Calma, quietud y tribulación, es una ventana a la que saco del anaquel lleno de telarañas lo que escribo para compatirlo con quienes se atrevan a leerlo. Es un espacio no invasivo que espera silencioso a que las personas se acerquen a dar un vistazo desprevenido.
La fuerza interna del cosmos en una pluma
jueves, 10 de noviembre de 2011
El Talento de mi hijo.
Volver a escribir sobre mi hijo es recordar ese texto en el que relaté muy detalladamente toda esa sensación horrible que invadió mi ser cuando lo golpeé, estando él muy chiquito. Afortunadamente para mi impunidad él no se acuerda. Desafortunadamente para mí, no se me olvida. Pero bueno, ya ha pasado mucho más de una década y han pasado muchas otras cosas como para que ese fuera un recuerdo recurrente. Y en todo este tiempo nos hemos visto crecer.
En el proceso de crecimiento de un hijo, por lo menos en mi caso, existe una curiosidad persistente por saber qué talentos tiene. Algunos padres un poco más inquietos le están destrozando los tímpanos infradesarrollados a sus fetos con música de Mozart a todo volumen con la esperanza de que el bebé traiga consigo un Stradivarius. A esta tortura la llaman "estimulación temprana". Yo no estimulé a mi hijo. Ni temprano ni tarde. Mi estimulación temprana consistió en que no me pillara ebrio, que no me viera llorando mientras me separaba de su madre o de vez en cuando jugarle fútbol porque desde que nació yo ya me sentía viejo para andar arrastrando carritos. Tampoco le leí cuentos porque prefería hablarle sobre la vida y sus demonios en un tono tan lúgubre que le ayudaba a dormir. Sé que no fui un padre ejemplar. Aunque yo prefiero pensar que simplemente no fui un padre prototípico o convencional.
En este sentido, creo que los talentos que desarrolló mi hijo son su mérito. Los logró solito sin ninguna guía. Sin ninguna inspiración de mi parte. Mis aportes fueron materiales. Como esos padres poco sensibles que creen que lo material lo cubre todo. Así fui yo. Le heredé una organeta vieja a la que sólo le compré las pilas. Y por supuesto, un balón, ese regalo misterioso a los pies del arbolito de navidad al cuál se le puede dar patadas incluso sin quitarle el papel.
A partir de esos dos aportes, materiales y fríos, mi hijo empezó a desarrollar sus propios talentos: El fútbol y la música. Debo alegar en mi defensa que soporté estoicamente esos conciertos eternos de notas rechinantes y la musiquita de fondo de las organetas o "ritmos" que llaman, origen de la insulsa música electrónica. También colaboré con tardes de fútbol intenso enseñándole a mi muchachito la única jugada que sabía hacer bien: La chilena. Hasta que me disloqué el codo y decidí no seguir fanfarroneando con él. De resto, él siguió haciéndose sólo. Jugaba fútbol al rebote con las paredes y trataba de imitar las notas de las canciones que escuchaba en la radio en su pequeña organeta. Así fue madurando mientras yo seguía mi vida arrastrando los lastres de mi inmadurez.
Nunca fui consciente sobre sus avances. Y nunca hubo plata para meterlo en clases particulares de algún instrumento o algún deporte para hacer de su talento una carrera. Pero él seguía dándole a la organeta y al balón. Hasta que acabó con los dos. Entonces pidió una guitarra y un balón nuevo. Y yo seguí haciendo lo más fácil. Dándole lo material. Le compré una guitarra fina para así obligarlo a que la cuidara y un balón ahora sí de fútbol, porque lo otro era una pelota de cualquier cosa que servía para darle patadas.
Poco a poco ese sonido agudo y disonante fue tomando rasgos de melodía y me demostró empírica y técnicamente que lo que yo creía que era una chilena sólo era caerse para atrás y por casualidad pegarle al balón. Poco a poco fui tomando consciencia sobre el desarrollo silencioso y vertiginoso que había tenido mi hijo.
Uno de los primeros gestos ególatras de un padre orgulloso es creer que su hijo le heredó algo relacionado con sus talentos. No fue mi caso. En mi caso fue una grata sorpresa y mayor desconcierto no saber cómo hizo mi hijo para desarrollar un talento musical y otro deportivo de los cuales carezco completamente. Pensé en los talentos de su mamá. Pero ni música ni deporte. Su madre es talentosa para el baile, la pintura y las manualidades. Pero la música o el deporte no están en el menú. Y mi talento musical no me da ni para tocar bien un timbre. El que mejor me sonaba era el del apartamento de un amigo que hacía parecer como si el edificio estuviera echando reversa al ritmo de "la cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar". Y como futbolista me refugié en el arco. En ese cálido espacio debajo de los tres palos. Culpable de todos los males pero el que menos corre. Era a lo que estaba acostumbrado en mi vida.
Mi hijo iba creciendo mientras yo daba tumbos. Por cada caída mía el afinaba mejor una nota. Le llegó la adolescencia hace unos años y dejó a un ladito el balón para abrazar la guitarra con más fuerza. En ese proceso de crecer, que es ir desechando todos los sueños para aferrarse a uno, optó por la música. Y no se conformó con la guitarra sino que empezó a "darle a los tarros" como le dice a tocar batería. Y su ritmo y coordinación eran sencillamente impecables. Sus primos lo abrigaron con más melodía, con amor de hermanos y poco a poco la música se convirtió para ellos en una religión. En la mejor religión. Esa religión en la que se reza meneando la cabeza y moviendo las manos pero sin fanatismos ni falsos profetas. En la que el único mesías se llama Rock’n’ Roll que sólo pide que el devoto se ponga de rodillas para culminar el éxtasis de la interpretación. Esa religión que hace familia alrededor de una banda. En donde las estrellas no señalan ningún lugar sagrado sino que se apoderan de sus sueños, haciéndolos a ellos mismos estrellas.
La música se convirtió en el idioma de mi hijo. Su talento le ha dado un lugar privilegiado en el cosmos. Porque la tarima lo llama sin pretensiones. Sin ser el niño angustiado que se sube al escenario para someterse al escarnio de un público ávido de tragarse aspirantes. Él disfruta su música, la hace sin mirar el entorno, mientras hace temblar los tarros la melodía corre por sus venas y tiene explosiones fantásticas de adrenalina que lo vuelven sublime, majestuoso, grande.
Es una tendencia generalizada de los padres que creamos que nuestros hijos son los mejores. Y así debe ser. No sólo es nuestro derecho sino nuestra obligación. Y para mí Nicolás es el mejor. No porque no haya mejores tocando la batería o la guitarra. Sino porque elaboró sus talentos con paciencia y disciplina que no tiene para nada más. Porque encontró su vocación más allá de las tareas y los desafíos que impone el sistema. Porque ha descubierto un espacio de bondad que se traduce en notas, decibeles, armonía, coordinación, empalmes, banda y rock ‘n´roll.
No es un buen estudiante. Le cuesta trabajo concentrarse para entender qué dice la historia, en dónde quedan los lugares que señala la geografía, se enreda con las factorizaciones, la biología y la química se le complican y sus notas académicas no son tan buenas como las musicales. Pero qué importa. Para qué es la educación. Para formar eruditos o para formar seres humanos. De qué le sirve saber tanto si lo que le gusta saber, si lo que necesita saber, si lo que lo llena y lo hace feliz no lo resuelve la calculadora ni los libros sino sus "tarros" y su banda. Y mi objetivo como padre no es llenarlo de conocimientos insulsos. Mi objetivo es que sea feliz. Pero el sistema hace que la felicidad esté muy cerca del fracaso. Y mantiene al talento arrinconado por el conocimiento. Él me lo ha explicado desde su frustración y yo se lo he replicado desde el realismo que va de la puerta de la casa hacia afuera.
Ahora comprendo que él desprecie todo lo que no lo hace feliz. Porque el sistema lo está obligando sin motivarlo. Le tiran ecuaciones y millones de datos que él no sabe para qué le sirven. Que no hacen que Breaking the Law suene mejor. Y al final de cada período le tiran unas calificaciones horrorosas, para que él sienta que está haciendo las cosas mal. Sistema educativo de mierda. Está ceñido a un pensúm de fábrica fordista. De formación de seres humanos en serie. Homogéneos, grises y aburridos. Llenos de datos, fechas, fórmulas y conocimiento sin alma. La genialidad es vocacional, no académica. Y el talento es natural, no se enseña, sólo se perfecciona en la medida en la que el gusto lo vuelve disciplina y constancia.
Ahora entiendo a mi hijo. Comparto su aversión por el estudio y su vagancia. Porque entre un libro de matemáticas y una guitarra, él prefiere la guitarra. Y a mí también me suena mejor su guitarra que su libro. Pero él debe entender que si queremos derrotar el sistema tenemos que infiltrarlo. Succionar lo mejor de él y aprovecharlo para nuestro beneficio. La estrategia no es abandonarlo y luchar contra él desde la desolación del aislamiento. La estrategia es ser feliz a pesar del sistema. Aprovechar que ahí se encuentran más soñadores presos de la escuela con los que se puede volar. Y que finalmente esos reos son sus amigos de banda, sus bandoleros.
Al sistema hay que engañarlo. Hacerle creer que somos parte de él. Dejar nuestras huellas impregnadas en sus aulas que parecen jaulas y sacar de ahí los cartones que nos abren las puertas de nuevas cárceles que seguiremos infiltrando. Hacer menear las gafas, los lapiceros y las batas de laboratorio al ritmo del Rock ‘n´Roll como un grito de revolución que se va carcomiendo las bases de esta educación para abrirle paso a las alas del talento.
Entonces, hijo, no pienses que cuando vas al colegio vas a una tortura de ocho horas de aburrimiento. Piensa que es tu misión encubierta en la que estás dejando tu marca de resistencia, rebeldía, cambio y revolución. Tu música es tu arma y cada vez que le das a los tarros el sistema tiembla a tus pies. Comprende el por qué de las matemáticas. Pitágoras creó música con las matemáticas y dedujo, con base en fórmulas matemáticas, que la música es "la perfección del Universo". Que la historia te ha traído a este siglo, en el que la revolución más que un sueño es una forma de vida. Eres un privilegiado por eso. Que vale la pena saber que estás en Colombia, en un potrero de Cota haciendo sonar tus tarros. Para que cojas el mapamundi y te imagines en Papúa Nueva Guinea con tu banda, ese grupo de reos que conociste en colegio, esperando para salir al escenario. Ningún conocimiento sobra así no te haga falta.
Haz tu tarea de infiltración bien hecha. Deja tu legado en los cientos de personas que te rodean y te admiran. En los de primaria que te ven como el grande. En los mayores que te ven como lo que les hubiera gustado ser en el colegio. Aprovecha tu talento para derrotar el sistema. No dejes que el sistema derrote tu talento. Sé inteligente y date cuenta de que no es tan difícil. Y que si bien el sistema educativo es una mierda, ahora es el camino más expedito que tienes para llegar hasta donde quieras llegar. Tú eres el infiltrado, yo soy tu cómplice. Gana tu libertad entre los barrotes del sistema para demostrarle a esta fábrica de individuos que es el talento el que hace buenos seres humanos. Yo te ayudo. Pero dame la mano. Y ponte a estudiar.
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Magnifico, me gustó mucho, comparto todo lo que dices del sistema, también me sentí victima de el cuando estudie, y creo que mis lo están siendo, pues a excepción del ultimo tienen talento artístico y no les va muy bien con las notas
ResponderEliminarDe acuerdo Adalberto, aveces siente uno que el colegio no los estimula en sus talentos sino que los desestimula en sus debilidades. Y evidentemente la vida uno la enfoca hacia lo que le gusta y hacia lo que lo realiza, y las escuelas en todas las etapas de la vida deberían potenciar y estimular las ventajas de la persona para que sea feliz, no para que sepa mucho. Porque el conocimiento es importante en la medida en que nos da un rumbo. Y la educación debería estar enfocada para descubrir ese rumbo, no para limitarlo. Para privilegiar el talento sobre el conocimiento que a la larga, sin foco, no sirve de mucho.
ResponderEliminarMe ha parecido realmente bonito lo que has escrito, seguro que tú también posees un talento, el de la escritura.Cómo bien sabes la adolescencia es una etapa de cambios y me parece fenomenal que tu hijo tenga una mano que le guíe.
ResponderEliminarAnimo.
Hola Cándida, muchas gracias por tus palabras. Me emociona mucho poder compartir contigo este espacio y poder contarte esta historia. Tener un hijo es mágico. Y crecer con él ha sido maravilloso. No sólo yo lo guío. Él ha aprendido a guiarme a mí. Un saludo en la distancia y muchas gracias por leerme.
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