La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 31 de julio de 2016

Decadencia





Esto debe ser lo que llaman decadencia. Un hombre luchando por los últimos vestigios de sus ilusiones. Un sibarita buscando rezagos de talento en un juego de palabras que ya no dicen nada. Una botella de vino que se fue amargando con el tiempo y que ahora sabe igual que la saliva que lo toca. Un cúmulo de promesas incumplidas que ya a nadie le importan, porque ya nadie se siente defraudado.

Ahí se va yendo la vida muchacho, en donde el tiempo lo cura todo hasta que un día te mata. Ahí se va yendo la vida muchacho, en donde tu genialidad se va convirtiendo en locura y la locura en enfermedad. En donde marchitas sin más primaveras. En donde tus días y tus noches tienen un solo sentido: de ida.

Esto debe ser lo que llaman crecer. Cada vez que un niño mata un sueño a la cara le sale una arruga. Y así vamos quedándonos sin sueños y nos vamos llenando de arrugas. La vida pesa y apenas se sobrevive. Cada día me levanto para hacer algo que no me gusta, en lo que no creo, que me aburre profundamente. Pero me pagan y eso es suficiente, porque con ese dinero compro el alimento que me va a permitir levantarme un día más para seguir yendo a ese trabajo de mierda, para seguir muriéndome día tras día solo con el impulso de mis propios pies.

Odio los horarios y las responsabilidades. Odio el dedo acusador que desde la superioridad de su éxito me señala cómo se hacen las cosas bien, cómo se han hecho siempre y cómo se seguirán haciendo.

Vivimos en un mundo de jerarquías absurdas, de lealtades hacia arriba, en donde quién tiene el poder exige esa lealtad pero le pesa su puta soberbia para brindarla con sinceridad. Porque para esos majestuosos seres la lealtad es que el mundo perciba a su ego como ellos mismos lo perciben, como si el mundo les debiera algo, como si fueran lo más preciado del universo... y pues no. Esa gente miserable vive en el globo que otros les han construido lamiéndoles el culo sin más crítica que hacerles ver alguna mota que se les subió al hombro del vestido. Lameculos y agrandados, así funciona este mundo cabrón. Cuántos rostros están apareciendo ahora en mi mente. Cuántos personajes levitando en la burbuja de su propia arrogancia, esperando pleitesía gratis porque sí, porque son poderosos y pueden. Veo un calvo hijueputa, un niño grande con ínfulas de sabio, un par de gordas malditas, un atrabiliario corrupto que en lo más bajo de sus actos decidió volverse evangélico cristiano para hacer de su poder efímero una superioridad moral permanente. Sí, los veo y los recuerdo, escupo esta pantalla y sigo escribiendo.

Esto debe ser lo que llaman sufrir. Levantarse cada día con un vaho rancio en la boca, con una noche mal dormida, con la angustia de no haber cumplido con algo que no le sirve a nadie pero que igual te lo van a pedir porque hay que aparentar. Sufrir es meterse en un vehículo que te llevará ciento cincuenta cuadras en un trancón insufrible hacia la rutina que detestas para ver otras almas grises fingiendo que hacen mucho y peor aún, que lo que hacen es muy importante. Bah, o ja. No sé.

Estoy cansado de fingir. Estoy cansado de mirar a tanto hijueputa a la cara como si les admirara algo, como si de verdad le estuvieran aportando alguna cosa a mi vida. Estoy cansado de ser un cobarde, un hipócrita, un desadaptado que se esfuerza por encajar como una ficha de lego en un rompecabezas, y que sonríe con una máscara llena de arrugas y muerta de sueños.

Solo hay algo que me mantiene vivo: Escribir. Poder coger ese mazacote de venéreas que tengo en mi cabeza y convertirlo en palabras. En estas palabras. Y no escribo para agradar. Escribo para desahogarme, para hacer mis catarsis, para decir con mis dedos todo lo que no puedo o no quiero decir con mi lengua.

Esto debe ser lo que llaman escribir. Tomar los sentimientos por decadentes que sean y traducirlos en algo que sus ojos puedan interpretar. Perdón por robarle sus minutos, perdón si de alguna manera lo ofendí. La verdad no escribo para encontrar empatías. Ni para nada en especial. No escribo ni siquiera para vender. Escribo porque esto es mucho mejor y más constructivo que vomitar. O mejor, es una forma elegante y retórica de vomitar. Perdón si lo salpiqué con pedacitos de letras o flujos de oraciones. Solo pasé por acá a restregar mi decadencia, a raspar el piso, a esnifar mi rabia, a postrar mis ilusiones. Una vez más.




domingo, 24 de julio de 2016

Las bendiciones del fracaso


El fracaso es percibido como la decepción, la derrota, la claudicación ante un reto, el fin de un sueño, la vergüenza pública o la renuncia a un proyecto. Como premio de consolación, el fracaso será valorado, después de superarlo con mucho esfuerzo, reflexión y autoconvicción, como una experiencia, como un tip del manual de lo que no se debe hacer y la garantía de que no lo volveremos a repetir.

Pues bien, les contaré mi historia. El fracaso para mí tiene un solo significado: Es vivir haciendo algo que no nos llena, así ese algo nos dé éxito permanente. Y bueno, siendo así, yo vivo fracasado. Porque para vivir tengo que hacer cosas que definitivamente no me llenan. ¿Y qué hago? Trabajo. Trabajo ahora y trabajé antes en tareas que no me emocionan, que no me alegran, que no me ilusionan. Trabajo para sobrevivir, para ganar un salario y pagar mis cuentas, para cumplir un horario, llenar mi hoja de vida para poder buscar otro trabajo que igual, me va a volver otra vez un fracasado. ¿Y qué quiero hacer? Escribir. Escribir me llena. Justo lo que hago en este momento. Escribir es el motor de mi existencia. Desde que aprendí a escribir, no he parado de escribir.

Cuando era un niño escribía historias fantásticas, me inventaba mundos, personajes y situaciones llenas de imaginación. Recuerdo que escribí la historia de un soldado que ascendía y ascendía guerra tras guerra hasta ser Mariscal con tanta mística y convicción, que terminó siendo asesinado por un soldado de su propio ejército que quería ser como él, porque sentía que mientras él viviera, nadie podría ser como él. En fin, para ser un niño pensaba con mucha sordidez. Pero así viví, así crecí, así me formé, escribiendo historias.

Luego escribí crónicas, historias que viví o que me contaron. Escribí sobre atentados y muertos. Era el mundo que me rodeaba cuando era un adolescente. Las bombas estallaban en cualquier lugar, los atentados a personajes importantes eran la noticia de cada día, y siendo mi padre uno de estos personajes importantes, viví entre las amenazas, los sufragios y la zozobra de escoltas armados que al menos una vez a la semana me decían que me tirara al piso del carro en el que me movía.

Luego tuve que trabajar. No puedo negar que he tenido días buenos, emocionantes, que me llenan. Sobre esos días he escrito también. Escribí, por ejemplo, sobre el día en el que María Lepesqueur, la mujer más buena y dedicada que he conocido, me contó en una banca de la iglesia de Bojayá cómo fue esa masacre del 2 de mayo de 2002, cómo se la contaron, cómo se la confesaron de uno y otro bando y cómo vivió el renacimiento de ese pueblo desde las cenizas de su dolor.

Pero la mayoría de mis días han sido grises, parcos, destemplados y sonsos, sin mayor emoción que la de algún tropiezo en la calle, la cerrada de un taxista energúmeno o la cagada de una paloma desde un cable de la luz. Esos han sido la mayoría de mis días. Los días de un fracasado que se despierta cada día para hacer algo que no disfruta y se acuesta cada noche con la certeza de que no lo disfrutó.

Por eso puede resultar tan incoherente y vacío que les quiera hablar de las bendiciones del fracaso. Porque no les voy a decir nada de la experiencia, de cómo evitarlo o cómo superarlo para que sean exitosos. No. Yo solo les voy a prestar mi equipo de inmersión en el fracaso. Mis tanques, mis aletas, mi visera y mi esnórquel. Les digo que el fracaso ha impulsado cada día mis dedos hacia las letras para escribir y hacer mi catarsis. No he hecho de mi fracaso diario un drama permanente. Mi fracaso, al fin, es la ruta de mis palabras. He aprendido a escribir para vivir y he aprendido a vivir para escribir. Pero escribir no mantiene mis bolsillos. Eso lo hace mi trabajo. Escribir mantiene mi espíritu arriba, mis ganas de perseverar, mi mundo paralelo, mi imaginación, mi capacidad para seguir con una sonrisa porque yo no pienso. Yo escribo con la mente. Y esos trazos permanentes de letras, palabras y párrafos mientras trasego los días me han permitido soportarlos, enfrentarlos y derrotarlos. Cada día me levanto con una oración en mi tintero. Cada noche me acuesto con algunas frases escritas. Por eso el fracaso me ha hecho escritor. Porque yo ya no sé si estoy viviendo. Pero estoy seguro de que estoy escribiendo. Escribiendo como un fracasado que se acostumbró al fracaso, a quien el fracaso no le asusta y, por el contrario, se convirtió en un confidente de sus más oscuros pensamientos y sus más tiernas ilusiones. Escribo como un escritor fracasado, que siempre será mucho más escritor que persona.

martes, 2 de febrero de 2016

LA ETERNA RECAÍDA DE ALGUIEN QUE SE LA PASA MIRANDO AL PISO




Hoy volví a jugar. Sí. Lo digo con vergüenza absoluta, como el vicioso que recae, como al infiel que lo descubren, como quien se pisa la toalla saliendo del baño público y queda en bola, como quien se dio cuenta después de despedirse en la primera cita con la mujer de sus sueños que anduvo con un moco acróbata colgando de los pelos de su nariz. Me metí a un antro en el centro de Bogotá a jugar póker de máquina, como en los viejos tiempos. Llevo una semana de recaída y he perdido hasta la madre, como perdía cada semana hace más de diez años cuando juré que sería la última vez que entraría a un lugar de esos, que no volvería ni siquiera para comprobar que ya había superado mi adicción.

El martes pasado me atrapó el pico y placa en la oficina con poco trabajo y mucha pereza. Salí a la calle en el centro de la ciudad para dar una vuelta esperando encontrarme con alguien conocido por casualidad. Pero las casualidades no existen. Lo único que encontré fue mi pasado esperándome con minifalda debajo de un letrero luminoso de casino y una puerta de arco grecoromano pobre, tan pobre como yo cuando salí de allí.

Entré simulando curiosidad, revolviendo con los dedos un par de billetes que tenía en mi bolsillo que llegaban a sumar treinta mil pesos. Me dirigí a la caja para ver quién cambiaba los billetes por monedas, para sentir esa sensación alucinante que convierte un pedazo de papel en muchos pedacitos redondos de metal. Pero la tecnología no fue ajena a los casinos en todo este tiempo. Ya no hay ranuras para monedas. Ahora la máquina te arranca directamente el billete. Solo hay una ranura estrecha y delgada por donde se te va silenciosamente el dinero para siempre. Ya no existe ese sonido mágico de las monedas cayendo como aguacero de hierro en una bandeja. Ya no se ensucian los dedos con esa marca indeleble de la pobreza, de quién tranza con las vueltas del bus sus miserias. Ya no se siente el olor a moho y óxido de las rodajitas de metal apiñadas en un vaso plástico gigante. Las monedas son el bien universal de intercambio de  la pobreza.

Entonces, me acerqué a la máquina solitaria que me estaba esperando como el viejo amigo que te embriagaba a ratos y al que abandonaste cuando quisiste ser mejor persona; pero que igual, está allí siempre, en el mismo lugar, con esa sonrisa indulgente que lo perdona todo. La pantalla me mostró diamantes, picas, tréboles y corazones en hileras de a cinco para darme fortuna solo por organizarse en maravillosos pares,  tríos, escaleras, pintas y por qué no, en póker, el maravilloso póker.

Empecé a presionar el botón de juego y a marcar cartas esperando que mi intuición y mi suerte se juntaran en un instante para arrancarle unos centavos al destino y largarme de allí incólume, con la certeza de que el vicio era cosa del pasado y que ya lo puedo controlar, porque mi voluntad ha crecido y ahora soy un ser maduro que puede caminar sobre las aguas sin mojarse, sin querer nadar, sin ahogarme y sin sufrir. Pero los treinta mil se fueron sin mucha resistencia en veinte minutos y yo quedé rabón, con una mueca amarga que me invitaba a la revancha, a la venganza, a no dejarme arrancar míseros treinta mil pesos por esa máquina del demonio. Era poco lo que había perdido y era fácil recuperarlo.

Como antes, cuando solo verificaba en el cajero que no tenía plata, salí para uno a sacudir mi riqueza, para demostrarle a esa maquinita de mierda que treinta mil pesos no son nada ahora para mí, que por estos días no ando revolviendo monedas sino billetes en mis bolsillos y que ahora tengo con qué respaldar el duelo que me pinta. Que ya no soy el estudiante arrancado buscándose unos pesos para pagar el transporte sino que ahora llego a este casino por placer, porque me puedo dar el gusto de derrochar, porque ahora no vivo de mis papás sino de mi trabajo. Máquina malparida. Ha sabido sacar mi versión más arribista y detestable.

No saqué cien mil pesitos, no, saqué de una vez 600 mil, que es lo máximo que bota el cajero por transacción. Si esa máquina creía que me iba a pelar, al menos le iba  dar la pelea en serio, con la billetera llena para que no me fuera a despachar en diez minutos. Llegué de nuevo al casino, busqué la máquina como quién busca al deudor que se esconde para no pagar y me paré al frente. Le di un billete de 50 mil para que se lo tragara y así empezamos esa danza de luz y musiquita de carrito de helados que hipnotiza como la serpiente que tentó a Eva para que mordiera la puta manzana. Y yo mordí mi mezquindad y mi ambición, el deseo de conseguir dinero fácil, sin trabajar. Mordí la tentación y ya no hubo remedio.

Esta era una máquina en la que cada crédito vale cincuenta pesos. Es decir, de inicio marcó mil créditos. Ahí iba a estar un rato apretujándole las teclas y ella me iba a tapar y a destapar sus cartas. Eran ya las siete de la noche y estábamos solos, ella y yo, con otras máquinas alrededor abandonadas por personas que habían ganado o habían perdido pero que ya se habían ido. Seguramente muchos más los que habían perdido. No recordaba la función de las minifaldas en los casinos pero pronto me refrescaron la memoria. Una niña, la misma que había visto llegar parada en la puerta grecoromana pobre, llegó muy amable con un plato pequeño de comida simple, un trocito de carne con arroz y ensalada en un platico y un vaso de bebida “gratis”, como si uno no invirtiera el equivalente del costo de una langosta con vino blanco en un restaurante fino de Bogotá, un bien tan preciado y esquivo como los diamantes que se usan para decorar cuellos, dedos o gargantas, pero para regocijo del estómago capitalino que solo así puede llegar al mar.

Empecé ganando, maldita sea. Ganar es la forma más segura de enredarse en estas redes de perdición. Es el anzuelo que se clava en el paladar del ludópata y no hay movimiento que lo pueda zafar del encanto mágico del dinero fácil. Con pocas jugadas ya tenía mil quinientos créditos, es decir, ya casi había recuperado los 30 mil que me tenían ahí, luchando por mi venganza. Y así me mantuve un buen rato. Pero yo no quería ganar. Yo quería humillar a esa máquina, que me escupiera hasta su último centavo para dejarla allí postrada, derrotada, suplicándome perdón por haber osado arrancarme mis treinta mil pesitos. Pero no fue así, el efecto narcótico del triunfo se empezó a diluir cuando los créditos se empezaron a esfumar y yo metí billete tras billete en esa ranura con la esperanza de recuperar un poco o de ganarlo todo. El jugador pierde la noción entre ganar y recuperar. El jugador cree que gana cuando recupera un poco y recuerda cuánto perdió y quiere recuperar todo y recuperando pierde. Es masoquismo puro. El jugador, en lo más profundo de su alma, sabe que va a perder y lo sigue intentando, como quien se entrega a cualquier vicio sabiendo que es, será y seguirá siendo su eterna perdición.

El reloj me recordó que el pico y placa ya no era excusa para matar el tiempo y que mi carro ya podía desplazarse libremente por la ciudad en el trancón que lo lleva a uno de un lugar a otro. Entonces pensé que lo mejor era dejar que el tráfico bajara para llegar rápido a mi casa. Eso simplemente era una excusa para darle largas a mi tiempo de pelea, de frustración, de intentos por recuperar lo irrecuperable. Ahora el humillado era yo, quién suplicaba era yo, quién quedaba vacío y postrado era yo. Y quería más tiempo para sufrirlo, en un acto, como no, de estupidez consciente.

Aún me quedaba un gramo de vergüenza y después de perder 400 mil con el tiempo vencido para regresar a mi casa, en donde me esperaban mi esposa y mi bebé recién nacido, decidí parar, como el borracho que sabe que con el siguiente trago va a empezar a cogerle el culo a las mujeres y a buscarle pleito a los hombres. Caminé al parqueadero sin despegar la mirada del piso, repasando cada baldosa, cada división en los andenes, cada bache en el asfalto hasta que llegué. Abrí mi billetera para pagar el día. Estaba casi vacía, con menos de la mitad de lo que llevaba y con unas ganas infinitas de regresar a ese casino. Pensaba que si había podido recuperar 30 mil por un instante no sería tan difícil recuperar 400 mil, solo era cuestión de estrategia. Al otro día regresaría en algún momento para enmendar mi falta, podría llegar a un acuerdo amistoso con esa máquina a la que solo le pediría devolverme mis 400 mil y ya, como si nada, como si esos diez años de abstinencia jamás se hubieran suspendido. Llegué a mi casa, besé a mi esposa, cargué a mi bebé y me acosté a dormir alucinando entre las luces y los sonidos del antro ese, esperando los primeros rayos del sol para ir a la oficina y luego a recuperar mi plata, como si fuera a hablar tranquilamente con una amante en decadencia solo para decirle que no nos veríamos más, que solo fue un error, que todo estaba olvidado. Pero que me devolviera mi cochina plata.

Al día siguiente, después de quitarme las lagañas, repasé el monto que tenía en la billetera. 200 mil que debería volver de nuevo 600 mil por obra y gracia del espíritu bendito de la suerte. Como si el cosmos confabulara para entregarme al regazo de la perdición, las reuniones de la tarde fueron canceladas. Entonces, después del almuerzo, ya tenía mi agenda disponible para este encuentro distendido con la máquina que me había secuestrado mi plata. Almorcé y salí presuroso para el casino. Puerta grecoromana pobre, letrero luminoso y minifalda en la puerta. Todo en su lugar, dispuesto para ese encuentro amigable en el que iba a disuadir a la máquina para llegar a un acuerdo amistoso. Ni ella ganaba ni yo perdía.

Llegué al lugar de las máquinas de póker. Contrario al primer día, casi todas las máquinas estaban ocupadas. Sin embargo, mi máquina, la que me debía mis 400 mil estaba allí, esperándome. Solo le faltaba brindarme un café, cosa que hizo la señorita de la minifalda antes de que yo metiera los primeros 50 mil.

Pensé que yo era el único que convertía en personas ficticias a estas máquinas embrujadas. Pensé que yo era el único que establecía estos diálogos imaginarios de encuentros y desencuentros, de duelos y reconciliación, de seducción y disuasión. Pero con mis colegas alrededor, jugando frenéticamente con sus propias perdiciones, descubrí que yo no hacía de estas relaciones algo tan evidente. Al menos esa discusión permanecía en mi imaginación y no la verbalizaba. Pero mis colegas, viejos zorros de los casinos, no podían disimular la euforia de su propia relación. El cuadro fue exasperante, continuo, decadente y patético. La persona apostada a mi lado izquierdo, le decía a su máquina “mamita”. Mamita es el término más grotesco para dirigirse a una mujer si ésta no es la mamá. Le decía “mamita, devuélvame la plata”, “mamita, deme juego”, “mamita, no sea malita” y por último, antes de que la máquina lo pelara una vez más y lo sacara de allí con una patada en el culo, dejó el “mamita” por “esta gonorrea me vació otra vez” exhaló un suspiro entrecortado, le pegó a la pantalla un puño suave pero con rabia y se fue. La “mamita” se quedó ahí con su plata. Pero yo sabía que él iba a volver a seguir rogándole a su “mamita” que le devolviera la plata, mucha, supongo.

La persona de mi lado derecho balbuceaba cosas incomprensibles, algunas veces como si susurrara, otras, con un pitido insoportable como generando suspenso. Este jugador iba ganando y con cada triunfo la daba una caricia al costado de la máquina, como si la consintiera. Como en el tráfico más hostil de la capital, lo mejor es no hacer contacto visual con nadie, pues se corre el riesgo de que el jugador con el que uno se cruce las miradas, lo haga a uno partícipe de su tormentosa relación. Como novato, me pasó. Miré al señor de la derecha, el que balbuceaba cosas incomprensibles, un anciano de unos sesenta y tantos años y con ese tono del alcohólico que está temporalmente sobrio, me sonrío y me dijo: “Hoy está suavecita, está dando bueno”. Yo correspondí la sonrisa y no pude disimular el pánico de verme allí reflejado, como si fuera mi espejo de la máquina del tiempo ubicado en el futuro. Rápido me deshice de esa imagen con una dosis espontánea de autoayuda, diciéndome a mí mismo que esa ya no era mi vida, que este era un trance temporal y que una vez terminara de conciliar con mi máquina la devolución de mi dinero, todo habría terminado.

Para evitar estos encuentros incómodos, decidí fijar mi mirada en la máquina que me correspondía y solo dejé que mis oídos estuvieran pendientes de las relaciones conflictivas de mis colegas por si alguno se deschavetaba. Y es que pasa mucho. En los casinos la gente enloquece y hay que estar alerta porque a veces hay que correr por la vida. Hace más de diez años, mi compañero ocasional y anónimo de infortunio después de varias horas de estar jugando, no aguantó la presión de perder eternamente y la emprendió contra la máquina. La cogió a puños y patadas con ira e intenso dolor y también a quiénes intentaron controlarlo, entre quienes por supuesto, no estaba yo. Yo corrí, cobardemente corrí y me hice detrás de un biombo para ver en qué terminaba la gesta del desgraciado. El tipo exigía que le devolvieran su plata porque las máquinas estaban arregladas y él perdía en jugadas absurdas, como que le plantaban un tres para doblar y miserablemente su carta de respuesta era un dos. Para él esto era imposible ¿Cómo era posible que le saliera la única carta con la que podía perder? Él tenía razón. Las máquinas están arregladas. Pero todos lo sabemos. Desde la niña con la minifalda a la entrada hasta el dueño del casino lo saben. Los jugadores lo saben. Ese es el negocio. Si las máquinas no estuvieran arregladas no serían negocio. Uno solo juega para ser el afortunado que se cruza con el juego en el preciso instante en el que lanza el anzuelo con algo para los zombies desventurados que van todos los días allí para dejar su sueldo, su producido, la utilidad o la pérdida de sus negocios, lo que tienen y hasta lo que no tienen. Uno va por las migajas de un banquete en donde los señores son los dueños de los casinos y uno es el perro que espera paciente a que se caiga un hueso de la mesa. Un hueso que casi nunca cae antes de las patadas que lo sacan a uno de allí con una mano adelante y otra atrás, con el rabo entre las patas.

Ese día también perdí. No quiero decir cuánto porque me da vergüenza. Y me avergüenza decir que he ido todos los días durante una semana sacando minutos a las horas y segundos a los minutos como el drogadicto que se mete al baño para pegarse su plum en la oficina, el que necesita, el que le hace falta, el que lo hace ser más eufórico y productivo. Y es que el juego es la peor de las adicciones. Las sustancias psicoactivas tienen la bondad de sacarlo a una de la realidad. El trago embrutece y la droga enloquece. Pero el juego no. El juego solo implica una descarga de adrenalina y de desespero que no tienen la benevolencia de doparlo a uno, de aletargarlo, de matarlo. El dinero se va a chorros con ese sofisma estúpido de “recuperar”. En el juego nunca se recupera. Solo se gana un día un poco para perder al día siguiente el doble, el triple, el cuádruple y así. La espiral no tiene fin. Pero aún más grave que la espiral de pérdida de plata, el jugador pierde mucho más que eso.

Como dije, uno en el casino vive con las antenas bien puestas para poder escanear lo que pasa alrededor. No solo por la locura súbita de los perdedores fracasados y frustrados que es riesgosa. También los amigos de lo ajeno rondan esperando cualquier descuido para alzarse con todo lo que esté por ahí pagando. Y uno, concentrado en la máquina, deja pagando todo. Hasta la billetera que tiene en el bolsillo. Idiotizarse con el juego es muy fácil. Se pierden reflejos, concentración, agilidad y por supuesto, dignidad. Mucha dignidad. En todos los rincones del casino hay letreros que advierten que el establecimiento no responde por objetos robados. Empezando por lo que roban ellos con máquinas arregladas que abusan de incapaces mentales que sabiéndolo van (vamos) y juegan. Y en ese estar pendiente sin estar pendiente, yo logré ver en los demás jugadores, mis colegas, lo que detesto de mí.

El jugador por definición es cínico o mentiroso. El cínico, usualmente es el “comerciante” que considera que el juego es un negocio más. Y adquiere el juego como un hábito porque es otra manera de ganar dinero con ardides poco santos pero válidos, como se hacen los negocios. Esos son los expertos, los que hablan con la máquina alegándole como si fueran su empleada y las putean cuando pierden. Creen que conocen las dinámicas de ganancia del juego y creen además que pueden ganar sistemáticamente, enriquecerse y vivir de esa actividad. Por supuesto, estos son los más miserables y los que más pierden. Y son los que más pierden porque viven convencidos de que pueden ganar. Entonces, vuelven una y otra vez para comprobar su teoría. Cargan esmeralditas en el bolsillo que venden a un módico precio cuando están pelados. Su aspecto es tenebroso pero no más que su lenguaje. Se quedaron estancados en la época del narcoterrorismo de finales de los 80´s y actúan, visten y se comportan como pequeños traquetos con aspiraciones de capo. Con estos es completamente prohibido establecer contacto visual. Cuando era ludópata compulsivo, hace más de diez años, osé mirar a un personaje de estos a los ojos. Inmediatamente me culpó de haberle echado “mal de ojo” a su máquina y me exigió que le devolviera 100 mil pesos que había perdido. Cuando se acercaba energúmeno para encuellarme, la señorita de minifalda y el celador me salvaron de sus garras. Era usual que tuviera ese comportamiento y los celadores ya lo sabían. Obviamente, no pude volver a jugar en ese lugar.

El mentiroso es como yo, un tipo inseguro, avergonzado, lleno de demonios internos que va a purgar con el sonido sicodélico de las máquinas y las luces titilantes de las pantallas sus culpas y sus ambiciones, un masturbador compulsivo de sus propios miedos y un pornógrafo del espíritu, que va contando su intimidad en un texto que llegará a los ojos de quien lo quiera ver sin ningún otro propósito que el de exhibirse.

Y uno es mentiroso porque el juego es parte de la vida clandestina, esa que uno oculta porque no va con lo que uno aparenta: Ser un tipo serio, centrado en su trabajo y en su familia, que a pesar de algunos desvaríos naturales no parece ser un ente pegado a unas cartas virtuales, a un espacio sórdido de perdición, a un prostíbulo en donde se pierde la plata sin sexo. Y entonces, cuando entran las llamadas a los teléfonos de los jugadores, empiezan las mentiras. Unos corren al baño y cierran la puerta para que el sonido ambiente no los delate. Inventan reuniones importantes y susurran para no interrumpir esa reunión que no existe, que tan solo está en la imaginación de ese timador perdido en el bosque de sus propias frustraciones. Otros se quedan al frente de la máquina y sugieren caminar por la calle y dicen que el ruido es de la calle, que van de un lugar a otro para cumplir una cita o dejar un documento. La mente del mentiroso hace maravillas. Inventa las historias y las enriquece con todo lo que sea necesario. No hay una forma de tapar una mentira sin que sea necesaria otra mentira. La mentira es una cadena sin fin que lleva al mentiroso a vivir una vida falsa, creada en su propia mente, hasta que llega a creérsela, a justificarla, a convertirla en realidad por fuerza del desespero. El mentiroso es un tipo que sube a un edificio alto en un ascensor que no baja. La única manera en la que un mentiroso puede salir de la mentira es arrojándose dese el último piso al vacío de la verdad una sola vez y para siempre en un suicidio de esa vida que inventó. Las consecuencias son impredecibles, pero la verdad, por dura que sea, es la única manera de renacer. Pocos lo hacen, pocos lo intentan, casi siempre el mentiroso muere mentiroso, creyéndose sus propias mentiras y juzgando como injustas las desgracias que le pasan. El mentiroso casi nunca recuerda cuándo pasó la raya que ya no lo dejó regresar. El mentiroso vive en barrena permanente, entre la vergüenza de que lo descubran y la estratagema para volver a engañar. El triunfo del mentiroso es el engaño. Y el engaño en sí mismo es un fracaso permanente. Yo he suicidado al mentiroso más de una vez confesando verdades dolorosas, hiriendo a las personas que amo y que me aman, dejando esa estela de desconfianza que no se borra nunca. Pero de alguna manera encuentro de nuevo el camino de la mentira y asciendo de nuevo a ese edificio del que no se puede bajar. Y otra vez me lanzo, quizás esperando a que un día me salgan alas para poder pilotear esta miseria entre ser y no ser, entre la mentira y la verdad, entre lo que soy y lo que quiero ser, entre lo que detesto de mí cuando miro al espejo y lo que me imagino que puedo llegar a ser cuando dejo de mirarlo.

Sí, otra vez caí. Otra vez me dejé llevar por el frenesí del tiempo libre y mi falta de voluntad. Otra vez programé mis males a plazos prorrogables hasta la eternidad. Otra vez me dejé derrotar por mí mismo, por esa parte de mí que no me sirve de nada pero que me llena del más aberrante de los hedonismos. Nadie me creería si digo que esta semana en la que me he revuelto en mi propio estiércol ya pasó y que ahora estoy lanzándome de nuevo al vacío de la verdad. Ni yo mismo me lo creo.

Llevo unos días sin ir. Unos días recordando qué mentiras le dije a mi esposa para que no se me olviden y así poder decirle más mentiras concordantes de tal manera que esa sea la verdad para ella y para mí. Llevo días reflexionando sobre lo vacío que es ese mundo bizarro lleno de personas anónimas, de sombras lánguidas que se aferran a la esperanza de que una máquina les dé lo que su talento no puede.

No estoy acá para dar cátedra de moral o para decir que este es mi balance. No. Porque no sé si vuelva a caer. Hace más de diez años pensé que era la última vez y heme aquí, de nuevo, diciendo lo duro, inútil y sórdido que es esto. Mi ánimo no es el de redimirles señores jugadores. Ustedes no me van a leer porque ustedes no leen. Y lo sé porque yo tampoco leo cuando juego. La mente se limita a ese deseo inmenso de que un golpe de suerte nos devuelva unos centavos para aniquilar los remordimientos acumulados de días, meses y años aferrados a esta ilusión absurda de lograr con suerte lo que no se ha luchado con trabajo.

No quiero volver, no solo por el dinero que perdí sino porque descubrí que aún soy todo lo que detesto de mí. No quiero volver porque la máquina es el referente máximo de mi debilidad y porque siempre me va a ganar. Porque soy yo mismo en mi zona de confort, la que no lucha, la que no piensa, la que no sabe enfrentar a la vida y sus demonios, la que se conforma con lo más pútrido de su mediocridad, la que se resigna a ser un despojo que es capaz de culpar a la suerte y al destino mientras le pega a las teclas de una máquina infernal. Espero no volver, pero no porque esté aferrado a una promesa de caballero medieval. No quiero volver porque anoche que abracé a mi hijo más pequeño para dormirlo, recordé todas las veces que empeñé el dinero que necesitaba para mantener a mi hijo más grande, cuando ese dinero nos hacía falta, mucha falta, de verdad. Recordé cuando él, mi hijo grande, era bebé, como mi pequeño hijo ahora, y yo llegaba a la casa sin mercado, sin leche y sin pañales, maquinando una nueva mentira que a él no le importaba porque a él no lo podía engañar.

Ahora puedo decir con mucho de arrogancia y poco de orgullo que los daños no tienen ese nivel del pasado, que la plata que perdí me hará falta para un lujo o para una comodidad pero no para los pañales, la leche o la tranquilidad de mi bebé. Pero viéndolo a los ojos mientras espero que se duerma, no quiero que él vea en mí lo que mi otro hijo, que ya roza los veinte años, vio en mí. No quiero que mi historia del día para él cuando tenga un mínimo de uso de razón sea contarle si me fue bien o mal en el casino, si gané o perdí, si la máquina estuvo generosa o tacaña. No quiero que eso sea lo que mi hijo reconozca de mí, un ser básico y atormentado buscando en un lugar bizarro y lúgubre el triunfo pírrico de arrancarle a un artefacto sicodélico unos billetes para sentirme feliz o triste. No quiero ser eso. No quiero ser lo que fui esta semana.

Ahora descubrí que no superé mi adicción ni ahora ni en estos más de diez años que pasaron. Descubrí que lo único que necesito para recaer es exceso de tiempo y falta de voluntad. Mi voluntad siempre ha sido débil y no lo considero un defecto en sí mismo. Mi ley siempre ha sido la ley del mínimo esfuerzo y no me avergüenzo por eso. Me avergüenza que mi mínimo esfuerzo sea para jugar habiendo tanto ocio en el mundo en el que puedo invertir ese mínimo esfuerzo sin arriesgar tanto y sin sentirme tan mal. Siempre he sido un sibarita irresponsable retando a los malevos. Pero el juego es un espacio tedioso, estático, sin gracia y cruel. Si he de desperdiciar mi tiempo que sea en escenarios más apasionantes, en donde mi mente se rete con mentes naturales y no esas estúpidas mentes artificiales que fueron capaces de dominarme antes y ahora.

Qué bueno mejor irme a cagar a patadas en el fulbito con los compañeros de la oficina, con los que nos miramos mal y con los que nos miramos bien. Qué bueno descubrir en la interpretación actoral los demonios que uno mismo carga mientras los actores y las actrices se deshacen en los tablados. Qué bueno conectarse con la guitarra del bohemio que le da por tirárselas de artista en un bar. Qué bueno por fin entregarme al placer de la lectura con el mismo ahínco que me entregué a esas cartas amañadas pintadas en una pantalla. No me arrepiento de perder el tiempo. No. Me arrepiento de perderlo jugando sabiendo que de verdad se pierde.

Y este no es un manifiesto de compromiso ni una carta de arrepentimiento. En cierto modo, es mi confesión, mi verdad, mi testimonio expuesto para quién se pueda y se quiera nutrir de él como todo lo que escribo. Un panfleto tirado en la calle para quien lo quiera levantar. Esta es mi catarsis, una nueva catarsis en la que cuento un cuento largo de algo tonto que hice. Mi vida es una secuencia de tonterías y ya. No estoy acá para darme látigo por eso. Pediré perdón a quien debo, quienes saben quiénes son. Y seguiré adelante pretendiendo, como siempre, que aprendí algo de esto.

Ya fue. Todo lo que fue, ya fue. Y solo me queda esta experiencia para escribirla, lo que más me gusta. Entonces si lo escribí valió la pena. Y ya.

Voy hacia mi casa caminando mirando el piso. Voy contando las baldosas, las divisiones en la acera y los baches en el asfalto. Voy caminando pensando con los dientes apretados que tiré más de diez años de mi vida a la caneca. Que recaí como si nunca hubiera salido del infierno. Me atormenta a cada paso suponer que voy a volver, que mirando al piso me encontraré de nuevo con esa minifalda, esa puerta grecoromana pobre y esa máquina que ha exprimido centavo a centavo lo mejor de mí. Espero no volver, cumplirle a mi hijo más pequeño lo que no le cumplí al más grande. Espero que así sea. Pero no sé. Solo sé que veo el piso y que voy para mi casa.