La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

martes, 28 de enero de 2020

Perdón pluma, perdón papel.



Perdón pluma, perdón papel. Perdón por usarlos con el mismo pragmatismo desconsiderado con el que uso a un tal dios, sabiendo que jamás me van a reclamar, ni ustedes ni él. Perdón por aferrarme a sus texturas solo en momentos de zozobra como quien se hunde resignado buscando aire entre el agua. Perdón por no retribuirles todo lo que me han dado, por las veces que han seguido escribiendo por mí cuando las lágrimas ya me habían enceguecido, por intentar explicarme lo que no entendía, lo que aún no entiendo, por ordenar de vez en cuando la cabaña destrozada de mis sentimientos que con poco, al menos me da refugio y calor.

Perdón pluma, perdón papel. Perdón por pretender que les soy leal si solo los busco cuando no me queda más, por hacerles creer que son prioridad cuando llego a ustedes agonizante, con los restos de mi existencia derrotada para buscar consuelo de todo lo que me ha engañado, del propio mundo. Perdón por disfrazarme de escritor cuando no soy más que un prófugo de sus demonios que escribe conjuros deshilvanados para exorcizarse de sí mismo.

La hipocresía me rueda por los dedos cada vez que los sostengo para llenar de letras la superficie de lo tangible. Me ilusiono con este idilio que es tan pasajero, tan fútil, tan irreal como mis ganas de ser algo, de ser alguien en la vida, llenando de apariencias una lista de chequeo camino a un éxito que no quiero, que no me importa, que dejo esperando por mí una y otra vez, plantado, huyendo entre excusas que por más falsas que parezcan, en el fondo son reales, porque aunque lo quisiera, jamás lo alcanzaría, porque no lo reconozco.

La pluma y el papel han hecho mucho más por mí que yo por ellos. Han servido de canales para drenar mi alma constipada de pasado, han sido mi voz cuando la vergüenza, el dolor o la incertidumbre me han dejado mudo, han sido mi calmante cuando quiero destruir todo, empezando por mí mismo, han sido el paliativo de mi sufrimiento vital, ese que siento solo por estar vivo, como si la vida fuera una deuda que se paga con pedacitos de piel hasta que la arrugamos de tanto estirarla para que cubra toda nuestra miseria.

Perdón pluma, perdón papel. Perdón porque desde hace décadas solo son una metáfora para significar que aún escribo. Pero ni siquiera lo hago con ustedes. Lo hago con un teclado y una pantalla que me muestran la perfección de lo artificial, mientras que cuando intento regresar a sus contornos rústicos creyéndome el romántico de antaño, no hay más que rayones indescifrables disfrazados de poesía que nadie podría leer.

Después de pedirles perdón con la devoción de un feligrés a su dios, a ese dios en el que genuinamente creen, yo les digo, queridos pluma y papel, que seguiré abusando de su misericordia infinita para anclarme con sus filos al hielo de los días en los que tanto me resbalo para no zafarme de esta esfera verde, azul y blanca que tanto me cuesta comprender, que me pesa como si girara sobre mí, que me duele como si la estuviera cargando, que me aburre como si fuera un libro malo, que me repele como yo a ella. Ustedes, pluma y papel, han logrado que escribir sobre mí y sobre el mundo cambie toda la perspectiva, como si ese mundo que me acongoja estuviera acá dentro y pudiese interpretarlo como yo quisiera. Imaginar eso me hace más liviano el equipaje y me permite sobrellevar esta vida que ya no me pertenece. Le pertenece a mis hijos que me ven acá sentado creyendo que hago algo por la humanidad, por ellos, por mis semejantes. Pero no es así, hago algo por mí, gracias a ustedes, para permanecer en el mundo por ellos. Sé que ustedes me entienden así nadie más pudiera. Siempre lo han hecho. Y siempre lo harán. Perdón y gracias.


viernes, 8 de noviembre de 2019

Amanece en otoño.


Estoy solo. El pequeño Felipe duerme y Ángela está de viaje. Son poco más de las diez de la noche y cuando termine de escribir quizás esté entrando la madrugada. Sé que voy a escribir lento, con muchas pausas. El sol ya no se ve pero aún pinta el cielo de azul oscuro, profundo, silencioso. La noche se resiste a aparecer y yo la llamo a gritos. Me responde que ya viene, que tranquilo. Siempre me he sentido más seguro en la noche, menos inquieto, como si ya me entregara a la oscuridad y a la infinita misericordia de sus contornos indescifrables. La oscuridad me da la sensación de que el mundo no existe, que aquello que habita en las penumbras no son más que trazos borrosos sin ánima, que nada me atormenta ya. O casi nada. Solo me jode saber que de nuevo van a llegar el día con su luz. Con el mundo.

Es muy difícil llegar de nuevo a este teclado con la voluntad quebrada y las palabras perdidas. Es muy difícil para mí encontrar los términos adecuados para poder expresar lo que siento y tener que usar las palabras "términos adecuados" que me parecen un maldito cliché sin gracia. Las letras se me caen en desorden al vacío, al vacío de mi alma que ya no le encuentra sentido a nada. Estoy acá con las luces apagadas entregando mis retinas al resplandor de la pantalla. Dicen que eso no es bueno para los ojos, pero lo hice deliberadamente para ver si por fin me concentro, para no ver nada más, para expiar todo este mazacote que tengo por dentro mientras mis pupilas hacen lo que pueden.

Hace mucho tiempo no escribía por la noche. Es decir, ya es de noche, escribo lento mientras voy sorbiendo una cerveza despacio. Las 11:20 pm, para ser precisos. No recuerdo hace cuánto dejé de escribir a oscuras, pero sé que son años, porque no lo recuerdo. Y estar acá sentado tirándole letras a la pantalla me ha llevado en el recuerdo a momentos sublimes de noches pasadas, muy pasadas, cuando despuntaba de una prolongada adolescencia a una adultez furtiva que vino con una paternidad inesperada. Y recuerdo que mis noches de escribir en esos años llenos de pasión juvenil eran un ritual con todas sus ceremonias. Yo escribía a mano sobre papeles amarillentos, a la luz de velas y con un fondo de música clásica. Escribía frenéticamente en hojas y hojas que casi nunca llegaban a ninguna parte. Escribía para mí y eso me extasiaba.

Con el tiempo desaparecieron los papeles, las velas y los rituales. La música clásica si está a la mano y solo cuando tengo que pensar sin nada que me distraiga, pero qué va, hasta esa música me distrae. Y escribir, bueno, escribir para mí es tan natural como respirar, pero como hago cuando respiro, ahora escribo sin consciencia. La inspiración dejó de ser esa musa reveladora de los secretos que le arrancaba a la bohemia ebria para convertirse en el mero acto de esnifar aire.

Creo que siempre he estado ubicado fuera de mí, viviendo como en un cuerpo prestado para poder hacer evidente mi presencia a los demás. Pero en realidad mi mundo interno, del que salgo poco, vive en guerra, en tragedias griegas que solo son visibles de vez en cuando, cuando exploto y se me salen por la nariz y la boca unas cuantas escenas del Tarantino que habita en mi psiquis que solo riega sangre falsa con la mejor interpretación posible.

*****

Ahora las penumbras están llegando antes de lo previsto. Ni siquiera recordaba que había dejado acá estas palabras inconclusas hace unos meses como si de carne olvidada en el congelador se tratara. Ya ni sé por qué el Tarantino que habita en mi mente salió de su guarida ni por qué estaba tan triste. Solo sé que en todo este tiempo mis tristezas se han vestido de colores no porque estén menos tristes sino porque se cansaron de andar por ahí andrajosas, como dando lástima. Mis tristezas ya no quieren esa maldita lástima disfrazada de caricias suaves en el pelo, ahora solo quieren reventar este teclado con los toques de mis dedos impregnados de esta vida que no puedo dejar de vivir. Mis tristezas se han resignado a convivir con mi respiración hasta que el corazón lo decida, y no ese corazón literario coloreado de rojo escarlata y de simetría perfecta entre sus dos lados, sino este corazón que habita en mi pecho aunque yo me empeñe en llenarle de grasa las salidas y las entradas con las porquerías que me trago a diario para matar la ansiedad de mis días estripada bajo kilos de chatarra comestible.

Quizá los días cortos y las noches largas me han subido el ánimo porque soy más feliz en la oscuridad que trae la melancolía y la nostalgia, que me inspiran, mientras yo expiro. Quizás el solo hecho de estar acá de nuevo retando a esta pantalla en un día tan opaco como mi espíritu libre y decidido sea el sofá confortable en el que descansan mis amarguras. Porque acá, mientras escribo, incoherente como siempre, atormentado como siempre, noto con un dejo de sonrisa que mis tristezas siguen habitando en mí pero que han tenido la decencia de ponerse cómodas para no incomodarme. Me han abierto un espacio tan amplio en el alma que ya no hacen presión sobre los anhelos, los propósitos o los logros esperados. Simplemente se han ganado un espacio allí muy dentro y están pagando el alquiler a tiempo para que yo no las pueda sacar y han ignorado mi futuro para no molestarlo, para que él no las moleste. Mis tristezas han transado conmigo sin que yo me diera cuenta en los momentos en lo que extasiado me quedé mirando cómo las hojas dejaban sin resistencia al árbol para hacerse ceniza crujiente en el piso mientras yo las pisaba en el camino que siempre recorro para llegar a ninguna parte. Mis tristezas me han dado una tregua que yo acepto dejándolas vivir en mí con el único compromiso de que me ayuden a escribir. Ellas han accedido generosas porque mis tristezas también se alimentan de lo que yo escribo.

Pues bien, no sé cuándo solté este escrito tan lleno de amargura y tampoco sé por qué lo retomé hoy. Es como si hubiese mirado hacia esa habitación que aún tiene muebles pero que ya nadie la habita porque quién allí estaba se fue para siempre. Decidí entrar, sentarme en la cama, tomar una almohada y abrazarla contra mi pecho para sentir que ese algo, ese alguien, aún habitaba allí. Mis lágrimas se han arrojado al vacío para caer en su mullida textura y las tristezas han gritado desde muy adentro que esté tranquilo, que no me preocupe, que ellas ocuparán esa ausencia por siempre tratando de hacerme el menor daño posible. Yo les agradezco con un sollozo sincero y apretando mis parpados para escurrir el agua salada que le sobra a mi alma.

Estoy solo, el pequeño Felipe está en el jardín y Ángela está trabajando. Son poco menos de las diez de la mañana y terminé de escribir unos meses después. El sol no se ve porque lo ocultan las nubes densas y grises que lloran conmigo. Mi día apenas está empezando, el lavaplatos pide a gritos que le quite toda esa loza de encima, los pisos me recuerdan cada paso que los debo limpiar, la cama me trae el recuerdo de una noche intranquila, mal dormida, con las cobijas enredadas y la sábana desprendida del colchón en una esquina. La luz forzada de este día gris me da la sensación de que el mundo está triste como yo, que aquello que habita en los contornos de mi ser no son más que trazos borrosos sin ánima, que nada me atormenta ya. O casi nada. Solo me jode saber que de nuevo van a llegar las noches con las preguntas que ninguna luz podrá resolver por brillante u opaca que sea. Ninguna.

martes, 9 de julio de 2019

Los nadies: El día que me plagió Ángela Merkel. O que yo la plagié a ella.


Esto que les voy a contar es una trivialidad, una frivolidad casi, quizás sin importancia. Debo empezar por decir que me causó entre risa, desconcierto y curiosidad, ver cómo una frase dicha por cualquiera, por un don nadie como yo, por ejemplo, puesta en la mente y en la boca de una figura de credibilidad mundial de manera arbitraria y ficticia, súbitamente se puede convertir en uno de esos postulados memorables que podrían pasar de repente a un libro de historia. Este es mi cuento:

El 27 de junio escribí un tuit con una mezcla de sentido común y vehemencia, con la intención de criticar a esos gobiernos que escudan los resultados de su mala administración en los problemas que les dejó su antecesor, como si fueran asuntos insalvables, imposibles de mejorar o corregir. Lastres, que llaman. Acá está el tuit:


En fin, para esta historia no es relevante el debate político que se pueda derivar de ese comentario. El asunto es que hoy, 9 de julio, alguien me arrobó en un tuit de Rafael Correa en el que haciendo remembranzas citaba una frase genial de Ángela Merkel con el objetivo de referirse a la mediocridad de su sucesor y ahora su principal enemigo público, el actual presidente de Ecuador, Lenin Moreno. Me causó intriga saber por qué un desprevenido seguidor de Twitter me quería hacer partícipe de una discusión entre Rafael Correa y Lenin Moreno. Cuando abrí el tuit, la frase que yo había escrito el 27 de junio estaba copiada casi al pie de la letra con unas pequeñas modificaciones y entre comillas. En el fondo de mi frase aparecía el rostro sereno y risueño de Ángela Merkel, una mujer a quien por cierto admiro sinceramente.



Pues bien, mi frase ya no era mía, era de Ángela Merkel. Y Rafael Correa hacía eco de esa frase. Estaba aún riéndome de la situación cuando un profesor a quien aprecio mucho tuiteó el mismo meme con una presentación maravillosa en la que resaltaba las cualidades de estadista de la canciller Merkel. Alguien le hizo notar que esa frase la había escrito yo hace unos días y como es natural en él, que es un caballero, me ofreció disculpas y borró el tuit. Entonces, yo retuitié el tuit de Correa e hice mofa de la situación. Escribí como comentario de ese RT: "Un honor para mí que me esté plagiando "Ángela Merkel" y que además me esté dando RT Rafael Correa" seguido de emoticones de risa. Casi al instante, un usuario me reviró con esta frase: "no es plagio, muchas personas en el mundo piensan igual que uno, pero de esos muchos solo algunos tienen el privilegio de darlos a conocer (sic)". Y sí, tenía razón. ¿Pero Ángela Merkel pensando igual que yo? ¿Con las mismas palabras? ¿Por la misma época? Demasiadas coincidencias. Además, el español de Ángela Merkel debe ser tan fluido como mi alemán. En algo era implacable el corresponsal: "algunos tienen el privilegio de darlos a conocer"(sus pensamientos). Aunque no sean de ellos.

En esta lucha dura de los nadies por hacer respetar los enclenques derechos de autor de los otros nadies, en medios tan precarios como Twitter que es el espacio en donde se publican las opiniones no pedidas de los nadies, algunos empezaron a darle RT a mi tuit original para decir que yo era el creador de esa frase. Los incautos me empezaron a escribir cosas como "Ey, esa frase ya la dijo Ángela Merkel, ¡copión!" "¡Oye! ¿Tú quién te crees? ¿Ángela Merkel?". Pues bien, ahora yo, un pobre mortal, un nadie, soy alguien que se quiere hacer notar a costa del ingenio y la perspicacia de la imponente canciller alemana, que a estas alturas ni siquiera sabe que ha dicho una frase genial para muchos, y que sus palabras ya fueron traducidas al español. De hecho, no creo que se entere jamás. Para algunos, la verdad cruda es que yo me copié una frase de Ángela Merkel y la quise hacer pasar como mía. Plagié una frase que Ángela Merkel nunca dijo.

Así he pasado parte del día. Debo decir que me siento agradecido porque no tenía muchas cosas para hacer hoy. La verdad, tengo muchas menos ocupaciones que Ángela Merkel que en este momento debe estar diciendo alguna frase trascendental, una de verdad, que a lo mejor va a pasar desapercibida.

Entre los documentos que me compartieron para mostrarme cuántas vueltas ha dado la bendita frase, un columnista mexicano citó esas palabras en una crítica que le hace al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Obviamente escribió que la frase era de la canciller alemana, lo que seguro le habrá dado más estatus a su columna. Con este preámbulo habrá descrestado a más de uno: "Antes de entrar en materia, recobro una cita de la canciller alemana Angela Merkel: “Los presidentes no heredan problemas. Se supone que los conoce de antemano, por eso se hace elegir para gobernar con el propósito de corregir esos problemas, culpar a los predecesores es una salida fácil y mediocre”Acá está la columna: https://amp.elfinanciero.com.mx/opinion/alejo-sanchez-cano/se-desploma-amlo-en-encuesta?__twitter_impression=true

Para concluir mi diatriba, a esta hora no sé si sentirme halagado u opacado. Halagado porque parece que escribí una frase digna de Ángela Merkel y hasta Rafael Correa se comió el cuento. Opacado, porque salvo los que notaron que yo escribí esa frase hace dos semanas, muchos difícilmente creerán que es mía. No sé a quién se le habrá ocurrido la maravillosa idea de tomar una frase cualquiera perdida en una red social, cambiarle dos o tres cositas y ponerla entre comillas con la imagen de Ángela Merkel. A mí me mató, pero la frase quedó inmortalizada. Así debe pasar con millones de frases que se le habrán ocurrido a muchas personas y que en realidad no son tan geniales (la frase de esta historia no creo que lo sea), pero que puestas con el rostro de la persona adecuada, con un fondo solemne, se vuelven memorables, solo porque esas personas ya son importantes, famosas, viven en la retina de la gente. Y los nadies no. Los nadies solo tenemos frases de ocasión que se pierden en las redes sociales, en los blogs, en los papelitos que tenemos ahí para escribir a mano las ocurrencias.

A lo mejor me quede ahí con ese orgullo anónimo y quizás algún día le cuente a algún nieto en confidencia que Ángela Merkel fue una gran canciller alemana, pero que esa frase que aparece con ella en ese libro no es de ella, que en realidad es mía. Quizás ese nieto me mire y se ría y piense que su abuelo ya está loco. Pero si mi nieto se ríe, ya habrá valido la pena haber escrito esa frase, no importa que no me crea. Esa es la vida de los nadies. Nos conformamos con poco y vivimos en las sombras.

lunes, 15 de abril de 2019

La voluntad quebrada


No recuerdo cómo suena la voluntad cuando se rompe, pero creo que a la mía la oí crujir hace un tiempo, mucho tiempo. Esta inercia de la vida que me va llevando sin que yo oponga resistencia o me quiera sobreponer, solo habla de un ser tirado en el asfalto, revolcado en el fango o absorto en el pasto esperando a que los días le pasen por encima hasta su último suspiro, sin saber cuándo va a llegar esa exhalación de libertad.

Hasta escribir me cuesta, como me cuesta hace tiempo organizar las ideas para echarlas acá relativamente ordenadas para que usted me entienda, para que al menos yo me entienda. He vuelto a los estanques panditos en donde mis pies hacen ondas y chapoteos sin ir a ninguna parte. Ya perdí la cuenta de cuántos textos he escrito solo por escribir, cuánto tedio se me ha escurrido por los dedos en este teclado, cuánta espiral difusa he recorrido escribiendo en párrafos inocuos que no vienen de, ni van para ninguna parte. Es como si a un tubo atascado le tirara piedras para romper el taco pero así solo logro que se atasque más y más, con piedras cada vez más pesadas que se acomodan mejor para no dejar pasar nada, ni siquiera una pizca de ingenio, un resquicio de imaginación o alguna gota de coherencia.

Lo peor es que ya perdí la vergüenza y vengo acá sin pudor a jugar a las letras de la nada, sin temor de perder y sin ganas de ganar. Soy un éxito fracasando. Siempre pensé que escribir me liberaba, me aclaraba, me exorcizaba, pero acá estoy una vez más bailando con mis demonios al compás de mis falanges pegándole a las teclas. Y mientras bailo al son de la percusión de estas letras sin rumbo, veo a las musas borrachas y a mi inspiración perdida.

No tengo la menor intención de hacer de esto algún manual para salir de la angustia y el desespero, no, solo estoy acá desesperado y angustiado viendo escritas esas palabras una y otra vez como si se me las estuviera tatuando en el alma, sin contenerme y sin remordimiento. No puedo dejar de leerme sin enredar mis manos en el pelo llevándolas hasta el rostro para que se queden posadas sobre mis ojos por un instante porque no quiero ver más las diatribas acá plasmadas. Pero cada vez que cierro mis ojos me encuentro de frente con lo que llevo dentro, que tampoco me gusta tanto. Entonces abro los ojos de nuevo, me quito las manos de la cara y miro por una ventana para encontrar algo de horizonte. Solo veo precipicios y cumbres, y tengo miedo de caer y pereza de subir, entonces me quedo acá de nuevo, encerrado, otra vez mis manos al pelo, a la cara, sobre los ojos y sobre mi miseria como si apagara y prendiera frenéticamente la luz de un cuarto desordenado, pequeño y húmedo para ver si de pronto en una de esas, cuando vuelva la luz, todo estará organizado de repente, sin que yo haga nada, solo porque prendí la luz o porque se fundió el bombillo.

Ni siquiera estoy gritando para pedir ayuda, porque no la necesito, no me falta nada, la inercia de la que hablo no me lleva al mundo de las necesidades ni las privaciones. No me lleva a ninguna parte, al menos por ahora. Tampoco quiero encontrar el camino, porque no sé camino para qué ni para dónde, solo quiero un lugar sosegado para contemplar el paisaje, sin estar cerca de los precipicios ni las cumbres, no quiero tener que levantarme ni quiero ser el ave Fénix que renace de las cenizas. Quiero ser cenizas y que me lleve el viento a donde se le dé la gana. En fin, solo quiero recostarme como ave o como cenizas sobre mi pesado cuerpo al vaivén de una mecedora de mimbre que no esté rota con un perro viejo a mis pies que no me pida cariño y que esté tan aburrido como yo, mirando lo mismo, pensando lo mismo, sintiendo lo mismo que yo. Prefiero usar el aire de esos gritos atascados tarareando canciones de las que ya se me olvidó la letra para no pensar porque con el pensamiento vuelven el desespero y la angustia.

Por fin leí el libro de Viktor Frakl "El hombre en busca de sentido" que tantas veces me dejó mi padre debajo de la almohada cuando me veía deprimido. Lo leí cuando él ya no está y no le puedo preguntar qué quería que yo encontrara. Parece obvio, pero las respuestas que encontré allí fueron como acertijos que ahora no puedo resolver. O no los quiero resolver. En líneas gruesas el mensaje del libro es que el sentido de la vida está en el propósito que le demos a la vida, sin mayores pistas. Por ejemplo, para Frankl el sentido de su vida en el momento más crucial y difícil de su existencia era salir vivo del campo de concentración en el que lo tenían los nazis en condiciones infrahumanas para poder ver de nuevo a su esposa y a sus padres. Eso lo mantuvo vivo. Cuando por fin salió del campo de concentración al cabo de los años, gracias al fin de la guerra y la derrota de los nazis, supo que sus padres y su esposa habían muerto en otros campos de concentración. ¿Entonces?  Lo mantuvo vivo una ilusión, no un propósito. ¿Es la ilusión un propósito? No sabemos que nos espera al final de nuestros propios túneles, simplemente los pasamos de un extremo a otro, no sé si por el propósito, la ilusión o por mera curiosidad. En mi caso creo que es lo último. En el caso de Frankl, si bien no encontró a sus familiares jamás, encontró el sentido de la vida bautizando a la ilusión como propósito y haciendo un libro de ello. En cambio yo todo lo que termino, lo poco que termino, lo hago por la curiosidad de saber qué habrá al final, no por voluntad, no por ilusión, no por un propósito. A mi vida la mueve la curiosidad. Quizás satisfacer la curiosidad es para mí el propósito, como lo era para Frankl mantener la ilusión. No sé, lo sabré cuando termine todo esto, por pura curiosidad. Como pueden ver, lo que menos se me da es la claridad.

Mi voluntad anda rota y no la quiero reparar. No quiero mirarme otra vez al espejo con cara de intención y la mirada triste, porque los ojos dicen la verdad así el rostro nos engañe. No quiero vivir en el reino del hubiera sido que habita en mi imaginación pegado de una voluntad atrofiada en un cúmulo de promesas sin cumplir, de tareas sin hacer, de largas noches de insomnio pensando y de días insoportables en donde ando a rastras para sobrevivir con la voluntad quebrada. No quiero aparentar que esto le va a servir a alguien para algo, ni siquiera me sirve a mí. No quiero decirles que todo estará bien y que mañana será mejor, no lo sé. Yo solo vivo por la curiosidad de saber qué va a pasar mañana. Quizás sea mejor, quizás peor, no lo sé, solo lo sabré mañana si es que ese mañana llega. No quiero ser un modelo a seguir para nadie, ni un referente, ni nada que me implique una responsabilidad con los demás, solo quiero regar mi bilis en esta pantalla para sentirme más liviano, menos ebrio de mis propios fluidos plagados de incertidumbre.

Parece que tuviera vacío el espíritu pero no es así, lo tengo lleno de dudas. Algunos llenan su espíritu con algún dios y dios para mí sigue siendo una duda. Ahora que mi hijo Felipe, el pequeño Felipe tiene tres años, y sus preguntas son un hilo interminable de porqués, he comprendido que dios, ese que es el camino, la verdad y la vida o el mío, que es una incógnita eterna, o todos los demás que son lo que cada uno percibe de ellos, surgieron de las preguntas de un niño que en algún momento, después de tantos porqué, se quedaron sin respuesta.

Perdón por venir otra vez ante sus ojos sin nada novedoso que darles, yo solo he venido a mostrarles la fractura abierta que dejó mi voluntad cuando se rompió, a decirles que no sé si es que no me duele o que estoy anestesiado y que me da miedo despertar con dolor, que sigo escribiendo solo por escribir pero que me estoy cansando de no escribir nada porque hasta la pereza cansa. He pasado por acá a presentarles mi cinismo rendido vacío de voluntad. Porque el cinismo es el refugio en el que nos escondemos quienes agotamos las excusas y a pesar de todo tenemos que lidiar con ello porque seguiremos viviendo, por pura curiosidad. Perdón si los he cansado, no era mi intención. No tengo ninguna intención, solo tengo la voluntad quebrada, muchas preguntas y muy pocas respuestas.

miércoles, 27 de febrero de 2019

Maldita sea, voy a escribir.




Creo que ya me resigné a tener un cuerpo fofo. Además, con la vana esperanza de que con un poco de cuidado quizás no deje tan rápido mi alma a la deriva de la nada. Pero he idealizado tanto lo que jamás haré con mi cuerpo, cuidarlo lo suficiente, que me he detenido a pensar en lo único que ejercito con alguna disciplina para mantenerme vivo: Mi mente. Y especialmente, mi imaginación. Entonces, entre el remordimiento que me genera mi cuerpo y la pequeña ilusión que permanece en mi alma, no puedo evitar el símil del gimnasio como si, para contrarrestar ese remordimiento maldito, pudiese trasladar ese lugar que jamás pisaré en la realidad hacia el reino de mi imaginación para sacarle músculo a mi mente. Empecé mal. Esta redacción está enredada y el símil, aunque claro para mí, está redactado como una mierda. En fin. Hoy me niego a borrar. Sigo.

Llegué hace poco menos de un mes a Alemania. Ya habíamos estado antes, durante casi un año, con mi esposa y mi hijo menor. Regresamos a nuestro país, Colombia, durante cinco meses, desde agosto de 2018 hasta este enero que pasó. El tiempo allá pasó veloz. Pensé que eran muchos días con sus noches, al menos los suficientes para sentir que iba a cumplir con los pendientes. Pero solo fue un parpadeo y ya estaba en el recorrido de once horas sobre el Atlántico entre Bogotá y Frankfurt. La pluma la abandoné hace un tiempo. Entre la despedida de Colombia y volver a aterrizar en Alemania, ando divagando entre letras y palabras que no soy capaz de plasmar. Más que divagando, vagando.

A pesar de mí, debo retomar el ejercicio con la pluma, conectarla con la creatividad, hundirla en la tinta hasta que la punta se rebose y ponerla en el papel así solo deje un manchón incomprensible como el que me está quedando ahora. Este es solo un llamado desesperado a las musas de la inspiración, el calentamiento de mis nudillos entumecidos, la invocación a los espíritus de las letras... qué se yo, es mi alma desorientada puesta frente a esta pantalla tratando de unir ideas que parezcan coherentes y que se note que al menos quiero escribir, que, como para ir al gimnasio en la madrugada, estoy dando la lucha contra las cobijas que me amarran a la cama del tedio, que parezca que quiero rescatar un vestigio de responsabilidad, sentir la necesidad de levantarme para no morir en la apatía, como si no me hubiera resignado aún a tener el tejido adiposo adherido en los pensamientos. Así estoy, buscando ese sutil aliciente, ese impulso que me lleve a la búsqueda de mi voluntad, tan esquiva en estos últimos apenas cuarenta y cuatro años de existencia.

Solo estoy escribiendo por escribir, como pueden ver, si llegaron hasta acá. Lo he hecho muchas veces antes, algunas veces para desahogarme sorbiéndome los mocos de algún llanto, otras con la mirada perdida entre la pantalla y el teclado buscando la cadencia y el ritmo de los párrafos, como un autómata, como ahora.

Estoy rebuscando mi ánimo entre las promesas que hice antes, pero creo que ya las incumplí todas. Entonces, no me queda más que pescar entre los deseos, que si no se cumplen,  no queda más que frustración sin remordimientos. Quiero terminar lo que ya he empezado, al ritmo que me den los dedos, perseverar aunque sea de a pocos, seguir escribiendo ese diario inconcluso, los libros de los que dejé páginas regadas sin armar y este escrito que me está pesando más de lo que quisiera.

Acá voy de nuevo, caminando en la penumbra, viendo como el vaho de mi aliento me muestra el sendero borroso mientras respiro, jugando con las palabras en mi cabeza para ver qué sale. Acá estoy, intentando como el viejo jugador al que le cayó de suerte un balón en los pies. Solo vamos a patear a para ver qué pasa. Voy a escribir. Así solo sean estas pendejadas que no dicen nada. Maldita sea, voy a escribir. Vamos a ver qué sale.









lunes, 19 de noviembre de 2018

El filósofo y la diosa



Mi hermana me pidió que oficiara la ceremonia de matrimonio de su hija (mi sobrina) Juliana con su prometido Carlos. Carlos también es mi amigo y trabajamos juntos en un medio virtual alternativo. Fue una ceremonia pagana, sin religión ni representantes de cualquier dios. Yo debería hablar de su amor de una manera original. Él, filósofo de la Javeriana recién egresado, buscando el camino de su vida. Ella, profesional en gastronomía de la Sábana, la consentida de su casa, la luz de los ojos de su papá y la mejor amiga y socia de su mamá. El reto no era fácil. Pero puse todo mi empeño. Este cuento mitológico surgió una semana antes de la boda y lo escribí en un solo impulso, inspirado por las musas que protegían a Hera. Algunos me pidieron publicar la historia con el fin de que quienes no estuvieron presentes en la ceremonia entendieran de qué se trataba. Acá está para todos ustedes este cuento escrito con el corazón y con todo mi agradecimiento para mi hermana por haber confiado en mí en esta mitológica misión. Esta es la historia:

Año 440 A.C.

Sócrates era tan solo un mortal. Treinta años, ningún atractivo físico especial, ni muy guapo, ni muy feo. No veía muy bien de lejos. Tampoco de cerca. Hera, con h, era la diosa de la familia y reina de todas las diosas. Nada haría suponer que un simple humano destinado a morir por la mano de sus semejantes pudiese conquistar a una deidad inalcanzable hasta para los propios habitantes del Olimpo. Solo Zeus la pudo tener, más por su poder supremo indestronable que por amor. Como en los reinos humanos, las divinidades también juntaban sus existencias más por conveniencia y estrategia que por afecto.

Sócrates era un escéptico vital, la duda era su sustento ético y preguntar su forma de hablar. Para él, la verdad no era más que el descubrimiento interior, las respuestas del alma en la intimidad, el reflejo de los miedos que conviven con los anhelos en esa habitación misteriosa que llaman espíritu.

Sócrates atraía a los jóvenes como el imán a las puntillas sueltas. Su locuacidad y vehemencia para encontrar las respuestas más recónditas en el corazón de las personas a través de preguntas tan punzantes como certeras, lo llevaron a ser un personaje reconocido en esa Atenas tan llena de egos, de dioses disfrazados de humanos, de humanos que se creían dioses. Ningún filósofo de la época igualaba su capacidad para confrontar a la persona con su propio reflejo. Ningún ciudadano se atrevía a cuestionar tanto lo incuestionable. Sócrates partió la historia de la filosofía griega en dos, golpeando el pensamiento con preguntas tan necesarias como imprudentes para una época en la que cuestionar era lo mismo que desafiar.

Hera, aturdida de curiosidad por los rumores que llegaban a sus oídos de parte de sus musas sobre este pintoresco personaje que sacaba de quicio hasta los más plantados, decidió espiar disfrazada de mortal al filósofo mientras disertaba en los escenarios públicos en donde su talento contrastaba con el malestar de los gendarmes de Atenas.

Hera en su forma humana seguía a Sócrates desde la distancia, sin participar demasiado en los debates de una sociedad tan patriarcal como lo era Atenas en su esplendor. Escuchaba en silencio y con mucha atención cómo el gran filósofo interpelaba a sus dialogantes con inquietudes que lograban que huyeran o que sacaran la bilis de la verdad desde lo más profundo de sus hígados plagados de dogmas y doctrinas que estarían a punto de vomitar.

Hera se fue interesando más de lo que una diosa debiera en Sócrates. Sócrates, por su parte, se preguntaba por qué esa aparición furtiva de una bella mujer mal escondida tras las columnas de los escenarios, que le miraba embelesada, como si él fuera más apuesto que interesante. El filósofo hablaba sin perder la concentración y dirigía su mirada medio extraviada hacia la silueta de Hera humanizada, encantado. Él le gustaba a una mujer bella. Y esa mujer era Hera. Sócrates no lo sabría.

Con el paso de los días, el cruce de miradas entre Sócrates y la figura de mujer de Hera se fueron incrementando. A las miradas se sumaron las sonrisas. Hera ya no se escondió más. Poco a poco se fue acercando sin pudor a los debates del filósofo. Así como Sócrates importunaba a los caballeros atenienses con sus preguntas, Hera lo hacía con su presencia.
 
Algunos mortales indignados ante la impertinencia de Sócrates y el descaro de Hera hecha mujer, subieron hasta el monte del Olimpo para quejarse ante Zeus del atrevimiento de ese filósofo incómodo y su fanática espontánea de quien nadie sospechaba que era la mismísima diosa. A los ojos de los humanos, ella era solo una mujer, es decir, mucho menos que un ciudadano. Impensable que fuera la reina de las diosas. Zeus escuchó a sus súbditos con desdén y respondió con truenos que no le importunaran con un asunto tan baladí como mundano, tan insignificante para el dios de dioses. Sin embargo, esperó hasta la noche para contarle a Hera lo que se rumoraba entre los pobres mortales sobre el romance de un filósofo impertinente y una mujer altanera.

Hera escuchó a Zeus y sudó frío. Intentó hacer su mejor esfuerzo para disimular el verse descubierta sin que Zeus tuviera la menor sospecha. Hera respondió con rapidez que un dios del Olimpo no debería entrar en discusiones sobre las debilidades de los humanos, tan simples y aburridas que no merecían la atención de los amos del Universo. Hera intentó hablar con aplomo, pero sus palabras temblaron como malabarista principiante en sus cuerdas vocales. Zeus sintió un soplo de desconfianza y entonces quiso saber quiénes eran ese filósofo y esa mujer.

Hera, prevenida por su propio temor, se alejó de Sócrates y de su figura humana por muchos años, cuarenta, para ser exactos, una eternidad para los humanos, un suspiro para los dioses.

Sócrates languideció de amor ante la ausencia de Hera hecha mujer y decidió casarse con Xantipa, más para llenar el vacío de la soledad que el calor del corazón. Xantipa era una mortal insoportable, que le hacía añorar todo lo que pudo ser con esa mujer que le admiraba entre las multitudes y que un día cualquiera no volvió más.

Zeus desde el cielo vio a Sócrates desafiar al sistema y le divertía. Pero nunca vio a esa mujer misteriosa al asedio y pronto perdió el interés en el filósofo, cada vez más viejo, cada vez más incómodo para las élites de una Atenas reaccionaria y conservadora. El dios de dioses no se volvió a interesar en este mortal hasta que un día vio a Hera mirando desde una nube hacia el Ágora mientras se le desprendían un par de lágrimas de las mejillas. Zeus con disimulo persiguió el recorrido de la mirada de Hera que terminaba en un diminuto anciano hablando a un grupo de personas reunidas a su alrededor con total interés. Era Sócrates, impresionando a los jóvenes que le hacían ronda para ver cómo destrozaba a los soberbios y a los presuntuosos ciudadanos de Atenas mientras respondían las preguntas que el filósofo les hacía, hasta que escupían esa verdad atascada en el ego de mala gana y contra su voluntad.

Zeus comprendió que su esposa, Hera, se había enamorado de un mortal. Ató los cabos, recordó la voz temblorosa de aquella vez lejana y estalló en impulso frenético de rabia contra Hera, contra Sócrates, contra todos los mortales y vociferó como macho enardecido que haría lo que debiera para recuperar su honor de dios herido, de dios engañado, de dios humillado. El planeta entero habría de sufrir la ira santa del dios abatido por la infiel que jamás fue, más allá del sentimiento que es más arrasador y perpetuo que la misma carne.

Hera temerosa le confesó todo. Que era ella esa mujer misteriosa. Y sí, que ella amaba a Sócrates. De rodillas le pidió a Zeus un último deseo: Que se deshiciera de ella y que matara a Sócrates si era su decisión, pero que dejara vivir al resto de la humanidad, que, al fin y al cabo, habían intentado alertarlo de la extraña relación entre un filósofo imprudente y una mujer altiva hacía cuarenta años humanos en el monte del Olimpo. Así pues, Hera logró indulgencia para el resto de la humanidad. Zeus respondió mientras apretaba los dientes y destellaba rayos por sus ojos que sería la misma Hera la encargada de asesinar a Sócrates. Ese era su castigo. Esa era su perdición.

Hera aceptó y dijo a Zeus que para lograr su cometido debería retornar a su forma humana, hacerse vieja como si hubiera vivido entre mortales para llegar a Sócrates en la forma de esa mujer que tanto había extrañado durante todos esos años. Esa era la mejor forma de acercarse a él para matarle. Zeus aceptó. Igual, en ese preciso instante del encuentro, morirían los dos: Sócrates a manos de Hera hecha mujer. Hera por mano de Zeus, que habría de condenarla a su relámpago aniquilador.

Zeus partió con rumbo desconocido dando un portazo tal que hizo que la tierra temblara. El Ágora perdió parte del techo y algunas de sus columnas. Atenas se estremeció. El monte del Olimpo se llenó de nubarrones negros.

Hera reunió a sus musas y entre lágrimas les contó su maldito destino. Carimatia, la musa más querida de Hera, quien mostraba una devoción especial por la diosa, le dijo al oído: “No os preocupéis, el plan de tu felicidad ya está en marcha. Escuchamos los gritos de Zeus y vuestros ruegos de angustia. La felicidad os espera. Sócrates también”.

Mientras Zeus vociferaba desquiciado, las musas asumieron en el acto formas humanas suplantando a los grandes dignatarios civiles y militares de Atenas a quienes encerraron en las catacumbas oficiales en un operativo maravilloso de arrojo, valentía y precisión. Aprovecharon con total astucia el tiempo lento de los dioses para actuar con el frenesí del tiempo de los humanos. Reunieron a todo el pueblo de Atenas en el Ágora. Dijeron a los presentes que si querían salvar a la ciudad y a la humanidad del poder destructor de Zeus deberían juzgar a Sócrates con prontitud y condenarle a muerte sin dilaciones. Les dijeron que no preguntaran demasiado, que solo hicieran lo que se les decía. A Sócrates le separaron de la multitud y le confesaron la tramoya, le hablaron del amor de Hera por él, de su forma humana por él percibida cuarenta años atrás y le pidieron seguir al pie de la letra el libreto que habría de recitar en ese juicio tan falaz como efectivo.

Musas disfrazadas de magistrados cautivos en las catacumbas asumieron el engaño del juicio con tal maestría y precisión, que no dejaron el menor espacio a la sospecha ni a la suspicacia entre todos los presentes. Sócrates fue condenado a muerte sin mayor resistencia, ni siquiera de él, por supuesto, sabedor de su buena suerte, que aprovechó con maestría para recitar sus mejores enseñanzas, el balance de décadas de confrontación íntima con las más intrincadas esferas del poder terrenal de esa Atenas imperial.

Sócrates tomó ese bebedizo mortal similar a la cicuta que no era más que mezcla de flores de pétalos blancos inofensivas, preparado por la propia Carimatia como garante de toda la función. Sócrates fingió su muerte como el mejor de los actores y hasta convulsionó en un acto final propio de una tragedia de Sófocles. Unas plañideras contratadas le lloraron sin pudor. Xantipa expiró sin ganas y dejó caer una lágrima de cortesía sin mayor sentimiento ni dolor.

Hera se hizo mujer para ir a matar a un muerto, haciéndose la desentendida, cumpliendo con obediencia la orden de Zeus, pero con la certeza de que los pálpitos del corazón de Sócrates ahora eran para ella.

Las musas escondieron a Sócrates en el laberinto del Minotauro a quien habían convencido a punta de mimos y seducción hasta que lo dejaron extenuado, dormido, al menos por los siguientes diez años de los humanos. Hasta allí llevaron a la figura femenina de Hera envejecida siguiendo el hilo de Ariadna mientras el monstruo dormía. Zeus le perdió el rastro a Hera en el laberinto y estalló con furia salvaje dejando caer un diluvio colosal sobre Atenas y resollando con truenos y relámpagos hasta que los demás dioses debieron intervenir para evitar el ataque de locura que se iba a desatar. Poseidon encausó las aguas embravecidas de la lluvia hacia sus dominios en el mar y Baco le emborrachó hasta que perdió el sentido.

Sócrates se fundió en un abrazo con Hera hecha mujer. Sin embargo, le era imposible sentir a la diosa, tan sublime e inalcanzable para él. Sócrates no podía ser dios. Hera no podía ser eternamente humana porque era eternamente diosa. Decidieron entonces ser espíritu y desprenderse de su humanidad y de su deidad respectivamente. Se juraron amor eterno y al mismo tiempo se desprendían de los contornos de su piel y su divinidad mientras se aferraban al Cosmos hechos alma, sentimiento etéreo, el espectro de sus más profundas pasiones hechas esencia sin materia, vagando en el espacio hasta que dos cuerpos predestinados en los tiempos dieran recipiente de carne y hueso a su amor.

Año 2018 D.C.

Pues bien, acá están Sócrates hecho Carlos y Hera que encarnó en Juliana. Ella renunció a su divinidad y a su eternidad para ser tan humana como su filósofo amado después de 24 siglos. Ese fue el tiempo que divagaron en el Universo siendo espíritu, amándose sin poderse tocar. Y acá están, en cada uno de ustedes, la reencarnación de todas las musas que fueron cómplices de esta historia de amor celebrando la unión del filósofo y su diosa. Y yo, bueno, yo soy el retorno de Platón, que escribió la muerte de Sócrates en su apología solo para despistar a Zeus, quien siempre dio a Sócrates por muerto y, cansado de esperar, dejó de buscar a Hera derrotado hasta que los nuevos imperios y culturas lo enviaron al desván de la mitología griega.

Juliana y Carlos ¿Recuerdan esa vez que salieron a que la lluvia los mojara cuando aún no sabían que serían el uno para el otro? Les digo que era el mensaje de Zeus rendido a su amor, firmando la paz y dándoles su bendición. Por eso les mojó de amor, aunque en ese momento no lo supieran. La magia vino después, cuando sus espíritus se reconocieron en alguna mirada que se pudieron sostener hasta llegar a ese beso mágico que consagró su encuentro terrenal.

¡Brindemos por los novios! ¡Brindemos por Sócrates y Hera! ¡Brindemos por el filósofo y la diosa! ¡Brindemos por Carlos y Juliana! ¡Brindemos por Zeus y su lluvia de amor! Que esta noche nos moje a todos con su magia.



Andrés Felipe Giraldo López
Bogotá, 17 de noviembre de 2018

jueves, 23 de agosto de 2018

La conversación que nunca tuve con mi padre


Hace cuatro años murió mi papá. Ese día lo recuerdo a retazos. Recuerdo cuando Patricia tocó a la puerta de mi casa a las 5:40 de la madrugada para darme la noticia. Ella no me dijo nada. Solo me miró y se le encharcaron los ojos. Ya sabía qué me iba a decir. Solo la abracé y le di las gracias por avisarme. Mi papá ya estaba muy enfermo. Yo vivía al lado de la casa de mis padres, en una finca en las afueras de Bogotá con mi esposa, Angelita, y mi hijo mayor, Nicolás.

Recuerdo cuando entré la casa y vi a mi mamá parada en la puerta de la cocina con una agüita de algo en la mano. Me dijo que ella creía que mi papá estaba dormido y que todavía no despertaba. Recuerdo a mi hermano, Luis, con un suspiro largo y un par de lágrimas bajándole por las mejillas, y recuerdo a mis tíos, Néstor y Cristina, reconfortando a mi mamá con caricias mudas.

Recuerdo que entré a la habitación de mi papá sin prisa, muy lento. Recuerdo que mi padre estaba en la posición en la que siempre dormía, de medio lado, pero ya había descolgado el brazo que sostenía la mano sobre la que siempre recostaba su cara. Esa era la señal inequívoca de que su alma ya había abandonado su cuerpo.

Recuerdo que le tomé esa mano y le acaricié la cara. Le pedí a mi hermano que me ayudara a ponerlo boca arriba, para que el rigor mortis no hiciera más difícil acomodar su cuerpo cuando lo fueran a mover.

Recuerdo que empezaron a llegar mis hermanos. Recuerdo que mi hermana, Mónica, llamó a la casa de mis padres y yo le contesté. Me preguntó que cómo se veía mi papá y yo le dije lo mismo que pensaba mi mamá, que parecía dormido, simplemente dormido. Pero yo ya había sentido su piel fría y ya había visto su brazo desgonzado.

Mi papá murió un sábado en la madrugada mientras dormía. El miércoles por la tarde se puso mal. Todas las mañanas, antes de salir para mi trabajo, yo paraba en la casa de mis padres a tomarme un café con ellos, que mi madre me preparaba sin falta. El jueves, mi papá estaba débil, pero estaba todavía lúcido. Lo último que me dijo antes de que yo saliera fue "llegue temprano y hablamos larguito". Ese día me fui temprano del trabajo, me avisaron que se había puesto peor y cuando llegué a verlo, ya no habló más. Estaba consciente y despierto, pero muy débil para hablar larguito. Estaba muy débil para hablar, hasta la mirada le pesaba.

Esa noche, cuando iba de salida para mi casa a descansar, le di un abrazo. Aún estaba despierto y nos miramos por última vez. Él se despidió con esa mirada que revolvía nostalgia, melancolía, alegría por todo lo vivido y tristeza por lo inevitable. Me miró con la certeza de que para mí sería su última mirada. Yo le repasé la cara, las arrugas, los lunares en sus manos y no pude detener una lágrima que cayó sobre su regazo. Él asintió con la cabeza y miró al piso. Yo sabía que ya era hora de irme. Él sabía que yo lo amaba.

Al día siguiente, el viernes, salí a trabajar y él aún dormía. Había pasado mala noche. Mi hermana Mónica, que estaba con él, me mantenía al tanto de su día. En la tarde lo llevaron a la clínica. Estaba muy mal. Los médicos le daban pocas esperanzas. Él solo les dijo, a mi hermana y a los médicos, que se quería morir en su hogar, rodeado de su gente, que no le hicieran nada más. Cuando llegué a la casa, lo estaban transportando en ambulancia desde la clínica. Pocos minutos después de que llegué, llegó él con Mónica y dos de mis sobrinos, Juanita y Sebastián, que lo acompañaron todo el día. Lo entraron al cuarto en la camilla. Con Luis y un enfermero lo acomodamos en la cama. Estaba dormido por los sedantes, con la respiración pesada, en un sueño profundo. Así se quedó, hasta que los latidos se le fueron esa madrugada, en tanta paz, que mi mamá a su lado creyó simplemente que la respiración le había mejorado porque no hizo más ruido. Se fue.

El sábado en la mañana, mientras mis otros hermanos y algunos familiares se reunían en la sala a acompañar a mi mamá, el cuerpo de mi padre se quedó solo por un momento. Yo me senté a su lado y le empecé a hablar larguito. Inicié esa conversación que nunca tuvimos, a la que nunca llegué, porque el ocaso de ese jueves ya fue muy tarde. Me prometí no prometerle nada, porque siempre incumplí mis promesas. Él ya estaba acostumbrado. Sabía que yo vivía para donde me llevara el viento y él era quién sostenía la cometa de mis días errantes. Le agradecí por haberme dado la vida y por la vida que me dio, tan libre como pudo, alejado de los dogmas, recalcándome siempre que más importante que las creencias era el criterio, que nos permitía creer con fundamento lo que percibíamos como correcto. Le agradecí por ser mi soporte, por los libros de Victor Frankl que dejó debajo de mi almohada para que yo capoteara mis depresiones, por las conversaciones profundas y distendidas en su tiempo de pensión y mi tiempo de desempleo, sobre sus ideas y mis sentimientos, las ideas que yo no le comprendía, los sentimientos que él no me entendía. Pero nos hacíamos compañía. Solo le di gracias a mi papá, no le pedí nada, no lo quería angustiar más. Yo solo quería que descansara por fin. Recosté mi cabeza en su pecho sin látidos, sin respiración. Tomé fuerte sus manos y acaricié una vez más los surcos de sus arrugas, le consentí su pelo cano, le di un par de palmaditas en su mejilla y me despedí para siempre de su cuerpo, que ya no vi más, porque al rato llegaron de la funeraria para llevarse el cuerpo.

De ese día no recuerdo mucho más. Recuerdo que en la tarde, bien tarde, su cuerpo ya estaba en la sala de velación. Recuerdo que fueron muchas personas a darle el último adiós, muchos de mis amigos me acompañaron. Recuerdo sus rostros, sus palabras de aliento, sus abrazos, su inmenso cariño. Recuerdo que vi a muchas personas que no recordaba, pero que conocían a mi padre. Recuerdo sus palabras cargadas de cariño, de lindas vivencias, de mejores anécdotas, porque mi papá era una fábrica de anécdotas. Recuerdo mi mirada clavada en el piso, que solo subía para corresponder las miradas y volvía al piso. Entre rostro y rostro, siempre el piso. Buscaba en mi memoria la sonrisa de mi padre, sus carcajadas sonoras, sus chistes malos, su última mirada, su intención última para que habláramos larguito y la intriga con la que me quedé para siempre, porque nunca lo pude escuchar de nuevo. No supe qué me quería decir.

El domingo lo cremamos. Él no quería que lo enterraran, prefería que sus cenizas se usaran como abono para unos sauces llorones a la vera de un río. En la misa dije algunas palabras. Me sorprendió ver la iglesia llena, me emocionó mucho sentir el afecto que tantas personas le daban a mi padre y lo tristes que estaban de que se hubiera muerto, me conmovió ver personas que no veía hace mucho tiempo allí, acompañándonos, reconfortándonos en la tristeza, demostrándonos que en los momentos tristes los verdaderos sentimientos relucen no importa cuánto tiempo hubiese pasado en el anaquel de la ausencia.

En el cementerio, cuando metimos a nuestro padre al horno crematorio, los seis hermanos y las dos hermanas, toda su tribu, nos abrazamos con mi madre y espontáneamente empezamos a cantar la canción que siempre cantábamos con mi papá en los paseos:

"Vivo en un pueblo tan poco importante,
que nunca para el treeeeeen, que nunca para el tren.
Nadie se sube, nadie se baja, nadie ha viajado en éeeel,
nadie ha viajado en él..."

La portezuela del horno crematorio fue subiendo y el ataúd con el cuerpo de mi padre se fue desapareciendo mientras nosotros entonábamos la canción que surgió sin más, sin haberlo preparado, sin pensarlo, como el homenaje más lindo a quien siempre supo mantener su familia unida a pesar de las adversidades, a pesar de ser tantos y tan diferentes. Al final, estábamos todos, sus ocho hijos y mi mamá, fundidos en un solo abrazo. El viejo se nos había ido y allí estábamos nosotros, su legado vivo y diverso, sosteniendo al otro pilar de nuestra existencia en su infinita tristeza, nuestra mamá.

Mi papá hubiera cumplido 85 años el 15 de septiembre de 2014 y habría cumplido 60 años de matrimonio con mi mamá el 24 de septiembre. Le faltó un mes de vida para redondear los números de su existencia, que quedaron ahí en suspenso, como la charla que nunca tuvimos.

Hoy me cuesta recordar ese momento tan vivido, me tiemblan los dedos acá escribiendo y debo limpiarme los ojos cada tres renglones porque las lágrimas me están nublando la pantalla. Nunca había repasado esos instantes. Pero me debía ese recorrido por los últimos momentos que compartí con mi papá cuando ya estaba abandonando los linderos de su piel para entregarse a la eternidad.

Todavía me quedo noches enteras pensando qué me quiso decir mi papá cuando me pidió que habláramos larguito ese jueves en la mañana. A veces creo que todo me lo dijo con su mirada de despedida. Solo quería decirme que también me amaba. Eso es lo que siempre me imagino. Eso es lo que siempre me ilusiona mientras lo evoco y reviso sus incontables enseñanzas, su magnífico legado.

Ya nos veremos de nuevo viejo querido en esa dimensión en la que ni tú  ni yo creemos. Nos veremos en la nada, de donde vinimos, para donde vamos, la eternidad interrumpida solo por ese destello fugaz llamado vida. Una vez más gracias por darme la vida. Gracias por la vida que me diste. Te amo mi viejo. Le rindo tributo a tu memoria en el cuarto año de tu partida con lo único que sé hacer, con lo único que quiero hacer, escribir.