La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

viernes, 8 de noviembre de 2019

Amanece en otoño.


Estoy solo. El pequeño Felipe duerme y Ángela está de viaje. Son poco más de las diez de la noche y cuando termine de escribir quizás esté entrando la madrugada. Sé que voy a escribir lento, con muchas pausas. El sol ya no se ve pero aún pinta el cielo de azul oscuro, profundo, silencioso. La noche se resiste a aparecer y yo la llamo a gritos. Me responde que ya viene, que tranquilo. Siempre me he sentido más seguro en la noche, menos inquieto, como si ya me entregara a la oscuridad y a la infinita misericordia de sus contornos indescifrables. La oscuridad me da la sensación de que el mundo no existe, que aquello que habita en las penumbras no son más que trazos borrosos sin ánima, que nada me atormenta ya. O casi nada. Solo me jode saber que de nuevo van a llegar el día con su luz. Con el mundo.

Es muy difícil llegar de nuevo a este teclado con la voluntad quebrada y las palabras perdidas. Es muy difícil para mí encontrar los términos adecuados para poder expresar lo que siento y tener que usar las palabras "términos adecuados" que me parecen un maldito cliché sin gracia. Las letras se me caen en desorden al vacío, al vacío de mi alma que ya no le encuentra sentido a nada. Estoy acá con las luces apagadas entregando mis retinas al resplandor de la pantalla. Dicen que eso no es bueno para los ojos, pero lo hice deliberadamente para ver si por fin me concentro, para no ver nada más, para expiar todo este mazacote que tengo por dentro mientras mis pupilas hacen lo que pueden.

Hace mucho tiempo no escribía por la noche. Es decir, ya es de noche, escribo lento mientras voy sorbiendo una cerveza despacio. Las 11:20 pm, para ser precisos. No recuerdo hace cuánto dejé de escribir a oscuras, pero sé que son años, porque no lo recuerdo. Y estar acá sentado tirándole letras a la pantalla me ha llevado en el recuerdo a momentos sublimes de noches pasadas, muy pasadas, cuando despuntaba de una prolongada adolescencia a una adultez furtiva que vino con una paternidad inesperada. Y recuerdo que mis noches de escribir en esos años llenos de pasión juvenil eran un ritual con todas sus ceremonias. Yo escribía a mano sobre papeles amarillentos, a la luz de velas y con un fondo de música clásica. Escribía frenéticamente en hojas y hojas que casi nunca llegaban a ninguna parte. Escribía para mí y eso me extasiaba.

Con el tiempo desaparecieron los papeles, las velas y los rituales. La música clásica si está a la mano y solo cuando tengo que pensar sin nada que me distraiga, pero qué va, hasta esa música me distrae. Y escribir, bueno, escribir para mí es tan natural como respirar, pero como hago cuando respiro, ahora escribo sin consciencia. La inspiración dejó de ser esa musa reveladora de los secretos que le arrancaba a la bohemia ebria para convertirse en el mero acto de esnifar aire.

Creo que siempre he estado ubicado fuera de mí, viviendo como en un cuerpo prestado para poder hacer evidente mi presencia a los demás. Pero en realidad mi mundo interno, del que salgo poco, vive en guerra, en tragedias griegas que solo son visibles de vez en cuando, cuando exploto y se me salen por la nariz y la boca unas cuantas escenas del Tarantino que habita en mi psiquis que solo riega sangre falsa con la mejor interpretación posible.

*****

Ahora las penumbras están llegando antes de lo previsto. Ni siquiera recordaba que había dejado acá estas palabras inconclusas hace unos meses como si de carne olvidada en el congelador se tratara. Ya ni sé por qué el Tarantino que habita en mi mente salió de su guarida ni por qué estaba tan triste. Solo sé que en todo este tiempo mis tristezas se han vestido de colores no porque estén menos tristes sino porque se cansaron de andar por ahí andrajosas, como dando lástima. Mis tristezas ya no quieren esa maldita lástima disfrazada de caricias suaves en el pelo, ahora solo quieren reventar este teclado con los toques de mis dedos impregnados de esta vida que no puedo dejar de vivir. Mis tristezas se han resignado a convivir con mi respiración hasta que el corazón lo decida, y no ese corazón literario coloreado de rojo escarlata y de simetría perfecta entre sus dos lados, sino este corazón que habita en mi pecho aunque yo me empeñe en llenarle de grasa las salidas y las entradas con las porquerías que me trago a diario para matar la ansiedad de mis días estripada bajo kilos de chatarra comestible.

Quizá los días cortos y las noches largas me han subido el ánimo porque soy más feliz en la oscuridad que trae la melancolía y la nostalgia, que me inspiran, mientras yo expiro. Quizás el solo hecho de estar acá de nuevo retando a esta pantalla en un día tan opaco como mi espíritu libre y decidido sea el sofá confortable en el que descansan mis amarguras. Porque acá, mientras escribo, incoherente como siempre, atormentado como siempre, noto con un dejo de sonrisa que mis tristezas siguen habitando en mí pero que han tenido la decencia de ponerse cómodas para no incomodarme. Me han abierto un espacio tan amplio en el alma que ya no hacen presión sobre los anhelos, los propósitos o los logros esperados. Simplemente se han ganado un espacio allí muy dentro y están pagando el alquiler a tiempo para que yo no las pueda sacar y han ignorado mi futuro para no molestarlo, para que él no las moleste. Mis tristezas han transado conmigo sin que yo me diera cuenta en los momentos en lo que extasiado me quedé mirando cómo las hojas dejaban sin resistencia al árbol para hacerse ceniza crujiente en el piso mientras yo las pisaba en el camino que siempre recorro para llegar a ninguna parte. Mis tristezas me han dado una tregua que yo acepto dejándolas vivir en mí con el único compromiso de que me ayuden a escribir. Ellas han accedido generosas porque mis tristezas también se alimentan de lo que yo escribo.

Pues bien, no sé cuándo solté este escrito tan lleno de amargura y tampoco sé por qué lo retomé hoy. Es como si hubiese mirado hacia esa habitación que aún tiene muebles pero que ya nadie la habita porque quién allí estaba se fue para siempre. Decidí entrar, sentarme en la cama, tomar una almohada y abrazarla contra mi pecho para sentir que ese algo, ese alguien, aún habitaba allí. Mis lágrimas se han arrojado al vacío para caer en su mullida textura y las tristezas han gritado desde muy adentro que esté tranquilo, que no me preocupe, que ellas ocuparán esa ausencia por siempre tratando de hacerme el menor daño posible. Yo les agradezco con un sollozo sincero y apretando mis parpados para escurrir el agua salada que le sobra a mi alma.

Estoy solo, el pequeño Felipe está en el jardín y Ángela está trabajando. Son poco menos de las diez de la mañana y terminé de escribir unos meses después. El sol no se ve porque lo ocultan las nubes densas y grises que lloran conmigo. Mi día apenas está empezando, el lavaplatos pide a gritos que le quite toda esa loza de encima, los pisos me recuerdan cada paso que los debo limpiar, la cama me trae el recuerdo de una noche intranquila, mal dormida, con las cobijas enredadas y la sábana desprendida del colchón en una esquina. La luz forzada de este día gris me da la sensación de que el mundo está triste como yo, que aquello que habita en los contornos de mi ser no son más que trazos borrosos sin ánima, que nada me atormenta ya. O casi nada. Solo me jode saber que de nuevo van a llegar las noches con las preguntas que ninguna luz podrá resolver por brillante u opaca que sea. Ninguna.

martes, 9 de julio de 2019

Los nadies: El día que me plagió Ángela Merkel. O que yo la plagié a ella.


Esto que les voy a contar es una trivialidad, una frivolidad casi, quizás sin importancia. Debo empezar por decir que me causó entre risa, desconcierto y curiosidad, ver cómo una frase dicha por cualquiera, por un don nadie como yo, por ejemplo, puesta en la mente y en la boca de una figura de credibilidad mundial de manera arbitraria y ficticia, súbitamente se puede convertir en uno de esos postulados memorables que podrían pasar de repente a un libro de historia. Este es mi cuento:

El 27 de junio escribí un tuit con una mezcla de sentido común y vehemencia, con la intención de criticar a esos gobiernos que escudan los resultados de su mala administración en los problemas que les dejó su antecesor, como si fueran asuntos insalvables, imposibles de mejorar o corregir. Lastres, que llaman. Acá está el tuit:


En fin, para esta historia no es relevante el debate político que se pueda derivar de ese comentario. El asunto es que hoy, 9 de julio, alguien me arrobó en un tuit de Rafael Correa en el que haciendo remembranzas citaba una frase genial de Ángela Merkel con el objetivo de referirse a la mediocridad de su sucesor y ahora su principal enemigo público, el actual presidente de Ecuador, Lenin Moreno. Me causó intriga saber por qué un desprevenido seguidor de Twitter me quería hacer partícipe de una discusión entre Rafael Correa y Lenin Moreno. Cuando abrí el tuit, la frase que yo había escrito el 27 de junio estaba copiada casi al pie de la letra con unas pequeñas modificaciones y entre comillas. En el fondo de mi frase aparecía el rostro sereno y risueño de Ángela Merkel, una mujer a quien por cierto admiro sinceramente.



Pues bien, mi frase ya no era mía, era de Ángela Merkel. Y Rafael Correa hacía eco de esa frase. Estaba aún riéndome de la situación cuando un profesor a quien aprecio mucho tuiteó el mismo meme con una presentación maravillosa en la que resaltaba las cualidades de estadista de la canciller Merkel. Alguien le hizo notar que esa frase la había escrito yo hace unos días y como es natural en él, que es un caballero, me ofreció disculpas y borró el tuit. Entonces, yo retuitié el tuit de Correa e hice mofa de la situación. Escribí como comentario de ese RT: "Un honor para mí que me esté plagiando "Ángela Merkel" y que además me esté dando RT Rafael Correa" seguido de emoticones de risa. Casi al instante, un usuario me reviró con esta frase: "no es plagio, muchas personas en el mundo piensan igual que uno, pero de esos muchos solo algunos tienen el privilegio de darlos a conocer (sic)". Y sí, tenía razón. ¿Pero Ángela Merkel pensando igual que yo? ¿Con las mismas palabras? ¿Por la misma época? Demasiadas coincidencias. Además, el español de Ángela Merkel debe ser tan fluido como mi alemán. En algo era implacable el corresponsal: "algunos tienen el privilegio de darlos a conocer"(sus pensamientos). Aunque no sean de ellos.

En esta lucha dura de los nadies por hacer respetar los enclenques derechos de autor de los otros nadies, en medios tan precarios como Twitter que es el espacio en donde se publican las opiniones no pedidas de los nadies, algunos empezaron a darle RT a mi tuit original para decir que yo era el creador de esa frase. Los incautos me empezaron a escribir cosas como "Ey, esa frase ya la dijo Ángela Merkel, ¡copión!" "¡Oye! ¿Tú quién te crees? ¿Ángela Merkel?". Pues bien, ahora yo, un pobre mortal, un nadie, soy alguien que se quiere hacer notar a costa del ingenio y la perspicacia de la imponente canciller alemana, que a estas alturas ni siquiera sabe que ha dicho una frase genial para muchos, y que sus palabras ya fueron traducidas al español. De hecho, no creo que se entere jamás. Para algunos, la verdad cruda es que yo me copié una frase de Ángela Merkel y la quise hacer pasar como mía. Plagié una frase que Ángela Merkel nunca dijo.

Así he pasado parte del día. Debo decir que me siento agradecido porque no tenía muchas cosas para hacer hoy. La verdad, tengo muchas menos ocupaciones que Ángela Merkel que en este momento debe estar diciendo alguna frase trascendental, una de verdad, que a lo mejor va a pasar desapercibida.

Entre los documentos que me compartieron para mostrarme cuántas vueltas ha dado la bendita frase, un columnista mexicano citó esas palabras en una crítica que le hace al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Obviamente escribió que la frase era de la canciller alemana, lo que seguro le habrá dado más estatus a su columna. Con este preámbulo habrá descrestado a más de uno: "Antes de entrar en materia, recobro una cita de la canciller alemana Angela Merkel: “Los presidentes no heredan problemas. Se supone que los conoce de antemano, por eso se hace elegir para gobernar con el propósito de corregir esos problemas, culpar a los predecesores es una salida fácil y mediocre”Acá está la columna: https://amp.elfinanciero.com.mx/opinion/alejo-sanchez-cano/se-desploma-amlo-en-encuesta?__twitter_impression=true

Para concluir mi diatriba, a esta hora no sé si sentirme halagado u opacado. Halagado porque parece que escribí una frase digna de Ángela Merkel y hasta Rafael Correa se comió el cuento. Opacado, porque salvo los que notaron que yo escribí esa frase hace dos semanas, muchos difícilmente creerán que es mía. No sé a quién se le habrá ocurrido la maravillosa idea de tomar una frase cualquiera perdida en una red social, cambiarle dos o tres cositas y ponerla entre comillas con la imagen de Ángela Merkel. A mí me mató, pero la frase quedó inmortalizada. Así debe pasar con millones de frases que se le habrán ocurrido a muchas personas y que en realidad no son tan geniales (la frase de esta historia no creo que lo sea), pero que puestas con el rostro de la persona adecuada, con un fondo solemne, se vuelven memorables, solo porque esas personas ya son importantes, famosas, viven en la retina de la gente. Y los nadies no. Los nadies solo tenemos frases de ocasión que se pierden en las redes sociales, en los blogs, en los papelitos que tenemos ahí para escribir a mano las ocurrencias.

A lo mejor me quede ahí con ese orgullo anónimo y quizás algún día le cuente a algún nieto en confidencia que Ángela Merkel fue una gran canciller alemana, pero que esa frase que aparece con ella en ese libro no es de ella, que en realidad es mía. Quizás ese nieto me mire y se ría y piense que su abuelo ya está loco. Pero si mi nieto se ríe, ya habrá valido la pena haber escrito esa frase, no importa que no me crea. Esa es la vida de los nadies. Nos conformamos con poco y vivimos en las sombras.

lunes, 15 de abril de 2019

La voluntad quebrada


No recuerdo cómo suena la voluntad cuando se rompe, pero creo que a la mía la oí crujir hace un tiempo, mucho tiempo. Esta inercia de la vida que me va llevando sin que yo oponga resistencia o me quiera sobreponer, solo habla de un ser tirado en el asfalto, revolcado en el fango o absorto en el pasto esperando a que los días le pasen por encima hasta su último suspiro, sin saber cuándo va a llegar esa exhalación de libertad.

Hasta escribir me cuesta, como me cuesta hace tiempo organizar las ideas para echarlas acá relativamente ordenadas para que usted me entienda, para que al menos yo me entienda. He vuelto a los estanques panditos en donde mis pies hacen ondas y chapoteos sin ir a ninguna parte. Ya perdí la cuenta de cuántos textos he escrito solo por escribir, cuánto tedio se me ha escurrido por los dedos en este teclado, cuánta espiral difusa he recorrido escribiendo en párrafos inocuos que no vienen de, ni van para ninguna parte. Es como si a un tubo atascado le tirara piedras para romper el taco pero así solo logro que se atasque más y más, con piedras cada vez más pesadas que se acomodan mejor para no dejar pasar nada, ni siquiera una pizca de ingenio, un resquicio de imaginación o alguna gota de coherencia.

Lo peor es que ya perdí la vergüenza y vengo acá sin pudor a jugar a las letras de la nada, sin temor de perder y sin ganas de ganar. Soy un éxito fracasando. Siempre pensé que escribir me liberaba, me aclaraba, me exorcizaba, pero acá estoy una vez más bailando con mis demonios al compás de mis falanges pegándole a las teclas. Y mientras bailo al son de la percusión de estas letras sin rumbo, veo a las musas borrachas y a mi inspiración perdida.

No tengo la menor intención de hacer de esto algún manual para salir de la angustia y el desespero, no, solo estoy acá desesperado y angustiado viendo escritas esas palabras una y otra vez como si se me las estuviera tatuando en el alma, sin contenerme y sin remordimiento. No puedo dejar de leerme sin enredar mis manos en el pelo llevándolas hasta el rostro para que se queden posadas sobre mis ojos por un instante porque no quiero ver más las diatribas acá plasmadas. Pero cada vez que cierro mis ojos me encuentro de frente con lo que llevo dentro, que tampoco me gusta tanto. Entonces abro los ojos de nuevo, me quito las manos de la cara y miro por una ventana para encontrar algo de horizonte. Solo veo precipicios y cumbres, y tengo miedo de caer y pereza de subir, entonces me quedo acá de nuevo, encerrado, otra vez mis manos al pelo, a la cara, sobre los ojos y sobre mi miseria como si apagara y prendiera frenéticamente la luz de un cuarto desordenado, pequeño y húmedo para ver si de pronto en una de esas, cuando vuelva la luz, todo estará organizado de repente, sin que yo haga nada, solo porque prendí la luz o porque se fundió el bombillo.

Ni siquiera estoy gritando para pedir ayuda, porque no la necesito, no me falta nada, la inercia de la que hablo no me lleva al mundo de las necesidades ni las privaciones. No me lleva a ninguna parte, al menos por ahora. Tampoco quiero encontrar el camino, porque no sé camino para qué ni para dónde, solo quiero un lugar sosegado para contemplar el paisaje, sin estar cerca de los precipicios ni las cumbres, no quiero tener que levantarme ni quiero ser el ave Fénix que renace de las cenizas. Quiero ser cenizas y que me lleve el viento a donde se le dé la gana. En fin, solo quiero recostarme como ave o como cenizas sobre mi pesado cuerpo al vaivén de una mecedora de mimbre que no esté rota con un perro viejo a mis pies que no me pida cariño y que esté tan aburrido como yo, mirando lo mismo, pensando lo mismo, sintiendo lo mismo que yo. Prefiero usar el aire de esos gritos atascados tarareando canciones de las que ya se me olvidó la letra para no pensar porque con el pensamiento vuelven el desespero y la angustia.

Por fin leí el libro de Viktor Frakl "El hombre en busca de sentido" que tantas veces me dejó mi padre debajo de la almohada cuando me veía deprimido. Lo leí cuando él ya no está y no le puedo preguntar qué quería que yo encontrara. Parece obvio, pero las respuestas que encontré allí fueron como acertijos que ahora no puedo resolver. O no los quiero resolver. En líneas gruesas el mensaje del libro es que el sentido de la vida está en el propósito que le demos a la vida, sin mayores pistas. Por ejemplo, para Frankl el sentido de su vida en el momento más crucial y difícil de su existencia era salir vivo del campo de concentración en el que lo tenían los nazis en condiciones infrahumanas para poder ver de nuevo a su esposa y a sus padres. Eso lo mantuvo vivo. Cuando por fin salió del campo de concentración al cabo de los años, gracias al fin de la guerra y la derrota de los nazis, supo que sus padres y su esposa habían muerto en otros campos de concentración. ¿Entonces?  Lo mantuvo vivo una ilusión, no un propósito. ¿Es la ilusión un propósito? No sabemos que nos espera al final de nuestros propios túneles, simplemente los pasamos de un extremo a otro, no sé si por el propósito, la ilusión o por mera curiosidad. En mi caso creo que es lo último. En el caso de Frankl, si bien no encontró a sus familiares jamás, encontró el sentido de la vida bautizando a la ilusión como propósito y haciendo un libro de ello. En cambio yo todo lo que termino, lo poco que termino, lo hago por la curiosidad de saber qué habrá al final, no por voluntad, no por ilusión, no por un propósito. A mi vida la mueve la curiosidad. Quizás satisfacer la curiosidad es para mí el propósito, como lo era para Frankl mantener la ilusión. No sé, lo sabré cuando termine todo esto, por pura curiosidad. Como pueden ver, lo que menos se me da es la claridad.

Mi voluntad anda rota y no la quiero reparar. No quiero mirarme otra vez al espejo con cara de intención y la mirada triste, porque los ojos dicen la verdad así el rostro nos engañe. No quiero vivir en el reino del hubiera sido que habita en mi imaginación pegado de una voluntad atrofiada en un cúmulo de promesas sin cumplir, de tareas sin hacer, de largas noches de insomnio pensando y de días insoportables en donde ando a rastras para sobrevivir con la voluntad quebrada. No quiero aparentar que esto le va a servir a alguien para algo, ni siquiera me sirve a mí. No quiero decirles que todo estará bien y que mañana será mejor, no lo sé. Yo solo vivo por la curiosidad de saber qué va a pasar mañana. Quizás sea mejor, quizás peor, no lo sé, solo lo sabré mañana si es que ese mañana llega. No quiero ser un modelo a seguir para nadie, ni un referente, ni nada que me implique una responsabilidad con los demás, solo quiero regar mi bilis en esta pantalla para sentirme más liviano, menos ebrio de mis propios fluidos plagados de incertidumbre.

Parece que tuviera vacío el espíritu pero no es así, lo tengo lleno de dudas. Algunos llenan su espíritu con algún dios y dios para mí sigue siendo una duda. Ahora que mi hijo Felipe, el pequeño Felipe tiene tres años, y sus preguntas son un hilo interminable de porqués, he comprendido que dios, ese que es el camino, la verdad y la vida o el mío, que es una incógnita eterna, o todos los demás que son lo que cada uno percibe de ellos, surgieron de las preguntas de un niño que en algún momento, después de tantos porqué, se quedaron sin respuesta.

Perdón por venir otra vez ante sus ojos sin nada novedoso que darles, yo solo he venido a mostrarles la fractura abierta que dejó mi voluntad cuando se rompió, a decirles que no sé si es que no me duele o que estoy anestesiado y que me da miedo despertar con dolor, que sigo escribiendo solo por escribir pero que me estoy cansando de no escribir nada porque hasta la pereza cansa. He pasado por acá a presentarles mi cinismo rendido vacío de voluntad. Porque el cinismo es el refugio en el que nos escondemos quienes agotamos las excusas y a pesar de todo tenemos que lidiar con ello porque seguiremos viviendo, por pura curiosidad. Perdón si los he cansado, no era mi intención. No tengo ninguna intención, solo tengo la voluntad quebrada, muchas preguntas y muy pocas respuestas.

miércoles, 27 de febrero de 2019

Maldita sea, voy a escribir.




Creo que ya me resigné a tener un cuerpo fofo. Además, con la vana esperanza de que con un poco de cuidado quizás no deje tan rápido mi alma a la deriva de la nada. Pero he idealizado tanto lo que jamás haré con mi cuerpo, cuidarlo lo suficiente, que me he detenido a pensar en lo único que ejercito con alguna disciplina para mantenerme vivo: Mi mente. Y especialmente, mi imaginación. Entonces, entre el remordimiento que me genera mi cuerpo y la pequeña ilusión que permanece en mi alma, no puedo evitar el símil del gimnasio como si, para contrarrestar ese remordimiento maldito, pudiese trasladar ese lugar que jamás pisaré en la realidad hacia el reino de mi imaginación para sacarle músculo a mi mente. Empecé mal. Esta redacción está enredada y el símil, aunque claro para mí, está redactado como una mierda. En fin. Hoy me niego a borrar. Sigo.

Llegué hace poco menos de un mes a Alemania. Ya habíamos estado antes, durante casi un año, con mi esposa y mi hijo menor. Regresamos a nuestro país, Colombia, durante cinco meses, desde agosto de 2018 hasta este enero que pasó. El tiempo allá pasó veloz. Pensé que eran muchos días con sus noches, al menos los suficientes para sentir que iba a cumplir con los pendientes. Pero solo fue un parpadeo y ya estaba en el recorrido de once horas sobre el Atlántico entre Bogotá y Frankfurt. La pluma la abandoné hace un tiempo. Entre la despedida de Colombia y volver a aterrizar en Alemania, ando divagando entre letras y palabras que no soy capaz de plasmar. Más que divagando, vagando.

A pesar de mí, debo retomar el ejercicio con la pluma, conectarla con la creatividad, hundirla en la tinta hasta que la punta se rebose y ponerla en el papel así solo deje un manchón incomprensible como el que me está quedando ahora. Este es solo un llamado desesperado a las musas de la inspiración, el calentamiento de mis nudillos entumecidos, la invocación a los espíritus de las letras... qué se yo, es mi alma desorientada puesta frente a esta pantalla tratando de unir ideas que parezcan coherentes y que se note que al menos quiero escribir, que, como para ir al gimnasio en la madrugada, estoy dando la lucha contra las cobijas que me amarran a la cama del tedio, que parezca que quiero rescatar un vestigio de responsabilidad, sentir la necesidad de levantarme para no morir en la apatía, como si no me hubiera resignado aún a tener el tejido adiposo adherido en los pensamientos. Así estoy, buscando ese sutil aliciente, ese impulso que me lleve a la búsqueda de mi voluntad, tan esquiva en estos últimos apenas cuarenta y cuatro años de existencia.

Solo estoy escribiendo por escribir, como pueden ver, si llegaron hasta acá. Lo he hecho muchas veces antes, algunas veces para desahogarme sorbiéndome los mocos de algún llanto, otras con la mirada perdida entre la pantalla y el teclado buscando la cadencia y el ritmo de los párrafos, como un autómata, como ahora.

Estoy rebuscando mi ánimo entre las promesas que hice antes, pero creo que ya las incumplí todas. Entonces, no me queda más que pescar entre los deseos, que si no se cumplen,  no queda más que frustración sin remordimientos. Quiero terminar lo que ya he empezado, al ritmo que me den los dedos, perseverar aunque sea de a pocos, seguir escribiendo ese diario inconcluso, los libros de los que dejé páginas regadas sin armar y este escrito que me está pesando más de lo que quisiera.

Acá voy de nuevo, caminando en la penumbra, viendo como el vaho de mi aliento me muestra el sendero borroso mientras respiro, jugando con las palabras en mi cabeza para ver qué sale. Acá estoy, intentando como el viejo jugador al que le cayó de suerte un balón en los pies. Solo vamos a patear a para ver qué pasa. Voy a escribir. Así solo sean estas pendejadas que no dicen nada. Maldita sea, voy a escribir. Vamos a ver qué sale.