La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

lunes, 28 de febrero de 2011

Escribir...

Acto reflejo del alma. No importa si lo escrito suena mal, si no es agradable, si los ojos que ven las palabras plasmadas se abren al límite de las órbitas por el terror, se cierran con fuerza de compasión o se tuercen en giros de confusión.

Las palabras son danzarinas incontrolables. Traducen sentimientos, moderan pensamientos, catalizan impulsos, dicen bien o mal algo que atraviesa los confines del cuerpo para hacerse tropel en la garganta. Sí, la escritura habla en todos los tonos.

Escribir es un desahogo furtivo de sensaciones y emociones en donde la sangre, las lágrimas y el sudor se confunden en una hermosa mezcla llamada tinta. Tomar el riesgo de volver letras el contorno y el interior, bien merece la pena por el arrojo de escribir, más allá de lo que quede en el papel.

La imaginación encuentra su mejor carruaje cuando se conectan sueños y pluma. Esos unicornios se desbocan hacia planetas que van más allá de los límites del infinito y súbitamente recorren torrentes de magia en donde la belleza no tiene más parámetro que la locura.

Qué importa la coherencia si se ha logrado un verso sonoro. Qué importa si se entiende o no cuando el corazón que lee es caprichoso y acomoda cada palabra a sus anhelos. Qué importa la hortografia si después de soltar una frase extasiada en la hoja se decide también soltar la carga de amargura.

Escribir es un tránsito entre el alma y el puño que hace una aduana espuria en la cabeza para que la mente diga con una sonrisa cómplice que todo puede seguir. La palabra que queda impresa asume con hidalguía sus logros y sus estragos a perpetuidad.

Escribir puede hacer que el grito de ira se convierta en elocuencia, que el insulto se vuelva sarcasmo, que la incertidumbre se vuelva ironía, que el odio se convierta en silencio. Benditos esos garabatos inventados para que los mensajes viajen, perduren, interpreten, imaginen, cuenten… vivan.

Cuando se sostiene la pluma, la mano no sirve para nada más. No se puede jalar del gatillo ni cerrar el puño. No se puede apuntar para acusar, no se puede abrir la palma para rechazar. La pluma atrapada en la mano es el cosmos que se concentra en la palabra que viene.

martes, 15 de febrero de 2011

Última cita.


Hola, sí, soy yo… Estoy sentado en la banca a la que nunca llegaste, mirando una copa en la cual el vino se sigue añejando esperando tus labios, tu paladar, tu lengua ¿Sabes? Me preguntaba qué sería de mi vida a tu lado. Nos hubiéramos casado, ya tendría hijos contigo o no, ya nos hubiésemos separado de todas maneras… o no. No lo sé. Vine a este banquito en el parque que frecuentábamos para hacerme preguntas sobre tu ausencia. Qué hice mal, qué hiciste mal. Valió la pena dejarnos o al menos valió la pena habernos conocido. No sé. Eres pasado y recuerdos… ahora eres preguntas sin respuesta.

Vine a este banquito a recordar de qué hablábamos acá sentados y ya no lo recuerdo. Recuerdo tu cara, tus ojos, tus labios moviéndose, tus manos en mis manos… pero no recuerdo qué me decías, ni qué te decía. Ahora recuerdo que no me escuchabas, que yo no te escuchaba. Recuerdo que quien decía la última palabra sonreía, a veces con cariño, a veces con cinismo.

Traje un Rutini. A ti te gustaba otro, pero yo insistía en que este te tenía que gustar. Serví tu copa de todas maneras para evocarte. Pero te veo en imágenes tan difusas… se nota que hoy he tomado más que tú. Por lo menos aquí. Sí, sí… tu imagen se diluye y ya veo que traje más de una botella… pero tu copa sigue allí, servida.

Te cité a este parque y a esta banca en un sueño. La verdad era una pesadilla. La verdad empezó como un sueño y terminó como una pesadilla. Ya no sé en dónde terminó el sueño y en dónde comenzó la pesadilla. Pero sí sé que todo terminó. Desperté. Desperté y me vine a esta banca a cumplir la cita. Acá estamos: Yo, el vino y tu copa de vino. Ahora alcanzo a recordar que me decías que era egoísta porque siempre me ponía Yo por delante. Ahora estoy sólo y no me quiero poner detrás de tu copa sin ti. El vino lo llevo dentro.

Estoy sentado en esta banca… casi acostado… el vino me está derrotando y tu copa sigue allí tan erguida, tan inmutable, tan soberbia como tú. Me mira con desprecio como lo harías tú porque ella sabe que contiene el vino que no te gusta. Copa arrogante. Pero por lo menos vino.

Se me acabó el vino. Como soldados aplicados tres botellas vacías forman en línea. “¡Atención! ¡¡¡Fir!!!, a discreción…jajajajaja…”. Me río como un loco recostado en esta banca y alcanzo a recordar una cosa más: A veces te divertían mis estupideces. Al final, no te reías, sólo te parecían estupideces. Me bebí tu copa. No te va a hacer falta. Yo tampoco. A mi tampoco me van a hacer falta tus labios, tu paladar, tu lengua… “¡Hip!”.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El acordeón imaginario


-¿E ecuchan? ¡Tenshión…! ¿Me cuchan? ¡A-t-e-n-c-i-ó-n! ¿Mescushan?- Argentina. Provincia de Buenos Aires. Tren que de Tigre conduce a Capital Federal. Recorrido de la Estación de Tigre a la Estación de Retiro. Un domingo cualquiera, en la tarde, casi la noche.

Un anciano de no menos de 80 años se sube al tren en alguna estación intermedia. Sus palabras son incomprensibles. Se quiere hacer oír pero nadie le presta atención. Lo viste una camisa blanca de botones abierta hasta el ombligo que está metido profundo, muy profundo, en el medio de las falsas costillas. Un pantalón andrajoso deshilachado hasta la pantorrilla, a la que la marcan unas cicatrices. Unos zapatos que parecen alpargatas. Se le asoman las uñas entre la suela y el cuero. Se sostiene con dificultad de los espaldares de los asientos. Súbitamente, parado en medio del corredor del vagón, separa un poco sus pies para ganar algo de estabilidad. Reclina su cuerpo hacia atrás. Empieza a gritar con la voz más fuerte que puede. Pero nadie le escucha. La ausencia de dientes no le permite pronunciar con claridad: “¿E ecuchan?...”. Sin más preámbulo, saca una oxidada armónica del bolsillo y la limpia con la manga de la camisa. Toma aire. Se pone la armónica en la boca. Se la quita. Mira alrededor para ver quién lo está mirando. Toma aire de nuevo. Vuelve a ubicar la armónica entre sus labios. En ese instante parece imposible que la pueda soplar y mucho menos, hacerla sonar. Mira de nuevo a la gente que mira a todos lados… menos a él. Cierra los ojos y espira con fuerza.

La armónica empieza a sonar, pero a él no lo convence su instrumento. Sostiene con la derecha su armónica en la boca y con izquierda simula un acordeón. Saca notas de música celta mientras danzan tenuemente sus rodillas en un ritual de guerra que sólo él comprende. La gente se va callando para darle eco al artista. Poco a poco ese fantasma que se subió al tren toma forma de gaitero imperial. Él sigue con los ojos cerrados, sigue danzando, sigue simulando su acordeón imaginario. Su pelo canoso ondula al vaivén de las notas. Ahora sólo suena su armónica, ahora sólo se le ve danzar. Todo el mundo sigue el compás de su acordeón imaginario. Las palmas uniformes del público espontáneo dan fondo de percusión a su melodía, hasta el ruido del tren sobre los rieles parece acompasar. Él es el centro de atención, todos lo escuchan, ahora su voz es clara aunque no hable, ahora su presencia es todo lo que invade ese vagón.

Se le ve sublime, hasta yergue su cuerpo, sigue su tonada con toda intensidad. Su acordeón imaginario abre y cierra, abre y cierra, abre y cierra. Él sigue con los ojos cerrados, con su boca sonriente y soplando. De vez en cuando alza un pie. Lo apoya pronto para no caer. El frenesí de la danza le llega la cadera y una mueca de dolor le hace recular.

Termina su tonada. Se apaga la música. Saca su armónica de la boca. Desnuda otra vez sus encías. Pide una colaboración, una moneda… Otra vez su voz se hace incomprensible. Todos vuelven a conversar, a mirar al paisaje, a ignorarlo otra vez. Otra vez se ve andrajoso, otra vez se inclina, otra vez camina con dificultad hacia la puerta de salida. Baja del vagón, en otra estación cualquiera. Se desvanece entre la multitud, con su caminar cansino se va, y ya a lo lejos, cuando él se pierde a pie, y yo me pierdo en ese tren, alcanzo a ver, colgándole del hombro, su acordeón imaginario... pesándole un montón.

FIN.