La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

domingo, 18 de marzo de 2012

YO ME LLAMO : JESSY QUINTERO




“Mucho gusto, Jessy Quintero”, me dijo con un fuerte apretón de mano. Por alguna coincidencia de esas que hace que se mezclen la inmensidad del cosmos con la insignificancia de la vida, que es lo mismo que la insignificancia del cosmos mezclada con la inmensidad de la vida, Jessy y yo nos encontramos en el mismo lugar en la mañana del sábado 17 de marzo de 2012. El lugar, no podría ser distinto que su casa, que ahora es su cárcel. Desde el 6 de octubre de 2011, su mundo conocido cambió puentes por escaleras, avenidas por pasillos y centros comerciales por habitaciones.

Ahora es famosa. Su nombre aparece en los diarios y en los noticieros casi todos los días. No es una diva, tampoco es política y ni siquiera parece feminista. Es una mujer de 20 años con una cara de niña que hace suponer que Disney Channel aún es su canal favorito. Su fama no viene de un éxito farandulero. No descubrió un elemento químico extraño o una nueva vacuna. Tampoco se puso mal un tapabocas frente a una cámara del noticiero de la mañana. Su fama viene de un dolor enquistado en el alma. Uno de sus buenos amigos murió en extrañas circunstancias. Era joven, igual que ella, lleno de sueños, anhelos e ilusiones. Él se llamaba Luis Andrés Colmenares y comparte tristemente la fama de Jessy pero desde el más allá. A Jessy se le acusa de encubrimiento y falso testimonio en el proceso que se adelanta por el presunto homicidio de Luis Andrés. El caso es ampliamente conocido porque ha sido comidilla cotidiana de los medios de comunicación colombianos. Junto con Jessy, Laura Moreno, otra joven envuelta en esta macabra novela del siglo XXI criollo, afronta los mismos cargos además de su presunta participación en los hechos -de acuerdo con una definición jurídica exótica que sólo entienden los abogados-, que apagaron la luz de la vida de Colmenares una fatídica madrugada del 31 de octubre de 2010. Sobre este hecho ya hay suficiente prensa, conjeturas, especulaciones, misterios e hipótesis personales y colectivas cargadas de una imaginación absurda como para escribir un libro de Agatha Christie, Edgar Allan Poe y Alfred Hitchcock juntos.

Por eso no hablé con Jessy de ese hecho luctuoso en concreto, que ya me lo sé de memoria porque todos los días me lo encuentro en un medio distinto con una versión distinta. Llegué a la puerta de su casa en compañía de uno de sus ángeles de la guarda. La casa no tenía ninguna señal particular. Una casa cómoda sin ser lujosa, incrustada entre otras dos casas de un conjunto residencial de clase media en la Capital de la República. Su mamá abrió la puerta y me miró con una sonrisa agradable que contrastaba con una profunda tristeza que emanaba de sus ojos. Los saludos de rigor, en medio de un ambiente melancólico pero no lúgubre. La virgen de “la milagrosa” con un rosario en la mano, acompañaba la escena, muda, en un lugar privilegiado de la sala. La tristeza que se respira allí contrasta con un optimismo moderado y una absoluta esperanza en que todo saldrá bien.

Escaleras arriba, en un pequeño estudio, nos acomodamos para conversar solos Jessy y yo. Ella se sentó en una silla giratoria. Yo en un confortable sofá. Ella quedó sentada erguida, alta, imponente. Yo quedé desparramado, enano, hundido, sumergido entre cojines. Entre los dos, a un costado, otra virgencita de alguna cosa que no sé, trabajando juiciosamente en coordinación con “la milagrosa” que estaba en la sala. Lado a lado cada cual buscó su mejor posición para podernos ver frente a frente. Yo traté de explicarle por qué estaba allí con ella y por qué a última hora, en un impulso de sensatez, me quité la impostura de periodista para ser lo que realmente soy. Un curioso. Pero un curioso simpático. Yo, por ejemplo, soy de los curiosos que en el accidente no busca al muerto atrapado entre los hierros. A mi me encanta analizar la actitud de los policías. En fin, decidí hacerle caso a mi hermano mayor que me recomendó no ser tan “pantallero” en mis escritos.

Jessy tiene unos ojos negros gigantes que miran a los ojos de uno cuando habla. El negro de sus ojos es brillante y por ese brillo se alcanza a asomar su alma. Yo quedé embrujado. Su alma me resultó exótica, como un paisaje de serranía. Además, armoniza su mirada vivaz con una sonrisa sutil que le permite mantener elevadas las comisuras de los labios para dejar entrever una dentadura preciosa. Su cabello negro azabache liso y bien peinado, cierra un cuadro renacentista. Pensarán que me enamoré de Jessy. No. Yo ya estoy profundamente enamorado de mi esposa y no sólo estoy enamorado de ella. La amo, que es mucho más. Pero como un aficionado en una galería de arte, puedo decir con toda convicción que Jessy es hermosa. Y no sólo porque su imagen resulte atractiva, sino porque su ángel interno le da vuelo a su carisma.

Empezamos a hablar y le advertí de entrada que mi diálogo no iba a girar en torno al caso Colmenares. Yo, atendiendo la solicitud de quién me llevó hasta su lado, sólo quería conocerla, hacerme una imagen de ella, charlar de todo un poco sólo para saber si esa persona era la misma que veía asediada por la prensa en los estrados judiciales al lado de otra niña, igual pero diferente, entre una nube de cámaras, curiosos y abogados.

Le pregunté que en dónde había nacido. Me respondió rápido y sin pensar mucho: “en Bogotá”. Elucubró como un minuto contándome que la familia de la mamá era de Medellín y que a raíz de lo que le estaba pasando toda la familia se unió mucho, incluyendo a su media hermana, hija de su padre, con la que antes tenía una relación cordial pero distante. Bastó un minuto y medio para que sus 20 años de vida se convirtieran otra vez en una tragedia encerrada en esa casa, atenuada por la unión de su familia cercana y extensa. Le pregunté que cuál era su color favorito. Otra vez rápido, en su estilo ágil y locuaz, me dijo que el morado. No me dio ninguna razón en particular, sólo que le gustaba porque se le veía bien en la ropa. Le pregunté si usaba ese color ahora en su encierro. Me dijo que no, porque sólo la ropa abrigada que tenía era morada y que en el calor de su casa sencillamente no la necesitaba. Sin embargo, con un dejo de nostalgia, reconoció que le gustaría vestirse de ese color de nuevo, así fuera para verse con una blusa morada en el espejo. Sería una forma de sentirse libre otra vez.

Me contó que estaba estudiando ingeniería mecánica y que ya iba por su octavo semestre. Se había graduado a los 16 años de un colegio de monjitas y de inmediato inició su carrera profesional. En realidad quería ser diseñadora de modas, pero no encontraba ninguna institución en Colombia que le diera la talla a su ambición profesional. Por eso eligió ser Ingeniera de una de las mejores universidades del país y sin duda, la más cara. De esta manera, inició su carrera en la Universidad de Los Andes hace más de cuatro años. Era una estudiante del lote. No era la mejor pero tampoco la peor. En los primeros semestres armó un grupo de amigos de todas las ingenierías que ven un ciclo básico común. Se integró especialmente con los de Industrial, la carrera que estudiaba Luis Andrés. Con ellos se metió cándidamente en la burbujita que Los Andes nos tiene reservada a los uniandinos para que pasemos por la vida trepados en las mieles de la competencia y el éxito. Y lo digo porque yo soy graduado de la misma Universidad, en mi pregrado de Ciencia Política y mi especialización en Periodismo.

Siempre he dicho que a Los Andes sólo le debo mis cartones, que tampoco me salieron baratos. Y no porque odie a mi Alma Máter, pero como en esos romances malos, uno sólo espera que a la ex le vaya bien en la vida. Y bastante bien si le ha ido. El día anterior a mi entrevista con Jessy, tuve que asistir a una Asamblea de Ciencia Política en esa Universidad y quedé abrumado por la cantidad de construcciones imponentes y modernas que ahora la invaden. Hace más de siete años que no pasaba por allí. Mi amor por Los Andes se extinguió del todo cuando quise hacer mi Maestría en Psicología Social allá y ante mi solicitud sólo respondieron escuetamente, que mi promedio no cumplía “con los requisitos mínimos” para hacer siquiera la inscripción. Mi promedio de pregrado fue muy mediocre por dos razones: Una, la nota siempre me importó poco y dos, tenía que priorizar el hecho de ser padre a los 21 años que estudiar para los parciales. En esa Maestría nunca lo supieron y nunca me lo preguntaron. Para ellos, un número era suficiente indicativo para reflejar mi potencial académico y de entrada me hacía indigno de ser Magíster de allá. Sentí que tanto del pregrado como de la especialización me habían graduado por pesar. Sentí que se habían deshecho decorosamente de mí al darme unos cartones sin perjudicarme dentro de su cobertura de trabajo social y comunitario. Me sentí en cierta forma humillado, al ser rechazado de esa manera y por esa razón para hacer la Maestría que quería hacer, porque era la única de su clase en Colombia. Pero aún más indignación sentí cuando me escribieron para decirme que “no habían completado el cupo mínimo para iniciar el semestre” y que entonces iban a hacer una “excepción” conmigo, para admitirme en su dichosa Maestría. Sentí que su bondad infinita volvía a mí en un acto de misericordia de la Maestría en Psicología Social. Para ese momento, ya había sido admitido en la Maestría de Política Social de la Universidad Javeriana, en donde sí se tomaron el tiempo de preguntarme en una entrevista cuáles habían sido las circunstancias que habían rodeado ese número precario de mi promedio de pregrado. Lo comprendieron y me aceptaron sin mucho trámite. Comprendí tristemente y sin ánimo de generalizar, porque no será así en toda la Universidad de Los Andes ni en todos sus programas, que allí se es, por un momento, sólo un número que define qué tan bueno o qué tan malo es uno para el resto de la vida. Y que si eso no es suficiente, uno pasa a ser un número aún más atractivo, antecedido del símbolo “$”. Hasta allí duró mi ya débil romance con la Universidad de Los Andes. Es decir, para los que crean que mi sesgo en este escrito va por el lado de “la solidaridad uniandina”, sólo les digo que no se engañen. Yo fui un infiltrado en Los Andes que entró allí más por pragmatismo vital que por voluntad propia. Muchas veces me hizo sentir “mínimo” y pocas veces (nunca salvo los grados), me reconocieron algún logro. Ni siquiera cuando me gané una Mención Especial en un premio nacional de periodismo aparecieron para felicitarme. Entonces, por ahí no va la cosa, desde el punto de vista personal. Desde el punto de vista social tampoco, pero a eso me referiré más adelante.

Creo que nunca les he hecho caso a mis hermanos mayores. En fin, volviendo a Jessy que es la protagonista (yo sólo soy el “pantallero”), ella integró un grupo de amigos unido y fuerte de más o menos 15 niños y niñas que recorrían la pradera de la vida entre parciales, rumba y trivialidades. En un episodio de esa vida que parece tan plácida y sencilla, Jessy encontró la desgracia, Laura la tragedia y Luis Andrés la muerte. Y desde entonces, desgracia, tragedia y muerte andan de la mano. Lo que parecía una pradera plácida y sencilla, se convirtió en un abismo crudo y cruel. El piso no aparece y en esta caída libre, al menos uno de ellos, ya no volverá a este mundo.

Entonces, para Jessy, el dolor no se quedó en el caño del Virrey con el cuerpo inerte de Luis Andrés, uno de sus buenos amigos. Allí sólo empezó una cadena de dolores que no termina y que no va a terminar pronto. Ella ahora es una presunta delincuente que lucha por demostrar su inocencia. Que lucha intensamente y todos los días de sol a sol para demostrar que lo obvio es obvio y que lo absurdo es absurdo. Esas son las luchas que hay que dar en mi Patria. Desde el punto de vista jurídico es inocente porque aún no se ha demostrado que es culpable. Eso lo sabe. Pero desde el punto de vista de la opinión pública, esa ficción inventada para endilgar las responsabilidades de nuestro pobre criterio, sobre la imagen que proyectan las demás personas, expuestas ante la sociedad, para bien o para mal, Jessy no sólo es culpable para una gran mayoría, sino que además es una “arpía”, “vividora”, “inmoral”, “perra” (muchas veces perra con todas sus variables y sinónimos) y por consenso “asesina” de acuerdo con muchos de los comentarios que “la gente” (esa masa de frustrados anónimos que liberan su odio en los medios), hace en internet sobre las noticias de prensa relacionadas con el caso Colmenares.

Jessy ha dado muchas veces su versión y pocos le creen. Desde que supe que iba a tener este encuentro con Jessy empecé a hacer un sondeo espontáneo y discreto sobre el caso. La conclusión mayoritaria es simple: Jessy es culpable. La razón, fuera de fábulas increíbles, no es clara. Pero es culpable, de eso no hay duda. Es normal que “la gente” piense que Jessy es Laura o que Laura es Jessy. Para la mayoría son la misma cosa. Las dos hicieron lo mismo, aunque no sepan qué fue lo que hicieron y mucho menos, lo que hizo cada una. El argumento, simple: Ayudaron a matar a un muchacho. No se sabe por qué. Lo cierto es que el muchacho está muerto y ellas están vivas. Su gran delito es estar vivas. Parece que sólo la muerte de ellas demostraría su inocencia. Y la sociedad las quiere linchar en un típico gesto inquisidor. Durante la Santa Inquisición de la Iglesia Católica, a los herejes se les torturaba y se les mataba por dos razones: Para castigarlos o para salvarlos. Parece que con Jessy y con Laura pasa lo mismo. Se les tortura y se les masacra socialmente para castigarlas y para salvarlas.

Luis Andrés está muerto. Es lo único cierto. El resto son especulaciones. La verdad no se sabe. Y alguien cree que Jessy y Laura la saben. Ellas dicen que no saben. El fiscal asegura que sí. Los padres de Luis Andrés también lo aseveran. Y la verdad es que sólo ellas saben si lo saben y aunque dicen que no lo saben a ellas no les creen.

Yo hablé con Jessy. Me senté en un sofá sumergido entre cojines para que me contara un poquito sobre ella. Hablamos casi tres horas. Pregunté de todo, me respondió de todo. Supe, por ejemplo, que nunca ha salido de Colombia. Conoce lo que conoce de su tierra un colombiano promedio. La costa, el llano, el eje cafetero, Medellín... conoce sólo su país, ese que ahora la condena sin piedad. Debo reconocer que antes de conocerla personalmente, yo me imaginaba a Jessy escalando las laderas del Himalaya o bronceándose en las playas de Mónaco. Yo compré esa idea porque pensé que Laura y Jessy eran la misma cosa también. Y con eso no quiero condenar a Laura por ser rica. Pero sí quiero dejar claro que Laura es Laura y que Jessy es Jessy. Aunque a Laura no la conozco y no creo que la vaya a conocer, sé que la maldad que le han inventado no pasa por los recursos económicos de su padre o sus posibles influencias, sino por la envidia tan profunda que existe en Colombia contra los ricos, sean honrados o no. Más envidia aún producen los ricos honrados, porque potencian aún mucho más la frustración de quienes no tienen nada, porque nunca han luchado por nada.

A Jessy y a Laura se les investiga judicialmente por un crimen: El homicidio de Luis Andrés Colmenares. Y se les condena por un crimen social: Ser ricas, ser de la universidad más cara del país y ser “niñas bien” que usan su poder para verse bonitas y torcer la justicia a su favor. El papá de Jessy no es un tipo rico. Es un tipo normal que trabaja todos los días en una fábrica modesta que ha construido poco a poco con mucho esfuerzo y trabajo. La mamá de Jessy me contó los matones que tenían que saltar para pagar el semestre de Jessy en Los Andes. Y ni hablar de los gastos que tiene que asumir ahora derivados de este episodio tan sórdido. Si a Jessy se le acusa de ser rica, es claro que esa acusación, que no tiene fundamento alguno en general, en particular para Jessy, resulta mentirosa.

Jessy ha tomado con naturalidad el escarnio público y la mofa que inspira en todas partes. Al principio de todo esto, me confiesa, le provocaba gritar y llorar de la rabia y el dolor por la injusticia que le estaba pasando. Ahora, me dice, lo ha aprendido a tomar con calma. Tiene apoyo psicológico porque la situación excede con creces lo que su espíritu podría soportar. Sin esto, dice, ya estaría al borde de enloquecerse. Ahora hasta se ríe con los chistes que ve de ella y de Laura en las redes sociales a las que entra por cuentas prestadas. Cerró todas sus cuentas. Era tanto el odio que quedaba registrado en ellas que prefirió cancelar todo lo que la unía a la sociedad ciberespacial.

Jessy pasa sus días encerrada, cumpliendo cabalmente la medida de aseguramiento que le dictó la fiscalía y que avaló un juez de garantías. No pone un pie fuera de casa porque aunque los del Inpec le dijeron que podía moverse por el conjunto que es cerrado, los abogados de su defensa le recomendaron que no lo hiciera. Ella obedece. Me contó que se acuesta tarde y se levanta tarde. Dormir es lo más cercano que tiene a la libertad. Los sueños no conocen muros eternos. Ha aprendido a leer. No porque antes no lo supiera. Sino porque ahora es uno de sus hábitos. Sólo se aprende a leer realmente cuando la lectura es un hábito. Estudia francés para no perder el tiempo. Pero la mayoría del tiempo transcurre pensando y pensando en qué irá a terminar todo esto. Ella no considera nunca, ni por equivocación, el peor escenario, que es terminar condenada en una cárcel. Sólo piensa en demostrar su inocencia y así, lograr su libertad. En eso se le pasan las horas. Llora mucho, se deprime al menos una vez al día, pero en general mantiene el ánimo arriba lo que se refleja en el garbo que muestra en cada movimiento.

Sus padres han sido su mayor apoyo en todo sentido. El último aporte material en su vida, fue comprarle una ciclorruta que empieza en su habitación y termina en su habitación. Es un aparato para que haga ejercicio en el único espacio en donde se puede mover: Su casa. El soporte moral es invaluable. A pesar de la dura situación, su papá saca fuerzas de donde no tiene para seguir dándole a Jessy un futuro que para ella resulta incierto. Le pregunté cómo se veía en cinco años. Su respuesta fue contundente: No sé.

Me dice que las audiencias son terribles. La exposición que sufre junto con Laura ante los medios es descarnada. Ahora se cuida de sonreír en las audiencias porque ya fue primera plana de varios periódicos que captaron con su lente el instante en que ella le respondía a la distancia a su mamá con una sonrisa sus palabras de aliento. Este gesto fue interpretado como el más vil descaro y cinismo frente al dolor de unos padres afligidos por la pérdida de un hijo en la flor de su vida. Ella, me dice, sólo estaba correspondiendo a las palabras de su madre para darle calma, esa que ya perdieron del todo desde el 6 de octubre de 2011. Los alegatos son terribles. Por lo que me cuenta, deduzco que el fiscal es implacable, cumple a cabalidad su papel acusador y las pinta como unas criminales solapadas, maquiavélicas y soterradas. El abogado que representa a los padres de Luis Andrés resulta histriónico en las audiencias. Repite una y otra vez la escena en la que presuntamente fue asesinado el joven. Parece como si en realidad él hubiese estado allí. Él, el abogado, ya tiene la verdad revelada. Sólo quiere que se haga justicia. Es seguro que no tiene ningún otro interés. Él ha demostrado durante la última década que todas sus actuaciones son desinteresadas, altruistas, sin ánimo alguno de protagonismo. Él sólo es una herramienta de dios en la tierra para administrar justicia desde el lado de los oprimidos. Gracias a dios y a su justicia divina existen abogados pulcros y marcadamente filantrópicos como él. Lástima que aún existen personas que dudan sobre su verdad revelada y ello hace que se extienda inútilmente en el tiempo, un fallo condenatorio que ahorraría esfuerzos y recursos innecesarios al Estado. Este Estado colombiano que es sin duda un ejemplo de la perfección de la democracia y la justicia en el mundo. Y para completar y como si fuera poco, al lado de Laura Moreno, otro adalid de la Justicia. Menos histriónico, más paquidérmico, pero igualmente altruista.

En ese circo de medios y héroes, de justicieros y hampones, Jessy y Laura son las cristianas que se les echan a los leones. Herejes y cristianas al mismo tiempo, qué paradoja. Si lo merecen o no, no importa. Para mí es claro que no, pero la parafernalia que circunda el espectáculo es patética. Una vez más la sociedad colombiana se regocija con una desgracia ajena. Hasta hace muy poco, Ingrid Betancur pasó por el cadalso para que se ensañaran contra ella ¿Cuál fue su crimen? Buena pregunta, que más de uno me responderá con una grosería o un insulto. Pero seguro, muy pocos con un argumento sostenible. Ahora son Jessy y Laura las ganadoras de este baloto absurdo del odio colombiano. Se las devoran de a pedacitos por todos lados. Los abogados del caso, hacen un nuevo Frente Nacional jurídico para fajarse a muerte en público, mientras coctelean en privado. El fiscal, se preocupa más porque su nombre aparezca impecable en el proceso, mientras redacta el nombre de Jessy de más de cinco maneras distintas, llamándola incluso “Jessica”, creyendo que Jessy no es más que un apocope. Yo tampoco sé con certeza si su nombre termina en "y" o en "i", pero de mí no depende su libertad. Los medios de comunicación se ensañan, conjeturan, especulan y destrozan la vida de dos niñas que para el fiscal ya son unas mujeres delincuentes, mientras que argumenta con el ojo aguado que Luis Andrés sí era un niño. Cada uno lleva su verdad como un botín de guerra que sólo les favorece a ellos. Y la Verdad verdadera, está cada vez más lejana, junto con la Justicia justa.

La muerte de Luis Andrés Colmenares es un hecho más que triste por donde se le mire. Así, sólo porque murió, más allá de las circunstancias que hayan alrededor de su dolorosa muerte. Pero el espectáculo que ha rodeado su muerte es vergonzoso. Parece como si a Luis Andrés lo fuese a revivir el show que se ha montado alrededor de su supuesto crimen. Parece que, como siempre en Colombia, Justicia se equipara a venganza disfrazada de verdad. El dolor nubla la perspectiva. Si mi hijo muriera en esas circunstancias, buscaría culpables hasta debajo de las piedras, así fueran las piedras de la casa de Sor Teresa de Calcuta. Porque perder a un hijo debe ser lo peor que le puede pasar a cualquier ser humano. Pero yo me pregunto, ¿Dos niñas en la cárcel serán la paz que el alma está buscando? ¿Esa es per se la Justicia que se está exigiendo? Hay algo claro. A Jessy y a Laura no se les acusa de ser las responsables directas del crimen. Es decir, está claro que ellas no lo mataron directamente. Se les acusa de haber montado todo un escenario para que Luis Andrés muriera violentamente. Al menos Jessy no tenía ningún interés en que eso sucediera. No hay ningún elemento en la investigación, conocida a través de los medios, que sugiera que a ella le convenía Luis Andrés muerto. Ninguno. Su crimen fue hablar con Laura Moreno desde su teléfono celular al de Luis Andrés que tenía Laura.

Yo hablé con Jessy Quintero. Yo vi en el brillo de sus ojos, por el que se asomó su alma pidiendo a gritos libertad, que es inocente. Y yo le creí. Y le creí porque vi su inocencia en el desconcierto de su mamá, la confusión de su abuela, la solidaridad de sus amigas y la convicción de su ángel de la guarda que me llevó a hablar con ella.

A Jessy Quintero se le acusa socialmente de ser rica, de ser de Los Andes, de ser una “niña bien” que ayudó a matar a un “niño bien”. Y esa acusación se ha vuelto judicial porque ha caído en las manos equivocadas. Porque no cayó en las manos de la Verdad y la Justicia, sino en las manos del protagonismo y la sed de venganza. Y el juicio se ha vuelto social y no jurídico… y poco a poco se va volviendo político, la máxima degradación del quehacer humano contemporáneo.

Pero Jessy no es del todo inocente. Jessy es culpable de ser inocente. Es inocente porque no dimensionó el estigma que lleva la universidad en donde estudia. Porque no hizo caso al semáforo de advertencia que pasaba de verde a amarillo en enero de 2011, cuando asesinaron a dos estudiantes de esa misma universidad en Córdoba y fue todo un escándalo sólo porque eran de esa universidad. No atendió la señal de "pare", cuando ya se cocinaba a fuego lento su captura y la de Laura. Siguió… siguió andando por su pradera limpia, bonita y ordenada de parciales y rumbas y se consideró intocable, porque de alguna manera esa universidad le enseña a uno a sentirse intocable. Recuerdo mucho a un profesor que nos decía que nosotros sólo conocíamos de Bogotá lo que se veía desde la Circunvalar y desde los aviones despegando. Obviamente a ese profesor lo echaron cualquier día como un perro. Desde que a él lo echaron supe que sólo me podría graduar de allí calladito. Y lo logré. Ahora que lo logré, hablo, así no tenga más diplomas de allá nunca. Igual, no los iba ni los voy a buscar, por lo que ya conté. Quizás las consecuencias sean nefastas ahora para mí. De eso estoy casi seguro. Pero no importa. En cualquier caso, difícilmente por esto estaré peor que Jessy. Entonces tomo el riesgo por ella y por su verdad, que yo creo. Porque ella ya no tiene quien muestre sus banderas moradas de inocencia en la calle. Porque ella está encerrada en su casa esperando a que le abran las puertas de la libertad o las del Buen Pastor. Porque siento que es justo que yo alce mi voz anónima por su inocencia impopular. Tomo el riesgo y asumo las consecuencias.

Jessy me dio una lección de vida que paga con creces esta nota. Y vale la pena aclarar que para esta nota no me dio un sólo peso que yo no pedí y que ella no ofreció. Yo sólo le pedí una historia y le ofrecí un oído. Ella me pidió un instante de mi vida y me ofreció su historia. La lección de vida que me dio Jessy es que a pesar de todo, ella sigue siendo ella y nada más. La misma que era antes de este episodio, sólo que más fuerte y más madura. La han endurecido las críticas, burlas y señalamientos que con saña se le hacen con o sin fundamento. La ha madurado el encierro, la introspección y el amor de sus padres. Jessy sigue siendo la misma en un país en el que hay que llamarse distinto para ser alguien. En el que todas las noches alguien se esfuerza en horario triple A de la televisión nacional, en uno de los canales de mayor audiencia, por parecerse a otro que sí “vale la pena”. Y en el que los más exitosos no se les conoce por sus nombres reales sino que ahora les dicen “Rafael Orozco” o “Nino Bravo”.

Jessy sigue siendo ella en un país de imitadores, farsantes y “pantalleros”. Jessy evita ver la televisión nacional porque nada de ésta le llama la atención. Sigue siendo ella, a pesar de que es tan difícil y doloroso ser ella, sigue siendo ella porque se siente orgullosa de lo que es, de lo que la rodea, de lo que le da identidad. Sigue amando a su país Colombia, que la ha puesto en la palestra para burlarse de su desgracia. Sigue conservando la nobleza de los buenos amigos, que no importan cuántas cagadas nos hagan, siempre están ahí “pa´las que sea”.

Jessy Quintero me demostró su inocencia durante tres horas de charla sin mostrarme una sola prueba. Sin acudir a su abogado defensor o un testimonio elaborado. Jessy Quintero me demostró su inocencia cuando ante un mal chascarrillo mío, al final de la entrevista, en el que le pregunté estúpidamente “¿Cómo es tu nombre?”, ella me respondió sin una mueca, con firmeza y convicción profunda de lo que es y lo que tiene: “Yo me llamo: Jessy Quintero”.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Promesas, promesas...


Las promesas no son más que paliativos para la conciencia. Casi nunca vienen de la espontaneidad de un impulso de bondad sino motivadas por dos factores, principalmente: Un interés soterrado, como las promesas de los políticos o la reivindicación de una cagada, como las mías.

Siempre que cometo una embarrada, hago una promesa. Que me dura hasta que cometo el mismo error un tiempo (no mucho) después. Ese día hago una nueva promesa, con mayor ahínco, con mayor arrepentimiento, con mayor compromiso. Las promesas son como curitas que se van cayendo poco a poco mientras sana una herida infectada.

He prometido por ejemplo, no volver a jugar en un casino. Siempre hice esa promesa después de perder, nunca, después de ganar. Cuando entregaba el dinero en la mesa de Black Jack, la contrición acompañaba mis pasos, muchos pasos, del casino a mi casa, porque perdía hasta lo del bus. Prometí por ejemplo, no dejar todo para última hora. Siempre hice la promesa cuando la última hora era corta, inútil, vana. Prometí también controlar mi ira. Casi siempre lo hice secando lágrimas, propias o ajenas.

Prometer. Es algo así como un elemento favorable para meter uniendo un prefijo y un sufijo. Algo así como que para crear hay que procrear, para procrear hay que meter, para meter hay que prometer. Es decir, sin promesas no habría sexo. Triviales o profundas, trascendentales o superficiales, para meter, hay que prometer. Una vida o unos pesos. Un deseo o una necesidad. Un orgasmo o un frenesí.

Las promesas son tan funcionales a las mentiras... Parece que uno rogara por mentiras cuando ruega por promesas. “Prométeme que…” es como pedir “Miénteme para…”. Las promesas son un contrato falaz. Un acuerdo de voluntades en el que llegamos al consenso hermoso de aceptar que nos vamos a mentir y que esas mentiras serán aceptadas. La promesa es una firma con tinta indeleble sobre el agua.

Las promesas me han llevado surfeando la vida sobre olas de apariencia. Soy creíble porque hasta yo mismo creo en mis promesas. Y mis promesas son creíbles, infalibles e incontrovertibles. Y lo son porque un día me prometí romper todas mis promesas.