La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 31 de julio de 2016

Decadencia





Esto debe ser lo que llaman decadencia. Un hombre luchando por los últimos vestigios de sus ilusiones. Un sibarita buscando rezagos de talento en un juego de palabras que ya no dicen nada. Una botella de vino que se fue amargando con el tiempo y que ahora sabe igual que la saliva que lo toca. Un cúmulo de promesas incumplidas que ya a nadie le importan, porque ya nadie se siente defraudado.

Ahí se va yendo la vida muchacho, en donde el tiempo lo cura todo hasta que un día te mata. Ahí se va yendo la vida muchacho, en donde tu genialidad se va convirtiendo en locura y la locura en enfermedad. En donde marchitas sin más primaveras. En donde tus días y tus noches tienen un solo sentido: de ida.

Esto debe ser lo que llaman crecer. Cada vez que un niño mata un sueño a la cara le sale una arruga. Y así vamos quedándonos sin sueños y nos vamos llenando de arrugas. La vida pesa y apenas se sobrevive. Cada día me levanto para hacer algo que no me gusta, en lo que no creo, que me aburre profundamente. Pero me pagan y eso es suficiente, porque con ese dinero compro el alimento que me va a permitir levantarme un día más para seguir yendo a ese trabajo de mierda, para seguir muriéndome día tras día solo con el impulso de mis propios pies.

Odio los horarios y las responsabilidades. Odio el dedo acusador que desde la superioridad de su éxito me señala cómo se hacen las cosas bien, cómo se han hecho siempre y cómo se seguirán haciendo.

Vivimos en un mundo de jerarquías absurdas, de lealtades hacia arriba, en donde quién tiene el poder exige esa lealtad pero le pesa su puta soberbia para brindarla con sinceridad. Porque para esos majestuosos seres la lealtad es que el mundo perciba a su ego como ellos mismos lo perciben, como si el mundo les debiera algo, como si fueran lo más preciado del universo... y pues no. Esa gente miserable vive en el globo que otros les han construido lamiéndoles el culo sin más crítica que hacerles ver alguna mota que se les subió al hombro del vestido. Lameculos y agrandados, así funciona este mundo cabrón. Cuántos rostros están apareciendo ahora en mi mente. Cuántos personajes levitando en la burbuja de su propia arrogancia, esperando pleitesía gratis porque sí, porque son poderosos y pueden. Veo un calvo hijueputa, un niño grande con ínfulas de sabio, un par de gordas malditas, un atrabiliario corrupto que en lo más bajo de sus actos decidió volverse evangélico cristiano para hacer de su poder efímero una superioridad moral permanente. Sí, los veo y los recuerdo, escupo esta pantalla y sigo escribiendo.

Esto debe ser lo que llaman sufrir. Levantarse cada día con un vaho rancio en la boca, con una noche mal dormida, con la angustia de no haber cumplido con algo que no le sirve a nadie pero que igual te lo van a pedir porque hay que aparentar. Sufrir es meterse en un vehículo que te llevará ciento cincuenta cuadras en un trancón insufrible hacia la rutina que detestas para ver otras almas grises fingiendo que hacen mucho y peor aún, que lo que hacen es muy importante. Bah, o ja. No sé.

Estoy cansado de fingir. Estoy cansado de mirar a tanto hijueputa a la cara como si les admirara algo, como si de verdad le estuvieran aportando alguna cosa a mi vida. Estoy cansado de ser un cobarde, un hipócrita, un desadaptado que se esfuerza por encajar como una ficha de lego en un rompecabezas, y que sonríe con una máscara llena de arrugas y muerta de sueños.

Solo hay algo que me mantiene vivo: Escribir. Poder coger ese mazacote de venéreas que tengo en mi cabeza y convertirlo en palabras. En estas palabras. Y no escribo para agradar. Escribo para desahogarme, para hacer mis catarsis, para decir con mis dedos todo lo que no puedo o no quiero decir con mi lengua.

Esto debe ser lo que llaman escribir. Tomar los sentimientos por decadentes que sean y traducirlos en algo que sus ojos puedan interpretar. Perdón por robarle sus minutos, perdón si de alguna manera lo ofendí. La verdad no escribo para encontrar empatías. Ni para nada en especial. No escribo ni siquiera para vender. Escribo porque esto es mucho mejor y más constructivo que vomitar. O mejor, es una forma elegante y retórica de vomitar. Perdón si lo salpiqué con pedacitos de letras o flujos de oraciones. Solo pasé por acá a restregar mi decadencia, a raspar el piso, a esnifar mi rabia, a postrar mis ilusiones. Una vez más.




domingo, 24 de julio de 2016

Las bendiciones del fracaso


El fracaso es percibido como la decepción, la derrota, la claudicación ante un reto, el fin de un sueño, la vergüenza pública o la renuncia a un proyecto. Como premio de consolación, el fracaso será valorado, después de superarlo con mucho esfuerzo, reflexión y autoconvicción, como una experiencia, como un tip del manual de lo que no se debe hacer y la garantía de que no lo volveremos a repetir.

Pues bien, les contaré mi historia. El fracaso para mí tiene un solo significado: Es vivir haciendo algo que no nos llena, así ese algo nos dé éxito permanente. Y bueno, siendo así, yo vivo fracasado. Porque para vivir tengo que hacer cosas que definitivamente no me llenan. ¿Y qué hago? Trabajo. Trabajo ahora y trabajé antes en tareas que no me emocionan, que no me alegran, que no me ilusionan. Trabajo para sobrevivir, para ganar un salario y pagar mis cuentas, para cumplir un horario, llenar mi hoja de vida para poder buscar otro trabajo que igual, me va a volver otra vez un fracasado. ¿Y qué quiero hacer? Escribir. Escribir me llena. Justo lo que hago en este momento. Escribir es el motor de mi existencia. Desde que aprendí a escribir, no he parado de escribir.

Cuando era un niño escribía historias fantásticas, me inventaba mundos, personajes y situaciones llenas de imaginación. Recuerdo que escribí la historia de un soldado que ascendía y ascendía guerra tras guerra hasta ser Mariscal con tanta mística y convicción, que terminó siendo asesinado por un soldado de su propio ejército que quería ser como él, porque sentía que mientras él viviera, nadie podría ser como él. En fin, para ser un niño pensaba con mucha sordidez. Pero así viví, así crecí, así me formé, escribiendo historias.

Luego escribí crónicas, historias que viví o que me contaron. Escribí sobre atentados y muertos. Era el mundo que me rodeaba cuando era un adolescente. Las bombas estallaban en cualquier lugar, los atentados a personajes importantes eran la noticia de cada día, y siendo mi padre uno de estos personajes importantes, viví entre las amenazas, los sufragios y la zozobra de escoltas armados que al menos una vez a la semana me decían que me tirara al piso del carro en el que me movía.

Luego tuve que trabajar. No puedo negar que he tenido días buenos, emocionantes, que me llenan. Sobre esos días he escrito también. Escribí, por ejemplo, sobre el día en el que María Lepesqueur, la mujer más buena y dedicada que he conocido, me contó en una banca de la iglesia de Bojayá cómo fue esa masacre del 2 de mayo de 2002, cómo se la contaron, cómo se la confesaron de uno y otro bando y cómo vivió el renacimiento de ese pueblo desde las cenizas de su dolor.

Pero la mayoría de mis días han sido grises, parcos, destemplados y sonsos, sin mayor emoción que la de algún tropiezo en la calle, la cerrada de un taxista energúmeno o la cagada de una paloma desde un cable de la luz. Esos han sido la mayoría de mis días. Los días de un fracasado que se despierta cada día para hacer algo que no disfruta y se acuesta cada noche con la certeza de que no lo disfrutó.

Por eso puede resultar tan incoherente y vacío que les quiera hablar de las bendiciones del fracaso. Porque no les voy a decir nada de la experiencia, de cómo evitarlo o cómo superarlo para que sean exitosos. No. Yo solo les voy a prestar mi equipo de inmersión en el fracaso. Mis tanques, mis aletas, mi visera y mi esnórquel. Les digo que el fracaso ha impulsado cada día mis dedos hacia las letras para escribir y hacer mi catarsis. No he hecho de mi fracaso diario un drama permanente. Mi fracaso, al fin, es la ruta de mis palabras. He aprendido a escribir para vivir y he aprendido a vivir para escribir. Pero escribir no mantiene mis bolsillos. Eso lo hace mi trabajo. Escribir mantiene mi espíritu arriba, mis ganas de perseverar, mi mundo paralelo, mi imaginación, mi capacidad para seguir con una sonrisa porque yo no pienso. Yo escribo con la mente. Y esos trazos permanentes de letras, palabras y párrafos mientras trasego los días me han permitido soportarlos, enfrentarlos y derrotarlos. Cada día me levanto con una oración en mi tintero. Cada noche me acuesto con algunas frases escritas. Por eso el fracaso me ha hecho escritor. Porque yo ya no sé si estoy viviendo. Pero estoy seguro de que estoy escribiendo. Escribiendo como un fracasado que se acostumbró al fracaso, a quien el fracaso no le asusta y, por el contrario, se convirtió en un confidente de sus más oscuros pensamientos y sus más tiernas ilusiones. Escribo como un escritor fracasado, que siempre será mucho más escritor que persona.