La fuerza interna del cosmos en una pluma

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Como la naturaleza, el alma bacilante...

lunes, 7 de diciembre de 2015

La mirada de Belisario




Hace mucho tiempo que no veía una mirada conmovida tan genuina. Miradas así  las veía mucho en mi padre, que era un tipo de lágrima fácil y que además era tremendamente honesto entre lo que sentía y lo que transmitía. Por eso la mirada de Belisario me impactó tanto. Porque en sus ojos longevos pude percibir un alivio infinito, de décadas de arrepentimiento contenido. Se nota que necesitaba a gritos que le concedieran un perdón sincero, proveniente de una víctima real y emblemática. Y ese perdón llegó. Y él descansó.

El escenario fue la Universidad de Ibagué, un lugar que llevo en mis afectos más preciados porque allá estuve un año y medio como director de programa y docente, en donde la academia tiene un nicho regional auténtico y bienintencionado. Renuncié a esa Universidad porque uno cree que la tierra solo llama cuando se viene de un terruño calmo y se encuentra de repente con el caos de la gran ciudad. A mí me pasó al revés. El caos de la gran ciudad, pero sobretodo, el inefable derecho al frío, me reclamó a gritos mis cobijas y mi ropa abrigada. Por eso regresé a Bogotá y a su cálido frío. No es una contradicción. Lo más (y quizás lo único) acogedor de Bogotá, al menos para mí, es su frío.

Del evento no tengo mayor información. Fue hace pocos días. Pero la fotografía que vi condensa tan bien lo que pudo haber sucedido, que me quedo con esa sola imagen para hacer mis especulaciones. Yesid Reyes Alvarado, uno de los hijos de Alfonso Reyes Echandía, el Presidente de la Corte Suprema de Justicia que fue asesinado entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985 en la cruenta y absurda toma del Palacio por parte del M-19, ahora Ministro de Justicia, se inclinó para tomar con su mano derecha el brazo izquierdo de Belisario Betancur. Betancur correspondió tocando con su mano derecha la mano de Yesid, como agradeciendo el gesto, como valorando el perdón, como soltando una cruz grande y maciza, un lastre de tres décadas que pesaba en su conciencia con cada tic tac del reloj. Y esa mirada, esa mirada de ojos cansinos profundamente emocionados, posada en la mirada indulgente de Reyes que detrás de sus gafas decía sin palabras que comprendía el arrepentimiento y brindaba el perdón. La mirada de Belisario estaba cargada de una dosis inmensa de alivio abriéndose paso entre las verdades que no ha dicho y que quizás nunca dirá.

Por fin, después de treinta años de tan lamentables hechos, se encontraban cara a cara el Presidente de la República que dio (o no dio) las órdenes de la retoma del Palacio de Justicia que culminó en una carnicería infame de sangre y fuego que acabó con la vida de casi cien personas entre magistrados, empleados del Palacio, agentes de seguridad del Estado, transeúntes de malas y por supuesto, guerrilleros del M-19 sin quienes no se hubiera armado todo el zaperoco; y los hijos de la víctima más insigne de la toma, hijos del Presidente de la Corte Suprema de Justicia ese nefasto día, Alfonso, Yesid y Emiro Reyes. Además, estaba Navarro Wolf, líder de esa guerrilla que para los días de los hechos se recuperaba en Cuba de las heridas de un atentado que le hicieron cerca de Corinto, Cauca, en un fallido proceso de paz que terminó de enterrarse con esa toma.

Como lo advertí, no estuve en el evento y no sé qué pasó. Me quedo con la información de prensa y más que nada, con esa imagen de Belisario Betancur y Yesid Reyes que me impactó tanto. Y me quedo también con mis recuerdos de esos 6 y 7 de noviembre de 1985, cuando apenas tenía once años y un papá que vivió muy de cerca el dolor de esos momentos.

Mi padre, Jaime Giraldo Ángel, era profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes y conjuez de la Corte Suprema de Justicia. Alfonso Reyes Echandía era uno de sus mejores amigos. Compartieron aulas como alumnos y profesores de la Universidad Externado de Colombia. Además, sostenían debates ideológicos desde orillas opuestas, pero por eso nunca dejaron de ser amigos. Mi padre, el día anterior a la toma, es decir, el martes 5 de noviembre, estuvo en la Corte dirimiendo un empate de una votación en la Sala Penal, que es la función de los conjueces. Esa fue la última vez que vio a su amigo Alfonso y a varios de sus exalumnos del Externado, como Manuel Gaona Cruz y Carlos Medellín Forero, también magistrados de la Sala Penal de la Corte.

Mis recuerdos de esos días son difusos. Yo estaba en quinto de primaria en el colegio de San Bartolomé la Merced que queda en la Carrera quinta con calle 34 de Bogotá. Tengo dos imágenes tatuadas en mi mente. En la cena del miércoles 6 de noviembre, mi padre estaba escuchando noticias. Se le encharcaron los ojos, se tapó la cara con las dos manos y dijo “mataron a todos mis amigos”. Aún no se sabía el resultado fatal de la retoma. La segunda imagen es la vista desde mi salón de matemáticas el 7 de noviembre en la mañana. Mi colegio queda contra la montaña y se veía a lo lejos la Plaza de Bolívar. Desde el Palacio de Justicia salía una humareda agonizante. Toda la clase me quedé mirando las formas de ese humo mientras se desvanecía. En todas las clases de matemáticas me distraía con algo. Ese día me distraje con la agonía del Palacio de Justicia. Sabía que debajo de ese humo la muerte yacía, por lo que había dicho mi papá la noche anterior. Me dio tristeza. Y pensé en mis amigos.

En la noche de ese jueves vi el discurso televisado de Belisario, que era el mejor somnífero de la época. Pero ese día era distinto. Ese día era importante. Mi padre escuchaba y disentía con la cabeza, le crujían los dientes y reprobaba cada palabra. Yo me quedé dormido.

En estos treinta años la verdad ha ido apareciendo y desapareciendo por pedacitos, por fragmentos, por impulsos de voluntad que rodean cada aniversario de la toma y que se van diluyendo con el trasegar de los días y con la conmemoración de otras tragedias nacionales que también se perpetúan en la impunidad. En estos treinta años los que salieron como héroes desfilando en tanques de guerra dejando atrás las cenizas del Palacio, con el tiempo dejaron de ser héroes y pasaron a ser culpables de crímenes de lesa humanidad. En estos treinta años los líderes sobrevivientes del M-19 han tenido que cargar con el estigma de los brutos, ilusos o claramente malintencionados y cooptados por el narcotráfico (no se sabe ni se sabrá) guerrilleros que decidieron tomarse el Palacio de Justicia, la única rama del poder público que gozaba de algún respeto y credibilidad en esos tiempos aciagos para la Patria, dizque para hacerle un juicio político al Presidente. Su condena fue sentenciada y ejecutoriada ahí mismo. Solo una guerrillera salió viva de esa toma.

En estos treinta años Belisario ha fungido como un convidado de piedra fatal en esta tragedia, a quien se le vio y se le ve aún como un Presidente timorato y sometido por los sables de los militares que decidieron resolver la situación a su manera. Y su manera fue la peor manera. Nadie le cree que con su tono poético y apaciguado haya podido dar las órdenes enérgicas que requería semejante salvajada.

En estos treinta años se ha develado que lo peor que pasó en esos dos terribles días, es que todos los actores de la toma y la retoma actuaron creyendo que tenían la razón, que defendían la democracia y la justicia, mientras la justicia misma terminaba incinerada entre los escombros de su Palacio, implorando que cesara el traqueteo de las armas para que imperara el diálogo. Pero nadie la escuchó, nadie dialogó, nadie dijo nada hasta que pararon las balas para contar los muertos.

Ya nada puede reparar el daño. La cicatriz profunda que quedó en la institucionalidad y en la sociedad no será borrada ni por la verdad ni por las mentiras que han rondado todo este episodio. Pero al menos se siente un destello de paz en esa imagen y en ese perdón. Saber que una persona nonagenaria va a poder bajar al sepulcro con algo de tranquilidad y paz en el corazón después de recibir el perdón de los hijos de Alfonso Reyes Echandía, después de treinta años de reflexión y arrepentimiento, es tremendamente valioso. El perdón sana, tanto a quien lo pide con arrepentimiento como a quien lo otorga con sinceridad. Solo hay que observar con detenimiento la mirada conmovida de Belisario para notar que así es.