El fracaso es percibido como
la decepción, la derrota, la claudicación ante un reto, el fin de un sueño, la
vergüenza pública o la renuncia a un proyecto. Como premio de consolación, el fracaso
será valorado, después de superarlo con mucho esfuerzo, reflexión y
autoconvicción, como una experiencia, como un tip del manual de lo que no se
debe hacer y la garantía de que no lo volveremos a repetir.
Pues bien, les contaré mi
historia. El fracaso para mí tiene un solo significado: Es vivir haciendo algo
que no nos llena, así ese algo nos dé éxito permanente. Y bueno, siendo así, yo
vivo fracasado. Porque para vivir tengo que hacer cosas que definitivamente no
me llenan. ¿Y qué hago? Trabajo. Trabajo ahora y trabajé antes en tareas que no
me emocionan, que no me alegran, que no me ilusionan. Trabajo para sobrevivir,
para ganar un salario y pagar mis cuentas, para cumplir un horario, llenar mi
hoja de vida para poder buscar otro trabajo que igual, me va a volver otra vez
un fracasado. ¿Y qué quiero hacer? Escribir. Escribir me llena. Justo lo que
hago en este momento. Escribir es el motor de mi existencia. Desde que aprendí
a escribir, no he parado de escribir.
Cuando era un niño escribía
historias fantásticas, me inventaba mundos, personajes y situaciones llenas de
imaginación. Recuerdo que escribí la historia de un soldado que ascendía y
ascendía guerra tras guerra hasta ser Mariscal con tanta mística y convicción,
que terminó siendo asesinado por un soldado de su propio ejército que quería ser como él, porque
sentía que mientras él viviera, nadie podría ser como él. En fin, para ser un
niño pensaba con mucha sordidez. Pero así viví, así crecí, así me formé,
escribiendo historias.
Luego escribí crónicas,
historias que viví o que me contaron. Escribí sobre atentados y muertos. Era el
mundo que me rodeaba cuando era un adolescente. Las bombas estallaban en
cualquier lugar, los atentados a personajes importantes eran la noticia de cada
día, y siendo mi padre uno de estos personajes importantes, viví entre las
amenazas, los sufragios y la zozobra de escoltas armados que al menos una vez a
la semana me decían que me tirara al piso del carro en el que me movía.
Luego tuve que trabajar. No
puedo negar que he tenido días buenos, emocionantes, que me llenan. Sobre esos
días he escrito también. Escribí, por ejemplo, sobre el día en el que María Lepesqueur,
la mujer más buena y dedicada que he conocido, me contó en una banca de la
iglesia de Bojayá cómo fue esa masacre del 2 de mayo de 2002, cómo se la
contaron, cómo se la confesaron de uno y otro bando y cómo vivió el
renacimiento de ese pueblo desde las cenizas de su dolor.
Pero la mayoría de mis días
han sido grises, parcos, destemplados y sonsos, sin mayor emoción que la de
algún tropiezo en la calle, la cerrada de un taxista energúmeno o la cagada de
una paloma desde un cable de la luz. Esos han sido la mayoría de mis días. Los
días de un fracasado que se despierta cada día para hacer algo que no disfruta
y se acuesta cada noche con la certeza de que no lo disfrutó.
Por eso puede resultar tan
incoherente y vacío que les quiera hablar de las bendiciones del fracaso.
Porque no les voy a decir nada de la experiencia, de cómo evitarlo o cómo
superarlo para que sean exitosos. No. Yo solo les voy a prestar mi equipo de
inmersión en el fracaso. Mis tanques, mis aletas, mi visera y mi esnórquel. Les
digo que el fracaso ha impulsado cada día mis dedos hacia las letras para
escribir y hacer mi catarsis. No he hecho de mi fracaso diario un drama
permanente. Mi fracaso, al fin, es la ruta de mis palabras. He aprendido a
escribir para vivir y he aprendido a vivir para escribir. Pero escribir no
mantiene mis bolsillos. Eso lo hace mi trabajo. Escribir mantiene mi espíritu
arriba, mis ganas de perseverar, mi mundo paralelo, mi imaginación, mi
capacidad para seguir con una sonrisa porque yo no pienso. Yo escribo con la
mente. Y esos trazos permanentes de letras, palabras y párrafos mientras
trasego los días me han permitido soportarlos, enfrentarlos y derrotarlos. Cada
día me levanto con una oración en mi tintero. Cada noche me acuesto con algunas
frases escritas. Por eso el fracaso me ha hecho escritor. Porque yo ya no sé si
estoy viviendo. Pero estoy seguro de que estoy escribiendo. Escribiendo como un
fracasado que se acostumbró al fracaso, a quien el fracaso no le asusta y, por
el contrario, se convirtió en un confidente de sus más oscuros pensamientos y
sus más tiernas ilusiones. Escribo como un escritor fracasado, que siempre será
mucho más escritor que persona.
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