La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

martes, 24 de julio de 2018

Un alcohólico en el reino del hubiera sido




Vivir en el reino del hubiera sido ya no me resulta tan fastidioso. El tiempo de ocio me ha llevado a repasar millones de posibilidades para imaginar qué sería de mi vida si no estuviese acá, ahora, escribiendo estas estupideces. Y bueno, creo que una de las grandes dudas que me han quedado en la exploración furtiva de esas vidas que no viví, es qué habría sido de mí si hubiera caído en alguna adicción distinta a las que ya me aquejan. Porque soy adicto, por ejemplo, a imaginar tonterías, repasar las formas de los techos, contar las baldosas de los pisos, seguir los vuelos errantes de las moscas, empezar a leer libros que nunca termino, terminar pocas veces lo que empiezo y por último, entre muchos vicios más que no recuerdo ahora, escribir sobre todo ello.

Hace un par de tardes, de esas tardes tardías de verano en el hemisferio norte que duran hasta bien entrada la noche, caminando hacia el supermercado para hacer unas compras, me crucé con un hombre cualquiera. Tendría unos cuarenta y algo de años, como yo, pero se veía un tanto más viejo. Estaba sentado en una banca y miraba hacia la nada con una botellita en la mano. Supuse que tenía vodka o algo así, porque el pedazo de botella que salía de la bolsa de papel contenía un líquido transparente. El hombre tenía las uñas descuidadas y los dedos morados por la fuerza que hacían sobre la botella, como si se le fuera a escapar. Lo miré solo unos segundos, hasta que se dio cuenta de que yo lo detallaba. Salió de su letargo y me miró con curiosidad, como preguntándose por qué carajos yo le miraba. Me sentí avergonzado, le sonreí una fracción de segundo, miré de nuevo al horizonte y se me quedó en la mente el reflejo de su mirada, con unas pupilas tan llenas de nostalgia, melancolía y tristeza, que no lo pude descifrar. Él me siguió mirando, vigilando mi recorrido, cerciorándose de que yo no le volviese a mirar.

Me quedé absorto en la imagen de ese hombre con su botella, en sus uñas descuidadas y sus dedos morados. Seguí reconstruyendo su imagen y desapareció su cara. En su lugar apareció la mía, con la barba descuidada y el pelo largo, ensortijado, desprolijo, como de futbolista intrascendente en uso del mal retiro. Seguí mi camino para hacer las compras pero dejé de recitar en mi cabeza la lista de lo que tenía que comprar para imaginar por un instante cómo sería mi vida si fuese alcohólico, si me hubiera abandonado, si apretara con toda ansiedad una botellita en las bancas al costado de los caminos.

Y allí estaba de nuevo, recurriendo a mi eterna adicción de imaginarme en el reino del hubiera sido, a ese vicio vital, ahora como un alcohólico andrajoso aferrado en una botella sentado en una banca. Asumí el personaje. La primera pregunta que me hice fue ¿Por qué estaba allí sentado, con la barba descuidada y el pelo ensortijado? Seguí con un cuestionario bizarro ¿Qué historia lo puede llevar a uno a su propio abandono? ¿Qué es primero? ¿El vicio que lo lleva a uno al fracaso o el fracaso que lo lleva a uno al vicio? ¿Es realmente un fracaso o es por fin un acto de indepedencia del mundo, de sus prejuicios, sus formas, sus requisitos y sus maneras? ¿Es el abandono de la estética el encuentro con el espíritu, con la inercia de la vida, la reconciliación con nuestros instintos básicos de supervivencia sin más aspiración que la de poder tener esa bendita botellita en la mano y la pretención inútil de que ningún estúpido se nos quede mirando? Ahora era una barba descuidada y un pelo ensortijado aferrado a una botella mirando hacia la nada, pero con muchas preguntas. Y allí estaba la explicación de esa mirada perdida del sujeto que era él, que ahora era yo, en el intento de respuesta a esas preguntas que quizás no tienen respuesta.

Recorrí mis pasos inventados para haber llegado hasta allí. El abandono propio implica el abandono de todo. Entonces, supongo que en un acto de cobardía, después de un momento difícil, una pelea fuerte, quizás, decidí escapar de mi casa, de mi esposa y de mis hijos para entregarme a la nada. En un acto de soberbia y orgullo habré decidido no pedir ayuda y junté todos los pesos que pude para aguantar unos días, quizás unas semanas, antes de que me atropellaran todas las carencias.

Soy un pésimo pobre, detesto la incomodidad, le tengo miedo al frío si no me puedo cubrir, me aterra tener de techo a las estrellas y solo disfruto la intemperie cuando sé que de todas maneras me esperan un plato de comida caliente y una cama mullida. No sé cómo podría sobrevivir sin techo y sin comida. No sé cómo podría buscarme el dinero para comprarme una botella de alcohol si me da vergüenza hasta cruzarme la mirada de los transeúntes y soy un imbécil para pedir hasta lo que es mío. Supongo que la necesidad logra que uno venza todos sus paradigmas, todo su pudor, todos sus límites, y empiece solo a sobrevivir. No sé. La verdad no sé. Soy cabarde hasta para imaginarme en la adversidad, como si le estuviera huyendo hasta en mis pensamientos, pero la reto con estas letras solo para ver qué pasa. El reino del hubiera sido no me permite imaginar cómo haría lo que nunca he estado dispuesto a hacer. Qué precario es este reino.

Entré al supermercado e hice las compras mecánicamente. Casi siempre compro lo mismo. Mientras, seguí recreando mi personaje alcohólico sentado en la banca. Sería tan yo aferrado a esa botellita, tan vacío, tan desesperado, tan perdido, tan desubicado, tan errante, tan confuso, tan... tan solo. Y sería tan distinto, tan ajeno, tan extraño, sufriendo lo que nunca he sufrido. Fui metiendo las cosas en el carrito de mercado y cada vez me pesaba más, como si lo llenara de angustias, como si fuera un costal. Pasé por el área de licores y miré de reojo. Pasé de largo, me volví sombrío por un instante y paré para respirar en un pasillo vacío, sin gente. Apoyé mis manos por encima de las rodillas y me incliné hacia adelante. Estaba exhausto. Ya no sé si pienso en pasado, si escribo en presente o si se me perdió el futuro... Mi corazón latía rápido e inhalé bocanadas profundas de aire. Sudé. Fui por fin hacia la caja registradora. La señora que atiende me miró con curiosidad, yo le sonreí una fracción de segundo y fijé mi mirada en los productos, evadiendo las preguntas, los metí de nuevo en el carrito con prisa, pagué y me fui.

Regresé a casa por el mismo camino con el temor inmenso de encontrarme a ese hombre de nuevo. No sé cómo iba a evitar mirarlo si acababa de verme en él. Lo quería repasar. Ya se había ido. Dejó la botella vacía tirada entre la bolsa de papel a un costado de la banca. Lo sé porque me acerqué lo suficiente. Olía a vodka. Me senté en la banca, saqué una Coca Cola y me la tomé muy lento. Apreté la botella con fuerza pero con cuidado de que no se saliera el líquido. Era de plástico. Seguí mis pasos con la botella en una mano mientras con la otra halaba el carrito de mercado.

La Coca Cola se acabó. Tiré la botella en una caneca.

Mis dedos están morados ahora, mientras escribo.

Siempre estamos persiguiendo nuestra genialidad que se esconde, la oportunidad que no aparece, la inspiración que huye... o añorando todo aquello que ya no somos, que nunca fuimos. Apretar fuerte, lo que sea, es la mejor manera de que no se nos vaya el hilo débil que nos une a la vida. Para ese sujeto era su botella. Para mí, estas letras que no importa cuánto daño me hagan. Me las seguiré bebiendo. Seguiré rompiendo mis falanges contra las teclas así no tenga nada que imaginar. Aunque lo que me imagine sea absurdo. No tengo nada más. A esto me aferro. Como ese hombre a su botella.