La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 27 de septiembre de 2015

Soy pasado.




Los recuerdos de mi infancia no son consistentes. Son destellos de momentos muy precisos que recuerdo nítidos pero sin mucho contexto. Mi historia de niño siempre la recreo, la intuyo y la supongo, uniendo puntos imaginarios para darle algún sentido a mi pasado.

Recuerdo, por ejemplo, una vez que me descalabré. Me imagino de unos cinco años yéndome de bruces contra el piso del garaje de mi casa. Recuerdo perfectamente la baldosa ocre, pequeña e intrincada, acercándose a toda velocidad hacia mis ojos antes de ver un fogonazo inmenso en mi cabeza vacía de cerebro estrellado contra esa superficie dura. Después, recuerdo abrir los ojos y no sentir dolor ni sonidos ni olores ni nada. Recuerdo también sentir mi frente y mis cejas mojadas y una gota roja inundándome las pestañas. "La sangre es escandalosa" me había dicho muchas veces mi mamá cuando le contaba sobre los accidentes de mis amiguitos o cuando me raspaba las rodillas. Y ese día lo comprobé. Sentir la muerte es sentir la sangre, al menos para un niño. Sangre en el piso, sangre en mi cara, sangre en mis manos. Ríos de sangre.

Soy pasado. Solo pasado. Nada más. Como todo el mundo, como todas las personas. Aborrezco a los profetas de la felicidad futura. La única manera en la que recibiría libros de Coelho, Riso, Choprá u Osho, sería escritos en largas y no muy anchas tiras de papel toilette. Para los optimistas, el futuro lo es todo, y creer que va a ser maravilloso es su consigna. Soy alérgico a los pensamientos positivos, me enferman los discursos cargados de esperanza. Solo soy recuerdos deshilvanados y unos dedos escribiéndolos de vez en cuando.

El pasado se ve con desdeño y se considera un avance superarlo, sobre todo cuando ha sido triste, conflictivo, traumático, doloroso o cruel. "Pasado pisado" dicen los profetas de la felicidad futura. Pendejos. El pasado no se puede pisar porque es lo único que somos. El futuro no existe y el presente está condenado a ser pasado justo ahora. Ya fue. Por eso me declaro pasado. Soy pasado y amo serlo. Es lo único que me motiva. Seguir siendo pasado. Si quisiera ser futuro me sentaba acá indefinidamente a comerme los mocos mientras llega eso que nunca será. Porque el futuro nunca será hasta que sea pasado.

No tengo ningún pasado por superar, ningún trauma por curar y ningún recuerdo por olvidar. Porque soy pasado, traumas y recuerdos. Ellos me han hecho. Bien, regular o mal, son lo que soy. Me encanta recordar y fantasear con los recuerdos. Amo vivir en el reino del hubiera sido, como si hubiese hecho distinto algo que hice mal o algo que simplemente no hice. Entonces fantaseo con lo que hubiera sido de mi vida si hubiese tomado una decisión distinta. O me imagino muerto ya, por haber tomado una decisión distinta a la que tomé.

Solo creo en el destino cuando no quiero hacer nada por mi vida. Entonces me dejo llevar por la inercia de los segundos entre dormido y despierto, entre sentado, acostado, parado o caminando... como sea. Vivo y escribo estos disparates como dejando una señal del momento que viví, para imaginarme qué era ese pasado cuando la memoria me falla.

Soy pasado escribiendo o imaginando qué voy a escribir. Soy pasado metido entre letras, palabras, frases, párrafos e historias incompresibles. Soy pasado recordando una gota de sangre bajando por mi frente que yo vi como un río de terror frente a mis ojos. Soy pasado, un niño feliz pisándose los cordones de unas botas de caucho sin cordones. Soy pasado. Eso soy. Y no sé que seré. Porque ya fui.



miércoles, 23 de septiembre de 2015

LA PAZ, UNA CONSTRUCCIÓN CULTURAL.


La paz es una construcción cultural que tiene su pilar más sólido en la armonía y sosiego individual, cuando además, los atributos relacionados con la paz se asumen por la ciudadanía como una forma de vida. La paz, pues, no es la ausencia de conflicto, porque el conflicto es inherente a los humanos, como parte de la diversidad y de la pluralidad de pensamiento, de creencias, de opiniones, de hábitos y costumbres.

La paz, entonces, se da cuando finalmente la violencia se convierte al fin en un recurso excepcional en la resolución de los conflictos entre las personas y cuando existen mecanismos eficaces para resolverlos pacíficamente, de tal manera que las decisiones que se tomen con base en tales mecanismos sean respetadas por las partes involucradas en la disputa.

En este orden de ideas, las sociedades pacíficas se caracterizan por una alta capacidad de negociación de los asuntos cotidianos, en donde las personas están cooperando permanentemente en función de la armonía social con base en un alto grado de respeto, reconocimiento y tolerancia por la diferencia con el otro. Cuando las condiciones para favorecer dicha armonía son innegociables porque se transgreden principios o se atenta contra la libertad, integridad o vida de las personas, es allí cuando el Estado interviene con su poder coercitivo apelando a la Ley que establece formalmente esos principios básicos de convivencia. La Ley debe ser el resultado de una construcción común en donde se plasman los acuerdos entre los miembros de la sociedad para favorecer la paz, la armonía y la convivencia. Por eso autores como Hobbes o Weber otorgan al Estado el monopolio legítimo de la fuerza, entendiendo que éste es un mediador en las relaciones sociales para evitar que se imponga la ley del más fuerte, elemento fundamental para diferenciar el estado de naturaleza de la sociedad civil.

Por eso me resulta paradójico que se le atribuya una fuerza tan excepcional a los diálogos de La Habana entre el Gobierno y las FARC, como si este proceso fuera fundamental para la construcción de paz en Colombia. Si bien es claro que es necesario terminar con el conflicto armado en Colombia que lleva más de 60 años, que además es positivo que la guerrilla de las FARC deje las armas y que sus miembros se reincorporen a la vida civil, esto está lejos de configurarse como “la paz” del país, mientras la violencia siga tan arraigada en la cultura y mientras los conflictos cotidianos se resuelvan tan ligeramente con una puñalada o un balazo.

El análisis de la paz en Colombia debe ser más profundo y menos coyuntural. Reducir el tema de la paz a dos actores, que además no son representativos de la sociedad en su conjunto, teniendo en cuenta los bajos niveles de popularidad con los que cuentan las FARC por parte del pueblo que dicen defender y los altos niveles de abstención en las votaciones que eligen los gobiernos en nuestro país, simplifica demasiado un mal endémico que ataca a nuestra sociedad desde sus inicios republicanos. Considero que para hablar de paz, una paz real en Colombia, debemos concentrarnos más en esa violencia cotidiana que deja muertos y heridos por decenas todos los días, hogares destruidos y personas que se suicidan a granel como parte de la “solución” a sus problemas.

Y entonces, debemos verificar cómo se manifiestan en nuestra cultura aspectos como ciudadanía, convivencia, armonía, respeto, reconocimiento y solidaridad para encontrar la raíz de nuestro problema histórico y profundo de violencia, y a partir de allí empezar la reconstrucción del tejido social que nos permita vivir verdaderamente en paz, para no estar cambiando de actores de violencia cada 50 o 60 años como viene pasando hasta nuestros días. Porque debemos reconocer que en Colombia la violencia es como la energía: Ni se crea ni se destruye, solamente se transforma.

La forma más práctica y útil para construir este tejido social es desde el ámbito personal. La realidad en Colombia nos ha vuelto instintivos, de reacciones viscerales, de muy poca reflexión y nula autocrítica. Frente a la injusticia, que es la regla y no la excepción en nuestros días, gozamos celebrar el linchamiento de los landronzuelos cuando son capturados por las masas energúmenas que sienten que los golpes y vejaciones son lo que merecen estos sujetos desadaptados. Lo único que sugiere este cuadro dantesco es que es la sociedad entera la que está desadaptada, que no hay institucionalidad que haga respetar la autoridad del Estado y que un asesino se puede sentir justiciero porque le dio una lección a un malandro.

Abstenerse de reaccionar con violencia en un país en donde estamos acostumbrados a resolver los problemas así, no es fácil. Todo el tiempo estamos siendo tentados por el demonio del impulso violento, del insulto, de quién nos reta a pelear para demostrar que somos “machos” en una sociedad machista. Y entonces no acudimos a la autoridad porque partimos del supuesto de que la autoridad es corrupta, que la justicia no funciona, que las penas son laxas, que la justicia solo es para los de ruana. Así nos convertimos en justicieros todos los días, actuando peor que los victimarios y encontrando una excusa para cada acción.

Apelando a estos argumentos surgieron las guerrillas en los años 60´s, conformadas por personas que se sintieron desamparadas y atacadas por un Estado que ya estaba repartido entre los burgueses de los dos partidos tradicionales gracias a una paz mal hecha que se llamó “Frente Nacional”. Apelando también a estos argumentos surgieron a finales de los 80´s los grupos paramilitares que con el discurso de defenderse de la guerrilla incurrieron en toda clase de atropellos contra el pueblo inerme en zonas rurales de todo el país y contra todos los que pensaban que ese no era el camino correcto hacia la paz.

Por lo anterior, creo que los verdaderos gestores de paz no están en La Habana. Allí están negociantes de dos bandos logrando acuerdos para establecer nuevas formas de dominación en las que la guerrilla de las FARC tenga su pedazo del pastel de la burocracia estatal y los recursos públicos para poder mantener el statu quo de los últimos 200 años, que por supuesto, favorece al Gobierno y sus círculos políticos. El conflicto se desideologizó hace tiempo.

Los verdaderos gestores de paz están acá en Colombia, en las calles que se deben transitar todos los días atestadas de carros y de gente, en las servidumbres rurales sobre las cuales los vecinos se tienen que poner de acuerdo para su uso, en la negociación diaria entre las personas para resolver sus conflictos pacíficamente sin apelar a la violencia, en los funcionarios públicos que hacen bien su trabajo entendiendo la trascendencia de su labor para el bien común y no para su interés particular. Allí están los verdaderos gestores de paz. Héroes anónimos que prefieren morderse un labio antes que mandar un puñetazo así la situación lo amerite. Héroes que son víctimas que esperan pacientes la justicia así ésta nunca llegue y que luchan por ella con su protesta pacífica sin tomársela por mano propia, sin venganza.


El gestor de paz es usted cada vez que le quita gasolina a la violencia con su abnegada y valiente actitud de no actuar con violencia. Allí está la paz. En su ejemplo y en el legado que le deje a las futuras generaciones. En permitir que le sigan porque comprendieron que son más fuertes los argumentos que las balas para construir una sociedad en paz.