La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

sábado, 24 de octubre de 2009

El día que perdí la inocencia

Mi inocencia no se fue en un cuerpo libidinoso. En eso se me fue el pudor. Mi inocencia se fue en ríos de sangre que no quise y tuve que ver.

Ocho de octubre de 2003. Un despertar rutinario y camino al trabajo. Sintonicé noticias. “última hora, un carrobomba estalló en San Andresito. Hasta el momento se cuentan dos agentes de policía muertos y tres civiles. Esperen avances”. Revivieron esos momentos nefastos del narcoterrorismo de finales de los 80 y comienzos de los 90 que dejaban decenas de muertos en las calles de las ciudades. Yo trabajaba en la sección de información y análisis del CTI de la Fiscalía. Sabía que ese día iba a tener trabajo, pero no sabía cuál. Al llegar, el caos en la oficina y la gente enfundándose el uniforme. Sólo faltaba uno que estaba enfermo. El fotógrafo. La cámara esperaba encima de un escritorio para registrar imágenes que nadie con un poco de sensibilidad quisiera ver. Y no había quién la manejara. – Felipe, coja esa cámara y póngase el uniforme que va de fotógrafo para lo de San Andresito-. No era una opción, era una orden y no había más felipes… sólo yo. Me vestí con ese uniforme negro que transforma a los funcionarios del CTI de suaves ciudadanos a imponentes atarbanes del brazo coercitivo de la ley. Miraba la cámara como si fuese un ataúd en el que iba a meter los muertos de la bomba. Cogí la cámara. Sentí un alivio. Era digital y no la sabía manejar. – Jefe, no se manejar esta cosa, ponga a otro -. -Nada, aprende en el camino…- respondió. Subí a la camioneta que nos llevaría a la escena de la masacre y empecé a probar la cámara. Tomé tres fotos profundas de mi pupila y mi iris hasta que un compañero le dio la vuelta y empecé a ver el mundo más pequeño. Llegamos al lugar. Ya estaba esa cinta amarilla que separa las gracias de las desgracias. Sólo los desgraciados podríamos pasarla y otros ya yacían tras las cintas sin vida. Al borde de la cinta estaba una bota militar. Yo sabía que era de uno de los policías fallecidos. – Esmeralda, la explosión le arrancó la bota, mire eso – dije a una compañera del CTI -. No respondió, no dijo nada. Sólo dejó su mirada clavada en la bota y se tapó la boca con la mano como para no dejar escapar un grito. Repasé la bota que para mí sólo era una bota maltrecha. Pero no. Era más que una bota. De la unión de la suela y el cuero rota asomaban unos dedos chamuscados. El pie estaba dentro. – Felipe, las fotos, tome las fotos – dijo el jefe. Yo ya no quería tomar fotos y me quedé mirándolo a los ojos con cara de angustia a ver si se apiadaba de mí. – Rápido las fotos que el tiempo que pasa es la verdad que huye…- la verdad es que quien quería huir de ahí era yo.

Apreté la cámara con fuerza pensando que así iba a dejar de temblar. No fue así. Tomé la foto de la bota y seguí caminando con un temor inmenso porque esta sólo era la entrada. El plato fuerte vendría más adelante. Mis botas rechinaban contra los vidrios rotos esparcidos por el suelo. Aún se oían llantos, sollozos y gritos. Alguna gente ensangrentada se sentaba al lado de sus mercancías porque preferían que se les fuera la sangre que el esfuerzo de muchos años en la mano de los saqueadores. Carros abollados, puertas en el piso, humo de incendios sofocados, gente desorientada, ruidos de sirena y en la mitad de todo eso yo, tomando fotos, observando con detalle. Se quedaban las imágenes más grabadas en mi memoria que en la de la cámara. Esmeralda señaló al techo de un edificio con la mano otra vez en la boca frustrando otro grito. En un quinto piso estaba el capó del carrobomba que estalló. Nos acercábamos al epicentro de la explosión. Todo estaba esparcido. Nada estaba en su lugar. La onda explosiva desplazó todo el material que no estaba amarrado al piso. Un carrito de jugos de naranja había volado cien metros del lugar. La vendedora alcanzó a soportar unos minutos antes de desfallecer en los brazos de su hijo que estaba justo en donde fue a parar el carrito. Él quiso llevarla de todas maneras al hospital y su cuerpo, el de ella, ya no estaba en la macabra escena. La moto de policía estaba destrozada contra el andén en donde habían parqueado los agentes antes de inspeccionar el vehículo que les estalló en las manos. Al lado de la moto el cuerpo de un uniformado negro y robusto. Sin una bota. Sin un pie. Yo seguía tomando cada foto. No miraba si estaba bien enfocada, bien encuadrada, si la distancia era la adecuada. Sólo quería retirar la mirada rápido porque me podía más la impresión que el morbo. A 200 metros, en sentido contrario del carrito de jugos, el motor del carrobomba. Un bloque negro de hierros fundidos. Contra un edificio, en el piso, el tronco y la cabeza del otro agente. Las piernas habían quedado trepadas en el segundo piso de un local comercial y los brazos no los pude encontrar. Tampoco los busqué. Aunque era “importante” para la investigación porque fue por abrir la puerta del carro con esos brazos que el impacto arrancó, que se activó el detonador. Ya llegaría un fotógrafo de verdad con experiencia en estas cosas que habría de buscar los benditos brazos. Para terminar el macabro cuadro, un indigente que pasaba por allí recibió la onda por su boca y salió por su estómago. Las vísceras estaban expuestas mientras su cara dejaba perpetuado un rictus de incredulidad, como el gato que después de siete vidas ve que se le va la última. Los reporteros gráficos tomaban fotos con una pasión aterradora. El del diario El Espacio se regocijaba y daba brincos. Sólo le faltaba dar gritos de júbilo. La Policía trataba de no dejar contaminar la evidencia. Y yo seguía tomando fotos. Tres murieron allí mismo, los dos policías y el indigente. Los otros tres en la ambulancia o en el hospital.

Pasó una hora y media, desde las 7:30 hasta las 9:00 de la mañana en la que parpadeé mucho menos de lo que solía hacerlo. Varias veces mis ojos quisieron abandonar las órbitas y varias veces mi desayuno quiso abandonar el estómago. Me senté en un andén para tomar una bocanada de aliento. La cámara estaba en mi mano pero no quise repasar ninguna de las fotografías. No volvería a ver esas imágenes ni guardadas en un aparato. Respiré profundo y traté de no pensar en nada. Pero Esmeralda se quedó mirándome fijo y dejó caer un par de lágrimas que se fueron convirtiendo en un llanto profuso. Yo traté de consolarla pero también lloré y no pude contener mis propios espasmos. - Vengan acá, no hemos terminado – gritó de nuevo el jefe que escondía su propio estupor en gritos y órdenes. – Tienen que ir a tomar fotos de todas las personas que se acerquen, háganlo con disimulo, casi siempre los criminales vienen a la escena del crimen para verificar que se logró el objetivo. Fotos para todo el mundo – dijo.

Me fui con la cámara y le dije a Esmeralda que se fuera a entrevistar testigos. Cogí esa cámara como si fuese una pistola y empecé a disparar contra todos. Cada rostro era un sospechoso en potencia. Los odié a todos. Todos eran unos miserables asesinos sin sentimientos y yo llevaría su rostro a un archivo con el deseo de llevar su cuerpo a una cárcel y por qué no, a un patíbulo. Odié, odié todo. Odié haber nacido en un país de criminales asquerosos. Odié a los paramilitares y a los guerrilleros y a quien quiera que hubiera puesto esa bomba. Duré hasta las once de la mañana disparando esa cámara que ya era una prolongación de mis manos. Algunos con disimulo, a otros de frente como desafiándolos a que me dijeran algo para escupirles el odio que llevaba dentro.

Regresé a almorzar a la cafetería del búnker, como llaman la sede central de la Fiscalía General. Las papas eran sesos, la remolacha y el arroz eran vísceras, el jugo era sangre y todo me bajaba rasgando las paredes del esófago. Sólo pude pasar dos cucharadas y fui a vomitar. Por fin vomité. Pero no pude vomitar la sensación de que vivía en un país de hampones.

Antes veía en cada rostro una luz de esperanza de un colombiano berraco. Después de ese día, cada rostro se convirtió en un potencial criminal que en cualquier momento mandaría al otro mundo a policías y ladrones, a ricos y pobres, a hombres, mujeres y homosexuales, a niños y ancianos… a mi hijo o al tuyo. Ese día perdí la inocencia mientras seis más perdieron la vida.