Mi hermana me pidió que oficiara la ceremonia de matrimonio de su hija (mi sobrina) Juliana con su prometido Carlos. Carlos también es mi amigo y trabajamos juntos en un medio virtual alternativo. Fue una ceremonia pagana, sin religión ni representantes de cualquier dios. Yo debería hablar de su amor de una manera original. Él, filósofo de la Javeriana recién egresado, buscando el camino de su vida. Ella, profesional en gastronomía de la Sábana, la consentida de su casa, la luz de los ojos de su papá y la mejor amiga y socia de su mamá. El reto no era fácil. Pero puse todo mi empeño. Este cuento mitológico surgió una semana antes de la boda y lo escribí en un solo impulso, inspirado por las musas que protegían a Hera. Algunos me pidieron publicar la historia con el fin de que quienes no estuvieron presentes en la ceremonia entendieran de qué se trataba. Acá está para todos ustedes este cuento escrito con el corazón y con todo mi agradecimiento para mi hermana por haber confiado en mí en esta mitológica misión. Esta es la historia:
Año
440 A.C.
Sócrates
era tan solo un mortal. Treinta años, ningún atractivo físico especial, ni muy
guapo, ni muy feo. No veía muy bien de lejos. Tampoco de cerca. Hera, con h,
era la diosa de la familia y reina de todas las diosas. Nada haría suponer que
un simple humano destinado a morir por la mano de sus semejantes pudiese conquistar
a una deidad inalcanzable hasta para los propios habitantes del Olimpo. Solo Zeus
la pudo tener, más por su poder supremo indestronable que por amor. Como en los
reinos humanos, las divinidades también juntaban sus existencias más por
conveniencia y estrategia que por afecto.
Sócrates
era un escéptico vital, la duda era su sustento ético y preguntar su forma de
hablar. Para él, la verdad no era más que el descubrimiento interior, las
respuestas del alma en la intimidad, el reflejo de los miedos que conviven con
los anhelos en esa habitación misteriosa que llaman espíritu.
Sócrates
atraía a los jóvenes como el imán a las puntillas sueltas. Su locuacidad y
vehemencia para encontrar las respuestas más recónditas en el corazón de las
personas a través de preguntas tan punzantes como certeras, lo llevaron a ser
un personaje reconocido en esa Atenas tan llena de egos, de dioses disfrazados
de humanos, de humanos que se creían dioses. Ningún filósofo de la época
igualaba su capacidad para confrontar a la persona con su propio reflejo.
Ningún ciudadano se atrevía a cuestionar tanto lo incuestionable. Sócrates
partió la historia de la filosofía griega en dos, golpeando el pensamiento con
preguntas tan necesarias como imprudentes para una época en la que cuestionar
era lo mismo que desafiar.
Hera,
aturdida de curiosidad por los rumores que llegaban a sus oídos de parte de sus
musas sobre este pintoresco personaje que sacaba de quicio hasta los más
plantados, decidió espiar disfrazada de mortal al filósofo mientras disertaba
en los escenarios públicos en donde su talento contrastaba con el malestar de
los gendarmes de Atenas.
Hera
en su forma humana seguía a Sócrates desde la distancia, sin participar
demasiado en los debates de una sociedad tan patriarcal como lo era Atenas en
su esplendor. Escuchaba en silencio y con mucha atención cómo el gran filósofo
interpelaba a sus dialogantes con inquietudes que lograban que huyeran o que
sacaran la bilis de la verdad desde lo más profundo de sus hígados plagados de
dogmas y doctrinas que estarían a punto de vomitar.
Hera
se fue interesando más de lo que una diosa debiera en Sócrates. Sócrates, por
su parte, se preguntaba por qué esa aparición furtiva de una bella mujer mal escondida
tras las columnas de los escenarios, que le miraba embelesada, como si él fuera
más apuesto que interesante. El filósofo hablaba sin perder la concentración y
dirigía su mirada medio extraviada hacia la silueta de Hera humanizada, encantado.
Él le gustaba a una mujer bella. Y esa mujer era Hera. Sócrates no lo sabría.
Con
el paso de los días, el cruce de miradas entre Sócrates y la figura de mujer de
Hera se fueron incrementando. A las miradas se sumaron las sonrisas. Hera ya no
se escondió más. Poco a poco se fue acercando sin pudor a los debates del
filósofo. Así como Sócrates importunaba a los caballeros atenienses con sus
preguntas, Hera lo hacía con su presencia.
Algunos
mortales indignados ante la impertinencia de Sócrates y el descaro de Hera
hecha mujer, subieron hasta el monte del Olimpo para quejarse ante Zeus del
atrevimiento de ese filósofo incómodo y su fanática espontánea de quien nadie
sospechaba que era la mismísima diosa. A los ojos de los humanos, ella era solo
una mujer, es decir, mucho menos que un ciudadano. Impensable que fuera la
reina de las diosas. Zeus escuchó a sus súbditos con desdén y respondió con truenos
que no le importunaran con un asunto tan baladí como mundano, tan
insignificante para el dios de dioses. Sin embargo, esperó hasta la noche para
contarle a Hera lo que se rumoraba entre los pobres mortales sobre el romance
de un filósofo impertinente y una mujer altanera.
Hera
escuchó a Zeus y sudó frío. Intentó hacer su mejor esfuerzo para disimular el
verse descubierta sin que Zeus tuviera la menor sospecha. Hera respondió con
rapidez que un dios del Olimpo no debería entrar en discusiones sobre las
debilidades de los humanos, tan simples y aburridas que no merecían la atención
de los amos del Universo. Hera intentó hablar con aplomo, pero sus palabras
temblaron como malabarista principiante en sus cuerdas vocales. Zeus sintió un
soplo de desconfianza y entonces quiso saber quiénes eran ese filósofo y esa
mujer.
Hera,
prevenida por su propio temor, se alejó de Sócrates y de su figura humana por
muchos años, cuarenta, para ser exactos, una eternidad para los humanos, un
suspiro para los dioses.
Sócrates
languideció de amor ante la ausencia de Hera hecha mujer y decidió casarse con
Xantipa, más para llenar el vacío de la soledad que el calor del corazón.
Xantipa era una mortal insoportable, que le hacía añorar todo lo que pudo ser
con esa mujer que le admiraba entre las multitudes y que un día cualquiera no
volvió más.
Zeus
desde el cielo vio a Sócrates desafiar al sistema y le divertía. Pero nunca vio
a esa mujer misteriosa al asedio y pronto perdió el interés en el filósofo,
cada vez más viejo, cada vez más incómodo para las élites de una Atenas
reaccionaria y conservadora. El dios de dioses no se volvió a interesar en este
mortal hasta que un día vio a Hera mirando desde una nube hacia el Ágora
mientras se le desprendían un par de lágrimas de las mejillas. Zeus con
disimulo persiguió el recorrido de la mirada de Hera que terminaba en un
diminuto anciano hablando a un grupo de personas reunidas a su alrededor con
total interés. Era Sócrates, impresionando a los jóvenes que le hacían ronda
para ver cómo destrozaba a los soberbios y a los presuntuosos ciudadanos de
Atenas mientras respondían las preguntas que el filósofo les hacía, hasta que
escupían esa verdad atascada en el ego de mala gana y contra su voluntad.
Zeus
comprendió que su esposa, Hera, se había enamorado de un mortal. Ató los cabos,
recordó la voz temblorosa de aquella vez lejana y estalló en impulso frenético
de rabia contra Hera, contra Sócrates, contra todos los mortales y vociferó
como macho enardecido que haría lo que debiera para recuperar su honor de dios
herido, de dios engañado, de dios humillado. El planeta entero habría de sufrir
la ira santa del dios abatido por la infiel que jamás fue, más allá del
sentimiento que es más arrasador y perpetuo que la misma carne.
Hera
temerosa le confesó todo. Que era ella esa mujer misteriosa. Y sí, que ella
amaba a Sócrates. De rodillas le pidió a Zeus un último deseo: Que se
deshiciera de ella y que matara a Sócrates si era su decisión, pero que dejara
vivir al resto de la humanidad, que, al fin y al cabo, habían intentado
alertarlo de la extraña relación entre un filósofo imprudente y una mujer altiva
hacía cuarenta años humanos en el monte del Olimpo. Así pues, Hera logró
indulgencia para el resto de la humanidad. Zeus respondió mientras apretaba los
dientes y destellaba rayos por sus ojos que sería la misma Hera la encargada de
asesinar a Sócrates. Ese era su castigo. Esa era su perdición.
Hera
aceptó y dijo a Zeus que para lograr su cometido debería retornar a su forma
humana, hacerse vieja como si hubiera vivido entre mortales para llegar a
Sócrates en la forma de esa mujer que tanto había extrañado durante todos esos
años. Esa era la mejor forma de acercarse a él para matarle. Zeus aceptó.
Igual, en ese preciso instante del encuentro, morirían los dos: Sócrates a
manos de Hera hecha mujer. Hera por mano de Zeus, que habría de condenarla a su
relámpago aniquilador.
Zeus
partió con rumbo desconocido dando un portazo tal que hizo que la tierra
temblara. El Ágora perdió parte del techo y algunas de sus columnas. Atenas se
estremeció. El monte del Olimpo se llenó de nubarrones negros.
Hera
reunió a sus musas y entre lágrimas les contó su maldito destino. Carimatia, la
musa más querida de Hera, quien mostraba una devoción especial por la diosa, le
dijo al oído: “No os preocupéis, el plan de tu felicidad ya está en marcha. Escuchamos
los gritos de Zeus y vuestros ruegos de angustia. La felicidad os espera.
Sócrates también”.
Mientras Zeus vociferaba desquiciado, las musas asumieron en el acto formas humanas suplantando a los grandes dignatarios civiles y militares de Atenas a quienes encerraron en las catacumbas oficiales en un operativo maravilloso de arrojo, valentía y precisión. Aprovecharon con total astucia el tiempo lento de los dioses para actuar con el frenesí del tiempo de los humanos. Reunieron a todo el pueblo de Atenas en el Ágora. Dijeron a los presentes que si querían salvar a la ciudad y a la humanidad del poder destructor de Zeus deberían juzgar a Sócrates con prontitud y condenarle a muerte sin dilaciones. Les dijeron que no preguntaran demasiado, que solo hicieran lo que se les decía. A Sócrates le separaron de la multitud y le confesaron la tramoya, le hablaron del amor de Hera por él, de su forma humana por él percibida cuarenta años atrás y le pidieron seguir al pie de la letra el libreto que habría de recitar en ese juicio tan falaz como efectivo.
Musas
disfrazadas de magistrados cautivos en las catacumbas asumieron el engaño del
juicio con tal maestría y precisión, que no dejaron el menor espacio a la
sospecha ni a la suspicacia entre todos los presentes. Sócrates fue condenado a
muerte sin mayor resistencia, ni siquiera de él, por supuesto, sabedor de su
buena suerte, que aprovechó con maestría para recitar sus mejores enseñanzas,
el balance de décadas de confrontación íntima con las más intrincadas esferas
del poder terrenal de esa Atenas imperial.
Sócrates
tomó ese bebedizo mortal similar a la cicuta que no era más que mezcla de
flores de pétalos blancos inofensivas, preparado por la propia Carimatia como
garante de toda la función. Sócrates fingió su muerte como el mejor de los
actores y hasta convulsionó en un acto final propio de una tragedia de Sófocles.
Unas plañideras contratadas le lloraron sin pudor. Xantipa expiró sin ganas y
dejó caer una lágrima de cortesía sin mayor sentimiento ni dolor.
Hera
se hizo mujer para ir a matar a un muerto, haciéndose la desentendida,
cumpliendo con obediencia la orden de Zeus, pero con la certeza de que los
pálpitos del corazón de Sócrates ahora eran para ella.
Las
musas escondieron a Sócrates en el laberinto del Minotauro a quien habían
convencido a punta de mimos y seducción hasta que lo dejaron extenuado,
dormido, al menos por los siguientes diez años de los humanos. Hasta allí
llevaron a la figura femenina de Hera envejecida siguiendo el hilo de Ariadna
mientras el monstruo dormía. Zeus le perdió el rastro a Hera en el laberinto y
estalló con furia salvaje dejando caer un diluvio colosal sobre Atenas y
resollando con truenos y relámpagos hasta que los demás dioses debieron
intervenir para evitar el ataque de locura que se iba a desatar. Poseidon
encausó las aguas embravecidas de la lluvia hacia sus dominios en el mar y Baco
le emborrachó hasta que perdió el sentido.
Sócrates
se fundió en un abrazo con Hera hecha mujer. Sin embargo, le era imposible
sentir a la diosa, tan sublime e inalcanzable para él. Sócrates no podía ser
dios. Hera no podía ser eternamente humana porque era eternamente diosa.
Decidieron entonces ser espíritu y desprenderse de su humanidad y de su deidad
respectivamente. Se juraron amor eterno y al mismo tiempo se desprendían de los
contornos de su piel y su divinidad mientras se aferraban al Cosmos hechos
alma, sentimiento etéreo, el espectro de sus más profundas pasiones hechas
esencia sin materia, vagando en el espacio hasta que dos cuerpos predestinados
en los tiempos dieran recipiente de carne y hueso a su amor.
Año
2018 D.C.
Pues
bien, acá están Sócrates hecho Carlos y Hera que encarnó en Juliana. Ella
renunció a su divinidad y a su eternidad para ser tan humana como su filósofo
amado después de 24 siglos. Ese fue el tiempo que divagaron en el Universo
siendo espíritu, amándose sin poderse tocar. Y acá están, en cada uno de
ustedes, la reencarnación de todas las musas que fueron cómplices de esta
historia de amor celebrando la unión del filósofo y su diosa. Y yo, bueno, yo
soy el retorno de Platón, que escribió la muerte de Sócrates en su apología
solo para despistar a Zeus, quien siempre dio a Sócrates por muerto y, cansado
de esperar, dejó de buscar a Hera derrotado hasta que los nuevos imperios y culturas
lo enviaron al desván de la mitología griega.
Juliana
y Carlos ¿Recuerdan esa vez que salieron a que la lluvia los mojara cuando aún
no sabían que serían el uno para el otro? Les digo que era el mensaje de Zeus
rendido a su amor, firmando la paz y dándoles su bendición. Por eso les mojó de
amor, aunque en ese momento no lo supieran. La magia vino después, cuando sus
espíritus se reconocieron en alguna mirada que se pudieron sostener hasta
llegar a ese beso mágico que consagró su encuentro terrenal.
¡Brindemos
por los novios! ¡Brindemos por Sócrates y Hera! ¡Brindemos por el filósofo y la
diosa! ¡Brindemos por Carlos y Juliana! ¡Brindemos por Zeus y su lluvia de
amor! Que esta noche nos moje a todos con su magia.
Andrés Felipe Giraldo López
Bogotá, 17 de noviembre de 2018