La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

jueves, 23 de agosto de 2018

La conversación que nunca tuve con mi padre


Hace cuatro años murió mi papá. Ese día lo recuerdo a retazos. Recuerdo cuando Patricia tocó a la puerta de mi casa a las 5:40 de la madrugada para darme la noticia. Ella no me dijo nada. Solo me miró y se le encharcaron los ojos. Ya sabía qué me iba a decir. Solo la abracé y le di las gracias por avisarme. Mi papá ya estaba muy enfermo. Yo vivía al lado de la casa de mis padres, en una finca en las afueras de Bogotá con mi esposa, Angelita, y mi hijo mayor, Nicolás.

Recuerdo cuando entré la casa y vi a mi mamá parada en la puerta de la cocina con una agüita de algo en la mano. Me dijo que ella creía que mi papá estaba dormido y que todavía no despertaba. Recuerdo a mi hermano, Luis, con un suspiro largo y un par de lágrimas bajándole por las mejillas, y recuerdo a mis tíos, Néstor y Cristina, reconfortando a mi mamá con caricias mudas.

Recuerdo que entré a la habitación de mi papá sin prisa, muy lento. Recuerdo que mi padre estaba en la posición en la que siempre dormía, de medio lado, pero ya había descolgado el brazo que sostenía la mano sobre la que siempre recostaba su cara. Esa era la señal inequívoca de que su alma ya había abandonado su cuerpo.

Recuerdo que le tomé esa mano y le acaricié la cara. Le pedí a mi hermano que me ayudara a ponerlo boca arriba, para que el rigor mortis no hiciera más difícil acomodar su cuerpo cuando lo fueran a mover.

Recuerdo que empezaron a llegar mis hermanos. Recuerdo que mi hermana, Mónica, llamó a la casa de mis padres y yo le contesté. Me preguntó que cómo se veía mi papá y yo le dije lo mismo que pensaba mi mamá, que parecía dormido, simplemente dormido. Pero yo ya había sentido su piel fría y ya había visto su brazo desgonzado.

Mi papá murió un sábado en la madrugada mientras dormía. El miércoles por la tarde se puso mal. Todas las mañanas, antes de salir para mi trabajo, yo paraba en la casa de mis padres a tomarme un café con ellos, que mi madre me preparaba sin falta. El jueves, mi papá estaba débil, pero estaba todavía lúcido. Lo último que me dijo antes de que yo saliera fue "llegue temprano y hablamos larguito". Ese día me fui temprano del trabajo, me avisaron que se había puesto peor y cuando llegué a verlo, ya no habló más. Estaba consciente y despierto, pero muy débil para hablar larguito. Estaba muy débil para hablar, hasta la mirada le pesaba.

Esa noche, cuando iba de salida para mi casa a descansar, le di un abrazo. Aún estaba despierto y nos miramos por última vez. Él se despidió con esa mirada que revolvía nostalgia, melancolía, alegría por todo lo vivido y tristeza por lo inevitable. Me miró con la certeza de que para mí sería su última mirada. Yo le repasé la cara, las arrugas, los lunares en sus manos y no pude detener una lágrima que cayó sobre su regazo. Él asintió con la cabeza y miró al piso. Yo sabía que ya era hora de irme. Él sabía que yo lo amaba.

Al día siguiente, el viernes, salí a trabajar y él aún dormía. Había pasado mala noche. Mi hermana Mónica, que estaba con él, me mantenía al tanto de su día. En la tarde lo llevaron a la clínica. Estaba muy mal. Los médicos le daban pocas esperanzas. Él solo les dijo, a mi hermana y a los médicos, que se quería morir en su hogar, rodeado de su gente, que no le hicieran nada más. Cuando llegué a la casa, lo estaban transportando en ambulancia desde la clínica. Pocos minutos después de que llegué, llegó él con Mónica y dos de mis sobrinos, Juanita y Sebastián, que lo acompañaron todo el día. Lo entraron al cuarto en la camilla. Con Luis y un enfermero lo acomodamos en la cama. Estaba dormido por los sedantes, con la respiración pesada, en un sueño profundo. Así se quedó, hasta que los latidos se le fueron esa madrugada, en tanta paz, que mi mamá a su lado creyó simplemente que la respiración le había mejorado porque no hizo más ruido. Se fue.

El sábado en la mañana, mientras mis otros hermanos y algunos familiares se reunían en la sala a acompañar a mi mamá, el cuerpo de mi padre se quedó solo por un momento. Yo me senté a su lado y le empecé a hablar larguito. Inicié esa conversación que nunca tuvimos, a la que nunca llegué, porque el ocaso de ese jueves ya fue muy tarde. Me prometí no prometerle nada, porque siempre incumplí mis promesas. Él ya estaba acostumbrado. Sabía que yo vivía para donde me llevara el viento y él era quién sostenía la cometa de mis días errantes. Le agradecí por haberme dado la vida y por la vida que me dio, tan libre como pudo, alejado de los dogmas, recalcándome siempre que más importante que las creencias era el criterio, que nos permitía creer con fundamento lo que percibíamos como correcto. Le agradecí por ser mi soporte, por los libros de Victor Frankl que dejó debajo de mi almohada para que yo capoteara mis depresiones, por las conversaciones profundas y distendidas en su tiempo de pensión y mi tiempo de desempleo, sobre sus ideas y mis sentimientos, las ideas que yo no le comprendía, los sentimientos que él no me entendía. Pero nos hacíamos compañía. Solo le di gracias a mi papá, no le pedí nada, no lo quería angustiar más. Yo solo quería que descansara por fin. Recosté mi cabeza en su pecho sin látidos, sin respiración. Tomé fuerte sus manos y acaricié una vez más los surcos de sus arrugas, le consentí su pelo cano, le di un par de palmaditas en su mejilla y me despedí para siempre de su cuerpo, que ya no vi más, porque al rato llegaron de la funeraria para llevarse el cuerpo.

De ese día no recuerdo mucho más. Recuerdo que en la tarde, bien tarde, su cuerpo ya estaba en la sala de velación. Recuerdo que fueron muchas personas a darle el último adiós, muchos de mis amigos me acompañaron. Recuerdo sus rostros, sus palabras de aliento, sus abrazos, su inmenso cariño. Recuerdo que vi a muchas personas que no recordaba, pero que conocían a mi padre. Recuerdo sus palabras cargadas de cariño, de lindas vivencias, de mejores anécdotas, porque mi papá era una fábrica de anécdotas. Recuerdo mi mirada clavada en el piso, que solo subía para corresponder las miradas y volvía al piso. Entre rostro y rostro, siempre el piso. Buscaba en mi memoria la sonrisa de mi padre, sus carcajadas sonoras, sus chistes malos, su última mirada, su intención última para que habláramos larguito y la intriga con la que me quedé para siempre, porque nunca lo pude escuchar de nuevo. No supe qué me quería decir.

El domingo lo cremamos. Él no quería que lo enterraran, prefería que sus cenizas se usaran como abono para unos sauces llorones a la vera de un río. En la misa dije algunas palabras. Me sorprendió ver la iglesia llena, me emocionó mucho sentir el afecto que tantas personas le daban a mi padre y lo tristes que estaban de que se hubiera muerto, me conmovió ver personas que no veía hace mucho tiempo allí, acompañándonos, reconfortándonos en la tristeza, demostrándonos que en los momentos tristes los verdaderos sentimientos relucen no importa cuánto tiempo hubiese pasado en el anaquel de la ausencia.

En el cementerio, cuando metimos a nuestro padre al horno crematorio, los seis hermanos y las dos hermanas, toda su tribu, nos abrazamos con mi madre y espontáneamente empezamos a cantar la canción que siempre cantábamos con mi papá en los paseos:

"Vivo en un pueblo tan poco importante,
que nunca para el treeeeeen, que nunca para el tren.
Nadie se sube, nadie se baja, nadie ha viajado en éeeel,
nadie ha viajado en él..."

La portezuela del horno crematorio fue subiendo y el ataúd con el cuerpo de mi padre se fue desapareciendo mientras nosotros entonábamos la canción que surgió sin más, sin haberlo preparado, sin pensarlo, como el homenaje más lindo a quien siempre supo mantener su familia unida a pesar de las adversidades, a pesar de ser tantos y tan diferentes. Al final, estábamos todos, sus ocho hijos y mi mamá, fundidos en un solo abrazo. El viejo se nos había ido y allí estábamos nosotros, su legado vivo y diverso, sosteniendo al otro pilar de nuestra existencia en su infinita tristeza, nuestra mamá.

Mi papá hubiera cumplido 85 años el 15 de septiembre de 2014 y habría cumplido 60 años de matrimonio con mi mamá el 24 de septiembre. Le faltó un mes de vida para redondear los números de su existencia, que quedaron ahí en suspenso, como la charla que nunca tuvimos.

Hoy me cuesta recordar ese momento tan vivido, me tiemblan los dedos acá escribiendo y debo limpiarme los ojos cada tres renglones porque las lágrimas me están nublando la pantalla. Nunca había repasado esos instantes. Pero me debía ese recorrido por los últimos momentos que compartí con mi papá cuando ya estaba abandonando los linderos de su piel para entregarse a la eternidad.

Todavía me quedo noches enteras pensando qué me quiso decir mi papá cuando me pidió que habláramos larguito ese jueves en la mañana. A veces creo que todo me lo dijo con su mirada de despedida. Solo quería decirme que también me amaba. Eso es lo que siempre me imagino. Eso es lo que siempre me ilusiona mientras lo evoco y reviso sus incontables enseñanzas, su magnífico legado.

Ya nos veremos de nuevo viejo querido en esa dimensión en la que ni tú  ni yo creemos. Nos veremos en la nada, de donde vinimos, para donde vamos, la eternidad interrumpida solo por ese destello fugaz llamado vida. Una vez más gracias por darme la vida. Gracias por la vida que me diste. Te amo mi viejo. Le rindo tributo a tu memoria en el cuarto año de tu partida con lo único que sé hacer, con lo único que quiero hacer, escribir.

sábado, 11 de agosto de 2018

Lo que nunca termino


Mi vida es una secuencia de tareas inconclusas. Vivo arriado, a los empujones, casi que obligado, buscando el rumbo que no lleva a ninguna parte y cumpliendo con la apariencia de la cordura para gambetear al sufrimiento.

Mi espíritu es un ente errante agobiado por respuestas que no le satisfacen, por vacíos insalvables, misterios rellenados de fe y por la certeza absurda de que la razón fue puesta allí en alguna parte del cerebro por alguien que juega con nosotros. La religión es la resistencia en masa a ese juego, es la capacidad para mentir de una generación a otra creyendo que esos misterios se respondieron con mitos construidos sobre otros mitos en una espiral infinita de fábulas entrelazadas que se convierten en dogmas incontrovertibles, no por ciertos, sino por inverificables. A todos esos mitos se les ha construido una parafernalia invencible repleta de templos, fieles y jerarquías en la cual lo que no se puede explicar se convierte en milagro.

Mi escepticismo con respecto de la religión es inverso. Creo que todo lo que profesan las religiones podría ser verdad, pero de algo estoy seguro y es que nunca lo sabré. Dudo de la existencia de un Dios y estoy seguro de que muchos dioses han sido creados por el hombre con fines perversos. Y sé, además, que ese Dios sobre el que mantengo una duda vital, poco le importa si creo en él o no. No es un Dios que se detenga en la vanidad de ser reconocido. Bastante trabajo tendría con darle cierto orden al caos en todas las dimensiones existentes para preocuparse por el hecho simple de si una criatura minúscula e insignificante perdida en una partícula redonda del Cosmos porta o no su carné de creyente. El Dios (en el que creo que creo) es tan indescifrable como el Universo mismo, tan misterioso, sublime e inalcanzable, tan desprovisto de bien y de mal, conceptos inútiles en el todo, que me parece un desperdicio este párrafo tratando de explicármelo, como la mayoría de lo que escribo, como lo que nunca termino.

Recabar sobre este vacío espiritual no tiene otra intención que la de tratar de comprender porqué soy una secuencia de tareas inconclusas. Y la razón, después de mucho cavilar, parece simple, pero no lo es. La verdad, no le encuentro el carácter teleológico a mi existencia, no sé para qué vivo ni por qué, más allá de los afectos que son tan importantes, que llenan tanto, que nos mantienen atados al mundo sin más explicación que los sentimientos que no tienen explicación, jamás he encontrado mi misión y tampoco he querido inventarme una. Procuro enterarme a través de la historia, ese sofisma inventado por el humano para reforzar los mitos con narraciones heroicas, cómo han vivido aquellos "grandes" personajes que se creyeron predestinados para hacer de su trasegar por el mundo algo trascendental, inmortal y por supuesto, histórico. La mayoría de estos sujetos, salvo contadas excepciones, han dejado tras de sí una estela de sufrimiento, devastación y muerte incalculable. Entonces, eso de trascender o llegar al menos a ser "alguien en la vida" no está dentro de mis planes, ni siquiera entre los proyectos más mediocres. Mi único objetivo consciente, que algunas veces no logro y por lo cual pido perdón, es pasar por la vida de las personas sin hacerles daño, sin lastimar sus sentimientos, sin herir su susceptiblidad, sin hacer miserables los momentos que comparten conmigo. Y si puedo y me alcanzan las fuerzas, intentar hacer algo que le alegre el momento a esas personas, sin muchas pretensiones, sin querer tocar corazones, cambiar vidas o transformar el mundo. No me interesa y no lo pretendo. Mi intención consciente es pasar por la vida de las personas sin dejar marca ni huella, que sea fácil olvidarme y grato recordarme, así las imágenes que deje en esos recuerdos sean difusas y poco relevantes.

Sonará extraño que esta sea la razón aparente de todas mis tareas inconclusas. Y claramente no es una razón, es apenas una excusa. Las excusas son los mejores argumentos de quienes nunca terminamos nada. Y mi excusa es que no pretendo nada, no persigo nada, no quiero llegar a ninguna parte. Mis aspiraciones no pasan de ser ese acto elemental de esnifar aire.

Es difícil sobrevivir en un medio competitivo sin tener aspiraciones, en el sentido amplio de la palabra, cuando el bienestar está estrechamente ligado al éxito. Es aún más difícil aceptarlo cuando soy esencialmente hedonista y aborrezco el sufrimiento, le tengo pánico a la pobreza y si me da hambre me vuelvo mi propia pesadilla. Sobre esto debo decir que simplemente soy pragmático, me acomodo, finjo estar inmerso en estas dinámicas y si me tengo que cortar el pelo y ponerme una corbata para procurarme un techo y un plato de comida pues lo voy a hacer. Lo he hecho. Pero no es por voluntad, simplemente es parte de lo que nunca termino, la solución momentánea de los problemas, una intermitencia de mientras tantos entre un letargo y otro. Termino lo que estoy obligado a terminar y lo demás lo procrastino eternamente, como si la eternidad exisitiera. No haría la lista de las cosas que nunca he terminado porque, oh sorpresa, jamás terminaría. Por lo demás, en los intersticios de letargo, reflexión, meditación y lapsos en los que me he dedicado a pregonar mi miseria espiritual, he contado con suerte. El plato de comida llega de alguna manera a la mesa y el techo está siempre sobre mí en las noches. En esto me han soportado los afectos, personas que me quieren, me han mantenido. Así de simple.

Entonces, puedo descubrir a través de estas palabras que mi espiritualidad no es más que un mar de dudas, montañas de escepticismo, valles de desolación y rios de incertidumbre, que vivo por inercia y que no saber qué me tiene acá tampoco me motiva para terminar nada porque nada tiene un propósito. Solo soy un hombre lleno de excusas que escribe. No soy más, pero acá estoy, escribiendo y de esto, al menos en este momento, está lleno mi espíritu. Con eso me basta. Mi espíritu es un vacío permanente que no pretende ser colmado, que lleno de nada me permite ser yo, que no sé qué soy ni para qué.

Después de algunos párrafos divagando en un escrito que claramente no va para ninguna parte, no sé cómo terminarlo. Entonces, sencillamente haré lo que hago casi siempre, esta vez sin excusas: no lo voy a terminar.