La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

lunes, 19 de noviembre de 2018

El filósofo y la diosa



Mi hermana me pidió que oficiara la ceremonia de matrimonio de su hija (mi sobrina) Juliana con su prometido Carlos. Carlos también es mi amigo y trabajamos juntos en un medio virtual alternativo. Fue una ceremonia pagana, sin religión ni representantes de cualquier dios. Yo debería hablar de su amor de una manera original. Él, filósofo de la Javeriana recién egresado, buscando el camino de su vida. Ella, profesional en gastronomía de la Sábana, la consentida de su casa, la luz de los ojos de su papá y la mejor amiga y socia de su mamá. El reto no era fácil. Pero puse todo mi empeño. Este cuento mitológico surgió una semana antes de la boda y lo escribí en un solo impulso, inspirado por las musas que protegían a Hera. Algunos me pidieron publicar la historia con el fin de que quienes no estuvieron presentes en la ceremonia entendieran de qué se trataba. Acá está para todos ustedes este cuento escrito con el corazón y con todo mi agradecimiento para mi hermana por haber confiado en mí en esta mitológica misión. Esta es la historia:

Año 440 A.C.

Sócrates era tan solo un mortal. Treinta años, ningún atractivo físico especial, ni muy guapo, ni muy feo. No veía muy bien de lejos. Tampoco de cerca. Hera, con h, era la diosa de la familia y reina de todas las diosas. Nada haría suponer que un simple humano destinado a morir por la mano de sus semejantes pudiese conquistar a una deidad inalcanzable hasta para los propios habitantes del Olimpo. Solo Zeus la pudo tener, más por su poder supremo indestronable que por amor. Como en los reinos humanos, las divinidades también juntaban sus existencias más por conveniencia y estrategia que por afecto.

Sócrates era un escéptico vital, la duda era su sustento ético y preguntar su forma de hablar. Para él, la verdad no era más que el descubrimiento interior, las respuestas del alma en la intimidad, el reflejo de los miedos que conviven con los anhelos en esa habitación misteriosa que llaman espíritu.

Sócrates atraía a los jóvenes como el imán a las puntillas sueltas. Su locuacidad y vehemencia para encontrar las respuestas más recónditas en el corazón de las personas a través de preguntas tan punzantes como certeras, lo llevaron a ser un personaje reconocido en esa Atenas tan llena de egos, de dioses disfrazados de humanos, de humanos que se creían dioses. Ningún filósofo de la época igualaba su capacidad para confrontar a la persona con su propio reflejo. Ningún ciudadano se atrevía a cuestionar tanto lo incuestionable. Sócrates partió la historia de la filosofía griega en dos, golpeando el pensamiento con preguntas tan necesarias como imprudentes para una época en la que cuestionar era lo mismo que desafiar.

Hera, aturdida de curiosidad por los rumores que llegaban a sus oídos de parte de sus musas sobre este pintoresco personaje que sacaba de quicio hasta los más plantados, decidió espiar disfrazada de mortal al filósofo mientras disertaba en los escenarios públicos en donde su talento contrastaba con el malestar de los gendarmes de Atenas.

Hera en su forma humana seguía a Sócrates desde la distancia, sin participar demasiado en los debates de una sociedad tan patriarcal como lo era Atenas en su esplendor. Escuchaba en silencio y con mucha atención cómo el gran filósofo interpelaba a sus dialogantes con inquietudes que lograban que huyeran o que sacaran la bilis de la verdad desde lo más profundo de sus hígados plagados de dogmas y doctrinas que estarían a punto de vomitar.

Hera se fue interesando más de lo que una diosa debiera en Sócrates. Sócrates, por su parte, se preguntaba por qué esa aparición furtiva de una bella mujer mal escondida tras las columnas de los escenarios, que le miraba embelesada, como si él fuera más apuesto que interesante. El filósofo hablaba sin perder la concentración y dirigía su mirada medio extraviada hacia la silueta de Hera humanizada, encantado. Él le gustaba a una mujer bella. Y esa mujer era Hera. Sócrates no lo sabría.

Con el paso de los días, el cruce de miradas entre Sócrates y la figura de mujer de Hera se fueron incrementando. A las miradas se sumaron las sonrisas. Hera ya no se escondió más. Poco a poco se fue acercando sin pudor a los debates del filósofo. Así como Sócrates importunaba a los caballeros atenienses con sus preguntas, Hera lo hacía con su presencia.
 
Algunos mortales indignados ante la impertinencia de Sócrates y el descaro de Hera hecha mujer, subieron hasta el monte del Olimpo para quejarse ante Zeus del atrevimiento de ese filósofo incómodo y su fanática espontánea de quien nadie sospechaba que era la mismísima diosa. A los ojos de los humanos, ella era solo una mujer, es decir, mucho menos que un ciudadano. Impensable que fuera la reina de las diosas. Zeus escuchó a sus súbditos con desdén y respondió con truenos que no le importunaran con un asunto tan baladí como mundano, tan insignificante para el dios de dioses. Sin embargo, esperó hasta la noche para contarle a Hera lo que se rumoraba entre los pobres mortales sobre el romance de un filósofo impertinente y una mujer altanera.

Hera escuchó a Zeus y sudó frío. Intentó hacer su mejor esfuerzo para disimular el verse descubierta sin que Zeus tuviera la menor sospecha. Hera respondió con rapidez que un dios del Olimpo no debería entrar en discusiones sobre las debilidades de los humanos, tan simples y aburridas que no merecían la atención de los amos del Universo. Hera intentó hablar con aplomo, pero sus palabras temblaron como malabarista principiante en sus cuerdas vocales. Zeus sintió un soplo de desconfianza y entonces quiso saber quiénes eran ese filósofo y esa mujer.

Hera, prevenida por su propio temor, se alejó de Sócrates y de su figura humana por muchos años, cuarenta, para ser exactos, una eternidad para los humanos, un suspiro para los dioses.

Sócrates languideció de amor ante la ausencia de Hera hecha mujer y decidió casarse con Xantipa, más para llenar el vacío de la soledad que el calor del corazón. Xantipa era una mortal insoportable, que le hacía añorar todo lo que pudo ser con esa mujer que le admiraba entre las multitudes y que un día cualquiera no volvió más.

Zeus desde el cielo vio a Sócrates desafiar al sistema y le divertía. Pero nunca vio a esa mujer misteriosa al asedio y pronto perdió el interés en el filósofo, cada vez más viejo, cada vez más incómodo para las élites de una Atenas reaccionaria y conservadora. El dios de dioses no se volvió a interesar en este mortal hasta que un día vio a Hera mirando desde una nube hacia el Ágora mientras se le desprendían un par de lágrimas de las mejillas. Zeus con disimulo persiguió el recorrido de la mirada de Hera que terminaba en un diminuto anciano hablando a un grupo de personas reunidas a su alrededor con total interés. Era Sócrates, impresionando a los jóvenes que le hacían ronda para ver cómo destrozaba a los soberbios y a los presuntuosos ciudadanos de Atenas mientras respondían las preguntas que el filósofo les hacía, hasta que escupían esa verdad atascada en el ego de mala gana y contra su voluntad.

Zeus comprendió que su esposa, Hera, se había enamorado de un mortal. Ató los cabos, recordó la voz temblorosa de aquella vez lejana y estalló en impulso frenético de rabia contra Hera, contra Sócrates, contra todos los mortales y vociferó como macho enardecido que haría lo que debiera para recuperar su honor de dios herido, de dios engañado, de dios humillado. El planeta entero habría de sufrir la ira santa del dios abatido por la infiel que jamás fue, más allá del sentimiento que es más arrasador y perpetuo que la misma carne.

Hera temerosa le confesó todo. Que era ella esa mujer misteriosa. Y sí, que ella amaba a Sócrates. De rodillas le pidió a Zeus un último deseo: Que se deshiciera de ella y que matara a Sócrates si era su decisión, pero que dejara vivir al resto de la humanidad, que, al fin y al cabo, habían intentado alertarlo de la extraña relación entre un filósofo imprudente y una mujer altiva hacía cuarenta años humanos en el monte del Olimpo. Así pues, Hera logró indulgencia para el resto de la humanidad. Zeus respondió mientras apretaba los dientes y destellaba rayos por sus ojos que sería la misma Hera la encargada de asesinar a Sócrates. Ese era su castigo. Esa era su perdición.

Hera aceptó y dijo a Zeus que para lograr su cometido debería retornar a su forma humana, hacerse vieja como si hubiera vivido entre mortales para llegar a Sócrates en la forma de esa mujer que tanto había extrañado durante todos esos años. Esa era la mejor forma de acercarse a él para matarle. Zeus aceptó. Igual, en ese preciso instante del encuentro, morirían los dos: Sócrates a manos de Hera hecha mujer. Hera por mano de Zeus, que habría de condenarla a su relámpago aniquilador.

Zeus partió con rumbo desconocido dando un portazo tal que hizo que la tierra temblara. El Ágora perdió parte del techo y algunas de sus columnas. Atenas se estremeció. El monte del Olimpo se llenó de nubarrones negros.

Hera reunió a sus musas y entre lágrimas les contó su maldito destino. Carimatia, la musa más querida de Hera, quien mostraba una devoción especial por la diosa, le dijo al oído: “No os preocupéis, el plan de tu felicidad ya está en marcha. Escuchamos los gritos de Zeus y vuestros ruegos de angustia. La felicidad os espera. Sócrates también”.

Mientras Zeus vociferaba desquiciado, las musas asumieron en el acto formas humanas suplantando a los grandes dignatarios civiles y militares de Atenas a quienes encerraron en las catacumbas oficiales en un operativo maravilloso de arrojo, valentía y precisión. Aprovecharon con total astucia el tiempo lento de los dioses para actuar con el frenesí del tiempo de los humanos. Reunieron a todo el pueblo de Atenas en el Ágora. Dijeron a los presentes que si querían salvar a la ciudad y a la humanidad del poder destructor de Zeus deberían juzgar a Sócrates con prontitud y condenarle a muerte sin dilaciones. Les dijeron que no preguntaran demasiado, que solo hicieran lo que se les decía. A Sócrates le separaron de la multitud y le confesaron la tramoya, le hablaron del amor de Hera por él, de su forma humana por él percibida cuarenta años atrás y le pidieron seguir al pie de la letra el libreto que habría de recitar en ese juicio tan falaz como efectivo.

Musas disfrazadas de magistrados cautivos en las catacumbas asumieron el engaño del juicio con tal maestría y precisión, que no dejaron el menor espacio a la sospecha ni a la suspicacia entre todos los presentes. Sócrates fue condenado a muerte sin mayor resistencia, ni siquiera de él, por supuesto, sabedor de su buena suerte, que aprovechó con maestría para recitar sus mejores enseñanzas, el balance de décadas de confrontación íntima con las más intrincadas esferas del poder terrenal de esa Atenas imperial.

Sócrates tomó ese bebedizo mortal similar a la cicuta que no era más que mezcla de flores de pétalos blancos inofensivas, preparado por la propia Carimatia como garante de toda la función. Sócrates fingió su muerte como el mejor de los actores y hasta convulsionó en un acto final propio de una tragedia de Sófocles. Unas plañideras contratadas le lloraron sin pudor. Xantipa expiró sin ganas y dejó caer una lágrima de cortesía sin mayor sentimiento ni dolor.

Hera se hizo mujer para ir a matar a un muerto, haciéndose la desentendida, cumpliendo con obediencia la orden de Zeus, pero con la certeza de que los pálpitos del corazón de Sócrates ahora eran para ella.

Las musas escondieron a Sócrates en el laberinto del Minotauro a quien habían convencido a punta de mimos y seducción hasta que lo dejaron extenuado, dormido, al menos por los siguientes diez años de los humanos. Hasta allí llevaron a la figura femenina de Hera envejecida siguiendo el hilo de Ariadna mientras el monstruo dormía. Zeus le perdió el rastro a Hera en el laberinto y estalló con furia salvaje dejando caer un diluvio colosal sobre Atenas y resollando con truenos y relámpagos hasta que los demás dioses debieron intervenir para evitar el ataque de locura que se iba a desatar. Poseidon encausó las aguas embravecidas de la lluvia hacia sus dominios en el mar y Baco le emborrachó hasta que perdió el sentido.

Sócrates se fundió en un abrazo con Hera hecha mujer. Sin embargo, le era imposible sentir a la diosa, tan sublime e inalcanzable para él. Sócrates no podía ser dios. Hera no podía ser eternamente humana porque era eternamente diosa. Decidieron entonces ser espíritu y desprenderse de su humanidad y de su deidad respectivamente. Se juraron amor eterno y al mismo tiempo se desprendían de los contornos de su piel y su divinidad mientras se aferraban al Cosmos hechos alma, sentimiento etéreo, el espectro de sus más profundas pasiones hechas esencia sin materia, vagando en el espacio hasta que dos cuerpos predestinados en los tiempos dieran recipiente de carne y hueso a su amor.

Año 2018 D.C.

Pues bien, acá están Sócrates hecho Carlos y Hera que encarnó en Juliana. Ella renunció a su divinidad y a su eternidad para ser tan humana como su filósofo amado después de 24 siglos. Ese fue el tiempo que divagaron en el Universo siendo espíritu, amándose sin poderse tocar. Y acá están, en cada uno de ustedes, la reencarnación de todas las musas que fueron cómplices de esta historia de amor celebrando la unión del filósofo y su diosa. Y yo, bueno, yo soy el retorno de Platón, que escribió la muerte de Sócrates en su apología solo para despistar a Zeus, quien siempre dio a Sócrates por muerto y, cansado de esperar, dejó de buscar a Hera derrotado hasta que los nuevos imperios y culturas lo enviaron al desván de la mitología griega.

Juliana y Carlos ¿Recuerdan esa vez que salieron a que la lluvia los mojara cuando aún no sabían que serían el uno para el otro? Les digo que era el mensaje de Zeus rendido a su amor, firmando la paz y dándoles su bendición. Por eso les mojó de amor, aunque en ese momento no lo supieran. La magia vino después, cuando sus espíritus se reconocieron en alguna mirada que se pudieron sostener hasta llegar a ese beso mágico que consagró su encuentro terrenal.

¡Brindemos por los novios! ¡Brindemos por Sócrates y Hera! ¡Brindemos por el filósofo y la diosa! ¡Brindemos por Carlos y Juliana! ¡Brindemos por Zeus y su lluvia de amor! Que esta noche nos moje a todos con su magia.



Andrés Felipe Giraldo López
Bogotá, 17 de noviembre de 2018

jueves, 23 de agosto de 2018

La conversación que nunca tuve con mi padre


Hace cuatro años murió mi papá. Ese día lo recuerdo a retazos. Recuerdo cuando Patricia tocó a la puerta de mi casa a las 5:40 de la madrugada para darme la noticia. Ella no me dijo nada. Solo me miró y se le encharcaron los ojos. Ya sabía qué me iba a decir. Solo la abracé y le di las gracias por avisarme. Mi papá ya estaba muy enfermo. Yo vivía al lado de la casa de mis padres, en una finca en las afueras de Bogotá con mi esposa, Angelita, y mi hijo mayor, Nicolás.

Recuerdo cuando entré la casa y vi a mi mamá parada en la puerta de la cocina con una agüita de algo en la mano. Me dijo que ella creía que mi papá estaba dormido y que todavía no despertaba. Recuerdo a mi hermano, Luis, con un suspiro largo y un par de lágrimas bajándole por las mejillas, y recuerdo a mis tíos, Néstor y Cristina, reconfortando a mi mamá con caricias mudas.

Recuerdo que entré a la habitación de mi papá sin prisa, muy lento. Recuerdo que mi padre estaba en la posición en la que siempre dormía, de medio lado, pero ya había descolgado el brazo que sostenía la mano sobre la que siempre recostaba su cara. Esa era la señal inequívoca de que su alma ya había abandonado su cuerpo.

Recuerdo que le tomé esa mano y le acaricié la cara. Le pedí a mi hermano que me ayudara a ponerlo boca arriba, para que el rigor mortis no hiciera más difícil acomodar su cuerpo cuando lo fueran a mover.

Recuerdo que empezaron a llegar mis hermanos. Recuerdo que mi hermana, Mónica, llamó a la casa de mis padres y yo le contesté. Me preguntó que cómo se veía mi papá y yo le dije lo mismo que pensaba mi mamá, que parecía dormido, simplemente dormido. Pero yo ya había sentido su piel fría y ya había visto su brazo desgonzado.

Mi papá murió un sábado en la madrugada mientras dormía. El miércoles por la tarde se puso mal. Todas las mañanas, antes de salir para mi trabajo, yo paraba en la casa de mis padres a tomarme un café con ellos, que mi madre me preparaba sin falta. El jueves, mi papá estaba débil, pero estaba todavía lúcido. Lo último que me dijo antes de que yo saliera fue "llegue temprano y hablamos larguito". Ese día me fui temprano del trabajo, me avisaron que se había puesto peor y cuando llegué a verlo, ya no habló más. Estaba consciente y despierto, pero muy débil para hablar larguito. Estaba muy débil para hablar, hasta la mirada le pesaba.

Esa noche, cuando iba de salida para mi casa a descansar, le di un abrazo. Aún estaba despierto y nos miramos por última vez. Él se despidió con esa mirada que revolvía nostalgia, melancolía, alegría por todo lo vivido y tristeza por lo inevitable. Me miró con la certeza de que para mí sería su última mirada. Yo le repasé la cara, las arrugas, los lunares en sus manos y no pude detener una lágrima que cayó sobre su regazo. Él asintió con la cabeza y miró al piso. Yo sabía que ya era hora de irme. Él sabía que yo lo amaba.

Al día siguiente, el viernes, salí a trabajar y él aún dormía. Había pasado mala noche. Mi hermana Mónica, que estaba con él, me mantenía al tanto de su día. En la tarde lo llevaron a la clínica. Estaba muy mal. Los médicos le daban pocas esperanzas. Él solo les dijo, a mi hermana y a los médicos, que se quería morir en su hogar, rodeado de su gente, que no le hicieran nada más. Cuando llegué a la casa, lo estaban transportando en ambulancia desde la clínica. Pocos minutos después de que llegué, llegó él con Mónica y dos de mis sobrinos, Juanita y Sebastián, que lo acompañaron todo el día. Lo entraron al cuarto en la camilla. Con Luis y un enfermero lo acomodamos en la cama. Estaba dormido por los sedantes, con la respiración pesada, en un sueño profundo. Así se quedó, hasta que los latidos se le fueron esa madrugada, en tanta paz, que mi mamá a su lado creyó simplemente que la respiración le había mejorado porque no hizo más ruido. Se fue.

El sábado en la mañana, mientras mis otros hermanos y algunos familiares se reunían en la sala a acompañar a mi mamá, el cuerpo de mi padre se quedó solo por un momento. Yo me senté a su lado y le empecé a hablar larguito. Inicié esa conversación que nunca tuvimos, a la que nunca llegué, porque el ocaso de ese jueves ya fue muy tarde. Me prometí no prometerle nada, porque siempre incumplí mis promesas. Él ya estaba acostumbrado. Sabía que yo vivía para donde me llevara el viento y él era quién sostenía la cometa de mis días errantes. Le agradecí por haberme dado la vida y por la vida que me dio, tan libre como pudo, alejado de los dogmas, recalcándome siempre que más importante que las creencias era el criterio, que nos permitía creer con fundamento lo que percibíamos como correcto. Le agradecí por ser mi soporte, por los libros de Victor Frankl que dejó debajo de mi almohada para que yo capoteara mis depresiones, por las conversaciones profundas y distendidas en su tiempo de pensión y mi tiempo de desempleo, sobre sus ideas y mis sentimientos, las ideas que yo no le comprendía, los sentimientos que él no me entendía. Pero nos hacíamos compañía. Solo le di gracias a mi papá, no le pedí nada, no lo quería angustiar más. Yo solo quería que descansara por fin. Recosté mi cabeza en su pecho sin látidos, sin respiración. Tomé fuerte sus manos y acaricié una vez más los surcos de sus arrugas, le consentí su pelo cano, le di un par de palmaditas en su mejilla y me despedí para siempre de su cuerpo, que ya no vi más, porque al rato llegaron de la funeraria para llevarse el cuerpo.

De ese día no recuerdo mucho más. Recuerdo que en la tarde, bien tarde, su cuerpo ya estaba en la sala de velación. Recuerdo que fueron muchas personas a darle el último adiós, muchos de mis amigos me acompañaron. Recuerdo sus rostros, sus palabras de aliento, sus abrazos, su inmenso cariño. Recuerdo que vi a muchas personas que no recordaba, pero que conocían a mi padre. Recuerdo sus palabras cargadas de cariño, de lindas vivencias, de mejores anécdotas, porque mi papá era una fábrica de anécdotas. Recuerdo mi mirada clavada en el piso, que solo subía para corresponder las miradas y volvía al piso. Entre rostro y rostro, siempre el piso. Buscaba en mi memoria la sonrisa de mi padre, sus carcajadas sonoras, sus chistes malos, su última mirada, su intención última para que habláramos larguito y la intriga con la que me quedé para siempre, porque nunca lo pude escuchar de nuevo. No supe qué me quería decir.

El domingo lo cremamos. Él no quería que lo enterraran, prefería que sus cenizas se usaran como abono para unos sauces llorones a la vera de un río. En la misa dije algunas palabras. Me sorprendió ver la iglesia llena, me emocionó mucho sentir el afecto que tantas personas le daban a mi padre y lo tristes que estaban de que se hubiera muerto, me conmovió ver personas que no veía hace mucho tiempo allí, acompañándonos, reconfortándonos en la tristeza, demostrándonos que en los momentos tristes los verdaderos sentimientos relucen no importa cuánto tiempo hubiese pasado en el anaquel de la ausencia.

En el cementerio, cuando metimos a nuestro padre al horno crematorio, los seis hermanos y las dos hermanas, toda su tribu, nos abrazamos con mi madre y espontáneamente empezamos a cantar la canción que siempre cantábamos con mi papá en los paseos:

"Vivo en un pueblo tan poco importante,
que nunca para el treeeeeen, que nunca para el tren.
Nadie se sube, nadie se baja, nadie ha viajado en éeeel,
nadie ha viajado en él..."

La portezuela del horno crematorio fue subiendo y el ataúd con el cuerpo de mi padre se fue desapareciendo mientras nosotros entonábamos la canción que surgió sin más, sin haberlo preparado, sin pensarlo, como el homenaje más lindo a quien siempre supo mantener su familia unida a pesar de las adversidades, a pesar de ser tantos y tan diferentes. Al final, estábamos todos, sus ocho hijos y mi mamá, fundidos en un solo abrazo. El viejo se nos había ido y allí estábamos nosotros, su legado vivo y diverso, sosteniendo al otro pilar de nuestra existencia en su infinita tristeza, nuestra mamá.

Mi papá hubiera cumplido 85 años el 15 de septiembre de 2014 y habría cumplido 60 años de matrimonio con mi mamá el 24 de septiembre. Le faltó un mes de vida para redondear los números de su existencia, que quedaron ahí en suspenso, como la charla que nunca tuvimos.

Hoy me cuesta recordar ese momento tan vivido, me tiemblan los dedos acá escribiendo y debo limpiarme los ojos cada tres renglones porque las lágrimas me están nublando la pantalla. Nunca había repasado esos instantes. Pero me debía ese recorrido por los últimos momentos que compartí con mi papá cuando ya estaba abandonando los linderos de su piel para entregarse a la eternidad.

Todavía me quedo noches enteras pensando qué me quiso decir mi papá cuando me pidió que habláramos larguito ese jueves en la mañana. A veces creo que todo me lo dijo con su mirada de despedida. Solo quería decirme que también me amaba. Eso es lo que siempre me imagino. Eso es lo que siempre me ilusiona mientras lo evoco y reviso sus incontables enseñanzas, su magnífico legado.

Ya nos veremos de nuevo viejo querido en esa dimensión en la que ni tú  ni yo creemos. Nos veremos en la nada, de donde vinimos, para donde vamos, la eternidad interrumpida solo por ese destello fugaz llamado vida. Una vez más gracias por darme la vida. Gracias por la vida que me diste. Te amo mi viejo. Le rindo tributo a tu memoria en el cuarto año de tu partida con lo único que sé hacer, con lo único que quiero hacer, escribir.

sábado, 11 de agosto de 2018

Lo que nunca termino


Mi vida es una secuencia de tareas inconclusas. Vivo arriado, a los empujones, casi que obligado, buscando el rumbo que no lleva a ninguna parte y cumpliendo con la apariencia de la cordura para gambetear al sufrimiento.

Mi espíritu es un ente errante agobiado por respuestas que no le satisfacen, por vacíos insalvables, misterios rellenados de fe y por la certeza absurda de que la razón fue puesta allí en alguna parte del cerebro por alguien que juega con nosotros. La religión es la resistencia en masa a ese juego, es la capacidad para mentir de una generación a otra creyendo que esos misterios se respondieron con mitos construidos sobre otros mitos en una espiral infinita de fábulas entrelazadas que se convierten en dogmas incontrovertibles, no por ciertos, sino por inverificables. A todos esos mitos se les ha construido una parafernalia invencible repleta de templos, fieles y jerarquías en la cual lo que no se puede explicar se convierte en milagro.

Mi escepticismo con respecto de la religión es inverso. Creo que todo lo que profesan las religiones podría ser verdad, pero de algo estoy seguro y es que nunca lo sabré. Dudo de la existencia de un Dios y estoy seguro de que muchos dioses han sido creados por el hombre con fines perversos. Y sé, además, que ese Dios sobre el que mantengo una duda vital, poco le importa si creo en él o no. No es un Dios que se detenga en la vanidad de ser reconocido. Bastante trabajo tendría con darle cierto orden al caos en todas las dimensiones existentes para preocuparse por el hecho simple de si una criatura minúscula e insignificante perdida en una partícula redonda del Cosmos porta o no su carné de creyente. El Dios (en el que creo que creo) es tan indescifrable como el Universo mismo, tan misterioso, sublime e inalcanzable, tan desprovisto de bien y de mal, conceptos inútiles en el todo, que me parece un desperdicio este párrafo tratando de explicármelo, como la mayoría de lo que escribo, como lo que nunca termino.

Recabar sobre este vacío espiritual no tiene otra intención que la de tratar de comprender porqué soy una secuencia de tareas inconclusas. Y la razón, después de mucho cavilar, parece simple, pero no lo es. La verdad, no le encuentro el carácter teleológico a mi existencia, no sé para qué vivo ni por qué, más allá de los afectos que son tan importantes, que llenan tanto, que nos mantienen atados al mundo sin más explicación que los sentimientos que no tienen explicación, jamás he encontrado mi misión y tampoco he querido inventarme una. Procuro enterarme a través de la historia, ese sofisma inventado por el humano para reforzar los mitos con narraciones heroicas, cómo han vivido aquellos "grandes" personajes que se creyeron predestinados para hacer de su trasegar por el mundo algo trascendental, inmortal y por supuesto, histórico. La mayoría de estos sujetos, salvo contadas excepciones, han dejado tras de sí una estela de sufrimiento, devastación y muerte incalculable. Entonces, eso de trascender o llegar al menos a ser "alguien en la vida" no está dentro de mis planes, ni siquiera entre los proyectos más mediocres. Mi único objetivo consciente, que algunas veces no logro y por lo cual pido perdón, es pasar por la vida de las personas sin hacerles daño, sin lastimar sus sentimientos, sin herir su susceptiblidad, sin hacer miserables los momentos que comparten conmigo. Y si puedo y me alcanzan las fuerzas, intentar hacer algo que le alegre el momento a esas personas, sin muchas pretensiones, sin querer tocar corazones, cambiar vidas o transformar el mundo. No me interesa y no lo pretendo. Mi intención consciente es pasar por la vida de las personas sin dejar marca ni huella, que sea fácil olvidarme y grato recordarme, así las imágenes que deje en esos recuerdos sean difusas y poco relevantes.

Sonará extraño que esta sea la razón aparente de todas mis tareas inconclusas. Y claramente no es una razón, es apenas una excusa. Las excusas son los mejores argumentos de quienes nunca terminamos nada. Y mi excusa es que no pretendo nada, no persigo nada, no quiero llegar a ninguna parte. Mis aspiraciones no pasan de ser ese acto elemental de esnifar aire.

Es difícil sobrevivir en un medio competitivo sin tener aspiraciones, en el sentido amplio de la palabra, cuando el bienestar está estrechamente ligado al éxito. Es aún más difícil aceptarlo cuando soy esencialmente hedonista y aborrezco el sufrimiento, le tengo pánico a la pobreza y si me da hambre me vuelvo mi propia pesadilla. Sobre esto debo decir que simplemente soy pragmático, me acomodo, finjo estar inmerso en estas dinámicas y si me tengo que cortar el pelo y ponerme una corbata para procurarme un techo y un plato de comida pues lo voy a hacer. Lo he hecho. Pero no es por voluntad, simplemente es parte de lo que nunca termino, la solución momentánea de los problemas, una intermitencia de mientras tantos entre un letargo y otro. Termino lo que estoy obligado a terminar y lo demás lo procrastino eternamente, como si la eternidad exisitiera. No haría la lista de las cosas que nunca he terminado porque, oh sorpresa, jamás terminaría. Por lo demás, en los intersticios de letargo, reflexión, meditación y lapsos en los que me he dedicado a pregonar mi miseria espiritual, he contado con suerte. El plato de comida llega de alguna manera a la mesa y el techo está siempre sobre mí en las noches. En esto me han soportado los afectos, personas que me quieren, me han mantenido. Así de simple.

Entonces, puedo descubrir a través de estas palabras que mi espiritualidad no es más que un mar de dudas, montañas de escepticismo, valles de desolación y rios de incertidumbre, que vivo por inercia y que no saber qué me tiene acá tampoco me motiva para terminar nada porque nada tiene un propósito. Solo soy un hombre lleno de excusas que escribe. No soy más, pero acá estoy, escribiendo y de esto, al menos en este momento, está lleno mi espíritu. Con eso me basta. Mi espíritu es un vacío permanente que no pretende ser colmado, que lleno de nada me permite ser yo, que no sé qué soy ni para qué.

Después de algunos párrafos divagando en un escrito que claramente no va para ninguna parte, no sé cómo terminarlo. Entonces, sencillamente haré lo que hago casi siempre, esta vez sin excusas: no lo voy a terminar.

martes, 24 de julio de 2018

Un alcohólico en el reino del hubiera sido




Vivir en el reino del hubiera sido ya no me resulta tan fastidioso. El tiempo de ocio me ha llevado a repasar millones de posibilidades para imaginar qué sería de mi vida si no estuviese acá, ahora, escribiendo estas estupideces. Y bueno, creo que una de las grandes dudas que me han quedado en la exploración furtiva de esas vidas que no viví, es qué habría sido de mí si hubiera caído en alguna adicción distinta a las que ya me aquejan. Porque soy adicto, por ejemplo, a imaginar tonterías, repasar las formas de los techos, contar las baldosas de los pisos, seguir los vuelos errantes de las moscas, empezar a leer libros que nunca termino, terminar pocas veces lo que empiezo y por último, entre muchos vicios más que no recuerdo ahora, escribir sobre todo ello.

Hace un par de tardes, de esas tardes tardías de verano en el hemisferio norte que duran hasta bien entrada la noche, caminando hacia el supermercado para hacer unas compras, me crucé con un hombre cualquiera. Tendría unos cuarenta y algo de años, como yo, pero se veía un tanto más viejo. Estaba sentado en una banca y miraba hacia la nada con una botellita en la mano. Supuse que tenía vodka o algo así, porque el pedazo de botella que salía de la bolsa de papel contenía un líquido transparente. El hombre tenía las uñas descuidadas y los dedos morados por la fuerza que hacían sobre la botella, como si se le fuera a escapar. Lo miré solo unos segundos, hasta que se dio cuenta de que yo lo detallaba. Salió de su letargo y me miró con curiosidad, como preguntándose por qué carajos yo le miraba. Me sentí avergonzado, le sonreí una fracción de segundo, miré de nuevo al horizonte y se me quedó en la mente el reflejo de su mirada, con unas pupilas tan llenas de nostalgia, melancolía y tristeza, que no lo pude descifrar. Él me siguió mirando, vigilando mi recorrido, cerciorándose de que yo no le volviese a mirar.

Me quedé absorto en la imagen de ese hombre con su botella, en sus uñas descuidadas y sus dedos morados. Seguí reconstruyendo su imagen y desapareció su cara. En su lugar apareció la mía, con la barba descuidada y el pelo largo, ensortijado, desprolijo, como de futbolista intrascendente en uso del mal retiro. Seguí mi camino para hacer las compras pero dejé de recitar en mi cabeza la lista de lo que tenía que comprar para imaginar por un instante cómo sería mi vida si fuese alcohólico, si me hubiera abandonado, si apretara con toda ansiedad una botellita en las bancas al costado de los caminos.

Y allí estaba de nuevo, recurriendo a mi eterna adicción de imaginarme en el reino del hubiera sido, a ese vicio vital, ahora como un alcohólico andrajoso aferrado en una botella sentado en una banca. Asumí el personaje. La primera pregunta que me hice fue ¿Por qué estaba allí sentado, con la barba descuidada y el pelo ensortijado? Seguí con un cuestionario bizarro ¿Qué historia lo puede llevar a uno a su propio abandono? ¿Qué es primero? ¿El vicio que lo lleva a uno al fracaso o el fracaso que lo lleva a uno al vicio? ¿Es realmente un fracaso o es por fin un acto de indepedencia del mundo, de sus prejuicios, sus formas, sus requisitos y sus maneras? ¿Es el abandono de la estética el encuentro con el espíritu, con la inercia de la vida, la reconciliación con nuestros instintos básicos de supervivencia sin más aspiración que la de poder tener esa bendita botellita en la mano y la pretención inútil de que ningún estúpido se nos quede mirando? Ahora era una barba descuidada y un pelo ensortijado aferrado a una botella mirando hacia la nada, pero con muchas preguntas. Y allí estaba la explicación de esa mirada perdida del sujeto que era él, que ahora era yo, en el intento de respuesta a esas preguntas que quizás no tienen respuesta.

Recorrí mis pasos inventados para haber llegado hasta allí. El abandono propio implica el abandono de todo. Entonces, supongo que en un acto de cobardía, después de un momento difícil, una pelea fuerte, quizás, decidí escapar de mi casa, de mi esposa y de mis hijos para entregarme a la nada. En un acto de soberbia y orgullo habré decidido no pedir ayuda y junté todos los pesos que pude para aguantar unos días, quizás unas semanas, antes de que me atropellaran todas las carencias.

Soy un pésimo pobre, detesto la incomodidad, le tengo miedo al frío si no me puedo cubrir, me aterra tener de techo a las estrellas y solo disfruto la intemperie cuando sé que de todas maneras me esperan un plato de comida caliente y una cama mullida. No sé cómo podría sobrevivir sin techo y sin comida. No sé cómo podría buscarme el dinero para comprarme una botella de alcohol si me da vergüenza hasta cruzarme la mirada de los transeúntes y soy un imbécil para pedir hasta lo que es mío. Supongo que la necesidad logra que uno venza todos sus paradigmas, todo su pudor, todos sus límites, y empiece solo a sobrevivir. No sé. La verdad no sé. Soy cabarde hasta para imaginarme en la adversidad, como si le estuviera huyendo hasta en mis pensamientos, pero la reto con estas letras solo para ver qué pasa. El reino del hubiera sido no me permite imaginar cómo haría lo que nunca he estado dispuesto a hacer. Qué precario es este reino.

Entré al supermercado e hice las compras mecánicamente. Casi siempre compro lo mismo. Mientras, seguí recreando mi personaje alcohólico sentado en la banca. Sería tan yo aferrado a esa botellita, tan vacío, tan desesperado, tan perdido, tan desubicado, tan errante, tan confuso, tan... tan solo. Y sería tan distinto, tan ajeno, tan extraño, sufriendo lo que nunca he sufrido. Fui metiendo las cosas en el carrito de mercado y cada vez me pesaba más, como si lo llenara de angustias, como si fuera un costal. Pasé por el área de licores y miré de reojo. Pasé de largo, me volví sombrío por un instante y paré para respirar en un pasillo vacío, sin gente. Apoyé mis manos por encima de las rodillas y me incliné hacia adelante. Estaba exhausto. Ya no sé si pienso en pasado, si escribo en presente o si se me perdió el futuro... Mi corazón latía rápido e inhalé bocanadas profundas de aire. Sudé. Fui por fin hacia la caja registradora. La señora que atiende me miró con curiosidad, yo le sonreí una fracción de segundo y fijé mi mirada en los productos, evadiendo las preguntas, los metí de nuevo en el carrito con prisa, pagué y me fui.

Regresé a casa por el mismo camino con el temor inmenso de encontrarme a ese hombre de nuevo. No sé cómo iba a evitar mirarlo si acababa de verme en él. Lo quería repasar. Ya se había ido. Dejó la botella vacía tirada entre la bolsa de papel a un costado de la banca. Lo sé porque me acerqué lo suficiente. Olía a vodka. Me senté en la banca, saqué una Coca Cola y me la tomé muy lento. Apreté la botella con fuerza pero con cuidado de que no se saliera el líquido. Era de plástico. Seguí mis pasos con la botella en una mano mientras con la otra halaba el carrito de mercado.

La Coca Cola se acabó. Tiré la botella en una caneca.

Mis dedos están morados ahora, mientras escribo.

Siempre estamos persiguiendo nuestra genialidad que se esconde, la oportunidad que no aparece, la inspiración que huye... o añorando todo aquello que ya no somos, que nunca fuimos. Apretar fuerte, lo que sea, es la mejor manera de que no se nos vaya el hilo débil que nos une a la vida. Para ese sujeto era su botella. Para mí, estas letras que no importa cuánto daño me hagan. Me las seguiré bebiendo. Seguiré rompiendo mis falanges contra las teclas así no tenga nada que imaginar. Aunque lo que me imagine sea absurdo. No tengo nada más. A esto me aferro. Como ese hombre a su botella.

lunes, 18 de junio de 2018

Cartapacio de buenas intenciones y la procrastinación eterna.



"El reino del hubiera sido" está conformado por esos lugares y esos tiempos en los que jamás vivimos, pero en donde nuestra imaginación se la pasa elucubrando sobre una vida probable, que pudo ser y no fue, que se extravió en algún hecho puntual de algún momento específico que nos cambió el destino, como si el destino existiera. La vida nace en la más profunda inocencia y se va contaminando con propósitos, con metas, con logros, con un sinnúmero de retos que amargan la existencia, como si estar vivo no fuera suficiente, como si la vida no fuera un fin en sí misma. Entonces nos preguntamos "¿Qué hubiera sido si...?" y surgen un millón de condicionantes que habrían hecho de nuestra vida algo mejor. Porque en nuestro masoquismo existencial siempre pensamos que pudo ser mejor y no peor. Qué hubiera sido si le hubiese hablado a, si me hubiera graduado de, si me hubiera ido para, si me hubiera ganado tanto, si me hubiera negado a, si hubiera accedido... en fin. El reino del hubiera sido es el tiempo que perdemos pensando en la vida que no fue, que ya no es y que no será.

Muchas veces me pregunto cuál es el propósito de mi vida. Esa sola pregunta hace mi vida miserable porque la vida no debe tener propósito. Es una quimera. Estar vivos es todo, no importa cómo ni cuándo ni dónde. La razón nos ha vuelto esclavos de los propósitos porque sin esa maldición hecha mente, vivir como animales sería nuestro amable trasegar, preocupados solo por satisfacer nuestros instintos, necesidades y digna supervivencia sin ese lastre llamado "propósito" que no es más que un invento de la razón.

Y es allí en dónde he descubierto la explicación de mi amargura. En esa mierda opaca y gris llamada "propósito". Ese es el muro en donde muere la calle de mi felicidad. Porque es el propósito lo que nos da valía a los ojos de los demás y de alguna manera determina nuestras oportunidades para vivir mejor o peor. Y es que habiendo trasegado casi cuarenta y cuatro años de esta vida, aún no encuentro el tal propósito y sin embargo sigo vivo, yendo así, impulsado por la inercia de los días, de la rotación y la traslación del planeta, de mis látidos y respiraciones, sin remordimientos y sin vergüenza. Sin propósito.

Porque no le encuentro gracia a los objetivos, a eso de ser "alguien en la vida" como si ya no lo fuéramos al menos algo por el simple hecho de existir. La dignidad, esa etiqueta que nos obliga a guardar las formas, el pudor y el decoro, nos mantiene atados a lo que los demás han establecido como correcto y allí se anclan nuestros sueños, aspirando a lo que otros han logrado en una cadena infinita atada al éxito que es esa cumbre a la que muy pocos llegan sin importar qué cabezas deban pisar para llegar hasta la cima, que al final no es nada, porque la existencia misma es efímera e intrascendente en un Universo en el que somos sencillamente imperceptibles, una partícula cósmica pérdida en el infinito en donde la vida es apenas un destello fugaz.

Mi vida no tiene más propósito que escribir estas letras que a su vez son mi derrota, porque no tienen propósito alguno. Acá solo vengo a descargar mi alma atribulada, a confrontar mi soledad, a tratar de organizar esas ideas desparramadas en mi cabeza que se me van escurriendo por los dedos para terminar acá amontonadas en esta pantalla, mirándome como yo las miro, para decirme que nada he logrado y que sigo solo con ellas y que poco o nada me pueden decir.

Por eso no soy más que un manojo de buenas intenciones perdiéndose en una procrastinación eterna, un cartapacio vacío esperando los papeles que le den sentido a su existencia, como si mañana fuesen a aparecer las respuestas. Y siempre mañana. Cada puto día me siento a mirar hacia la nada en cualquier parte como si una epifanía me fuese a llegar vestida de ángel tocando una lira y recitando cuál es el propósito de mi vida. Y no aparece. Y lo vuelvo a dejar para mañana, y sé que llegaré una vez más a la cita pactada entre mi mirada con la nada, aletargado, después de otra noche de insomnio.

En fin, solo puedo concluir que mi vida no tiene más propósito que estar vivo y aceptar, mientras las canas invaden mi barba y los párpados se me empiezan a venir sobre los ojos, que no seré más que un espectador de los días que lentamente me llevan a ese lugar del que vine, ese lugar del que no sé nada pero que lo será todo, la eternidad de no ser nadie ni antes ni después y de haber pasado por acá, por este mundo, sin un propósito. Mi destino está vacío, mis dedos están cansados y sigo con esta sensación rancia y amarga en la garganta en donde se encuentran mis ideas y mis emociones para librar batallas a muerte en donde se masacran las dos.

¿Cuál es el propósito de la vida de alguien que ni siquiera sabe por qué esta viviendo? No sé. Yo solo escribo y mientras tanto mi cuerpo se dirige hacia aquel lugar a donde iremos todos, los que conocieron su propósito y los que no. ¿Qué sería de mi vida si conociera el propósito de mi existencia? No sé. Quizás, como lo hago ahora, vivir eternamente en el reino del hubiera sido.






martes, 5 de junio de 2018

Tribulación de un corto instante de eternidad


De a poco voy entrando en una logia secreta, tan secreta que ni ellos ni yo sabemos que existimos. No hay estatutos ni reglamentos. Mucho menos jerarquías. Una logia de anónimos intrascendentes, conscientes de su finitud, de su insignificancia, de su absoluta falta de poder en el Universo indescifrable y por lo tanto invencible. Me bautizo en mi ritual de iniciación de nada, de ninguno, de jamás. He decidido renunciar a la posteridad y a la memoria. He decidido no dejar huella, ni herida, ni rastro. He permitido sin resistencia que el tiempo me extinga como el pabilo encendido a la esperma. He elegido ser de la casta de los prescindibles, de los perecederos, de los que fueron sin ser.

Mi legado será el olvido y estas letras delirantes, un destello de sonrisa en algún recuerdo fugaz, una sombra doblando una esquina para perderse en la ciudad. He pasado algunos días repasando las figuras en las baldosas del piso y las vetas en las tablas en el techo. Depende de dónde tenga el desespero y de si la tristeza me bota boca arriba o boca abajo. Otros días me quedo pasmado contando las hojas de los árboles y cuando me entra un impulso de efusividad, respiro profundo y me miro en el espejo con miedo para ver el despunte tímido pero firme de las primeras canas en esta barba descuidada. Me pierdo en mis pupilas buscando una respuesta.

El inventario de mi vida se está quedando vacío. El pasado se humedece y el futuro no aparece. El presente son solo respiros y latidos. Me cuesta trabajo hilar estas palabras como si quisera ser cuerdo. Y no quiero. Me abrazo a la locura que es la única que entiende.

He decidido dejar de luchar y entregarme al viento, que haga conmigo lo que quiera sea brisa, torbellino o huracán. No quiero luchar. Me resisto a mí mismo y me entrego de nuevo a las largas noches de insomnio, a los profundos remordimientos por lo que hice mal, por lo que no hice, por lo que no haré. Me rindo ante esta carga de amargura que es mi alma acurrucada en una esquina.

El vino se está avinagrando en mi lengua y las palabras se hacen aserrín en los dedos mientras escribo. Mejor paro acá.

¿Cuánto tiempo puede durar un nudo apretado en la garganta y una lágrima resistiendo con todas sus fuerzas en la corniza del párpado para no morir en las mejillas?