La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

lunes, 22 de septiembre de 2014

Carta para mis amigos deprimidos. (Esto incluye a mi yo, mi ello y mi súperyo)






Cualquier lugar en cualquier tiempo, qué más da.



Queridos amigos y amigas deprimidos:


La depresión es un estado natural del ser humano. Es decir, soportar al mundo y sus demonios no es tarea fácil. Por eso al sentirnos abrumados por los avatares de la vida es normal que los sentimientos que se anidan en nuestra alma, corazón y mente no sean los más alegres. Por el contrario, son la tristeza, la confusión, el desasosiego, la rabia, la impotencia, la nostalgia y la melancolía huéspedes frecuentes de nuestros días.

Esta carta, tristemente, no es para sugerirles que abandonen todos estos sentimientos para que el optimismo los colme de repente y así, de ahora en adelante, sea la felicidad el único sentimiento que invada su ser. No puedo. No podría hacerlo. Estoy deprimido. Y cuando eso pasa, este tipo de recomendaciones no serían más que imposturas forzadas y mentirosas escondidas detrás de una sonrisa fingida.

De hecho, no me sirven los libros de autoayuda que me deprimen al ver lo fácil, práctico y divertido que es ser feliz y yo no puedo. Como quisiera ser Coelho, Choprá, Riso u Osho para incubar tanta felicidad con mis letras. Pero ese no es mi talento. Yo me he especializado en revolcarme en la tristeza como un marrano en un lodazal. Y como un marrano en un lodazal, confieso que esto me divierte.

He aprendido a vivir con la depresión. Lejos de huirle y pretender que la puedo aniquilar en vicios o huir de ella en escapes eternos, me he sentado largas horas a conversar con ella. Algunas veces disfrutamos discusiones distendidas, amenas y tranquilas. Otras veces nos tranzamos en peleas ríspidas, emotivas y dolorosas. Y después de estas charlas o agarrones, he aprendido que la depresión le permite a uno conocerse, comprenderse, valorarse, retarse y perdonarse. La depresión puede ser un huracán de autodestrucción o un impulso magnífico para enfrentar la vida.

Los depresivos tenemos esa tendencia a convertir a los sentidos en radares de dolor. Eso nos hace sensibles y por supuesto, perceptivos. Es allí cuando la depresión puede jugar a favor de la felicidad, así suene paradójico. La sensibilidad es creativa y cuando los poros de la percepción se abren, se pueden llenar de muchos grises y oscuros, pero también de colores.

Mi vocación es escribir. No sé si sea mi talento y no me preocupa averiguarlo. Debo reconocer que la depresión ha sido un motor magnífico para mi mente, mi alma y mis dedos. La tristeza tiene palabras variopintas, prosas desaforadas, cadencia, ritmo, locura, romanticismo y muchos matices. La tristeza tiene todo porque es profundamente humana. Y es en la depresión en donde he logrado canalizar esa mezcla de lágrimas, mocos y tinta para plasmar ideas, sentimientos y pensamientos que al final son mi obra. Y esa obra al final es el cemento de mi carácter, de mi historia y de mi vida. Cuando al final leo eso que escribí es cuando entonces reconstruyo mi carácter, mi historia y mi vida.

Por eso creo que la depresión no es mala per se. Mucho menos si la realidad que nos circunda es tan deprimente y no la podemos evadir montados en una nube. La depresión puede ser fantástica si hacemos de ella un motor de creatividad, de sensibilidad y de percepción. Y por lo tanto, sin darnos cuenta, se desvanece y se difumina en momentos de tristeza capitalizados en pequeños destellos de lucidez, de arte. Y ese arte al final será nuestra satisfacción, pequeños momentos de felicidad.

No podemos darle el gusto a la depresión para que sea nuestra ruina. Eso es lo que más desea. Por el contrario, la consciencia sobre esos sentimientos agobiantes debe motivar reflexiones y acciones que nos lleven a hacer de estos trances difíciles canales de expresión. No tenemos por qué trasegar por el mundo con la depresión como un costal como si fuésemos mendigos de cariño o aceptación. Pero es necesario sentir, sentir con intensidad y con valor, porque la depresión hay que enfrentarla en estos duelos magníficos en donde las espadas se cambian por vino tibio y pensamiento frío.

Hay que darle alas a la tristeza sin miedo, llevarla hasta una almohada y dejarla pintada en la funda con todo lo que sale del fondo del alma cuando lloramos con ganas. Pero no nos podemos ahogar en ese charco que parece el mar. La depresión nos reta y no podemos ser inferiores a sus desafíos porque no se nos puede llevar la vida. Porque la vida es lo único que tenemos realmente, ese instante cósmico fugaz, finito, tenue e imperceptible en la inmensidad del Universo. Y es todo lo que somos. Nuestra vida es valiosa porque nos pertenece, porque nos permite ser parte de un algo indefinido a lo que le vamos dando sentido atados a esta pelota verde, azul y gris llamada Tierra que viaja por el espacio mientras nos extinguimos.

Por eso la depresión no debe quitarle valor a la vida de ninguna manera, menos a la propia. Vivir es el desafío hermoso de saber cuántas batallas he ganado hoy, cuántas heridas me quedaron en el combate, a cuántos demonios derroté y cuánta inspiración dejé en el camino. Por eso la depresión no debe ser un estanque de amargura. Debe ser un río de cauce amplio, profundo, con muchas curvas, subidas y bajadas cuyo recorrido nos debe afianzar el carácter y fortalecer el criterio para poder enfrentar eso que a veces se nos torna insoportable.

Por eso mi llamado, queridos amigos y amigas deprimidos, es para que tengan el valor de enfrentar la depresión con las armas que les da su vocación. Que hagan de las lágrimas tinta para escribir o pintar, del dolor contenido dentro, fuerza de interpretación que lleven a las tablas de un teatro con todo el dramatismo que le puedan dar, que la rabia quede plasmada en tomas magníficas de una cámara fotográfica o de video que recoja las sensaciones por las que no se han dejado vencer.

El arte, amigos y amigas, el arte es la respuesta. La historia sublime de la humanidad se ha construido sobre la tristeza que los héroes han superado. Allí están sus gestas plasmadas o escritas, quizás con otros personajes, pero gracias a la pluma o el pincel de quien lucha por remar contra la corriente. El espíritu se edifica con base en la interacción humana de sentimientos y sensaciones. Nuestra condición humana nos hace presas fáciles de la tristeza. Los sentidos nos sirven para comprender que al final no podemos entender al mundo y sus injusticias. Y eso nos deprime. Pero si somos capaces de cambiar todos esos sentimientos destructivos y autodestructivos por arte, tendremos un mundo más colorido, más diverso, más respetuoso que reconozca la diferencia como parte inherente de compartir este espacio y este tiempo del que no nos podemos salir, y así quizás, vayamos aniquilando las razones objetivas de la depresión. Porque ver esas luchas internas representadas en el arte son un bálsamo magnífico para cambiar lo que nos agobia en lo que nos hace sentir orgullosos. Y el arte no tiene límites porque es imaginación. Y la imaginación no tiene límites. Cuando la imaginación se expande en el arte, se contrae en la depresión.

Deprimida y creativamente,


ANDRÉS FELIPE GIRALDO L.



viernes, 12 de septiembre de 2014

A veces me abandono.





Algunas veces me dejo, me abandono, como si ya no me importara. En un estado catatónico puedo sentir hasta mis pulsaciones más débiles. Desvanezco ante el espejo al que solo le queda el vaho de mi aliento. Y ahí voy languideciendo entre pensamientos lúgubres y rimas forzadas con todas esas palabras que me encantan: Nostalgia, melancolía, anhelo y añoranza.

Aveces me tumbo en cualquier superficie horizontal, ojalá mullida, y me quedo tirado boca arriba solo para percibir la insignificancia de lo que soy comparado con todo lo que me rodea. No me menosprecio, no. Por el contrario, creo que los sentidos me hacen poderoso porque puedo notar todo lo que me falta. Me importa tan poco la trascendencia y me aferro tanto a la contemplación.

Mi espíritu se alimenta de imágenes y del collage que hago con ellas en mi mente. El sentido, la coherencia, la congruencia y todas esas cosas son solo caracoles aburridos. La lógica me provoca un tedio infinito. Divagar es la forma más fácil de volar, de dejarse llevar por el viento como quiera soplar. Y me abandono. Me abandono al aire, a la melodía, al aroma, a la textura, a las palabras y a las letras que quieren jugar como sea, como caigan, como se les dé la gana.

Ahí en cualquier parte, me echo y quedo babeando. Escribo estupideces solo para dejar un rastro de papel, para saber que me perdí en algún lugar, en algún recuerdo, en algún momento triste agazapado en una esquina. Solo mis dedos se mueven, lento y sin orden, plasmando cosas, regando tinta, botando torpes la copa de vino sobre el regazo. Y me quedo horas mirando esa mancha. Encontrándole una historia.

Me encanta la inercia del tiempo que saca al sol por el oriente y lo oculta por el occidente. Y más me gusta la inercia que pone a viajar a las estrellas por el firmamento hasta que las mete detrás de alguna montaña como quien esconde mugre debajo del tapete. Me encanta el vaivén de las olas, más cuando el mar embravece y me revuelca contra el mundo. Me encanta la fuerza del viento, más si el aire me congela las mejillas. Los olores le quitan a uno los ojos, porque no se necesitan.

Adoro ser un simple recipiente de sensaciones. Vivo apenas para abandonarme. Para que no me importe nada más. Y ya.






martes, 20 de mayo de 2014

El Fantasma de Antanas.

(Fotografía tomada de Internet)

Hace cuatro años por esta época, mi esperanza por un país mejor estaba renovada. Aunque estaba lejos, en Buenos Aires - Argentina, logré ubicar por vía de redes sociales a más entusiasmados como yo para sentir eso que se llama Patria y vivirlo, como si uno le hubiese arrancado un pedazo de tierra a su país para llevárselo en la maleta. Compré mi camiseta de la Ola Verde, muy estrechita para los 95 Kilos que me empezaban a pesar, y fui a un par de reuniones para escuchar sobre planes y propuestas. Las reuniones me aburrieron pronto. La política tiene una particularidad entre los anónimos y es que súbitamente los convierte en líderes espontáneos. Solo hay que darle un megáfono a un idiota con un par de ideas para que esta mezcla de popularidad haga explosión en su cabecita y se vista de héroe. Pues bien, la Ola Verde no fue la excepción en Buenos Aires y preferí volver a la comodidad de mi casa y las redes sociales.

Poco antes de la consulta del Partido Verde escribí un texto que se llamó ¿Por qué votaría por Mockus? que sin preverlo tomó una fuerza que recorrió el mundo. Pronto me llegaron respuestas a favor y en contra desde Estados Unidos, Suiza, Japón, Alemania, Argentina, Ecuador y cuatro o cinco países más que no recuerdo y por supuesto, de Colombia. Me entusiasmé, milité desde la virtualidad gratis, diciendo para mis adentros "yo apoyo porque quiero, a mí no me pagaron" y sin descanso me ubiqué en la cresta de la Ola Verde en el lugar en dónde siempre estuvo: El mundo virtual. La realidad era otra y el 30 de mayo me daría cuenta.

Recuerdo esa noche otoñal del 30 de mayo de 2010 saliendo de un espectáculo maravilloso. Era Quidam, del Circo del Sol, algo que nunca había visto y dudo volver a ver. Magia pura de humanos sobrehumanos. Acucioso busqué una conexión a internet para que el júbilo del triunfo se apoderara de mí. Suponía, como indicaban las encuestas, las malditas e imprecisas encuestas, que Mockus estaría un poco arriba o un poco por debajo de Santos para dar el zarpazo del triunfo en la segunda vuelta. Pues no. La esperanza murió de un disparo en la cabeza. Los porcentajes inclinados claramente a favor de Santos solo eran el preludio de una debacle en segunda vuelta que solo fue de trámite. La puerca realidad de la política colombiana había barrido las ilusiones virtuales. Era obvio, no se pueden repartir tamales por internet y el pragmatismo una vez más derrotó al idealismo. Pero el sabor de la ilusión quedó ahí, y el símbolo también. Mockus perdió, pero su barba color ceniza sin bigote, su peinado de meme y sus gafas clásicas se convirtieron en el faro de la esperanza.

Pero los peros llegaron. El siguiente reto electoral para Antanas vendría en 2011, en las elecciones a la Alcaldía de Bogotá. Los movimientos de Mockus fueron observados con expectativa por los rezagos de una Ola Verde que paulatinamente se fue retirando al tedio de su rutina y al baúl de la resignación. Peñalosa hizo lo previsible. Se alió con Álvaro Uribe, la antítesis de los seguidores de Mockus y la representación viva de todo lo que no se debe hacer en política. Se rindió con toda pleitesía y sin ninguna vergüenza a los pies del patrón creyendo que con su apoyo sería invencible y que por fin, después de una seguidilla de derrotas, sería otra vez Alcalde de Bogotá. Mockus, traicionado y decepcionado, empezó a dar bandazos de un lado a otro. Y aún no se detiene. Renunció al Partido Verde. Hasta ahí respondía a la lógica de un hombre íntegro y coherente. Muchos tuvimos la ilusión de que él alzaría sus propias banderas vestidas de Visionarios o simplemente de Mockusianos para alcanzar la Alcaldía, pero su viraje fue imprevisible, triste, lastimero, incomprensible y políticamente suicida. 

Mockus decidió sumarse, como un gregario más, a la campaña de Gina Parody. Sí, Gina Parody, una yupi con aires de hipster que tuvo la genial idea de descubrir que el uribismo estaba podrido cuando ya hacía parte del Partido de la U, cuando esa U era de Uribe. Renunció al Senado para, propio de su esnobismo natural, ir a estudiar Bogotá a Boston. Sí, es extraño pero ella misma lo dijo: "Me fui a Boston para estudiar a Bogotá". ¿Cómo? ¿No era más fácil estudiar a Bogotá en Bogotá? No, para ella se conoce mejor Bogotá desde Boston. Mockus le apostó a esa campaña inerte y logró reducir los más de 3 millones de la Ola Verde a un simple charquito lleno de sapos de apenas poco más de 300 mil. 300 mil votos recaudados en "Il Pomerigio", el Parque de la 93 y la comunidad de diseñadores que tiene Gina para sus gafas. Y bueno, Peñalosa y Parody fueron derrotados por Petro. Pero esa es otra historia.

Desde ese momento Antanas Mockus es un fantasma. Aparece de vez en cuando a decir alguna incoherencia y se vuelve a ocultar en las ruinas de su imagen. Todo lo ve con una candidez mágica. Ve bondad hasta en Santos, a pesar de que no cumplió la mayoría de sus promesas de campaña, las que le dijo en la carota a Mockus, como que no subiría los impuestos y que lo escribiría en mármol.  

Sus declaraciones son ambiguas, débiles de argumentos, con un lenguaje que se asemeja más al de un gurú de autoayuda de la India que al de un político activo. Siempre había sido enredado y había que digerirlo para entenderlo. Pero ahora viste sus palabras de sofismas como "apoyo desde la radical independencia". Será desde la radical soledad. La soledad del poeta, el loco o el romántico. Dice que va a trabajar por la paz, pero no desde el Senado, pero no desde la política, pero no desde los partidos, pero no desde ninguna parte. Pero lo va a hacer. Cómo y cuándo, no sabemos, pero él dice que lo va a hacer. Dice que Santos lo hizo mejor de lo que él lo hubiera hecho. ¿Que qué? Uno solo se coge la cabeza y piensa: "¿Cómo es posible que Antanas diga estos disparates? ¿Qué es lo tan bueno que ha hecho Santos como para pensar que lo hubiera hecho mejor que él? ¿Iniciar un proceso débil con unos manipuladores y mentirosos que en cualquier momento lo dejan viendo un chispero como a Pastrana? ¿Arrasar el campo con TLC´s contra los que los campesinos colombianos no pueden competir y que los tiene protestando mientras la Fuerza Pública los levanta a bolillo? ¿Olvidar que es Presidente y trenzarse en una nueva campaña politiquera plagada de polarización y odio dando la talla de la suciedad de sus oponentes que antes eran sus mentores y aliados?". Esos aliados que derrotaron a Mockus. 

No está mal que Mockus sea un mal político. Finalmente su mayor mérito como político es ser un mal político. Los buenos políticos en Colombia tienen sumido al país en el caos institucional, la corrupción administrativa y la polarización violenta. Pero entonces le queda a uno la duda ¿Será que Antanas tiene razón? ¿Hubiéramos elegido un Gobierno peor que este con él? Y, tristemente, termina uno sintiendo un alivio siniestro.

Hace cuatro años Mockus era la esperanza. Sí, la esperanza hecha candidato. Por esta época la ilusión corría por las venas como un torrente de futuro. Hace cuatro años había por quién votar y uno creía que más allá de unas elecciones el liderazgo podría reconstruir una política más depurada, más incluyente, menos electorera y más ideológica. Pero Mockus se diluyó, como el espectro de un fantasma. Ahora no es más que la sombra larga del poema de José Asunción Silva. Mockus sigue siendo su esencia: Un tipo honesto, crédulo y bueno. Pero delira si cree que Santos ha sido un buen Presidente. Y deliramos todos sus seguidores si de verdad él iba a hacer un peor gobierno que el de Santos. Que poca fe se tenía Mockus. Parece que la política en Colombia aniquila hasta la fe en uno mismo. Y eso pasó con Mockus. Antanas ya no cree en Mockus. Balbucea detrás de bambalinas apoyos intrascendentes. Se esconde en escenarios vacuos y sin peso en donde sus palabras ya no son fuerza moldeadora. Quizás sirvan para manuales de conducta de monjes sin aspiraciones.

Hoy, cuando las elecciones se disputan en medio de lo más puerco de la política, en donde un Uribe desesperado fuerza a su marioneta hasta los límites de la ley para atacar con su tradicional estilo criminal y el Presidente-Candidato tiene a todo vapor a sus locomotoras clientelistas y burocráticas para aferrarse al poder, extraño al buen Antanas. Ese que ya no existe. Ese que pasó a un retiro activo que roza con lo patético. Hoy la "esperanza" se disfraza de una izquierda dividida hasta casi su extinción política y de un Peñalosa experto en derrotas que ha armado un equipo para sumar una derrota más, lejos de Uribe y lejos de Santos, porque ninguno de los dos lo quiere, porque ninguno de los dos lo necesita. No porque él no quisiera unírseles.

Hace cuatro años milité en la Ola Verde desde el exilio. Hoy milito en la absoluta desesperanza desde el exilio. Antes al sur, ahora al norte. Miro desde la distancia la realidad planeando mi nueva huida y marcando los días en el calendario que me devolverán a Colombia en poco tiempo. Para volver al mismo país iluso que se murió ese 30 de mayo de 2010 y que anheló seguir el sendero de un hombre bueno. Hoy ese hombre bueno es un fantasma en el exilio de su propia casa, de sus propios miedos, de su propia esperanza que ahora es delirio. Antanas Mockus hoy es un espectro que se diluye en el lodazal de la política colombiana. Antanas es el nuevo Gasparín, un fantasmita amistoso, inofensivo y tierno que vive en las ruinas de la democracia.

domingo, 23 de marzo de 2014

¿Cuánto mide la tristeza?


(Foto tomada de internet)

No podría empezar mejor algo que no puede ser peor. Estoy llorando, sí. Y no lo hago para producir lástima. Odio la lástima. Lloro porque estoy triste. Así de simple. La tristeza es el estado líquido del alma y por eso se escurre por los ojos.

¿Razones? Muchas o pocas, claras u oscuras. No lo sé. Solo estoy triste porque estoy triste y ya. Así como aveces estoy alegre porque estoy alegre y ya. Sin razones. Estoy triste porque la tristeza no solo me arranca lágrimas. También me arranca letras. Y no quiero hacer ahora un inventario cargado de historias con un final desafortunado. No. Porque esas historias me inspiran otras cosas. Me inspiran historias.

Tengo tristeza por las historias que aún no concluyen, que van y vienen, que me arrancan suspiros profundos de incertidumbre, frustraciones y fracasos enredados en laberintos a los cuales no les encuentro la salida. Y yo no soy de esos luchadores que ante los obstáculos busca una garrocha para saltarlo. No. Yo me quedo mirándolo, casi que lo admiro, lo palpo, lo disfruto y si el tiempo no me afana, me tomo un café con él. Yo soy de esos que ante las adversidades se desespera y llora. No soy de esos osados que andan por la vida sorteando el día a día con una entereza envidiable ni de los que superan todo por más difícil que sea. No, yo no soy así. Yo me pongo triste y lloro. Y espero que vengan a buscarme mientras me quedo sentado secretando mocos y lágrimas para que me saquen de ese laberinto con un abrazo o con una patada en el culo. No importa. Yo lloro y espero mientras desespero. Así soy.

Ya no estoy llorando más. Pero sigo triste. Creo que las lágrimas paran porque escribir llorando es muy cansón. La letra se distorsiona, el moco fluye y si es profuso cae sobre el teclado. Por eso no lloro más. Pero sigo triste. Y es que la tristeza me regala unas palabras hermosas. Por ejemplo, nostalgia, melancolía, vacío, desasosiego, desazón, frenesí, cabizbajo, ausencia, dolor, recuerdo... en fin, la tristeza trae su propio diccionario que es sublime. Un triste que no escriba está desaprovechando una oportunidad maravillosa para hacer poesía en rima y prosa. Entonces, si es para escribir, la tristeza me pone contento.

La tristeza vive en todos los tiempos. En el pasado le llamamos nostalgia. En el pasado que no fue, le llamamos melancolía. En el presente se llama tristeza, a secas, sin adornos. Y en el futuro puede ser anhelo o añoranza, depende si viene de la nostalgia o de la melancolía. La tristeza es inherente a la vida. Nacemos con dolor, vivimos con dolor y morimos con dolor. Eso es triste. No es lo único, es verdad, pero para mí la tristeza es lo más importante. Me inspira, pone mis sentidos al servicio de los sentimientos y castiga a la razón sin misericordia. La tristeza es un sentimiento puro, sin ambigüedades. El sufrimiento es un continuum interrumpido eventualmente por una alegría. No en todas las vidas, pero al menos en la mía, que es la única que conozco al menos cuando estoy despierto.

La tristeza es la certeza de la muerte. La certeza del abandono sobre todo esto conocido. El abandono de nuestro cuerpo, nuestros afectos, la materia que nos rodea. Y la muerte es una constante en mi pensamiento. Creo que la muerte es la tristeza más grande, la que no se puede medir, la que no tiene tamaño. Y no la propia. La propia es el descanso de la tristeza. Hablo de la muerte de esas personas que nos generan tanto afecto, tanto cariño, tanta alegría. 

Hace un año exactamente, leí la que para mí es la mejor y más humana obra de Piedad Bonnett. Se llama, "Lo que no tiene nombre", y narra con desespero hecho literatura el suicidio de su hijo. El libro que leí quedó inservible. Ilegible para quien lo quiera retomar. Mientras leía, el llanto mío era profuso, inclemente, salvaje, arrollador. Destrocé las páginas no solo con mis fluidos, sino con mi ira e impotencia, que dejó huellas irreparables en la obra impresa. Ella en su libro logra no solo transmitir su dolor. Logra contagiarlo. Porque es imposible que un cuerpo presente pueda soportar con tanta gallardía a un cuerpo ausente. Mucho menos si ese cuerpo ha venido desde las entrañas. Porque ese ser que se fue, se formó en el vientre de Piedad Bonnett.

En fin, este es solo un ejemplo de la tristeza que no se puede medir. Hay miles, millones, trillones de ejemplos más. Solo hay que revisar la prensa de los últimos 200 años para empezar. Y luego piense en el mañana, en qué será de su vida si esos a los que tanto quiere se van, porque sí, porque la vida se acaba, en cualquier momento, solo porque estamos vivos.

Estoy triste sí, aún con los ojos empañados y con el pañuelo cerca de la nariz por si algo. Estoy triste porque a un sobrino lo arrolló un carro y le partió el brazo, la pierna y unas costillas. En un instante, cuando todo estaba bien y él estaba alegre. Porque sí, porque la tristeza nos sorprende en cualquier momento. Estoy triste porque la democracia muere en mi país y la oligarquía se afianza al poder como una sanguijuela a la piel mojada. Estoy triste porque ahora recuerdo como otro sobrino, hace mucho tiempo, cuando él era un niño que apenas percibía cómo su hogar se desintegraba, en su inocente infancia que no pasaba de los cuatro años, miraba al horizonte, al vacío, y se le escurrían las lágrimas. Mi hermano (que no era su padre) le preguntó ¿Qué te pasa? Él solo respondió, con un tímido dejo de sollozo "Estoy triste". Eso lo explicó todo. No había que indagar en hechos ni razones. Él estaba triste y tenía esa tristeza... que no se puede medir.








jueves, 6 de marzo de 2014

La tragedia soslayada de "los falsos positivos".



(Fotografía tomada de ElTiempo.com)

En Colombia gobernó un Presidente durante ocho años cuya única consigna visible era derrotar a la guerrilla. Llegó al poder en 2002, en medio del desespero nacional ante los engaños reiterados del grupo guerrillero de las FARC, que había embaucado a la sociedad con un proceso de paz fallido del que solo esperaba salir fortalecida para tomarse el poder por la vía de las armas. Y casi lo logra. Ante la mirada impávida de otro Presidente inútil, Andrés Pastrana, la guerrilla logró montar sus campamentos en las goteras de la Capital del país mientras fingía que quería la paz en una región desmilitarizada que el Gobierno de turno les cedió a cambio de nada.

Álvaro Uribe Vélez llegó a la Presidencia con los dientes afilados, listo para lanzarse al cuello de una guerrilla envalentonada, para acabar con este mal para siempre. Y disfrazó su discurso guerrerista con un sofisma impactante al que bautizó como "la seguridad democrática". La consigna era clara: Recuperar cada centímetro de territorio nacional y expulsar de allí la guerrilla para establecer a las Fuerzas Militares como garantes de la soberanía nacional y el orden público.

La estrategia de Uribe era tan clara como perversa: Daría a toda una jauría de militares ávidos de venganza y gloria negada durante cuatro años, una serie de estímulos por cada baja que lograran en esa guerra contra la guerrilla. Es decir, recompensaría cada guerrillero muerto con dinero, ascensos, vacaciones, traslados, viajes y toda una serie de caramelos como premio. Así de simple. Habría que llevar muertos para obtener prebendas. La fórmula era sencilla. Y muertos hubo. Pero no precisamente guerrilleros. 

Matar guerrilleros nunca ha sido tarea fácil para las Fuerzas Militares. Por eso la guerrilla lleva sesenta años campante por el territorio nacional, cada vez con mayor fuerza, organización y respaldo nacional e internacional. Pero los militares no iban a dejar pasar esta oportunidad de obtener privilegios. Y si el Gobierno quería muertos, pues ellos iban a llevar muertos. Entonces sistemáticamente se multiplicaron los operativos, las bajas y los éxitos tácticos y estratégicos, con unas cifras impresionantes de derrotas en las filas de la guerrilla. Era una bonanza de la muerte, que no se reflejaba en el debilitamiento real de la guerrilla. Algo raro estaba pasando. Solo había que jalar un delgado hilo para saber qué era.

A finales de 2008, cuando Uribe ya se había hecho reelegir comprando congresistas para cambiar un "articulito" de la Constitución Nacional, fueron apareciendo jóvenes muertos en Ocaña, Norte de Santander, reportados como guerrilleros muertos en combate. Fueron diecinueve muchachos en total. Al principio no parecía nada raro. Diecinueve guerrilleros dados de baja era el pan de cada día en los reportes oficiales del Ministerio de Defensa Nacional. Pero resulta que en Ciudad Bolívar y en Soacha, unas madres acongojadas y confundidas aún se preguntaban por la suerte de sus hijos, que se habían marchado de la casa con promesas de trabajo justo por esa región. Tristeza, decepción, desconsuelo y profunda amargura sintieron aquellas madres cuando descubrieron que esos guerrilleros dados de baja en Ocaña eran sus hijos. Quizás hasta ellas mismas dudaron de la integridad de sus muchachos cuando el Presidente Uribe se refirió a ellos aún con la sangre saliendo de sus cuerpos diciendo que "esos muchachos no estarían recogiendo café", insinuando que, así no fueran guerrilleros, eran buenos muertos. Para Uribe todos los muertos son un placer. Ama la sangre.

Pero bastarían unas pesquisas sencillas para descubrir que esos diecinueve jóvenes habían sido vilmente masacrados, sin oportunidad de huir ni defenderse y que luego los habían disfrazado de guerrilleros para simular que habían sido dados de baja en combate. Detalles tan ridículos como montarles armas inservibles. O en la mano derecha a alguno que solo sabía manejar con habilidad su mano izquierda. O con dos botas derechas cubriendo los dos pies. Casi todos con tiros en la espalda y tiros de gracia. Una obra macabra de mentes perversas, estimuladas por una mente aún más ruin, capaz de cambiar muertos por premios como si fuera una competencia de cacería humana.

Fue esta la punta del hilo para que empezaran a aparecer muchos más casos en todo el territorio nacional de jóvenes, indigentes y campesinos masacrados, disfrazados y reportados como guerrilleros muertos en combate. Casi todas las bases del Ejército en el territorio nacional estuvieron implicadas en este aniquilamiento sistemático de personas para inflar las cifras de los éxitos operacionales y salir del Ministerio de Defensa con un botín de premios nunca antes visto. A esta tragedia se le conoció como "los falsos positivos".

El término es odioso. Porque cosifica a las víctimas. Pero no es impreciso en cuanto responde a una política. El "positivo" es el éxito operacional de las Fuerzas Militares en el contexto de la guerra. Luego, una baja de la guerrilla, es un éxito militar. Pero una baja falsa es entonces "un falso positivo". 

Las víctimas se multiplicaron y se elevaron a la "n" potencia. La dinámica perversa de las muertes de personas pasadas por guerrilleros muertos en combate se convirtió en práctica habitual en el Ejército. Desde los altos mandos se patrocinaba esta práctica como "normal" y "conveniente" para la moral de la tropa. No solo por los incentivos dados por el Gobierno, sino por la sensación de que de verdad estaban matando guerrilleros. Esos inocentes asesinados a mansalva servirían para el permiso del soldado, el ascenso del suboficial, la comisión en el exterior del oficial y dinero para todos. Además las cifras para el Ministro de Defensa, hoy Presidente, no podrían ser más halagadoras.

Por eso me atrevo a decir que los llamados "Falsos Positivos" fueron una política de Estado. La ambición desmedida del Gobierno por demostrar que estaban ganando la guerra, y esa política de estímulos para cambiar prebendas por muertos, degeneraron en una masacre sistemática de inocentes e indefensos que fueron presentados como éxitos operacionales y bajas en combate. Un estudio de la Universidad de la Sabana y de la Universidad Externado señala que este tipo de ejecuciones se incrementó en un 154% mientras "El Gran Colombiano" fue Presidente de la república. La Fiscalía habla de alrededor de 2800 muertes y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos habla de más de 3 mil. Sin duda alguna, es el exterminio de gran parte de una generación de colombianos.

Los "Falsos positivos" arrancaron de tajo la vida de más de tres mil personas, la mayoría de ellos jóvenes pobres, con el único argumento de cumplir con los deseos desenfrenados del Gobierno por matar guerrilleros. El estudio de La Sabana y el Externado menciona que los controles sobre estas prácticas fueron mínimos y que no hubo auditoría para comprobar la procedencia de los muertos. Luego, cualquier muerto era bueno para reclamar "el premio".

He hablado con uribistas sobre este tema y las respuestas que me dan no son solo sorprendentes. Son irritantes: Alguno me dijo "los falsos positivos contribuyeron a la sensación de triunfo en la guerra. Eso mantuvo alta la moral de la tropa y permitió que no se desfalleciera en el combate real". Si era para mantener alta la moral de la tropa ¿No era más fácil llevarles a Marbelle o a Lady Noriega?, digo yo. Esas pechugonas causan delirio entre los soldaditos sin necesidad de matar a 3 mil personas. (Mis disculpas de antemano a las divas). Otro me dijo "Esos son daños colaterales propios de cualquier conflicto bélico, lamentable, pero inevitable". No es verdad. Un daño colateral es que le mande una bomba a una base militar y por error pegue en un hospital. Ese es un daño "colateral". Lo que pasó con los falsos positivos fue una masacre indiscriminada de civiles vulnerables, desarmados e indefensos. Los mataron con sevicia y premeditación con la única intención de ganar los premios que el Gobierno entregaba como en una piñata.

Para no hacerme más extenso y teniendo en cuenta que falta poco para las elecciones y quiero poner a circular este escrito lo antes posible, solo voy a decir que más de tres mil personas fueron asesinadas por el deseo estúpido de un Gobierno por mostrar resultados con muertos. La política de estímulos a los militares en este sentido exacerbó su lado más perverso y oscuro, sus tácticas más ruines y lo peor de su desgastado y maltrecho "honor militar". Millares de jóvenes murieron víctimas del frenesí de un Calígula montañero contemporáneo, fanático de la sangre y de la guerra, irritable como el que más y líder de una secta de desquiciados peores que él.

El país no ha dimensionado realmente el daño que los "Falsos positivos" le causaron a ese concepto tan devaluado que se llama Patria: El prestigio del Ejército se fue para el piso. Muchos dicen que solo fueron unas "manzanitas podridas que no comprometen a la institucionalidad". Pues esas manzanitas son más de 4 mil militares implicados en los falsos positivos. Esos son muchos para una sola institución. 

Aún la justicia no avanza como debería en los fallos condenatorios. Y el Gobierno actual, presidido por el Ministro de Defensa del Gobierno anterior, (que ahora son opositores pero compartieron las ideas geniales de cambiar premios por muertos), no puede contener el que aún se siga delinquiendo por parte de estos perpetradores, como el caso del Coronel Robinson González del Río. Él fue acusado de un par de muertes de "Falsos positivos", sigue delinquiendo desde su cómodo centro de reclusión y está influyendo en todos los estamentos de la institucionalidad. Hablaba con Henry Villaraga cuando era Magistrado del Consejo Superior de la Judicatura como si fuese más que un amigo, un cómplice, y con la Jueza Carmen Johana Rodríguez, encargada de sus garantías procesales, como si fueran los mejores amigos y compinches. Vale la pena recordar que Robinson es sobrino de Rito Alejo del Río, general condenado por apoyo a los grupos paramilitares y para quien Álvaro Uribe hizo una ceremonia de desagravio cuando aún su situación jurídica no se había resuelto. Todos con todos.

Además, el Gobierno sigue abogando por "el fuero militar", que dejaría a los falsos positivos en un limbo jurídico que seguramente favorecería a los implicados generando aún más impunidad. Lamentable.

Los "Falsos positivos" no pueden seguir siendo soslayados. No pueden seguir siendo vistos como un mal menor en una sociedad corroída por todas partes. No. Los "Falsos positivos" son la cresta de la ola de la degradación social. Es una institucionalidad completa puesta al servicio de la mentira y la ambición. Es el menosprecio absoluto por la vida y el derecho a crecer libres en un país que se declara democrático. Es la falacia de Álvaro Uribe Vélez que vendió la idea de seguridad que solo fue tal para los ricos, mientras los pobres morían por las balas del Ejército inermes, sin saber por qué, con el dolor de haber nacido en una tierra maldita en donde los premios se reclaman con muertos.

Ahora les pido que hagan un experimento. Que le cuenten esta historia a un extranjero. Que le digan que este personaje, Álvaro Uribe Vélez, será Senador por la votación popular del próximo 9 de marzo. Y que le digan que él no ha respondido ni política ni penalmente por esos más de 3 mil muertos. Dígale, como hice yo, que no sé por qué no responde, si él era el Comandante General de las Fuerzas Militares. Y que eso no es lo peor, sino que a muchos no les importa y muchos más le siguen. Cuéntele a ese extranjero y mire cómo se coge la cara, cómo masculla los dientes con rabia y cómo se pasa los dedos por el pelo absolutamente incrédulo, porque esto es propio del salvajismo de una sociedad precaria, sin principios, sin valores y sin futuro.

En honor a esos más de 3 mil muertos le pido, le suplico y le ruego, que tenga el corazón grande y que no use su mano firme para votar por Álvaro Uribe Vélez. Que ya que no respondió de ninguna manera, al menos tengamos la dignidad mínima de castigarlo en las urnas este 9 de marzo. Por favor: NO VOTE POR EL CENTRO DEMOCRÁTICO ¡No vote a favor de la muerte de más de 3 mil colombianos inocentes!

¡GRACIAS!

Ver este enlace: http://elpais.com/elpais/2014/03/06/planeta_futuro/1394130939_118854.html





miércoles, 12 de febrero de 2014

El síndrome Leszli Kálli.



Sucedió en abril de 1999. Un avión de Avianca que cubría la ruta Bogotá – Bucaramanga fue secuestrado por guerrilleros del ELN. Allí iba una cándida niña de 19 años llamada Leszli Kálli. Su tragedia quedaría registrada para la posteridad en un libro que ella misma escribió llamado: “Secuestrada”. Hasta allí, nada muy distinto de la historia miserable que deben padecer tantos colombianos que han sufrido alguna tragedia por culpa de nuestro ridículo conflicto.

Como era de suponer, Leszli Kálli continuó con su vida, como la han tenido que seguir todos los que han salido vivos del cautiverio. En algún momento de la vida se encontró con Gustavo Petro. Congeniaron, por lo que cuenta ella, por el amor hacia los animales, y Kálli terminó trabajando para la administración del alcalde en un cargo no muy bien definido con unas funciones no muy claras. Allí empezó otra novela. Según su relato, los celos de la esposa de Petro desembocaron en su prematura renuncia, con ingredientes tan sórdidos como una amenaza de violación de un funcionario de la Alcaldía que fue denunciada ante la Fiscalía. Esta historia también está registrada en otro libro de su autoría recién editado que se llama “En las entrañas del poder. Acoso laboral en la Alcaldía de Bogotá”.

Sin duda, Leszli Kálli ha sido víctima de una sociedad enferma. Fue secuestrada, vivió en el exilio y ahora enfrenta los atropellos de una sociedad machista y de una institucionalidad opresiva. Pueda que tenga razón. Pero la forma como ha decidido vivir refleja el contagio que convierte súbitamente a una víctima en una fiera pendenciera.

Ocasionalmente reviso la cuenta de Twitter de Leszli Kálli para saber qué piensa. Y la verdad no piensa mucho. Reacciona, insulta, injuria, intriga, pelea, destila tanta hostilidad que no es agradable pasar de cuatro o cinco trinos para saber que es una persona tremendamente resentida, con un sentimiento tan rancio que la carcome por dentro, y con un deseo inmenso de venganza que no materializa pero que se trasluce con todo su odio.

Quizás ella no lo sepa con claridad, pero se convirtió en militante antisocialista. Detesta a Petro y por extensión a Nicolás Maduro. Habla del castro-chavismo con más propiedad que el propio Uribe a pesar de que Uribe jamás ha definido qué es el tal castro-chavismo.

Y vive en Twitter. Se ha convertido en su cuartel de aliados y trinchera de enemigos, que además los ve por toda parte. Allí, en 140 caracteres, dispara cada sentimiento como un proyectil con el que quiere volar una cabeza. Está encumbrada en el pedestal de los intocables, de los que no escuchan razones, de los que no pueden aceptar en lo más mínimo que podría estar errando el camino. Es una radical convencida de su superioridad sobre el resto de la humanidad y solo tienen razón los que compartan su pasión.

Sonará contradictorio, pero admiro a Leszli Kálli. Y la admiro porque soporta con gallardía una enfermedad que tenemos la mayoría de los colombianos: El odio. Ella odia sin tapujos y sin hipocresía. Odia incitando al odio y sumando odiadores a su causa, hostilidad a sus apreciaciones y como debe ser, sin la más mínima posibilidad de diálogo o reconciliación. Así se odia. Con el hígado y a matar o morir. Y así odiamos los colombianos. Así ha transcurrido nuestra historia desde Bolívar y Santander hasta Santos y Uribe.


Leszli Kálli es un ícono de la colombianidad. Ojalá se cure algún día.


martes, 21 de enero de 2014

Me voy de viaje con "V" de voluntad.


Me voy de viaje con "V" de voluntad. Me voy por unos meses, pocos, con la maleta llena de sueños y anhelos, con ganas de vencer a mis demonios, que con el tiempo y de tanto vernos se han vuelto mis amigos de insomnio, póker y cervezas. Me voy con mi esposa, mi amiga, mi cómplice y mi mentora. Me voy a su lado porque me ama y quiso llevarme. Me voy con ella porque la amo. Nos vamos porque al casarnos decidimos emprender todas nuestras aventuras juntos. 

Como si fuera una alegoría, me voy para la pequeña ciudad de Dayton en Ohio, Estados Unidos, en la que nacieron los hermanos Wright, Wilbur y Orville, por allá en la década de los 70 del siglo XIX. Ellos asumieron el reto de volar dándole motor a unas alas. Pero más allá del simple hecho de ponerse en el aire por unos segundos, su gran desafío era poder controlar el vuelo. El deseo con el que construyeron ese primer avión era poder hacer un viraje en el aire. Y por un instante lo lograron. Esto coincide con mi propio deseo. No sólo quiero volar. Quiero tener la fuerza suficiente para poder controlar mi vuelo y llevarlo hacia algún destino.

La razón es simple. Soy de esas personas que siempre ha encontrado más excusas que motivos. Como ya lo he dicho antes, soy justo ese tipo de persona que Coelho no recomienda: Tóxico, pesimista, negativo, procrastinador, amargado, rancio, hostil, hosco, aburrido y vengativo. Tan vengativo, que yo no recomiendo para nada a Paulo Coelho. Pero no me voy con la intención de cambiar nada de lo que soy. Eso soy. De todas maneras, si quiero conocerme mejor, saber para qué hago lo que hago, cuál es el sentido de mis acciones, hacia dónde va mi espiritualidad, cuál es mi talento y mi vocación, cómo puedo seguir esquivando al sistema sin que eso multiplique mis necesidades. Es decir, quiero comprender cuál es mi plan de ruta, en dónde están las tormentas y los vientos y por fin saber en dónde quiero aterrizar, porque necesito aterrizar.

Quiero irme para tener largas charlas con mis demonios. Para no dejarme emborrachar por ellos, ganarles en el póker y sacarlos de la casa a sombrerazos antes de irme a dormir. Y quiero dormir. Quiero dormir en la noche, levantarme temprano, hacer ejercicio, ir a aprender inglés para ampliar mis confines tan estrechos ahora por el idioma. Quiero además, conocer gente que me cuente cómo es el mundo allá, desde allá, desde muchos allás. Porque conozco lo poco que he recorrido y lo que me cuentan los de acá sobre cómo es allá. Pero quiero la descripción del allá viniendo de las personas que viven en esos lugares que quedan por fuera de mi imaginación y mis prejuicios.

Me voy con la ilusión de un niño a mis casi cuarenta años, suponiendo que aún me queda media vida, así no fuera cierto. Muchos viven con intensidad su juventud. Es lo que manda la lógica. Pero yo quiero vivir con intensidad mi madurez, mi vejez y por más contradictorio que suene, quiero vivir con intensidad mi muerte. No por vivir cada día como si fuera el último. No puede haber nada más desgraciado. Pretendo vivir con la consciencia de mi finitud y con la sensación de que el único recipiente que debo llenar en mi vida es el de los sentidos.

Me voy con el compromiso de aceptar que soy parte de un equipo: Mi esposa, mi hijo, mi familia, mis amigos y todas aquellas personas que me han deseado el bien de corazón. Y que como parte de ese equipo debo asumir la función que implica ser un engranaje dentro del proyecto de felicidad de las personas que me rodean. Por eso asumo el compromiso de afianzar mi responsabilidad y disciplina para cumplir con mi misión, que es simple y no está preestablecida por ningún dios. Mi misión es quedar grabado con alegría en el recuerdo de las personas que compartan cada pedacito de mi vida. Mi misión no tiene nada que ver con salvar a la humanidad, trascender o dejar un legado imborrable para la historia. Eso lo han hecho personajes nefastos. Mi misión está en que cuando alguien se acuerde de mí, sepa que siempre lo o la traté con la mejor de las intenciones y sin mayores pretensiones. 

Me voy con mis defectos tan míos, con los cuales quiero emprender un viaje interior para darles matices de virtudes en la adversidad. Porque cada defecto tiene un equivalente en una cualidad que se manifiesta en los momentos en los que hay que templar el carácter. Y quiero templar mi carácter. Dejar de buscar culpables en mi historia y reconocer que si voy a pilotear mi vuelo no puedo comportarme como un simple pasajero.

Me voy ansioso, con esa ansiedad buena con la que corre un cronómetro ante el que uno se reta. Con el propósito ineludible de llenar de contenido el discurso que le doy a mi hijo para que enfrente al mundo y a sus propios demonios. Para que él comprenda que a todas mis palabras de aliento les sumo mi ejemplo, la única autoridad que respalda los consejos de un padre. 

Me voy de viaje con "V" de voluntad. Para que mi padre pueda por fin estar tranquilo porque su oveja negra aprendió a comer pasto verde, a convivir y a crecer en comunidad. Para demostrarle que incluso a la vida díscola se le puede dar cauce en algún momento, justo en ese momento en donde sus enseñanzas actúan como el faro guía del camino venidero. Me voy para que el sacrificio de mi madre haya valido la pena y que en el regreso mi sosiego y el sosiego de ellos sean uno. Me voy para retornar algo de los que mis hermanos me han dado, para que sepan que también estoy a la altura de sus logros y méritos a pesar de que mi ruta es muy distinta de la ruta del éxito. Me voy para buscar el camino de la felicidad, ese tan transitado en los buenos deseos y las buenas intenciones pero tan esquivo en la realidad de las personas.

Me voy por un tiempo, no muy largo. Pero espero que sea el tiempo suficiente para poder virar mi vuelo en el aire, para disfrutar el roce del viento en la cara, viendo cómo he podido por fin sostenerme por un instante en la corriente. Ese instante elevado que necesito para verme en retrospectiva y en perspectiva. Para por fin, aterrizar. Aterrizar con firmeza, con seriedad, con serenidad y con la convicción de que ese tiempo fue valioso. Me voy con "V" de voluntad, de vida y de valentía. Porque necesito emprender el vuelo allí en donde un par de soñadores le dieron motor a unas alas. Ya tengo las alas. Voy por el motor. Hasta pronto.


lunes, 6 de enero de 2014

El alma libre y la confusión.





¿Qué pasaría si el alma pudiera liberarse? Si pudiéramos divagar más allá de esta cárcel viva envuelta por piel que llamamos cuerpo, si pudiéramos viajar más allá de esta nave esférica, verde, azul y gris anclada a su órbita que se llama Tierra.

Eso es lo que pienso echado en el pasto en la noche mientras cuento millones de punticos brillantes en el firmamento cuando las nubes me dejan y la luna se oculta. Sé que la religión y la ciencia ya se han preguntado esto muchas veces y que tienen sus propias respuestas. Pero he decidido desconfiar de la ciencia y no creer en la religión, para simplemente entregarme a mi imaginación, el único ente en el universo al que le rindo culto. La ciencia y la religión son la imaginación masificada de otros.

Se nos ha dado la razón para comprender el universo y un cuerpo que ni siquiera es capaz de vivir sin oxígeno. Aunque se nos exige gratitud para ese ser omnipotente inventado que llamamos Dios por permitirnos ser conscientes de nuestra insignificancia en el cosmos, yo siento que esta condición es cruel. Estamos girando dentro de un espacio inaccesible. Somos imperceptibles ante la infinitud. Y desde acá sólo podemos ver destellos titilantes como ilusiones lejanas.

Entonces cierro mis ojos e imagino. La única forma en la que puedo transportarme hacia los astros distantes. Imagino que mi alma es libre, que puede volar, flotar y desplazarse más allá de los confines de esta estrecha atmósfera para indagar. E imagino que mi alma está provista de los sentidos que tiene mi cuerpo y la capacidad que tiene mi mente, pero que soy inmune al dolor. Y sin dolor no tengo miedo. Y sin miedo no tengo límites.

Entonces viajo. Y mi viaje está lleno de todo y de nada. De todo lo que no sé, porque nada conozco. Desde afuera veo que este planeta, que para mí lo es todo, en realidad es poco, casi nada. Y lo dejo allí, girando, sabiendo que en su interior todo lo vivo envejece y muere vuelta a vuelta. Y me voy.

Me voy sin la curiosidad del científico. No quiero saber de qué está hecho el cosmos ni cómo funciona. Quiero saber de qué estoy hecho yo y para qué existo. Quiero saber qué es el espíritu, la razón, la trascendencia, los sentimientos, el amor, el sufrimiento, el dolor, la vida, esa vida propia que es tan fugaz en este espacio ilimitado. Por un instante recuerdo que las lucecitas que veo en la noche son reflejos de hace millones de años y que cuando mi alma imaginada llegue allí, quizás esa luz ya no exista.  Que esa luz es miles de milenios más antigua que mi cuerpo sin brillo. Que en la magnificencia todo es aparente.

En mi recorrido quisiera cruzarme con el asteroide B-612 y ofrecerle disculpas al Principito y a su Rosa por no haber leído nunca su libro completo. Quisiera preguntarle a él si ya encontró sus propias respuestas, porque yo no he podido encontrar las mías. Entre más distancia tomo del mundo, más lejos estoy de las respuestas y mucho más cerca de la incertidumbre. Porque las respuestas necesitan un contexto y mi alma viajera ya ha perdido las referencias. Ya no tiene al mundo.

Entonces libre soy como un fantasma errante, sin preocupaciones ni ocupaciones, sin responsabilidades y sin semejantes, sin horarios ni lugares, sin tiempo ni espacio. No tengo nada. No soy nada. Soy mi alma divagante entre astros habitados e inhabitados y prolongados vacíos, preguntándome cosas que ya no tienen sentido porque no tienen contexto. Y mi confusión se hace tan grande como el universo. Mis dudas son infinitas y por infinitas ninguna. 

Soy realmente libre. En el cosmos yo soy mi propio planeta, mi propio punto de referencia y mi contexto. En el infinito soy el centro de todo y todo gira a mi alrededor. No es egoísmo. A cada alma divagante le pasará lo mismo y hay mucho infinito para cada una. 

Entonces comprendo el calibre de mi grillete. Súbitamente siento el frío del pasto húmedo en mi espalda y dejo de volar, de imaginar. Comprendo que la fuerza de la gravedad no es un capricho, porque nadie estaría atado a los límites del tiempo y el espacio que nos brinda esta esfera viva verde, azul y gris por su propia voluntad. Y comprendo que esta esfera, perdida e insignificante en la inmensidad del cosmos, me ha permitido vivir. Y le ha permitido a mi cuerpo echarse en la hierba para imaginarse en las estrellas. Me ha permitido inventarme a un Dios que yo creo que me inventó a mí. Me ha permitido ser un recipiente de ilusiones que saco a pasear de vez en cuando para sentirme libre.

Como una paradoja, descubro que no podría ser libre sin lo que me aferra. Que de alguna manera la imaginación que me saca de este planeta reposa en mi cuerpo que siento como una cárcel. Que sin esto que me hace lo que soy, mi contexto y mis prejuicios, no podría imaginar las dimensiones inexistentes de mi libertad en el universo. Y que soy echado en el pasto de noche especulando lo que quiero, porque la imaginación me lo permite. Que ahora no entiendo bien lo que pienso y lo que escribo. Pero que pienso y escribo porque una fuerza motora me lo permite. Esa fuerza se llama vida. Vida que es posible por el oxígeno que respiro.

Entonces descubro que soy libre porque soy esclavo. Porque añorar me hace imaginar. Y porque imaginar me hace libre en el mejor de los espacios: Ese que no sabemos si existe, pero que lo hacemos existir, porque la imaginación existe. Existe atada un cuerpo y a una mente que la hace posible. Y la imaginación logra que todo sea posible. Entonces descubro que la imaginación y el universo son lo mismo. Son el infinito.