Otra vez, hállome acá, perdido. Cada vez con más confusión y
menos excusas. Con esa sensación de vacío que de tanto sentirla se ha convertido
un cliché entre mis vísceras. Dejé quizás todo lo que creía que pretendía. Y lo
dejé porque en el camino descubrí que no era lo que pretendía. Es más, descubrí
que no pretendo nada. O que lo que pretendo, parece nada.
Robé por un tiempo la sensación de “ser alguien en la vida”,
de tener ese reconocimiento de palmadas en la espalda que le hacen sentir a uno
que está haciendo las cosas de maravilla, que alguien se siente orgulloso de
uno, que uno puede llegar lejos, alto, ser importante, reconocido y trascendente.
Sí, me paré en esa plataforma del éxito por unos instantes y me dio vértigo.
Sólo sentía unas ganas inmensas de bajarme de allí para vomitar.
¿Y por qué? No sé. Tengo nociones. Sin duda, no soy bueno
para asumir responsabilidades. Puedo hacer muchas cosas con gusto, excepto, si
esa cosa es una responsabilidad. Estoy jodido. Para lo único que uno está en el
mundo es para ser responsable. Esa es la clave del éxito, de la felicidad, de
la estabilidad, de todo cuanto puede darnos un gramo de paz y tranquilidad en
esta pelota viva verde y azul. Ser responsable es lo único que te pide la
humanidad. Alguien te dice que tienes que responder por algo. Tú lo haces. Él o
ella están satisfechos, si lo hiciste bien. Tú has cumplido. Así funciona este
mundo. Para eso te contratan. Para eso naciste. Así eso de lo que tienes que
ser responsable sea infinitamente perverso. Lo único malo es no ser
responsable. Pragmatismo le llaman.
Acá nadie viene a hacer lo que se la da la gana. Eso es para
forajidos, vagabundos, insurrectos, anarquistas, locos, enfermos, bobos o
estúpidos. Cada cual viene a hacer lo que le toca. Todos nacemos con una
misión, dicen. Hay una misión para cada ser humano que debe cumplir con toda
atención, dedicación y sumisión. Así esa misión sea recogerle la caca a una
celebridad o a la mascota de ésta. Esa es una linda misión. Quizás no por la
mierda, pero sí por la celebridad. Esa misión está ligada a un destino y ese
destino es lo que te hace una bella criatura de Dios, Alá, Buda, Jesús, Mahoma,
Ra, Tor, Zeus o lo que sea.
Estoy condenado. Yo quiero hacer lo que se me dé la gana. No
duermo bien. Nunca he dormido bien. No importa si he conciliado el sueño a las
seis de la mañana, a las siete ya estoy increíblemente despierto asumiendo la
culpa, la angustia y la desazón por querer hacer lo que se me da la gana. Estoy
condenado. Nadie me va a contratar porque no asumo responsabilidades, porque no
entiendo instrucciones y porque no obedezco órdenes. Y no porque sea un
rebelde, no. Simplemente me da pereza. Me da pereza levantarme todos los días
porque debo hacer algo, porque tengo que cumplir, porque tengo que “ser alguien
en la vida”. Me da una mamera infinita ser alguien en la vida. No quiero ser
nadie. No quiero ser nada. No quiero tener un nombre y cargar una cédula que me
dice que soy de una nación a la que ni siquiera quiero porque la he aprendido a
odiar todos los días, tres veces al día, viendo las malditas noticias. Sin
embargo, me siento orgulloso de las personas que hacen bien las cosas por esa
Patria que compartimos. Me emociono con sus logros y me alegra porque casi
siempre triunfan lejos, en donde no tienen que sufrir la miseria que se vive
acá todos los días. Han logrado huir y al mismo tiempo son referentes de éxito
para otros más que quieren seguir sus pasos. Para ser alguien en la vida, lejos
de esta “mala madre” como diría Fernando Vallejo. Esto no tiene lógica. Pero
tampoco voy a asumir la responsabilidad de ser lógico.
No soy filósofo ni esta es una filosofía. Todo lo contrario.
Es la ausencia de todo deseo por comprender el mundo, descifrarlo y encajar en
él. Es justamente lo que lucho. Mi falta de interés por este mundo y su inercia
de giros y elipses. Mi falta de interés por el prójimo, por ser mejor, por “ser
alguien en la vida”. Soy un pábilo encendido en medio de una parafina que no se
quiere derretir, que me tiene atrapado en este instante cósmico como la luz más
oscura del universo.
Maldigo con toda mi fuerza la razón que me permite hacer
estas reflexiones y sufrirlas, porque además calan en la conciencia que desde
muy pequeño me enseñó a sentir culpa hasta por lo que no he hecho. “Pecado
original”. ¿Qué es el pecado original? Nunca lo supe y no lo quiero averiguar
ahora, pero si sé que la culpa es el soporte vivo de la responsabilidad. Ser
irresponsable te hace culpable para tu conciencia y despreciable para los demás.
¿Loco? No, no estoy loco. Me lo he preguntado muchas veces
frente al espejo casi siempre con lágrimas en los ojos y sólo puedo deducir que
soy un idiota desesperado, pero no un loco. Sólo un pobre idiota que no encaja
en este mundo de razones y motivos. Un lastimero que patea piedras y anda con
un costal al hombro de dolor autoinfligido. Un imbécil que soporta la vida
mirando el calendario todos los días para ver cuándo es que se acaba. Un
estorbo, sí. Un estorbo para quienes tienen que soportar mis diatribas sin
sentido quitando el tiempo que necesita cada uno para cumplir con sus
responsabilidades. Para cumplir con su misión. Que van tan bien en ese rumbo de
“ser alguien en la vida”.
Yo ya me he echado en el andén del indigente. No me mato las
neuronas con nada porque ellas se matan solas, consumidas por la angustia de no
saber cómo voy a vivir. Se matan solas contando los segundos de este reloj para
atrás.
¡Bah! Hoy desperté cucaracha, acostado sobre el caparazón de
las alas yertas que no me deja girar para levantarme.
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