La paz es una construcción cultural que tiene su pilar más sólido en la armonía y sosiego individual, cuando además, los atributos relacionados con la paz se asumen por la ciudadanía como una forma de vida. La paz, pues, no es la ausencia de conflicto, porque el conflicto es inherente a los humanos, como parte de la diversidad y de la pluralidad de pensamiento, de creencias, de opiniones, de hábitos y costumbres.
La paz, entonces, se da cuando
finalmente la violencia se convierte al fin en un recurso excepcional en la
resolución de los conflictos entre las personas y cuando existen mecanismos
eficaces para resolverlos pacíficamente, de tal manera que las decisiones que
se tomen con base en tales mecanismos sean respetadas por las partes
involucradas en la disputa.
En este orden de ideas, las
sociedades pacíficas se caracterizan por una alta capacidad de negociación de
los asuntos cotidianos, en donde las personas están cooperando permanentemente
en función de la armonía social con base en un alto grado de respeto,
reconocimiento y tolerancia por la diferencia con el otro. Cuando las
condiciones para favorecer dicha armonía son innegociables porque se
transgreden principios o se atenta contra la libertad, integridad o vida de las
personas, es allí cuando el Estado interviene con su poder coercitivo apelando
a la Ley que establece formalmente esos principios básicos de convivencia. La
Ley debe ser el resultado de una construcción común en donde se plasman los
acuerdos entre los miembros de la sociedad para favorecer la paz, la armonía y
la convivencia. Por eso autores como Hobbes o Weber otorgan al Estado el
monopolio legítimo de la fuerza, entendiendo que éste es un mediador en las
relaciones sociales para evitar que se imponga la ley del más fuerte, elemento
fundamental para diferenciar el estado de naturaleza de la sociedad civil.
Por eso me resulta paradójico
que se le atribuya una fuerza tan excepcional a los diálogos de La Habana entre
el Gobierno y las FARC, como si este proceso fuera fundamental para la
construcción de paz en Colombia. Si bien es claro que es necesario terminar con
el conflicto armado en Colombia que lleva más de 60 años, que además es positivo
que la guerrilla de las FARC deje las armas y que sus miembros se reincorporen
a la vida civil, esto está lejos de configurarse como “la paz” del país,
mientras la violencia siga tan arraigada en la cultura y mientras los conflictos
cotidianos se resuelvan tan ligeramente con una puñalada o un balazo.
El análisis de la paz en
Colombia debe ser más profundo y menos coyuntural. Reducir el tema de la paz a
dos actores, que además no son representativos de la sociedad en su conjunto,
teniendo en cuenta los bajos niveles de popularidad con los que cuentan las
FARC por parte del pueblo que dicen defender y los altos niveles de abstención
en las votaciones que eligen los gobiernos en nuestro país, simplifica
demasiado un mal endémico que ataca a nuestra sociedad desde sus inicios
republicanos. Considero que para hablar de paz, una paz real en Colombia,
debemos concentrarnos más en esa violencia cotidiana que deja muertos y heridos
por decenas todos los días, hogares destruidos y personas que se suicidan a
granel como parte de la “solución” a sus problemas.
Y entonces, debemos verificar
cómo se manifiestan en nuestra cultura aspectos como ciudadanía, convivencia,
armonía, respeto, reconocimiento y solidaridad para encontrar la raíz de
nuestro problema histórico y profundo de violencia, y a partir de allí empezar
la reconstrucción del tejido social que nos permita vivir verdaderamente en
paz, para no estar cambiando de actores de violencia cada 50 o 60 años como
viene pasando hasta nuestros días. Porque debemos reconocer que en Colombia la
violencia es como la energía: Ni se crea ni se destruye, solamente se
transforma.
La forma más práctica y útil
para construir este tejido social es desde el ámbito personal. La realidad en
Colombia nos ha vuelto instintivos, de reacciones viscerales, de muy poca
reflexión y nula autocrítica. Frente a la injusticia, que es la regla y no la
excepción en nuestros días, gozamos celebrar el linchamiento de los
landronzuelos cuando son capturados por las masas energúmenas que sienten que
los golpes y vejaciones son lo que merecen estos sujetos desadaptados. Lo único
que sugiere este cuadro dantesco es que es la sociedad entera la que está
desadaptada, que no hay institucionalidad que haga respetar la autoridad del
Estado y que un asesino se puede sentir justiciero porque le dio una lección a
un malandro.
Abstenerse de reaccionar con
violencia en un país en donde estamos acostumbrados a resolver los problemas
así, no es fácil. Todo el tiempo estamos siendo tentados por el demonio del
impulso violento, del insulto, de quién nos reta a pelear para demostrar que
somos “machos” en una sociedad machista. Y entonces no acudimos a la autoridad
porque partimos del supuesto de que la autoridad es corrupta, que la justicia
no funciona, que las penas son laxas, que la justicia solo es para los de
ruana. Así nos convertimos en justicieros todos los días, actuando peor que los
victimarios y encontrando una excusa para cada acción.
Apelando a estos argumentos
surgieron las guerrillas en los años 60´s, conformadas por personas que se
sintieron desamparadas y atacadas por un Estado que ya estaba repartido entre
los burgueses de los dos partidos tradicionales gracias a una paz mal hecha que
se llamó “Frente Nacional”. Apelando también a estos argumentos surgieron a
finales de los 80´s los grupos paramilitares que con el discurso de defenderse
de la guerrilla incurrieron en toda clase de atropellos contra el pueblo inerme
en zonas rurales de todo el país y contra todos los que pensaban que ese no era
el camino correcto hacia la paz.
Por lo anterior, creo que los
verdaderos gestores de paz no están en La Habana. Allí están negociantes de dos
bandos logrando acuerdos para establecer nuevas formas de dominación en las que
la guerrilla de las FARC tenga su pedazo del pastel de la burocracia estatal y
los recursos públicos para poder mantener el statu quo de los últimos 200 años,
que por supuesto, favorece al Gobierno y sus círculos políticos. El conflicto
se desideologizó hace tiempo.
Los verdaderos gestores de paz
están acá en Colombia, en las calles que se deben transitar todos los días
atestadas de carros y de gente, en las servidumbres rurales sobre las cuales
los vecinos se tienen que poner de acuerdo para su uso, en la negociación
diaria entre las personas para resolver sus conflictos pacíficamente sin apelar
a la violencia, en los funcionarios públicos que hacen bien su trabajo
entendiendo la trascendencia de su labor para el bien común y no para su
interés particular. Allí están los verdaderos gestores de paz. Héroes anónimos
que prefieren morderse un labio antes que mandar un puñetazo así la situación
lo amerite. Héroes que son víctimas que esperan pacientes la justicia así ésta nunca
llegue y que luchan por ella con su protesta pacífica sin tomársela por mano
propia, sin venganza.
El gestor de paz es usted cada
vez que le quita gasolina a la violencia con su abnegada y valiente actitud de
no actuar con violencia. Allí está la paz. En su ejemplo y en el legado que le
deje a las futuras generaciones. En permitir que le sigan porque comprendieron
que son más fuertes los argumentos que las balas para construir una sociedad en
paz.
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