La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

viernes, 23 de julio de 2010

Por qué desactivé mi cuenta de Facebook

Sonará baladí que explique por qué hice algo que parece tan simple. Pero no lo es tanto. Debo reconocer el mérito de una red social que logró que me reencontrara con amigos y amigas de antaño que me alegraron el alma, renovar contactos distantes, generar afecto por y para personas con las que había tenido una relación más bien fría.

Tengo mucho, pero mucho que agradecer a Facebook. Gracias a esta página social pude enterarme de la vida de personas por las que realmente siento cariño. Cumpleaños, viajes, nacimientos, matrimonios… muchas noticias gratas. Conocí también personas virtualmente con las que entablé una relación deliberante, constructiva, cuyas opiniones enriquecieron mi visión del mundo y hasta compartí una gesta política con la que muchos nos ilusionamos en el mundo virtual.

Es decir, el Facebook no tiene nada de malo por sí sólo. Es un lugar que nos permite reencontrarnos y trasmitir vivencias, pensamientos, sentimientos, imágenes en fotografía y vídeo. La gente que me conoce puede saber de mí. Además, uno se entera de la vida de la gente que ha conocido. Cuando uno menos espera, tiene cientos de amigos que antes si quiera recordaba que existían o que sencillamente ni existían en la vida. Y no es descuido, dejadez o ingratitud. Creo que en la vida también existe un ciclo normal de conocerse y distanciarse hasta que la memoria difícilmente recuerda. Y creo que eso es sano además. Nuestra vida tiene una tripulación y muchos pasajeros.

El problema realmente no es del Facebook. Es mío. Recuerdo que hace unos años era un antiredes sociales radical. Me parecía que exponer la vida de uno como una mercancía no era conveniente. Vi algo de Hi5 y me parecía una versión interactiva de todo lo juvenil que detesto: RBD, el Reggaeton, los pantalones de tiro largo y los bóxers al aire, los emos y una cantidad de modernidad apelmazada que me hace sentir orgullosamente veterano. Los amigos, los amigos de los amigos, fotos, comentarios y una cantidad de datos inocuos y muy fashion para mi gusto.

Me recomendaron el Facebook varias veces. Me negué a usarlo, hasta que un día por curiosidad abrí una insípida cuenta sin foto siquiera. Para no hacerme más extenso y más aburrido, al final tenía 600 “amigos” y renovaba mi estado cada vez que se me ocurría algo sonoro para escribir que no sobrepasara los 420 caracteres. Subía fotos, canciones, enlaces y mil cosas. En la distancia se convirtió en una línea de vida con todo el mundo que dejé en Colombia. Y sigo pensando que nada de eso es malo por sí mismo.

De un momento a otro, descubrí que prendía el computador con ansiedad para ver qué pasaba en el Facebook como si de ello dependiera mi tranquilidad. De un momento a otro, no tenía más ventanas al mundo que el Facebook. Mis relaciones interpersonales estaban inmersas en la reacción que yo generaba por escribir estados polémicos que pretendían ser profundos. Me importaba emparejar las noticias recientes con las últimas que había visto para no perderme nada, como si un descuido me dejara por fuera de las últimas novedades que deberían ser imperdibles para mí.

Me convertí de a poco en un homo-facebook. Cree una atmósfera alrededor mío que me hacía sentir en una tribuna imaginaria. Me fabriqué un estrellato falaz del que dependía mi ánimo en un porcentaje absurdo. Me volví dependiente de los comentarios que hicieran de mis comentarios, como si eso de alguna manera me hiciera popular y querido. Sé que suena ridículo y es verdad. Era ridículo. Me volví en gran medida un ser ridículo. No digo que hubiera hecho de mi Facebook un espacio de autoculto o de tonterías por minuto. Pero sí, súbitamente estaba dirigiendo un foro virtual que yo moderaba y algunas veces dejaba salir toda mi arrogancia porque mi Facebook era un espacio en el que yo hacía lo que se me daba la gana, sólo porque era mío.

Creo que empecé a generar una distancia peligrosa entre lo que realmente era y lo que pretendía ser. El Facebook me envió a plazas inexistentes a dar peleas irreales, a exponer mis sentimientos en cascada, a perpetuar mis momentos en las fotos que podía escoger para verme bien, envidiablemente bien. El Facebook dejó traslucir una imagen errada de lo que soy. Pero siempre hay quién le pone a uno los pies sobre el asfalto. Las personas que me conocen, las que realmente me conocen más allá de esa imagen maquillada del Facebook, se dieron cuenta de cómo había convertido un lugar de información y conexión en la vitrina de mi prepotencia y de alguna manera me lo hicieron saber.

Y no sólo eso, súbitamente me encontraba horas y horas repasando fotografías de momentos que nada tenían que ver conmigo, que no me importaban realmente, pero como si fuese un imán la pantalla para mis ojos, mi dedo se la pasaba clickeando millares de fotografías de personas que nunca en mi vida habían existido y que quizás no existirán, y que si apareciesen, no las reconocería por las fotografías.

Además, el morbo del dolor encontró herramientas para torturarme. Repasé un millón y algo de veces la foto del perfil de más de una exnovia, escudriñé en los amigos de los amigos de los amigos alguna foto etiquetada para hacerme un hara kiri absurdo. Me enteré cuán felices eran en sus nuevas relaciones y no sé por qué me sentía mal si soy un tipo que esencialmente vive en relaciones terminadas. Sólo que antes no me mortificaba por voluntad propia. Suponía, imaginaba, pensaba y me dolía un poquito, pero se me pasaba rápido porque bueno, no veía nada. Ahora tenía todo un menú para azotarme contra las paredes. Fotos en la playa, en la fiesta, tomados de la mano, dándose un beso... entre más doliera más vértigo sentía el dedito clickeador para escarbar más y más hasta que uno sentía que el corazón se iba desgarrando de a pedacitos ¿Para qué? Para nada. Nada de eso importaba ya. La “virtud” del masoquismo es que encuentra estrategias para perpetuar dolores pasajeros. Y el Facebook si que ayuda a los masoquistas compulsivos. Y descubrí que soy un masoquista, tonto además, porque veía, sufría, y ya, nada podía hacer y nada debía hacer. Qué tontería.

El Facebook me hizo tonto y yo proyectaba que era un man interesante y hasta inteligente. Y me creí el cuento. Salvar a la humanidad desde la placidez de mi cama o el escritorio y creer que de verdad lo estaba haciendo se volvió una costumbre para mí. Y me anquilosé en la comodidad que da una pantalla y múltiples reacciones para creer que este mundo es suficiente para creer que tenemos un mundo. Y me alejé de los libros de papel y carátulas gastadas. Y empecé a vestir un ropaje mentiroso y agrandado de cosas que no soy sólo por sentirme popular y querido.

El Facebook se volvió una adicción para mi ego. Y me volví ególatra, de esos ególatras que tanto critico. Y el Facebook empezó a alimentar mi ego de una manera absurda y además falsa. Yo leía lo que quería leer y veía lo que quería ver. Estaba de repente en una vitrina más, expuesto como una mercancía que yo mismo maquillaba. Reclamaba atención como si la mereciera por el sólo hecho de invertirle tres minutos a un comentario que me resultara interesante. Horas y horas construyendo un mundo virtual con las ventanas de verdad, las que dan aire y luz, cerradas, con las persianas abajo y negándome el paisaje, el roce de la brisa, el canto real de la ciudad ruidosa. La pantalla se convirtió en el magneto de una verdad prefabricada que me creía cada mañana y cada noche. Mi misión en la vida estaba cumplida en 420 caracteres.

El Facebook no es malo por sí sólo, pero como cualquier vicio, empieza a degenerar los comportamientos y a falsear las realidades que se acomodan a los caprichos del vicioso. Y mis caprichos son demasiados para darles rienda suelta en esta autopista virtual de poses postizas. El Facebook hacía más fácil mi pereza y más evidente esa inevitable tentación de sentir ese pequeño mundillo de fama así sea una ridiculez. Pero es evidente. Lo que sea que se parezca a la fama gusta perversamente. Había que ver en el mundial de Sudáfrica como la gente se hacía feliz con la cámara. La eliminación del equipo del alma no importaba si la cámara los enfocaba. Si salían en la cámara todo era felicidad, sonrisas y ridículas gesticulaciones para hacerse evidente en el mundo entero. Pues bien, el Facebook se me convirtió en esa camarita farandulera que me sacaba sonrisitas ridículas para que mis “amigos” supusieran que yo era un rebacán que en realidad no soy. Por lo menos no las 24 horas de los 7 días de la semana que yo pretendía trasmitir en esa camarita permanente.

Y como cualquier vicio, lo único que debo hacer para volver, es querer hacerlo. Con que entre a mi cuenta como lo hacía todos los días, todo estará como si nada. Como si el mundo del Facebook me hubiera perdonado mi grave error de abandonarlos. Allí estarán mis estados, mis fotos y todo tal cuál lo había dejado. Como la casa a la que no le mueven una silla para que uno no extrañe nada cuando regresa. Ahí está. Y yo estoy creyendo que me espera. Y que me espera toda esa parafernalia que me hace sentir tan popular y querido. Y que no tiene nada de malo porque en el fondo es sólo algo virtual que no puede afectar mi mundo real. Pero cuando uno empieza a destinar más de 6 horas al día a ese mundo, la realidad va desapareciendo detrás de la pantalla y el mundo se va condensando todo ahí.

Sé que quizás esto no llegue a mis más de 600 amigos que tenía en el Facebook porque allí anunciaba con redoblantes lo que subía a mis blogs. Pero no importa. En estos días que llevo sin Facebook he notado que quién ha querido encontrarme ha encontrado el camino y he encontrado a quién he querido encontrar. Es increíble como la tecnología logra que cosas antes inexistentes con el tiempo se vuelvan imprescindibles.

Y quiero mantenerme en mi decisión de dejar el Facebook para retomar las luchas reales y auténticas. Gran lección tuvo el Partido Verde y yo mismo cuando creímos que por Facebook se elegía un Presidente. La realidad mostró otra cosa. Aún es mucha la gente que no anda con un portátil debajo del sobaco. Aún es mucha la gente que vive el mundo real, que los atropellan los carros, los cagan las palomas y los compran con un tamal que no es virtual. Aún es mucha la gente que vive de verdad. Y uno cree que metido en las fotos de los amigos de los amigos de los amigos está viviendo algo.

Le agradezco al Facebook todos los contactos que me renovó, las amistades que aceitó, los vínculos que creo. Le debo mucha gratitud pero yo soy un vicioso. Y los viciosos debemos ser conscientes del vicio para darle la vuelta y si es necesario abstenerse de consumir. Y yo ya no consumo más Facebook. Los y las que me quieran encontrar sabrán que tengo otros espacios virtuales y otros más reales de encuentro. A los y a las que quiera encontrar deberé esforzarme para encontrarlos porque la amistad bien merece los esfuerzos. Ofrezco disculpas porque el Facebook ya no me soplará los cumpleaños y muchos no los recordaré. Pero nada tiene de malo volver a lo romántico y lo clásico y anunciar las cosas buenas que nos pasan no en una vitrina, sino en una relación genuina de buscarse por la voluntad entrañable de quererse encontrar.

Ahora le apuesto a la amistad de antaño. De preguntarle a fulanito por sutanito y lograr que sutanito sepa de uno con el cariño auténtico de la búsqueda con un poquito más de esfuerzo que teclear un nombre o un correo electrónico. Le apuesto al libro de papel y a que me moje la lluvia, me queme el sol y me cague la paloma. Le apuesto a venir acá a superar los 420 caracteres para dejar historias más elaboradas y que requieran un poco más de trabajo.

Gracias Facebook. No eres tú, soy yo… la más estúpida pero la mejor manera de decir adiós… o hasta luego, hasta que cambie de opinión o me gane de nuevo la curiosidad… como siempre.

Postcriptum.

Sólo pasó un mes manteniendo mi decisión. Sólo una semana entre esta entrada y mi regreso al facebook. No tengo razones de peso para haberlo hecho, pero sí disculpas... como me encantan las disculpas. Esto fue lo que escribí en el fb agradeciendo el apoyo que me brindaron por haber vuelto: "Gracias por ser tan indulgentes con mi debilidad evidente. Sigo pensando que todas las razones que dí para abandonar el fb son válidas. Pero soy un ser esencialmente vulnerable, curioso, masoquista, inquisidor y creo que todas esas cosas son geniales en el facebook. Entonces pues no hay nada qué hacer. Aceptar que quise ser racional por un momento pero me arrepentí por lo rico que es ser humano, así, normal, pasional y básico. Pueda que sea un golpe de opinión, pero no fue voluntario. Fué un autogolpe con el que debo reconocer que hay una gran brecha entre lo que soy y lo que quisiera ser... y me estoy resignando gratamente a ser lo que soy. Gracias a todos por los mensajes tan en buena onda, por los deditos arriba y por estar ahí, en este mundo que es un mundo. No todos los mundos, pero si uno quiere es un mundo chévere. Trataré de ajustarlo para que sea más útil y menos fútil. Abrazos."

sábado, 10 de julio de 2010

36.

36… 4 x 9… 36… he vivido 9 veces la edad de la que no quise nunca salir. Los primeros 4, que no los percibí muy bien. Quizás el último, un poco, algo, nada más. Si la consciencia me hubiera llegado con el nacimiento, quizás hubiese buscado presuroso el útero de mi madre de nuevo para no dejarme sacar jamás. Los periódicos me hubieran dicho que Alfonso López Michelsen nos gobernaría mis primeros 4 años, que Alemania 4 días antes era campeón del mundo de fútbol, derrotando a la naranja mecánica y con ella, al deslumbrante Johan Cruyff, que Nixon caminaba por la cornisa del desprestigio rumbo a su renuncia, que Chile llevaba poco menos de un año de una dictadura atroz y que con su anterior presidente, Salvador Allende, se había conjugado el verbo suicidar en tercera persona: “él suicida”.

Habría percibido que sería el último de ocho hermanos y que estaría condenado a jugar sólo porque mi hermano siguiente me llevaba 5 años y no querría jugar conmigo. Habría notado con preocupación mi pronunciada coloración amarillenta por el licuado positivo y negativo de mi sangre que debo al positivismo de mi padre y al negativismo de mi madre. Me habría aburrido ocho días en esa incubadora al lado de ese chiquillo entelerido con el que me confundían, mientras me metían esa sangre rara para que mi corazón dejara de pensar si respondía a latidos optimistas o pesimistas.

Ahora entiendo por qué uno llega al mundo sin consciencia. Los pesimistas contrariados llegaríamos de una haciendo reclamos estructurados, y para Dios, sería muy embarazoso dar respuestas mientras le daban a uno una palmada para llenar de aire los pulmones, al que uno no respondería con un llanto estrepitoso, sino quizás con una retahíla de Zaratustra.

No me quejo por el milagro de la vida. Creo que los más pesimistas debemos agradecer tener al mundo para poder criticarlo. Siendo almas vagantes por el cosmos, seguramente sería muy aburrido hablar de lo monótono del sol al que le pasan los siglos y los milenios y los millones de años y no se apaga como para poder acercarse a decir lo feo que se ve apagado.

El mundo es el paraíso de los pesimistas. Materia prima de maledicencias. Nietzsche fue paulatinamente pesimista hasta que perdió la razón. Yo creo que fue más de gozo que de depresión. Tenía tanto para suponer que todo era tan malo como lo suponía. Tanta maldad le rodeaba y tanta le poseía. Sifilítico e incomprendido ¿Qué más podría querer un pesimista?

Mi vida hasta los 4 fue al principio inconsciente y al final inocente. Los mejores estados de la ingenuidad. La inconsciencia sólo percibe lo instintivo que paulatinamente va dando paso a lo afectivo. Pero la razón no atacaba, no importaba, no procesaba. La estética no era un concepto y los conceptos no existían. Mi vida hasta los 4 fue un mar de sensaciones desprovistas de razón y por lo tanto de maldad y si había maldad sencillamente no la comprendía, y no sabía para qué me servía.

Recuerdo el día que razoné por primera vez. Un razonamiento ligado a la maldad, a esa maldad que no distinguía de nada más, que hasta ese momento vivía en mí como el hambre. Sólo la sentía y ya. Ví cómo una mosca se fue enjaulando en la esquina que conformaban dos paredes. Allí empezó un vuelo errante hasta el extremo inferior en dónde había algo sucio, grisáceo, enmadejado. Metió sus patas a ese capullo como yo metía mis botas “Machita” al fango y ya no pudo salir. Movía frenética sus alas como para arrancarse las patas y no lo lograba. Entonces fue ahí cuando salió su majestad, la araña. Saltó como un relámpago sobre la mosca y la rodeó con las ocho patas. Como si fuese un disparo, la mosca no chistó más. Y poco a poco la fue envolviendo en más de esa cosa grisácea, sucia y enmadejada y la dejó ahí, colgada, como yo veía a los perniles de las reses en las carnicerías. Fue horriblemente fascinante. Sentí maldad pura en mi ser al estar disfrutando ese cuadro. Porque había percibido el sufrimiento inmenso de la mosca y la implacabilidad de la araña y sin embargo, iba a favor de la araña ¿por qué? No sé. En el fondo admiraba todo el cinismo con el que había montado esa emboscada para que la tonta cayera ahí.

No contento con este episodio casual, me fui a un ventanal, en donde yo veía que las moscas luchaban contra el vidrio transparente como si fuese un campo de fuerza infranqueable para sus escasos poderes. Allí eran fáciles de apresar. Luchando con el vidrio no veían mi mano que se acercaba para rodearlas como las ocho patas de la araña. Sólo que yo no las mataba. Las metía en la cueva que formaba mi mano cerrada con cuidado de no estriparlas. No siempre lo logré. Algunas escaparon y otras fueron apachurradas por mi torpeza. Las llevaba hasta donde la araña de la esquina y las arrojaba contra esa madeja grisácea y sucia de dónde no saldrían más. La araña brincaba sobre ellas y yo sentía cómo me picaba sus ocho ojos en señal de perversa gratitud y yo le devolvía con mi pulgar hacia arriba esa maldad compartida que me hacía sentir tan asquerosamente bien.

No percibía qué tan malo podría ser, sentía que algo perverso hacía ebullición en mí. Me quedó claro cuando mi tía le hizo seguimiento a una de mis excursiones de moscas y arañas y sobresaltada, con los ojos bien abiertos, la mano en la boca y con el giro de la cabeza de izquierda a derecha de desaprobación, le dijo a la empleada del servicio de la casa: “Este niño es un sádico”. Yo sabía que ser sádico no era bueno, porque fue lo mismo que le habían dicho a mi hermano de nueve años cuando lo vieron ahorcando al gato.

Quise sentirme mal. Pero no pude. Ya tenía un negocio del mal con la araña y no podía renunciar así no más. Empecé a tratar de entender por qué no me sentía desdichado por ser un sádico y creo que fue el primer ejercicio consciente de razonamiento que hice. La araña tiene hambre, tiene derecho a comer. Las moscas trasmiten enfermedades. Entonces, estaba salvando a la humanidad y alimentando a una araña que me estaba ayudando a salvar a la humanidad. Aprendí que hasta el sadismo puede ser altruismo, sin saber qué era el altruismo. Con argumentos tan simples uno podía pasar de ser un “sádico” sin sentimientos a ser un benefactor de la raza humana. Pero en el fondo, sentía un tufillo de maldad que no me disgustaba del todo.

4 años fueron suficientes para comprender cómo se justifica la maldad. A mis 36, tratando de no justificarla con argumentos tan simples, logré entender que la maldad se justifica con nobles razones. Por ejemplo, Alfonso Cano cree que es necesario matar, robar, secuestrar, extorsionar y atormentar para que el sistema sea más justo. Para derrotar a un régimen corrupto y despiadado con el pueblo. Y para derrotar a ese régimen podrido se justifica todo el mal que hacemos ¿Por qué? No importa. Lo importante es que el objetivo último es justo y bueno, así los procedimientos sean aún mucho más sádicos que echarle moscas a las arañas. Carlos Castaño pensaba que era necesario, justo y bueno matar a todos los que pensaran como Cano, a los que ayudaban a los que pensaban como Cano, a los que escuchaban a los que pensaban como Cano, a los que vivían en dónde Cano pensaba que debía vivir el pueblo. Matar era un medio para alcanzar un fin noble y bueno. Desterrar a los que pensaban que estaban obrando bien por otro bien justo, noble y bueno.

En el transcurso de la vida entendí que la maldad sólo necesita una justificación que parezca justa. Al final todos los procedimientos encuentran una razón de ser anclada en ese fin noble y bueno. Razonar es el proceso intelectivo de actuar mal y sentirse bien.

En la reflexión de mi sadismo con las moscas, mi pesimismo germinó, creció y me invadió. El pesimismo es mi convicción profunda de que siempre habrá personas que hagan daño, que se sienten justificadas por un fin noble, justo y bueno. Mi pesimismo está en la convicción profunda de que todos tenemos esa carta bajo la manga para justificar una mala acción y que siempre la sacamos en algún momento cuando no tenemos la vergüenza para aceptar que nos equivocamos, que erramos, que actuamos mal.

Mis primeros cuatro años estuvieron desprovistos de esa convicción. Estuvieron desprovistos de consciencia y de razón. Fui un ser indefenso que con un regazo caliente y una teta llena era feliz. Mi primer razonamiento justificó mi primera maldad. Y de ahí en adelante entendí, que como yo, sin importar la edad, encontraría formas de volverlo a hacer. Y todos y todas las demás también.

Sin embargo, la vida misma me rodeó de personas que no lucharon por objetivos nobles, justos y buenos. Simplemente actuaron con nobleza, justicia y bondad. Siete hermanos mayores, mis padres y mis amigos más cercanos. Nunca me hablaron de un mundo más justo. Simplemente actuaron respetando al otro. Nunca se pusieron un uniforme camuflado para decirme cuán opresor era el sistema. Simplemente pagaron lo justo a quién bien les sirvió, reclamaron en voz alta sus derechos e hicieron en silencio sus deberes.

Miraron con la misma fascinación que yo, cómo la araña atrapaba a la mosca. Pero no interfirieron nunca en ese curso natural. Las personas que me rodearon nunca diferenciaron el medio del fin. La bondad no era un objetivo lejano que se debería alcanzar por cualquier medio. La bondad era un acto. Y me enseñaron, sin decirlo, que los objetivos finales que justificaron todas las atrocidades no fueron más que paliativos a consciencias y razones enfermas por el poder. Ahí estuvieron en los periódicos el 11 de julio de 1974 Nixon, Pinochet y Alfonso López con sus objetivos de mierda y un séquito de lacayos avivándoles esos nobles objetivos mientras posaban sus pies en la cabeza de las víctimas.

La historia me ha llenado de pesimismo y el afecto lo ha contrariado. Llevo 32 años luchando en esa contradicción, amando a mi familia y a mis amigos y detestando a mi país ¿Y cómo conciliarlo si a mi país pertenece mi familia? No lo sé y no lo sabré. Pero cuando hoy, 36 años después de ese 11 de julio, que habrá un nuevo campeón del mundo que seguramente derrotará a la fabulosa Holanda con su talentoso Robben, que un nuevo delfín de la anquilosada política colombiana será Presidente por mis próximos 4 años, y que aunque ya no hay un nuevo Pinochet ni un nuevo Nixon, y que tenemos un Chávez más cerca y un Irak más lejos, pienso que siempre la maldad encontrará sabias justificaciones para llevar a la historia sobre ese riel de la ignominia. Pero a mí me cuesta mucho trabajo seguir justificando mi sadismo con las moscas con el entorno con el que me ha privilegiado la vida. Personas que han hecho de mi pesimismo una cuerda tensa a punto de romperse.

Sigo creyendo que seguirán existiendo megalómanos que arrastren sangre detrás de sus argumentos que los mantengan en el poder. Sigo creyendo que habrá idiotas que idolatren a los megalómanos. Sigo creyendo que los sistemas opresivos seguirán imponiéndose para justificar la reacción de esos que luchan por la justicia y en nombre de esa justicia seguirán matando, robando, secuestrando y extorsionando. Sigo creyendo que en nombre de dios los que están en la cúspide justificarán sus cruzadas redentoras para arrasar a los impíos. Sigo siendo un pesimista contrariado por el beso tierno de una madre entregada que lo único que me pide a cambio es que me de la bendición. Sigo siendo un pesimista contrariado por la paciencia de un padre que me cura las depresiones con libros. Sigo siendo un pesimista contrariado por el cariño de siete hermanos mayores que tienen 14 manos para apoyarme, alentarme y sostenerme. Sigo siendo un pesimista contrariado por los amigos entrañables que han crecido conmigo burlándose de mi pesimismo con un brindis, un chiste, una palabra de aliento, un mundo construído para compartir sus mundos conmigo.

Sigo siendo un pesimista contrariado por un hijo. Un hijo que no nació ni pesimista ni contrariado. Que trae su propia fecha y su propia historia. Que no le vio gracia a las moscas atrapadas por las arañas y que más bien prefirió sacarle acordes a la guitarra y ritmos a los tambores. Que dominó el balón con gracia. Que es un ser que actúa con nobleza, bondad y justicia.

Soy un pesimista contrariado por un afecto tan cercano, tan genuino, tan rebosante de bondad, de nobleza, de justicia.

A mis 36, después de vivir mis primeros cuatro entre la inconsciencia y la inocencia y el resto entre el pesimismo y la contrariedad, creo que soy un pesimista demalas.