La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 23 de marzo de 2014

¿Cuánto mide la tristeza?


(Foto tomada de internet)

No podría empezar mejor algo que no puede ser peor. Estoy llorando, sí. Y no lo hago para producir lástima. Odio la lástima. Lloro porque estoy triste. Así de simple. La tristeza es el estado líquido del alma y por eso se escurre por los ojos.

¿Razones? Muchas o pocas, claras u oscuras. No lo sé. Solo estoy triste porque estoy triste y ya. Así como aveces estoy alegre porque estoy alegre y ya. Sin razones. Estoy triste porque la tristeza no solo me arranca lágrimas. También me arranca letras. Y no quiero hacer ahora un inventario cargado de historias con un final desafortunado. No. Porque esas historias me inspiran otras cosas. Me inspiran historias.

Tengo tristeza por las historias que aún no concluyen, que van y vienen, que me arrancan suspiros profundos de incertidumbre, frustraciones y fracasos enredados en laberintos a los cuales no les encuentro la salida. Y yo no soy de esos luchadores que ante los obstáculos busca una garrocha para saltarlo. No. Yo me quedo mirándolo, casi que lo admiro, lo palpo, lo disfruto y si el tiempo no me afana, me tomo un café con él. Yo soy de esos que ante las adversidades se desespera y llora. No soy de esos osados que andan por la vida sorteando el día a día con una entereza envidiable ni de los que superan todo por más difícil que sea. No, yo no soy así. Yo me pongo triste y lloro. Y espero que vengan a buscarme mientras me quedo sentado secretando mocos y lágrimas para que me saquen de ese laberinto con un abrazo o con una patada en el culo. No importa. Yo lloro y espero mientras desespero. Así soy.

Ya no estoy llorando más. Pero sigo triste. Creo que las lágrimas paran porque escribir llorando es muy cansón. La letra se distorsiona, el moco fluye y si es profuso cae sobre el teclado. Por eso no lloro más. Pero sigo triste. Y es que la tristeza me regala unas palabras hermosas. Por ejemplo, nostalgia, melancolía, vacío, desasosiego, desazón, frenesí, cabizbajo, ausencia, dolor, recuerdo... en fin, la tristeza trae su propio diccionario que es sublime. Un triste que no escriba está desaprovechando una oportunidad maravillosa para hacer poesía en rima y prosa. Entonces, si es para escribir, la tristeza me pone contento.

La tristeza vive en todos los tiempos. En el pasado le llamamos nostalgia. En el pasado que no fue, le llamamos melancolía. En el presente se llama tristeza, a secas, sin adornos. Y en el futuro puede ser anhelo o añoranza, depende si viene de la nostalgia o de la melancolía. La tristeza es inherente a la vida. Nacemos con dolor, vivimos con dolor y morimos con dolor. Eso es triste. No es lo único, es verdad, pero para mí la tristeza es lo más importante. Me inspira, pone mis sentidos al servicio de los sentimientos y castiga a la razón sin misericordia. La tristeza es un sentimiento puro, sin ambigüedades. El sufrimiento es un continuum interrumpido eventualmente por una alegría. No en todas las vidas, pero al menos en la mía, que es la única que conozco al menos cuando estoy despierto.

La tristeza es la certeza de la muerte. La certeza del abandono sobre todo esto conocido. El abandono de nuestro cuerpo, nuestros afectos, la materia que nos rodea. Y la muerte es una constante en mi pensamiento. Creo que la muerte es la tristeza más grande, la que no se puede medir, la que no tiene tamaño. Y no la propia. La propia es el descanso de la tristeza. Hablo de la muerte de esas personas que nos generan tanto afecto, tanto cariño, tanta alegría. 

Hace un año exactamente, leí la que para mí es la mejor y más humana obra de Piedad Bonnett. Se llama, "Lo que no tiene nombre", y narra con desespero hecho literatura el suicidio de su hijo. El libro que leí quedó inservible. Ilegible para quien lo quiera retomar. Mientras leía, el llanto mío era profuso, inclemente, salvaje, arrollador. Destrocé las páginas no solo con mis fluidos, sino con mi ira e impotencia, que dejó huellas irreparables en la obra impresa. Ella en su libro logra no solo transmitir su dolor. Logra contagiarlo. Porque es imposible que un cuerpo presente pueda soportar con tanta gallardía a un cuerpo ausente. Mucho menos si ese cuerpo ha venido desde las entrañas. Porque ese ser que se fue, se formó en el vientre de Piedad Bonnett.

En fin, este es solo un ejemplo de la tristeza que no se puede medir. Hay miles, millones, trillones de ejemplos más. Solo hay que revisar la prensa de los últimos 200 años para empezar. Y luego piense en el mañana, en qué será de su vida si esos a los que tanto quiere se van, porque sí, porque la vida se acaba, en cualquier momento, solo porque estamos vivos.

Estoy triste sí, aún con los ojos empañados y con el pañuelo cerca de la nariz por si algo. Estoy triste porque a un sobrino lo arrolló un carro y le partió el brazo, la pierna y unas costillas. En un instante, cuando todo estaba bien y él estaba alegre. Porque sí, porque la tristeza nos sorprende en cualquier momento. Estoy triste porque la democracia muere en mi país y la oligarquía se afianza al poder como una sanguijuela a la piel mojada. Estoy triste porque ahora recuerdo como otro sobrino, hace mucho tiempo, cuando él era un niño que apenas percibía cómo su hogar se desintegraba, en su inocente infancia que no pasaba de los cuatro años, miraba al horizonte, al vacío, y se le escurrían las lágrimas. Mi hermano (que no era su padre) le preguntó ¿Qué te pasa? Él solo respondió, con un tímido dejo de sollozo "Estoy triste". Eso lo explicó todo. No había que indagar en hechos ni razones. Él estaba triste y tenía esa tristeza... que no se puede medir.








jueves, 6 de marzo de 2014

La tragedia soslayada de "los falsos positivos".



(Fotografía tomada de ElTiempo.com)

En Colombia gobernó un Presidente durante ocho años cuya única consigna visible era derrotar a la guerrilla. Llegó al poder en 2002, en medio del desespero nacional ante los engaños reiterados del grupo guerrillero de las FARC, que había embaucado a la sociedad con un proceso de paz fallido del que solo esperaba salir fortalecida para tomarse el poder por la vía de las armas. Y casi lo logra. Ante la mirada impávida de otro Presidente inútil, Andrés Pastrana, la guerrilla logró montar sus campamentos en las goteras de la Capital del país mientras fingía que quería la paz en una región desmilitarizada que el Gobierno de turno les cedió a cambio de nada.

Álvaro Uribe Vélez llegó a la Presidencia con los dientes afilados, listo para lanzarse al cuello de una guerrilla envalentonada, para acabar con este mal para siempre. Y disfrazó su discurso guerrerista con un sofisma impactante al que bautizó como "la seguridad democrática". La consigna era clara: Recuperar cada centímetro de territorio nacional y expulsar de allí la guerrilla para establecer a las Fuerzas Militares como garantes de la soberanía nacional y el orden público.

La estrategia de Uribe era tan clara como perversa: Daría a toda una jauría de militares ávidos de venganza y gloria negada durante cuatro años, una serie de estímulos por cada baja que lograran en esa guerra contra la guerrilla. Es decir, recompensaría cada guerrillero muerto con dinero, ascensos, vacaciones, traslados, viajes y toda una serie de caramelos como premio. Así de simple. Habría que llevar muertos para obtener prebendas. La fórmula era sencilla. Y muertos hubo. Pero no precisamente guerrilleros. 

Matar guerrilleros nunca ha sido tarea fácil para las Fuerzas Militares. Por eso la guerrilla lleva sesenta años campante por el territorio nacional, cada vez con mayor fuerza, organización y respaldo nacional e internacional. Pero los militares no iban a dejar pasar esta oportunidad de obtener privilegios. Y si el Gobierno quería muertos, pues ellos iban a llevar muertos. Entonces sistemáticamente se multiplicaron los operativos, las bajas y los éxitos tácticos y estratégicos, con unas cifras impresionantes de derrotas en las filas de la guerrilla. Era una bonanza de la muerte, que no se reflejaba en el debilitamiento real de la guerrilla. Algo raro estaba pasando. Solo había que jalar un delgado hilo para saber qué era.

A finales de 2008, cuando Uribe ya se había hecho reelegir comprando congresistas para cambiar un "articulito" de la Constitución Nacional, fueron apareciendo jóvenes muertos en Ocaña, Norte de Santander, reportados como guerrilleros muertos en combate. Fueron diecinueve muchachos en total. Al principio no parecía nada raro. Diecinueve guerrilleros dados de baja era el pan de cada día en los reportes oficiales del Ministerio de Defensa Nacional. Pero resulta que en Ciudad Bolívar y en Soacha, unas madres acongojadas y confundidas aún se preguntaban por la suerte de sus hijos, que se habían marchado de la casa con promesas de trabajo justo por esa región. Tristeza, decepción, desconsuelo y profunda amargura sintieron aquellas madres cuando descubrieron que esos guerrilleros dados de baja en Ocaña eran sus hijos. Quizás hasta ellas mismas dudaron de la integridad de sus muchachos cuando el Presidente Uribe se refirió a ellos aún con la sangre saliendo de sus cuerpos diciendo que "esos muchachos no estarían recogiendo café", insinuando que, así no fueran guerrilleros, eran buenos muertos. Para Uribe todos los muertos son un placer. Ama la sangre.

Pero bastarían unas pesquisas sencillas para descubrir que esos diecinueve jóvenes habían sido vilmente masacrados, sin oportunidad de huir ni defenderse y que luego los habían disfrazado de guerrilleros para simular que habían sido dados de baja en combate. Detalles tan ridículos como montarles armas inservibles. O en la mano derecha a alguno que solo sabía manejar con habilidad su mano izquierda. O con dos botas derechas cubriendo los dos pies. Casi todos con tiros en la espalda y tiros de gracia. Una obra macabra de mentes perversas, estimuladas por una mente aún más ruin, capaz de cambiar muertos por premios como si fuera una competencia de cacería humana.

Fue esta la punta del hilo para que empezaran a aparecer muchos más casos en todo el territorio nacional de jóvenes, indigentes y campesinos masacrados, disfrazados y reportados como guerrilleros muertos en combate. Casi todas las bases del Ejército en el territorio nacional estuvieron implicadas en este aniquilamiento sistemático de personas para inflar las cifras de los éxitos operacionales y salir del Ministerio de Defensa con un botín de premios nunca antes visto. A esta tragedia se le conoció como "los falsos positivos".

El término es odioso. Porque cosifica a las víctimas. Pero no es impreciso en cuanto responde a una política. El "positivo" es el éxito operacional de las Fuerzas Militares en el contexto de la guerra. Luego, una baja de la guerrilla, es un éxito militar. Pero una baja falsa es entonces "un falso positivo". 

Las víctimas se multiplicaron y se elevaron a la "n" potencia. La dinámica perversa de las muertes de personas pasadas por guerrilleros muertos en combate se convirtió en práctica habitual en el Ejército. Desde los altos mandos se patrocinaba esta práctica como "normal" y "conveniente" para la moral de la tropa. No solo por los incentivos dados por el Gobierno, sino por la sensación de que de verdad estaban matando guerrilleros. Esos inocentes asesinados a mansalva servirían para el permiso del soldado, el ascenso del suboficial, la comisión en el exterior del oficial y dinero para todos. Además las cifras para el Ministro de Defensa, hoy Presidente, no podrían ser más halagadoras.

Por eso me atrevo a decir que los llamados "Falsos Positivos" fueron una política de Estado. La ambición desmedida del Gobierno por demostrar que estaban ganando la guerra, y esa política de estímulos para cambiar prebendas por muertos, degeneraron en una masacre sistemática de inocentes e indefensos que fueron presentados como éxitos operacionales y bajas en combate. Un estudio de la Universidad de la Sabana y de la Universidad Externado señala que este tipo de ejecuciones se incrementó en un 154% mientras "El Gran Colombiano" fue Presidente de la república. La Fiscalía habla de alrededor de 2800 muertes y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos habla de más de 3 mil. Sin duda alguna, es el exterminio de gran parte de una generación de colombianos.

Los "Falsos positivos" arrancaron de tajo la vida de más de tres mil personas, la mayoría de ellos jóvenes pobres, con el único argumento de cumplir con los deseos desenfrenados del Gobierno por matar guerrilleros. El estudio de La Sabana y el Externado menciona que los controles sobre estas prácticas fueron mínimos y que no hubo auditoría para comprobar la procedencia de los muertos. Luego, cualquier muerto era bueno para reclamar "el premio".

He hablado con uribistas sobre este tema y las respuestas que me dan no son solo sorprendentes. Son irritantes: Alguno me dijo "los falsos positivos contribuyeron a la sensación de triunfo en la guerra. Eso mantuvo alta la moral de la tropa y permitió que no se desfalleciera en el combate real". Si era para mantener alta la moral de la tropa ¿No era más fácil llevarles a Marbelle o a Lady Noriega?, digo yo. Esas pechugonas causan delirio entre los soldaditos sin necesidad de matar a 3 mil personas. (Mis disculpas de antemano a las divas). Otro me dijo "Esos son daños colaterales propios de cualquier conflicto bélico, lamentable, pero inevitable". No es verdad. Un daño colateral es que le mande una bomba a una base militar y por error pegue en un hospital. Ese es un daño "colateral". Lo que pasó con los falsos positivos fue una masacre indiscriminada de civiles vulnerables, desarmados e indefensos. Los mataron con sevicia y premeditación con la única intención de ganar los premios que el Gobierno entregaba como en una piñata.

Para no hacerme más extenso y teniendo en cuenta que falta poco para las elecciones y quiero poner a circular este escrito lo antes posible, solo voy a decir que más de tres mil personas fueron asesinadas por el deseo estúpido de un Gobierno por mostrar resultados con muertos. La política de estímulos a los militares en este sentido exacerbó su lado más perverso y oscuro, sus tácticas más ruines y lo peor de su desgastado y maltrecho "honor militar". Millares de jóvenes murieron víctimas del frenesí de un Calígula montañero contemporáneo, fanático de la sangre y de la guerra, irritable como el que más y líder de una secta de desquiciados peores que él.

El país no ha dimensionado realmente el daño que los "Falsos positivos" le causaron a ese concepto tan devaluado que se llama Patria: El prestigio del Ejército se fue para el piso. Muchos dicen que solo fueron unas "manzanitas podridas que no comprometen a la institucionalidad". Pues esas manzanitas son más de 4 mil militares implicados en los falsos positivos. Esos son muchos para una sola institución. 

Aún la justicia no avanza como debería en los fallos condenatorios. Y el Gobierno actual, presidido por el Ministro de Defensa del Gobierno anterior, (que ahora son opositores pero compartieron las ideas geniales de cambiar premios por muertos), no puede contener el que aún se siga delinquiendo por parte de estos perpetradores, como el caso del Coronel Robinson González del Río. Él fue acusado de un par de muertes de "Falsos positivos", sigue delinquiendo desde su cómodo centro de reclusión y está influyendo en todos los estamentos de la institucionalidad. Hablaba con Henry Villaraga cuando era Magistrado del Consejo Superior de la Judicatura como si fuese más que un amigo, un cómplice, y con la Jueza Carmen Johana Rodríguez, encargada de sus garantías procesales, como si fueran los mejores amigos y compinches. Vale la pena recordar que Robinson es sobrino de Rito Alejo del Río, general condenado por apoyo a los grupos paramilitares y para quien Álvaro Uribe hizo una ceremonia de desagravio cuando aún su situación jurídica no se había resuelto. Todos con todos.

Además, el Gobierno sigue abogando por "el fuero militar", que dejaría a los falsos positivos en un limbo jurídico que seguramente favorecería a los implicados generando aún más impunidad. Lamentable.

Los "Falsos positivos" no pueden seguir siendo soslayados. No pueden seguir siendo vistos como un mal menor en una sociedad corroída por todas partes. No. Los "Falsos positivos" son la cresta de la ola de la degradación social. Es una institucionalidad completa puesta al servicio de la mentira y la ambición. Es el menosprecio absoluto por la vida y el derecho a crecer libres en un país que se declara democrático. Es la falacia de Álvaro Uribe Vélez que vendió la idea de seguridad que solo fue tal para los ricos, mientras los pobres morían por las balas del Ejército inermes, sin saber por qué, con el dolor de haber nacido en una tierra maldita en donde los premios se reclaman con muertos.

Ahora les pido que hagan un experimento. Que le cuenten esta historia a un extranjero. Que le digan que este personaje, Álvaro Uribe Vélez, será Senador por la votación popular del próximo 9 de marzo. Y que le digan que él no ha respondido ni política ni penalmente por esos más de 3 mil muertos. Dígale, como hice yo, que no sé por qué no responde, si él era el Comandante General de las Fuerzas Militares. Y que eso no es lo peor, sino que a muchos no les importa y muchos más le siguen. Cuéntele a ese extranjero y mire cómo se coge la cara, cómo masculla los dientes con rabia y cómo se pasa los dedos por el pelo absolutamente incrédulo, porque esto es propio del salvajismo de una sociedad precaria, sin principios, sin valores y sin futuro.

En honor a esos más de 3 mil muertos le pido, le suplico y le ruego, que tenga el corazón grande y que no use su mano firme para votar por Álvaro Uribe Vélez. Que ya que no respondió de ninguna manera, al menos tengamos la dignidad mínima de castigarlo en las urnas este 9 de marzo. Por favor: NO VOTE POR EL CENTRO DEMOCRÁTICO ¡No vote a favor de la muerte de más de 3 mil colombianos inocentes!

¡GRACIAS!

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