La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

lunes, 7 de diciembre de 2015

La mirada de Belisario




Hace mucho tiempo que no veía una mirada conmovida tan genuina. Miradas así  las veía mucho en mi padre, que era un tipo de lágrima fácil y que además era tremendamente honesto entre lo que sentía y lo que transmitía. Por eso la mirada de Belisario me impactó tanto. Porque en sus ojos longevos pude percibir un alivio infinito, de décadas de arrepentimiento contenido. Se nota que necesitaba a gritos que le concedieran un perdón sincero, proveniente de una víctima real y emblemática. Y ese perdón llegó. Y él descansó.

El escenario fue la Universidad de Ibagué, un lugar que llevo en mis afectos más preciados porque allá estuve un año y medio como director de programa y docente, en donde la academia tiene un nicho regional auténtico y bienintencionado. Renuncié a esa Universidad porque uno cree que la tierra solo llama cuando se viene de un terruño calmo y se encuentra de repente con el caos de la gran ciudad. A mí me pasó al revés. El caos de la gran ciudad, pero sobretodo, el inefable derecho al frío, me reclamó a gritos mis cobijas y mi ropa abrigada. Por eso regresé a Bogotá y a su cálido frío. No es una contradicción. Lo más (y quizás lo único) acogedor de Bogotá, al menos para mí, es su frío.

Del evento no tengo mayor información. Fue hace pocos días. Pero la fotografía que vi condensa tan bien lo que pudo haber sucedido, que me quedo con esa sola imagen para hacer mis especulaciones. Yesid Reyes Alvarado, uno de los hijos de Alfonso Reyes Echandía, el Presidente de la Corte Suprema de Justicia que fue asesinado entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985 en la cruenta y absurda toma del Palacio por parte del M-19, ahora Ministro de Justicia, se inclinó para tomar con su mano derecha el brazo izquierdo de Belisario Betancur. Betancur correspondió tocando con su mano derecha la mano de Yesid, como agradeciendo el gesto, como valorando el perdón, como soltando una cruz grande y maciza, un lastre de tres décadas que pesaba en su conciencia con cada tic tac del reloj. Y esa mirada, esa mirada de ojos cansinos profundamente emocionados, posada en la mirada indulgente de Reyes que detrás de sus gafas decía sin palabras que comprendía el arrepentimiento y brindaba el perdón. La mirada de Belisario estaba cargada de una dosis inmensa de alivio abriéndose paso entre las verdades que no ha dicho y que quizás nunca dirá.

Por fin, después de treinta años de tan lamentables hechos, se encontraban cara a cara el Presidente de la República que dio (o no dio) las órdenes de la retoma del Palacio de Justicia que culminó en una carnicería infame de sangre y fuego que acabó con la vida de casi cien personas entre magistrados, empleados del Palacio, agentes de seguridad del Estado, transeúntes de malas y por supuesto, guerrilleros del M-19 sin quienes no se hubiera armado todo el zaperoco; y los hijos de la víctima más insigne de la toma, hijos del Presidente de la Corte Suprema de Justicia ese nefasto día, Alfonso, Yesid y Emiro Reyes. Además, estaba Navarro Wolf, líder de esa guerrilla que para los días de los hechos se recuperaba en Cuba de las heridas de un atentado que le hicieron cerca de Corinto, Cauca, en un fallido proceso de paz que terminó de enterrarse con esa toma.

Como lo advertí, no estuve en el evento y no sé qué pasó. Me quedo con la información de prensa y más que nada, con esa imagen de Belisario Betancur y Yesid Reyes que me impactó tanto. Y me quedo también con mis recuerdos de esos 6 y 7 de noviembre de 1985, cuando apenas tenía once años y un papá que vivió muy de cerca el dolor de esos momentos.

Mi padre, Jaime Giraldo Ángel, era profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes y conjuez de la Corte Suprema de Justicia. Alfonso Reyes Echandía era uno de sus mejores amigos. Compartieron aulas como alumnos y profesores de la Universidad Externado de Colombia. Además, sostenían debates ideológicos desde orillas opuestas, pero por eso nunca dejaron de ser amigos. Mi padre, el día anterior a la toma, es decir, el martes 5 de noviembre, estuvo en la Corte dirimiendo un empate de una votación en la Sala Penal, que es la función de los conjueces. Esa fue la última vez que vio a su amigo Alfonso y a varios de sus exalumnos del Externado, como Manuel Gaona Cruz y Carlos Medellín Forero, también magistrados de la Sala Penal de la Corte.

Mis recuerdos de esos días son difusos. Yo estaba en quinto de primaria en el colegio de San Bartolomé la Merced que queda en la Carrera quinta con calle 34 de Bogotá. Tengo dos imágenes tatuadas en mi mente. En la cena del miércoles 6 de noviembre, mi padre estaba escuchando noticias. Se le encharcaron los ojos, se tapó la cara con las dos manos y dijo “mataron a todos mis amigos”. Aún no se sabía el resultado fatal de la retoma. La segunda imagen es la vista desde mi salón de matemáticas el 7 de noviembre en la mañana. Mi colegio queda contra la montaña y se veía a lo lejos la Plaza de Bolívar. Desde el Palacio de Justicia salía una humareda agonizante. Toda la clase me quedé mirando las formas de ese humo mientras se desvanecía. En todas las clases de matemáticas me distraía con algo. Ese día me distraje con la agonía del Palacio de Justicia. Sabía que debajo de ese humo la muerte yacía, por lo que había dicho mi papá la noche anterior. Me dio tristeza. Y pensé en mis amigos.

En la noche de ese jueves vi el discurso televisado de Belisario, que era el mejor somnífero de la época. Pero ese día era distinto. Ese día era importante. Mi padre escuchaba y disentía con la cabeza, le crujían los dientes y reprobaba cada palabra. Yo me quedé dormido.

En estos treinta años la verdad ha ido apareciendo y desapareciendo por pedacitos, por fragmentos, por impulsos de voluntad que rodean cada aniversario de la toma y que se van diluyendo con el trasegar de los días y con la conmemoración de otras tragedias nacionales que también se perpetúan en la impunidad. En estos treinta años los que salieron como héroes desfilando en tanques de guerra dejando atrás las cenizas del Palacio, con el tiempo dejaron de ser héroes y pasaron a ser culpables de crímenes de lesa humanidad. En estos treinta años los líderes sobrevivientes del M-19 han tenido que cargar con el estigma de los brutos, ilusos o claramente malintencionados y cooptados por el narcotráfico (no se sabe ni se sabrá) guerrilleros que decidieron tomarse el Palacio de Justicia, la única rama del poder público que gozaba de algún respeto y credibilidad en esos tiempos aciagos para la Patria, dizque para hacerle un juicio político al Presidente. Su condena fue sentenciada y ejecutoriada ahí mismo. Solo una guerrillera salió viva de esa toma.

En estos treinta años Belisario ha fungido como un convidado de piedra fatal en esta tragedia, a quien se le vio y se le ve aún como un Presidente timorato y sometido por los sables de los militares que decidieron resolver la situación a su manera. Y su manera fue la peor manera. Nadie le cree que con su tono poético y apaciguado haya podido dar las órdenes enérgicas que requería semejante salvajada.

En estos treinta años se ha develado que lo peor que pasó en esos dos terribles días, es que todos los actores de la toma y la retoma actuaron creyendo que tenían la razón, que defendían la democracia y la justicia, mientras la justicia misma terminaba incinerada entre los escombros de su Palacio, implorando que cesara el traqueteo de las armas para que imperara el diálogo. Pero nadie la escuchó, nadie dialogó, nadie dijo nada hasta que pararon las balas para contar los muertos.

Ya nada puede reparar el daño. La cicatriz profunda que quedó en la institucionalidad y en la sociedad no será borrada ni por la verdad ni por las mentiras que han rondado todo este episodio. Pero al menos se siente un destello de paz en esa imagen y en ese perdón. Saber que una persona nonagenaria va a poder bajar al sepulcro con algo de tranquilidad y paz en el corazón después de recibir el perdón de los hijos de Alfonso Reyes Echandía, después de treinta años de reflexión y arrepentimiento, es tremendamente valioso. El perdón sana, tanto a quien lo pide con arrepentimiento como a quien lo otorga con sinceridad. Solo hay que observar con detenimiento la mirada conmovida de Belisario para notar que así es.


domingo, 27 de septiembre de 2015

Soy pasado.




Los recuerdos de mi infancia no son consistentes. Son destellos de momentos muy precisos que recuerdo nítidos pero sin mucho contexto. Mi historia de niño siempre la recreo, la intuyo y la supongo, uniendo puntos imaginarios para darle algún sentido a mi pasado.

Recuerdo, por ejemplo, una vez que me descalabré. Me imagino de unos cinco años yéndome de bruces contra el piso del garaje de mi casa. Recuerdo perfectamente la baldosa ocre, pequeña e intrincada, acercándose a toda velocidad hacia mis ojos antes de ver un fogonazo inmenso en mi cabeza vacía de cerebro estrellado contra esa superficie dura. Después, recuerdo abrir los ojos y no sentir dolor ni sonidos ni olores ni nada. Recuerdo también sentir mi frente y mis cejas mojadas y una gota roja inundándome las pestañas. "La sangre es escandalosa" me había dicho muchas veces mi mamá cuando le contaba sobre los accidentes de mis amiguitos o cuando me raspaba las rodillas. Y ese día lo comprobé. Sentir la muerte es sentir la sangre, al menos para un niño. Sangre en el piso, sangre en mi cara, sangre en mis manos. Ríos de sangre.

Soy pasado. Solo pasado. Nada más. Como todo el mundo, como todas las personas. Aborrezco a los profetas de la felicidad futura. La única manera en la que recibiría libros de Coelho, Riso, Choprá u Osho, sería escritos en largas y no muy anchas tiras de papel toilette. Para los optimistas, el futuro lo es todo, y creer que va a ser maravilloso es su consigna. Soy alérgico a los pensamientos positivos, me enferman los discursos cargados de esperanza. Solo soy recuerdos deshilvanados y unos dedos escribiéndolos de vez en cuando.

El pasado se ve con desdeño y se considera un avance superarlo, sobre todo cuando ha sido triste, conflictivo, traumático, doloroso o cruel. "Pasado pisado" dicen los profetas de la felicidad futura. Pendejos. El pasado no se puede pisar porque es lo único que somos. El futuro no existe y el presente está condenado a ser pasado justo ahora. Ya fue. Por eso me declaro pasado. Soy pasado y amo serlo. Es lo único que me motiva. Seguir siendo pasado. Si quisiera ser futuro me sentaba acá indefinidamente a comerme los mocos mientras llega eso que nunca será. Porque el futuro nunca será hasta que sea pasado.

No tengo ningún pasado por superar, ningún trauma por curar y ningún recuerdo por olvidar. Porque soy pasado, traumas y recuerdos. Ellos me han hecho. Bien, regular o mal, son lo que soy. Me encanta recordar y fantasear con los recuerdos. Amo vivir en el reino del hubiera sido, como si hubiese hecho distinto algo que hice mal o algo que simplemente no hice. Entonces fantaseo con lo que hubiera sido de mi vida si hubiese tomado una decisión distinta. O me imagino muerto ya, por haber tomado una decisión distinta a la que tomé.

Solo creo en el destino cuando no quiero hacer nada por mi vida. Entonces me dejo llevar por la inercia de los segundos entre dormido y despierto, entre sentado, acostado, parado o caminando... como sea. Vivo y escribo estos disparates como dejando una señal del momento que viví, para imaginarme qué era ese pasado cuando la memoria me falla.

Soy pasado escribiendo o imaginando qué voy a escribir. Soy pasado metido entre letras, palabras, frases, párrafos e historias incompresibles. Soy pasado recordando una gota de sangre bajando por mi frente que yo vi como un río de terror frente a mis ojos. Soy pasado, un niño feliz pisándose los cordones de unas botas de caucho sin cordones. Soy pasado. Eso soy. Y no sé que seré. Porque ya fui.



miércoles, 23 de septiembre de 2015

LA PAZ, UNA CONSTRUCCIÓN CULTURAL.


La paz es una construcción cultural que tiene su pilar más sólido en la armonía y sosiego individual, cuando además, los atributos relacionados con la paz se asumen por la ciudadanía como una forma de vida. La paz, pues, no es la ausencia de conflicto, porque el conflicto es inherente a los humanos, como parte de la diversidad y de la pluralidad de pensamiento, de creencias, de opiniones, de hábitos y costumbres.

La paz, entonces, se da cuando finalmente la violencia se convierte al fin en un recurso excepcional en la resolución de los conflictos entre las personas y cuando existen mecanismos eficaces para resolverlos pacíficamente, de tal manera que las decisiones que se tomen con base en tales mecanismos sean respetadas por las partes involucradas en la disputa.

En este orden de ideas, las sociedades pacíficas se caracterizan por una alta capacidad de negociación de los asuntos cotidianos, en donde las personas están cooperando permanentemente en función de la armonía social con base en un alto grado de respeto, reconocimiento y tolerancia por la diferencia con el otro. Cuando las condiciones para favorecer dicha armonía son innegociables porque se transgreden principios o se atenta contra la libertad, integridad o vida de las personas, es allí cuando el Estado interviene con su poder coercitivo apelando a la Ley que establece formalmente esos principios básicos de convivencia. La Ley debe ser el resultado de una construcción común en donde se plasman los acuerdos entre los miembros de la sociedad para favorecer la paz, la armonía y la convivencia. Por eso autores como Hobbes o Weber otorgan al Estado el monopolio legítimo de la fuerza, entendiendo que éste es un mediador en las relaciones sociales para evitar que se imponga la ley del más fuerte, elemento fundamental para diferenciar el estado de naturaleza de la sociedad civil.

Por eso me resulta paradójico que se le atribuya una fuerza tan excepcional a los diálogos de La Habana entre el Gobierno y las FARC, como si este proceso fuera fundamental para la construcción de paz en Colombia. Si bien es claro que es necesario terminar con el conflicto armado en Colombia que lleva más de 60 años, que además es positivo que la guerrilla de las FARC deje las armas y que sus miembros se reincorporen a la vida civil, esto está lejos de configurarse como “la paz” del país, mientras la violencia siga tan arraigada en la cultura y mientras los conflictos cotidianos se resuelvan tan ligeramente con una puñalada o un balazo.

El análisis de la paz en Colombia debe ser más profundo y menos coyuntural. Reducir el tema de la paz a dos actores, que además no son representativos de la sociedad en su conjunto, teniendo en cuenta los bajos niveles de popularidad con los que cuentan las FARC por parte del pueblo que dicen defender y los altos niveles de abstención en las votaciones que eligen los gobiernos en nuestro país, simplifica demasiado un mal endémico que ataca a nuestra sociedad desde sus inicios republicanos. Considero que para hablar de paz, una paz real en Colombia, debemos concentrarnos más en esa violencia cotidiana que deja muertos y heridos por decenas todos los días, hogares destruidos y personas que se suicidan a granel como parte de la “solución” a sus problemas.

Y entonces, debemos verificar cómo se manifiestan en nuestra cultura aspectos como ciudadanía, convivencia, armonía, respeto, reconocimiento y solidaridad para encontrar la raíz de nuestro problema histórico y profundo de violencia, y a partir de allí empezar la reconstrucción del tejido social que nos permita vivir verdaderamente en paz, para no estar cambiando de actores de violencia cada 50 o 60 años como viene pasando hasta nuestros días. Porque debemos reconocer que en Colombia la violencia es como la energía: Ni se crea ni se destruye, solamente se transforma.

La forma más práctica y útil para construir este tejido social es desde el ámbito personal. La realidad en Colombia nos ha vuelto instintivos, de reacciones viscerales, de muy poca reflexión y nula autocrítica. Frente a la injusticia, que es la regla y no la excepción en nuestros días, gozamos celebrar el linchamiento de los landronzuelos cuando son capturados por las masas energúmenas que sienten que los golpes y vejaciones son lo que merecen estos sujetos desadaptados. Lo único que sugiere este cuadro dantesco es que es la sociedad entera la que está desadaptada, que no hay institucionalidad que haga respetar la autoridad del Estado y que un asesino se puede sentir justiciero porque le dio una lección a un malandro.

Abstenerse de reaccionar con violencia en un país en donde estamos acostumbrados a resolver los problemas así, no es fácil. Todo el tiempo estamos siendo tentados por el demonio del impulso violento, del insulto, de quién nos reta a pelear para demostrar que somos “machos” en una sociedad machista. Y entonces no acudimos a la autoridad porque partimos del supuesto de que la autoridad es corrupta, que la justicia no funciona, que las penas son laxas, que la justicia solo es para los de ruana. Así nos convertimos en justicieros todos los días, actuando peor que los victimarios y encontrando una excusa para cada acción.

Apelando a estos argumentos surgieron las guerrillas en los años 60´s, conformadas por personas que se sintieron desamparadas y atacadas por un Estado que ya estaba repartido entre los burgueses de los dos partidos tradicionales gracias a una paz mal hecha que se llamó “Frente Nacional”. Apelando también a estos argumentos surgieron a finales de los 80´s los grupos paramilitares que con el discurso de defenderse de la guerrilla incurrieron en toda clase de atropellos contra el pueblo inerme en zonas rurales de todo el país y contra todos los que pensaban que ese no era el camino correcto hacia la paz.

Por lo anterior, creo que los verdaderos gestores de paz no están en La Habana. Allí están negociantes de dos bandos logrando acuerdos para establecer nuevas formas de dominación en las que la guerrilla de las FARC tenga su pedazo del pastel de la burocracia estatal y los recursos públicos para poder mantener el statu quo de los últimos 200 años, que por supuesto, favorece al Gobierno y sus círculos políticos. El conflicto se desideologizó hace tiempo.

Los verdaderos gestores de paz están acá en Colombia, en las calles que se deben transitar todos los días atestadas de carros y de gente, en las servidumbres rurales sobre las cuales los vecinos se tienen que poner de acuerdo para su uso, en la negociación diaria entre las personas para resolver sus conflictos pacíficamente sin apelar a la violencia, en los funcionarios públicos que hacen bien su trabajo entendiendo la trascendencia de su labor para el bien común y no para su interés particular. Allí están los verdaderos gestores de paz. Héroes anónimos que prefieren morderse un labio antes que mandar un puñetazo así la situación lo amerite. Héroes que son víctimas que esperan pacientes la justicia así ésta nunca llegue y que luchan por ella con su protesta pacífica sin tomársela por mano propia, sin venganza.


El gestor de paz es usted cada vez que le quita gasolina a la violencia con su abnegada y valiente actitud de no actuar con violencia. Allí está la paz. En su ejemplo y en el legado que le deje a las futuras generaciones. En permitir que le sigan porque comprendieron que son más fuertes los argumentos que las balas para construir una sociedad en paz.


viernes, 19 de junio de 2015

Mi regalo del día del Padre. Para mi papá.



Este será un día del padre raro. Quizás triste. Seguro nostálgico. Por primera vez en mis cuarenta años no tendré a mi papá para abrazarlo. En el lugar que él llenaba corre un viento frío lleno de ausencia, de recuerdos, de consejos, de palabras llenas de sabiduría, de miradas que daban sosiego, de abrazos sinceros y entrañables, no como esos abrazos protocolarios que unen soledades por un segundo. Cuántas ganas tengo de abrazarlo. 

Aún puedo escuchar nítidas sus carcajadas y el ronroneo de su máquina de oxígeno. En los últimos años de su vida, no había nada más emocionante para mí que seguir la manguera que prolongaba sus días en el mundo porque al final del recorrido estaba él, comiendo mandarina, escupiendo con disimulo las pepas en la cáscara y poniendo con disimulo la cáscara en un platico que mi mamá le ponía al lado con disimulo para que no regara las pepas, la cáscara y las mandarinas. El deporte favorito de mi papá era regar todo y lo hacía con una gracia infantil, suponiendo que nadie se daba cuenta. Era un ritual mágico, como el de la pipa, el picado de tabaco, sus anteojos y sus libros cuando era joven. Ahora con mandarinas, oxígeno y el paisaje de la ventana del estudio, que era magnético para sus ojos.

Mi padre falleció hace casi diez meses. Se durmió y no volvió a despertar. Y yo siento que sigue durmiendo, no por ese sentimiento de negación al que tanto aluden los psicólogos tratando de explicar lo inexplicable, sino porque su ausencia de alguna manera reconfiguró su imagen que se eternizó en mi alma. Me han dicho que debo soltar para poder continuar, haciendo referencia a las constantes evocaciones que hago de mi papá en todos los escenarios posibles. ¿Soltar qué? me pregunto. Algunos hablan compulsivamente de fútbol, de autos, de mujeres como si fueran mercancías comestibles, de la farándula, de la política, de la economía... en fin. Y nadie les pide "soltar". Mi tema favorito es mi papá, porque además condensa tantas cosas buenas que no podría tener un tema mejor. Su vida fue apasionante, su legado es tremendamente valioso, su obra, aunque para mí aburrida porque soy un tipo superficial y él va a lo profundo, ha servido de guía estructural para que el Derecho deje de ser ese etéreo filosófico vacío de gente para llenarse de contenido social y cultural, y su huella en el mundo escribe. Su huella en el mundo soy yo. Su familia.

Si por soltar aluden al dolor, al dolor ya lo he soltado. O mejor, el dolor me ha soltado a mí. Y no hay que confundir dolor con tristeza. La tristeza permanecerá por siempre como su ausencia física. Hasta que yo me muera y compartamos ese lugar que no existe, que no es nada. Casi nueve meses antes de que mi papá se muriera, habiendo pasado por una crisis respiratoria que casi se lo lleva, le pregunté que qué esperaba de la muerte. No era una pregunta prudente en ese momento, pero a Jaime le encantaba mi imprudencia. Le parecía lo más divertido de mí cuando ya no le importaba nada. Entonces, sonriente por mi impertinencia, me respondió desde el corazón: "Creo que no hay nada. Uno se muere y ya, se acaba, es el fin.". Yo, que creía que mi padre era un tipo más bien metafísico, conservador y creyente, lo miré entre sorprendido y admirado. Sin dejarme replicar, continuó: "Es que sobre la muerte se tejen muchas teorías que no son más que teorías. Lo que pasa después de la muerte no es una verdad verificable, entonces yo prefiero pensar que no hay nada, para no tener que pensar". Y es que él más que un conservador creyente era un científico que vivía de la evidencia. Y puedo asegurar que se murió siendo mucho más científico y mucho menos conservador. Yo me quedé mirándolo sin decir nada. Él se levantó, caminó hasta su silla reclinable, se sentó casi acostado y, cómo no, descascaró una mandarina y se la comió casquito por casquito con un placer envidiable.

Mi papá fue un tipo maravilloso que nunca perdió la capacidad de asombro, pero, mejor aún, nunca perdió la capacidad de asombrar. Siento que soy un privilegiado por haber compartido tanto tiempo con él en el ocaso de su vida, cuando tenía tiempo para hablar, cuando quería hablar, cuando necesitaba hablar porque la soledad lo acompañaba mucho tiempo. Y a mí también. Entonces yo llegaba con mis depresiones para que él me hablara de metodología de la investigación sociojurídica. Yo no lo escuchaba y él lo sabía, pero no le importaba, solo necesitaba que yo estuviera ahí, como un perro, como un gato, como un perico chillón.  Y yo necesitaba que me hablara, como si él fuera un radio, que hace compañía así uno no le pare bolas. Entonces él me decía que Habermas alguna cosa y yo le respondía que Habermas era un careverga que partía de la base tácita de la bondad de la gente y que con eso ya se jodió toda su teoría. Y que por supuesto, la gente, toda, era una mierda. Entonces él me decía que eso lo matizaba mejor Dewey y yo le refutaba que Dewey era básicamente un profesor para mongólicos. Ahí se emputaba un poquito pero respiraba profundo y seguía hablándome de Sartre y su existencialismo. A Sartre sí lo amábamos los dos. Y sobre Sartre nos quedábamos hablando horas. Él de su obra y yo de sus aberraciones. Él admiraba sus obras y yo sus aberraciones. Y que estuviera a la orilla izquierda del río Sena escribiendo sus locuras, en donde algún día quiero estar yo escribiendo las mías.

En fin, para resumir, mi papá es mi tema favorito no solo porque sea mi papá sino porque es un tema apasionante. Y porque además era mi papá.

Viejo, tengo que contarte algo: Voy a ser papá otra vez. Después de diecinueve años de haber traído al mundo a Nicolás, mi energía vital encontró de nuevo un nido cálido y seguro en el vientre de Angelita. Tú me dijiste ese día mientras te rondaba la parca que después de la vida no hay nada. Que se fue. Que se acabó. Pues no te creo y sé que tú tampoco te creías cuando lo dijiste. Pero era tu forma de acabar las discusiones cuando no querías divagar. Y no te creo porque yo siento que mucho de ti está formando esos tejidos maravillosos y perfectos, que tu alma se está enganchando suavecita en nuestro bebé para regresar a este mundo a vivir otras cosas para que yo la guíe como tú me guiaste a mí, sin imposiciones, sin dogmas, sin prejuicios y con tanto amor que eras capaz de hablarme durante horas así yo no te escuchara.

Papá, feliz día del padre. Este es mi regalo. Decirte que vas a ser abuelo otra vez, y que aunque este sea el único nieto o nieta que no te conoció en vida, yo haré todo lo posible para que tu imagen, tu legado y tu ser entero pervivan en nuestro hijo o nuestra hija. Te contaré cuando lo sepa.

Te amo viejo. Me vas a hacer mucha falta para abrazarte. Pero me va a faltar vida para seguir recordándote. Nos vemos en diciembre padre querido. Cuando nazcas otra vez. Cuando por fin despiertes.



viernes, 13 de marzo de 2015

Esa mierda opaca y gris de "estar bien".


No puedo ser más detestable que cuando estoy "bien". Ese bien entre comillas que indica que el entorno vive su monotonía sin novedad, sin alteración, sin vida... mono-tonía. En el espejo solo se refleja la perfección fingida de una rutina maravillosa. Qué contradicción más grande. La rutina no puede ser maravillosa; es la rutina, la manifestación más parca y sonsa de la existencia.

Ahora, en medio de todo este bienestar melifluo, recuerdo el por qué de mi apología a la depresión, de las odas a mi oscuridad, de tanta rabia, tristeza, mocos y lágrimas plasmadas en letras, palabras y frases sacadas del hígado sin filtro, sin matices y sin vergüenza. Cómo extraño esa maldita almohada untada con el caos de mis sentimientos.

Detesto ser esto que no soy. Detesto vivir aparentando un bienestar que aborrezco, no porque sea masoquista, sino porque no soy yo. Yo soy un tipo amargado que disfruta su amargura, que la explota, que la vive y lo inspira. Ahora soy un aletargado víctima de la inercia de la normalidad. Tengo un trabajo normal en una entidad pública normal con un horario normal y un salario normal. Normalidad de mierda que me asfixia, me ahoga, me provoca nauseas y un vomito permanente de sonrisas impostadas.

Y no soy malagradecido. No. Agradezco poder todavía discernir para aceptar que detesto ese mequetrefe conforme en el que me he convertido. Un pelele que rebosa las redes sociales de bienestar, de doctrina moral, del "know how" de la vida. Un payaso Garrick cotidiano encartado con una imagen falsa, distorsionada por un aquí y un ahora aceptable, prometedor y quizás merecido porque dejé que me creciera la cola del lagarto y la boca del sapo. Un imitador barato de Coelho que de por sí es bien barato.

Me he vuelto un ser tan políticamente correcto que me desborda el fastidio que siento cuando me veo desde esa nube llamada autocrítica. Esa pécora que saco a trabajar todos los días por la mañana a buscar la riqueza material me está empobreciendo el espíritu, lo está succionando, me lo está dejando como un maniquí inexpresivo como testimonio mudo de lo que algún día fui.

Ahora, duermo por la noche. Qué forma más inútil y cruel de desperdiciar el mejor momento de la rotación de la Tierra. La noche era la cómplice perfecta de mi desesperación. Era tan eterna en mis tristezas, tan despacio transcurría en mi desasosiego y tan nítidos eran los murmullos de los amantes escondidos bajo su manto frío, que no puedo tener una mejor descripción de lo que para mí era la felicidad. Y tengo que dormir en la noche porque si no lo hago no puedo madrugar para cumplirle a la corbata, al salario y al puesto. A lo normal. Eso soy ahora: Una corbata, un salario y un puesto. ¿Para qué? Para poder vivir ¿Vivir para qué? Como lo veo, para poder morir con dignidad, en una mecedora sin el mimbre roto. Porque esta vida así no es más que una suma de segundos, minutos, horas, días, meses y años que me lleven a ese momento sublime llamado muerte. Una sumatoria sin emoción. Una sumatoria de momentos inocuos mientras las canas me pintan la cabeza, los párpados se me vienen sobre los ojos y el pipí se me convierte en un triste artificio asexuado para mear sin presión y con dolor.

Ahora, me someto a jerarquías, me someto al poder, acepto órdenes, cumplo tareas, repito mecánicamente y recitada la misión y la visión de una entidad sobre la que no puedo opinar porque ahí está toda la estantería de lo que soy ahora, y si se me cae la estantería me quedo sin lo que soy. Es decir, me quedo sin este yerro espiritual metido en el cuerpo de un eficiente empleado público disfrazado de seriedad y compromiso al que le quiero patear el culo por lo zoquete una y otra vez hasta que me sangre el pie. Acepto sumisamente todo lo que no soy para poder sobrevivir en este ambiente que le quiebra a uno la voluntad y la rebeldía enfrentándose todos los días a la necesidad, a las deudas, a la angustia de los gastos, al frenesí de tener para ser porque si no tenemos nada no somos nada. Y ese nadie que deambulaba por la noche se ha muerto en mis días en este alguien parco y gris metido en sus días laborales.

Ahora, soy la sombra larga de José Asunción Silva o los días lúgubres de Porfirio Barba Jacob. Ahora, justo en este momento cuando la noche me sorprende junto al insomnio que por fin derrotó a Morfeo en un acto de rebeldía majestuoso, ahora, en esta noche soy tan solo los versos más tristes de Neruda pero sin estrellas titilantes, sin musa y sin dolor de poeta. Porque la poesía se ha perdido en palabras tontas que riman con rutina: camina, domina o ladina. Porque la locura se ha metido en su cuarto de confinamiento, se ha amarrado con su camisa de fuerza para no protestar porque está reprimida detrás de la corbata, de esa impostura falsa y forzada llamada responsabilidad, de una necesidad constante por sobrevivir porque vivir es un privilegio de pocos, de esos pocos a quienes llaman locos, que luchan por su locura y que no se dejan derrotar. Pero yo perdí, perdí víctima de mi propia ambición, perdí escalando por los riscos absurdos y aletargados de "ser alguien en la vida", de donde me voy rodando a golpes porque mi esencia es ser ese nadie. Ese nadie que adoro como el nadie que fui en Buenos Aires, en donde el tango y yo éramos uno, en donde el tango y yo éramos sufrimiento, en donde el tango y yo éramos inspiración.

De eso nada queda, solo recuerdos que añoro de noches eternas entregado a la depresión que amo. Solo recuerdos de la brisa enfurecida golpeando contra mi ventana con el viento helado para decirme con acento argentino: "Ey loco, ahí está el Río de la Plata esperando a que te ahogues en él". Y yo entendí mal. Entendí "ríos de plata" que ahora busco cada mañana enlatado en una ruta que me lleva para vivir esta vida que desprecio, que me quita esos buenos aires de antaño, que me marchita en cada jornada porque me está convirtiendo en algo que no soy.

¿Qué voy a hacer? La respuesta es simple: No sé. Ahora solo sé que soy un cobarde sin respuestas. Que el lunes próximo voy a madrugar de nuevo después de haber dormido en la noche para cumplir juicioso y sumiso con esta vida en la que me enfrasqué. Que diré que sí muchas veces, que vomitaré sonrisas impostadas desde las 8:00 a.m. hasta las 5:00 p.m. para embutirme otra vez en esa ruta hasta mi casa para seguir igual cada día, cada noche, cada vida, cada maldita vida que tenga que vivir para poder sobrevivir.

En fin, estoy aburrido en general de vivir esta vida en particular.

Ahora me voy a dormir, porque mañana tengo que madrugar.

Hasta mañana.




sábado, 21 de febrero de 2015

La ciudad civilizada y Bogotá, la ciudad de la barbarie

(Fotografía: Vanessa Bedoya. Carrera Séptima Calle 19. Bogotá)

La ciudad es la manifestación más evidente de la civilización. Al menos en eso coinciden muchos sociólogos, antropólogos e incluso arquitectos e ingenieros que se aventuran a teorizar sobre lo sagrado y lo profano. Sin embargo, cuando camino por mi ciudad natal, Bogotá, percibo todo lo contrario: Bogotá es la manifestación más evidente de la barbarie.
Siguiendo con la teoría, ese aspecto vago de la presunción confirmada por la ciencia, la ciudad representa la cresta de la ola de la evolución humana en el aspecto social, político y económico. Debo decir, sin querer presumir, que he conocido varias ciudades que para mí responden a unos mínimos de bienestar urbano: Tel Aviv, Jerusalén, Barcelona, Madrid, Buenos Aires, Montevideo, Santiago de Chile, Chicago, Cincinnati, Montreal y Nueva York. Otras un poco más caóticas como El Cairo, Ciudad de México o Lima. Y una absolutamente invivible, inviable, hostil y desordenada, que ha tenido la mayoría de mis momentos en la vida que se llama Bogotá.

Siempre he pensado que la ciudad, como sinónimo de civilización, se construye sobre dos pilares, uno espiritual y uno material. El espiritual es la cultura ciudadana, que es la certeza de que debemos compartir un espacio reducido con muchos humanos y sus formas, colores, olores, sabores y pensamientos. Y el material, que es la infraestructura, ese conjunto de obras que permiten que esos humanos en ese espacio reducido se puedan mover sin estrellarse unos con otros. Con tristeza debo reconocer que Bogotá no tiene en un nivel, al menos decente, ninguno de los dos.

Sobre cultura ciudadana no sabríamos ni siquiera el concepto en el siglo XXI si no hubiese sido por el visionario Antanas Mockus, un buen tipo de sangre lituana que fue alcalde de la ciudad dos veces (1995 – 1998 y 2001 – 2003). Mockus, con mucha paciencia, creatividad y dedicación, intentó arraigar una forma de ser y de actuar acorde con los principios de convivencia ciudadana como respeto, reconocimiento y tolerancia. Sin embargo, como la mayoría de acciones sociales que se basan más en la emotividad que en la política pública y la sanción estatal, el esfuerzo se diluyó con las subsecuentes administraciones. Ahora la cultura ciudadana en Bogotá es ciencia ficción. Por el contrario, en Bogotá se impone esa cultura fastidiosa de “el vivo”, un ser repugnante que saca ventaja de cualquier descuido del prójimo u omisión de la autoridad para sacar provecho.

Y de la infraestructura ni hablar, es un caos imposible de disfrazar detrás de transmilenios, vías de cinco carriles, edificios inteligentes o puentes peatonales. Para nadie es secreto (y los medios lo han hecho público) que la corrupción se ha devorado a Bogotá con cuchillo y tenedor. Samuel Moreno, alcalde de Bogotá 2008 – 2011, entregó la ciudad a su hermano Iván como caja menor de sus multimillonarias cuentas. Alegará presunción de inocencia, pero Iván ya está condenado. Así pues, el atraso de la ciudad es más que evidente. Bogotá es de las muy pocas ciudades en el mundo con más de tres millones de habitantes que no han podido consolidar un sistema de transporte público decente.

Bogotá no tiene metro. Eso lo dice todo. Un metro no es simplemente un medio de transporte efectivo en una ciudad de esta envergadura. Es un monumento al amor propio de cualquier ciudad. Nueva York, Montreal, Ciudad de México, Barcelona, Buenos Aires y Santiago mueven no solo millones de personas. Mueven la dignidad de toda una ciudad.

Entonces, Bogotá es una ciudad con profundas carencias, con pilares corroídos y muy poca voluntad política para un cambio profundo y real. El alcalde actual, Gustavo Petro, cambió sus buenas ideas, acciones e intenciones para convertir a Bogotá en una trinchera ideológica para defenderse de los ataques demagógicos del Procurador y su combo de oligarcas. Y si bien le ha dado un enfoque humano a su gestión, su ego ha sido más importante que la ciudad. La autocrítica no existe en esta administración y por lo tanto no corrige lo remediable y agrava lo complicado.

Es triste decirlo con tanta crudeza, pero Bogotá no es una ciudad civilizada. Es una mole de cemento sin formas ni dolientes clavada entre las montañas a 2600 metros sobre el nivel del mar. Es un lugar en donde impera la ley del más fuerte, en donde los políticos de turno ven más una oportunidad de fama y un peldaño para la Presidencia que un espacio de progreso, un tiempo de cambio y unas personas dignas de la grandeza del lugar privilegiado que le corresponde en el mapa.

Bogotá sin Bogotá es hermosa. Un paisaje de todos los tonos de verde plano rodeado por la cordillera oriental, ríos, cañadas, humedales, praderas y colinas. No por nada el fundador, Gonzalo Jímenez de Quesada, enfermó y murió después de que se fue de Bogotá. Algunos cronistas fantasiosos dicen que lo mató la nostalgia recorriendo el Magdalena y recordando a Bogotá. Lo entiendo. Yo también extraño a Bogotá. O mejor, extraño la idea de lo que creo que podría ser. Una ciudad organizada, limpia y amable en la que dé gusto vivir. De la que no nos estemos quejando todo el tiempo mientras la destruimos porque para quejarnos somos muy buenos pero para respetar somos muy malos.

Para terminar, se acercan las elecciones locales. Los buitres políticos de todos los colores rondan el firmamento de la blanca estrella que alumbra en los Andes. Las promesas vendrán en forma de discurso y una vez más los ciudadanos de la Capital nos dejaremos seducir por unos y otros. Ojalá la mano que va a la urna que deposita el voto esté guiada por la conciencia que concibe a la ciudad como un proyecto de vida y no como un botín político o económico de los poderosos. Bogotá será respetable y grande en la medida en que sus ciudadanos la hagan respetar. Es inútil seguir despotricando de la ciudad mientras nos quedamos cruzados de brazos. El voto es la representación de la democracia que logra cambios. O de la demagogia que los aniquila. Usted elige. Por su ciudad, hágalo bien. Vote bien.