La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

lunes, 17 de diciembre de 2012

Apología de la mediocridad.





Cuando uno se ha metido en estos moldes de lo convencional, de lo correcto, de lo deseable y de lo esperado; cuando uno está transitando por esta cinta de producción de lo óptimo, pero siempre se ha sabido extraño, ajeno e incómodo, cuesta mucho erguir de nuevo la figura para reconocer que esto no es lo de uno, que uno está aburrido, que uno se quiere largar.

Que si el mundo te pide cartones, pues tú le das cartones. Que si de eso depende tu éxito, es decir, las condiciones de la dignidad de tu vida, pues tú posas de exitoso. Ese es el precio de tu sonrisa, de tu satisfacción, de eso que llaman "orgullo". Competente, competitivo y ganador. Para eso te forman ¡A la mierda! yo todo lo pierdo por W. No me esperen en esa cancha.

No quiero ser mejor que nadie, ni siquiera quiero ser bueno en algo. Ese despliegue suntuoso de conocimientos en donde unos se citan a otros dándose palmaditas de mutua admiración entre sonrisas y elogios, a mí no me interesa, no me gusta, no lo soporto. Esa reivindicación absurda por ser la autoridad en algo, así ese algo no tenga ninguna autoridad, exaspera. Yo me cito a mi mismo y cito algunos de mis recuerdos. De vez en cuando me acuerdo de quién me dijo lo que me dijo o en dónde leí lo que leí. Si quedó esa cita en mi memoria, es porque fue importante para mí. Si lo olvidé, no importa, cuando necesite esa idea la recordaré o la inventaré. O viviré sin ella, como se vive con lo que no se tiene.

Hemos acartonado el mundo. Lo hemos vuelto un lugar de ritos, solemnidad y ceremonias. La excelencia se ha convertido en el protocolo de lo aparente. El reconocimiento es la garantía de la supremacía. Y estamos en el constante frenesí por demostrar la tal excelencia. Y se crean organismos e instituciones sólo para que digan que lo que hacemos es maravilloso, hermoso, así no sea útil o incluso, si el efecto de lo que se hace es perverso. Y de eso depende nuestro prestigio, nuestra dignidad. Casi que ello determina las condiciones mínimas de nuestra existencia. La excelencia ha definido lo bueno y lo malo para el mundo. Esta es la nueva manzana de la tentación, de la serpiente electrónica, la Eva entaconada y el Adán de corbata, en un mundo que cada vez está peor, lejos, muy lejos del paraíso.

Los buenos modos, la buena educación, el prestigio, el reconocimiento, los logros, las metas, las aspiraciones, los triunfos, el desarrollo, el progreso, el éxito, el bendito éxito, todo esto nos pone en los rieles de la felicidad capitalista.

Sin duda, vivimos en un mundo más cómodo. Recorremos largas distancias en menos tiempo, dormimos con mayor confort, sabemos en tiempo real qué está pasando al otro lado del planeta, las comunicaciones fluyen de extremo a extremo de los continentes sin mayor problema, siempre tenemos una máquina cerca que nos suple alguna necesidad. Sí, y mucho de eso se lo debemos a muchos exitosos que en su carrera frenética en la búsqueda de la excelencia han dejado un gran legado de progreso, de desarrollo, de civilización.

Pero el desarrollo ha convertido a la sociedad en un colador. Esa comodidad obtenida cuesta y no es para todos. Los exitosos construyen un mundo para otros exitosos que pueden ganar para comprar lo que otros producen. Y así, entre los exitosos se tienden escaleras que son inaccesibles para los no exitosos. El éxito construye peldaños y trampas. Configura logias selectas de perfectos bendecidos y hordas dispersas de mutantes maldecidos, hordas a las que etéreamente se les denomina "pueblo", "masa", "vulgo", "plebe". El éxito y la excelencia son el matrimonio perfecto entre Mr. Right y Ms. Correct que engendran, crían y mantienen, hasta que pueda valerse por sí misma (siempre puede), a la desigualdad social.

Hay que trasegar la ruta del éxito para garantizar que por lo menos vamos a tener las herramientas necesarias para escapar de la miseria. O hay que tener un talento excepcional. Pero no basta con tenerlo. Habrá que saberlo vender para que no se pudra en los semáforos, los buses o el anonimato.

Este es pues el mundo en el que nos tenemos que formar, al que nos debemos acomodar para no ser excluidos. Esta es la vía obligada para escapar a la mediocridad, esa peste inventada por la modernización ¿Qué es ser mediocre? Siempre que mis maestros de infancia, los maestros de la doctrina del éxito, me hablaron de la mediocridad, invocaron con lúgubre franqueza a algo llamado "la ley del menor esfuerzo". Y con rictus severo comparaban la ley del menor esfuerzo con detalles como levantarse tarde, llegar tarde, moverse lento, tener la yema del huevo untada en la manga del saco, bostezar, no hacer la tarea, hacerla mal, elevarse siguiendo el vuelo de la mosca, distraerse de la operación matemática en el tablero, mostrar con descaro, o mejor, sin prejuicios, a esa morronga perniciosa: la pereza... Todo eso tan malo y despreciable estaba relacionado con la ley del menor esfuerzo. Todo eso que me gustaba tanto o que sencillamente era yo. Yo era el ejemplo vivo de la tal ley del menor esfuerzo. Yo era un mediocre, es decir, un lisiado de la ruta del éxito.

Pero ¿Por qué tanta prevención con la mediocridad? Reconozco que la excelencia es necesaria, que provee muchas ventajas y satisface necesidades, algunas básicas, otras no tanto y que es funcional en el mundo. Qué bueno ser atendido por un excelente médico, hablar con un excelente conversador, leer un excelente escritor, viajar en avión con un excelente piloto, navegar con un excelente marinero o seguir a un excelente equipo de fútbol... qué bueno. En fin, mi aversión por la excelencia no es por lo que da, sino por lo que quita: El derecho a ser mediocre. Muchos queremos vivir la vida lento, sin muchos sobresaltos, sin aspiraciones y sin ambiciones ¿Qué de malo tiene eso? ¿De dónde saldrían los ganadores si no fuera por nosotros, los mediocres? ¿Cómo podría destacarse el que se quiera destacar si no hubiésemos millones a los que destacarnos nos importa un bledo?

Alguna vez le pregunté a un panel de destacados académicos que qué era la excelencia.  No entendí muy bien las respuestas. Todos dijeron, palabras más palabras menos, que era algo así como el conjunto de atributos, esfuerzos, mecánicas, diseños, estrategias y retos para alcanzar lo mejor. Pero no me explicaron lo mejor de qué ni para qué ni por qué. Ser mejor, ser lo mejor, ser el mejor. Algunos, con aire de condescendencia, dijeron que el parámetro de ser mejor es uno mismo. Que uno siempre debe tratar de superarse, es decir, ser mejor que uno mismo. Pero la verdad, yo no le encuentro mucha gracia a ese reto. Yo me miro al espejo y veo a un tipo conforme, no muy contento y lejos, muy lejos de ser feliz, pero al menos conforme. Claro, quisiera tener más, ser mejor en algunas cosas, desarrollar mejor algún talento perdido, pero no es el esfuerzo la vía que me motiva. Trabajar duro, sacrificarse, esforzarse, ser el mejor... ¡Nah! La verdad no me interesa, no me atrae, no lo disfruto. Vivo conforme y aveces tranquilo. No me piden mucho porque poco se puede esperar de mí. Eso me gusta. Cuando me esfuerzo, lo hago sin percibirlo, por algo que me motiva o me interesa. Vivo, digamos, mediocremente, respondiendo fielmente a la ley del menor esfuerzo. Y no me arrepiento, ni me avergüenzo, ni siento que este sea un motivo de drama o de trauma. Cumplo con las responsabilidades justo al punto que me piden para poder sobrevivir, eso sí, porque la mediocridad es la cornisa por la que uno camina borracho desafiando al vacío de la pobreza. 

Tendré poco, quizás. Mi vida será un estanque, también. Estaré rezagado y viviré en el anonimato, seguro ¿Y qué importa? ¿A quién le hago daño siendo así? No puedo aparentar lo que no soy. No muestro ni demuestro que puedo dar más de lo que doy. Ando lento, me muevo despacio, me cuesta entender textos densos y todavía no sé muy bien lo que es la palabra "melifluo", de lo que me han acusado algunas veces o "zafio", de lo que me han acusado algunas otras. Se me olvida todo al instante y lo recuerdo en los momentos más absurdos. Es posible que te esté mirando atento mientras hablamos y que súbitamente mi mente esté recordando la mosca de mi salón de primaria. Encuentro plácido divagar sin fundamento. Sin buscar al genio que piensa lo que yo dije o que dijo lo que yo pienso. Me gusta vivir así. La ley del menor esfuerzo es mi ley. Soy del montón y me da igual. Y esto tiene una ventaja: No puedo ser malo porque nunca he querido ser mejor.

Muchos se han esforzado, ellos sí, para que yo pueda ser un mediocre, dándome comodidades que me lo permiten y yo accedo a ellas cuando puedo. Y si no puedo, pues no puedo. Gracias a mi mediocridad y a la de una masa numerosa que se reproduce como espuma, muchos, con poco, se pueden destacar y ser exitosos. Nuestra relación éxito - mediocridad, es simbiótica.  

Sé feliz con tu excelencia. Haz de este mundo un lugar mejor con tus virtudes. Pero déjame a mí ser mediocre y déjame hacer de este mundo un lugar más tranquilo con mis defectos. Yo igual, tendré que seguir comprando lo que tu éxito me vende. Tú igual, seguirás admirándote todos los días frente al espejo, viendo que te ves mejor que ayer, qué guapo, que tienes más, qué rico, que has llegado más alto, qué exitoso. Bien por ti. La excelencia te muestra el dios que has hecho de ti. A mí el espejo me muestra lo que quiero ver, a mí mismo. Ni más ni menos. Lo que soy: Un mediocre orgulloso de serlo.