Sucedió en abril de 1999. Un
avión de Avianca que cubría la ruta Bogotá – Bucaramanga fue secuestrado por
guerrilleros del ELN. Allí iba una cándida niña de 19 años llamada Leszli
Kálli. Su tragedia quedaría registrada para la posteridad en un libro que ella
misma escribió llamado: “Secuestrada”. Hasta allí, nada muy distinto de la
historia miserable que deben padecer tantos colombianos que han sufrido alguna
tragedia por culpa de nuestro ridículo conflicto.
Como era de suponer, Leszli
Kálli continuó con su vida, como la han tenido que seguir todos los que han
salido vivos del cautiverio. En algún momento de la vida se encontró con Gustavo
Petro. Congeniaron, por lo que cuenta ella, por el amor hacia los animales, y Kálli
terminó trabajando para la administración del alcalde en un cargo no muy bien
definido con unas funciones no muy claras. Allí empezó otra novela. Según su
relato, los celos de la esposa de Petro desembocaron en su prematura renuncia,
con ingredientes tan sórdidos como una amenaza de violación de un funcionario
de la Alcaldía que fue denunciada ante la Fiscalía. Esta historia también está
registrada en otro libro de su autoría recién editado que se llama “En las
entrañas del poder. Acoso laboral en la Alcaldía de Bogotá”.
Sin duda, Leszli Kálli ha
sido víctima de una sociedad enferma. Fue secuestrada, vivió en el exilio y
ahora enfrenta los atropellos de una sociedad machista y de una
institucionalidad opresiva. Pueda que tenga razón. Pero la forma como ha
decidido vivir refleja el contagio que convierte súbitamente a una víctima en
una fiera pendenciera.
Ocasionalmente reviso la
cuenta de Twitter de Leszli Kálli para saber qué piensa. Y la verdad no piensa
mucho. Reacciona, insulta, injuria, intriga, pelea, destila tanta hostilidad
que no es agradable pasar de cuatro o cinco trinos para saber que es una
persona tremendamente resentida, con un sentimiento tan rancio que la carcome
por dentro, y con un deseo inmenso de venganza que no materializa pero que se
trasluce con todo su odio.
Quizás ella no lo sepa con
claridad, pero se convirtió en militante antisocialista. Detesta a Petro y por
extensión a Nicolás Maduro. Habla del castro-chavismo con más propiedad que el
propio Uribe a pesar de que Uribe jamás ha definido qué es el tal
castro-chavismo.
Y vive en Twitter. Se ha
convertido en su cuartel de aliados y trinchera de enemigos, que además los ve
por toda parte. Allí, en 140 caracteres, dispara cada sentimiento como un
proyectil con el que quiere volar una cabeza. Está encumbrada en el pedestal de
los intocables, de los que no escuchan razones, de los que no pueden aceptar en
lo más mínimo que podría estar errando el camino. Es una radical convencida de
su superioridad sobre el resto de la humanidad y solo tienen razón los que
compartan su pasión.
Sonará contradictorio, pero
admiro a Leszli Kálli. Y la admiro porque soporta con gallardía una enfermedad
que tenemos la mayoría de los colombianos: El odio. Ella odia sin tapujos y sin
hipocresía. Odia incitando al odio y sumando odiadores a su causa, hostilidad a
sus apreciaciones y como debe ser, sin la más mínima posibilidad de diálogo o reconciliación.
Así se odia. Con el hígado y a matar o morir. Y así odiamos los colombianos.
Así ha transcurrido nuestra historia desde Bolívar y Santander hasta Santos y
Uribe.
Leszli Kálli es un ícono de
la colombianidad. Ojalá se cure algún día.
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