premio en esa maravillosa ruta del éxito. Y me lleva porque me he portado bien (carita feliz). Mientras enrollo medias y calzoncillos, pienso que de Colombia uno no se va. Uno huye. Uno huye de muchas cosas, pero sobre todo, huye del odio. Al menos yo.

Es muy jarto amanecer cada día y recoger el periódico como quien tiene que cambiar el pañal sucio de un hijo. Tratando de no ver y de no oler, pero amando al causante de la cagada. Así veo a Colombia. Así la siento. Sabe uno que la noticia del día generará una agria polémica de posiciones, argumentos y pontificados de unos y otros, incluido uno. Sabe uno que el país se va a polarizar con ferviente pasión a favor y en contra del tonto o la tonta del día, del que ese día le tocó figurar en primera plana por cuenta de la ruleta loca de las cosas extrañas que pasan acá. Somos fanáticos del odio y lo translucimos en cada oportunidad, generando empatías y antipatías con distintas personas todos los malditos días.

No puedo dejar de preguntarme ¿Por qué nací acá? Son esas dudas irresolutas que marcan el destino. Algunos ponen letreros un tanto ridículos en sus vehículos o en el muro del facebook que resaltan en amarillo, azul y rojo "yo no elegí nacer en Colombia, simplemente tuve suerte". ¿Suerte? ¿Cuál suerte? Mala suerte será.

Colombia es un país en el que apenas se sobrevive. Para criticarlo nunca sé por dónde empezar. Primero, porque hay mucho material de dónde agarrarse y las ideas van llegando en tropel y desordenadas, y segundo, porque además criticar es un ejercicio peligroso y deplorable en un país en el que emerge de vez en cuando un nacionalismo estúpido y nostálgico que se realza cada vez que un deportista logra algún triunfo, usualmente, lejos de esta Patria. O cuando juega la selección Colombia de fútbol, que es lo más cercano que tenemos a un vestigio de identidad nacional.

Colombia es un país hobessiano: "El hombre es lobo para el hombre". Aunque creo que es injusto darle ese calificativo a los lobos. En realidad, en Colombia el hombre es hombre para el hombre y para la mujer. Somos un país de machitos y machistas en el que constantemente nos estamos mostrando los dientes y retándonos para ver quién la tiene más grande. En el estadio, en el tráfico, en la fila, en la rumba, en el pupitre, en la oficina... en todas partes, hombres y mujeres.

Vivimos en un país en el que un Procurador General de la Nación, que debería proteger los derechos de la diversidad, el reconocimiento y la tolerancia en un país que constitucionalmente se reconoce como "pluricultural y multiétnico", es el adalid principal del catolicismo radical, recalcitrante, excluyente, discriminador y subyugante. Y es reelecto por un Senado corrupto, con el que previamente se ha intercambiado favores burocráticos, en el que algunos senadores sufren de amnesia temporal de su discurso diverso y liberal mientras lo reeligen y le pasan hojitas de vida de sus calanchines electorales. Pero esta es sólo una perla de un collar largo.

Colombia se precia de tener unos paisajes hermosos. Y es cierto, los tiene. Pero salir a ellos es tomar riesgos que pueden ser al menos lamentables. En Colombia lo público tiene dueños particulares, clandestinos y muy peligrosos. No es raro caminar por un sendero cualquiera para que algún matón uniformado, regular o irregular, salga de un matorral y le diga a uno que "no se puede caminar por ahí", que "es peligroso", que uno "se debe movilizar por su cuenta y riesgo". Esto, en el mejor de los casos. En el peor, los pueden dejar tendidos ahí mismo masacrados, como les pasó a Margarita Gómez y Mateo Matamala en Córdoba en enero de 2011 y a millares más que no son tan relevantes porque no estudiaban en la Universidad de los Andes. Tenemos unos paisajes hermosos sembrados de minas por todas partes. Ni siquiera los niños de las veredas pueden ir a estudiar tranquilos o ayudar a sus padres con las cosechas porque en cualquier momento su pie puede pisar uno de estos artefactos. Si tienen suerte, la suerte de ser colombianos, morirán en el acto. Si no, vivirán toda su vida lisiados, excluidos, relegados a la mendicidad y a la caridad pública en un país en donde el Estado tiene una política muy precaria para las personas con discapacidad, la infraestructura es absolutamente hostil y el ciudadano común no tiene ningún reato de conciencia al parquear su vehículo en los espacios destinados exclusivamente para ellos u ocupar sus sillas en los transportes públicos haciéndose los dormidos.

En Colombia ser "vivo" no es esa sensación de plenitud que nos permite disfrutar a rabiar el entorno. No es la complacencia por estar rodeado de aire, naturaleza, bienestar y congéneres que hacen de la vida algo más agradable. No. En Colombia ser "vivo" es esa mezquina capacidad que se tiene para engañar al otro, para burlar la ley, para regodearse en las mieles de la impunidad con todo cinismo. Eso es ser "vivo". Ser pícaro y astuto.

"Cultura ciudadana" es un término incómodo, contrario al "folclore" que nos permite hacer lo que se nos da la gana. Poner la música a todo volumen en la madrugada de un miércoles o hacer disparos al aire en estado de ebriedad, por ejemplo, es parte del folclore de nuestras regiones. El amargado es el que se indispone y reclama por eso, aludiendo términos tan extraños como respeto o convivencia. Ese es un rarito, un problemático, un insensato que se opone a la felicidad de la gente en un país en el que nos preciamos de ser felices, en donde la felicidad no es un asunto de condiciones de dignidad sino de "folclore". Ese folclore exacerbado hasta la saciedad por Dago García y Harold Trompetero en una saga de pésimas películas que desnudan lo más ramplón de la colombianidad y que pretenden que nos riamos de ello para ser más felices.

En mi país los valores se han invertido. La filosofía del trabajo duro y honesto para construir un patrimonio sólido y honrado es para los "bobos". Y los "bobos" son esos que trabajan de sol a sol, no roban, no matan y no humillan a nadie para lograr sus objetivos. Esos son los bobos de mi país. Es mejor ser vivo, conseguir mucho dinero en muy poco tiempo sin importar cuáles sean los medios para ello. Así toque robar, matar y humillar. Especialmente humillar. Los asesinos y ladrones son expertos en humillar a sus víctimas, pero, cuando por fin son capturados, salen ante las cámaras de los medios de comunicación como si fueran monaguillos consagrados que acabaran de recibir la primera comunión.

Y ni hablar de "la gente de bien", una caterva de fanáticos camanduleros pegados aún a la Biblia que ven con buenos ojos que las diferencias sean extirpadas a bala, por la fuerza implacable de ese Dios castigador y justiciero del antiguo testamento, que sonríen en las misas después de las masacres y se reúnen en clubes lujosos a puerta cerrada para instigar nuevas limpiezas de impíos, herejes y pobres, esos seres tan despreciables que invaden fincas en el campo y arruinan la vista en las ciudades.

Y el Estado, tan lleno culturalmente de "gente de bien", ha anquilosado un sistema feudal durante más de doscientos años de legado colonial, de castas y estirpes de propietarios y gobernantes, que dan a los pobres migajas, casitas miserables y subsidios que los hacen (a los pobres) dependientes e inútiles. Además, la educación en Colombia es una de las peores del mundo. Maleducados y felices, así se construyen los bobos y los sumisos. Y el Estado sabe fabricar bobos. Pero no esos bobos que son bobos por honestos. De los bobos que son bobos por conformes. De otra manera no los podría someter.

Ah, y los revolucionarios. Qué tristeza inmunda de revolucionarios. Marxistas de pacotilla ostentando Rólex, Harleys y yates mientras negocian en Cuba con el Gobierno su entrada al mundo de la política, el más podrido del sistema. No vale la pena hablar de los revolucionarios. No son revolucionarios. No son nada. Nada bueno.

Siento una profunda tristeza de irme contento. Me duele huir con una sonrisa tan amplia que las comisuras de mis labios limitan con mis orejas. Me duele irme feliz por huir una vez más de este espacio maldito impregnado de odio. Me duele sentirme apátrida y que no me importe. Me duele vivir mirando el mapamundi para imaginarme en lugares distintos del país que me vio nacer, por el que mi padre luchó tanto y en el que mi hijo está creciendo a pesar de todo. En Colombia tengo todos los lazos afectivos de las personas que me rodean. Familia y amigos. Pero no soporto el ambiente enrarecido que absorbe como un sifón la energía vital.

Cada mañana me levanto, me asomo a la ventana y este país de mierda sigue allí. Sigue allí como un espejo en el que me reflejo. Reflejo mis frustraciones, mis defectos, mi incapacidad y por supuesto, reflejo mi odio. No soy más que esto. Soy parte de esto. Un ser amargo, gruñón e inútil que sólo sabe criticar, que se vive mordiendo la lengua envenenada y maldiciendo cada día por estar acá. Pues bien, irme me hace bien. Cambiar la ventana quizás me cambie también el espejo. Sé que cada lugar tiene sus problemas, su gente idiota y sus gobernantes abusivos. Lo sé. La diferencia es que conocer no me duele. Que no tengo lazos afectivos que me generen tanto dolor y que mientras descubro cómo funciona el sistema mi ingenuidad me permitirá ser feliz por un tiempo.

Me voy triste de irme contento y con la angustia profunda de saber que tengo que volver, quizás porque deba, quizás porque quiera. Porque el amor que se siente por este país es irracional y atrae como un imán. Porque acá nunca se agota la sensación de que se puede hacer algo, porque todos los días se toca fondo y es difícil estar peor. Entonces vive uno así, como un péndulo que se va y vuelve, un péndulo que oscila como un niño, entre las lágrimas y las sonrisas, entre la lejanía y la cercanía, entre el odio y el amor.