La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

martes, 21 de enero de 2014

Me voy de viaje con "V" de voluntad.


Me voy de viaje con "V" de voluntad. Me voy por unos meses, pocos, con la maleta llena de sueños y anhelos, con ganas de vencer a mis demonios, que con el tiempo y de tanto vernos se han vuelto mis amigos de insomnio, póker y cervezas. Me voy con mi esposa, mi amiga, mi cómplice y mi mentora. Me voy a su lado porque me ama y quiso llevarme. Me voy con ella porque la amo. Nos vamos porque al casarnos decidimos emprender todas nuestras aventuras juntos. 

Como si fuera una alegoría, me voy para la pequeña ciudad de Dayton en Ohio, Estados Unidos, en la que nacieron los hermanos Wright, Wilbur y Orville, por allá en la década de los 70 del siglo XIX. Ellos asumieron el reto de volar dándole motor a unas alas. Pero más allá del simple hecho de ponerse en el aire por unos segundos, su gran desafío era poder controlar el vuelo. El deseo con el que construyeron ese primer avión era poder hacer un viraje en el aire. Y por un instante lo lograron. Esto coincide con mi propio deseo. No sólo quiero volar. Quiero tener la fuerza suficiente para poder controlar mi vuelo y llevarlo hacia algún destino.

La razón es simple. Soy de esas personas que siempre ha encontrado más excusas que motivos. Como ya lo he dicho antes, soy justo ese tipo de persona que Coelho no recomienda: Tóxico, pesimista, negativo, procrastinador, amargado, rancio, hostil, hosco, aburrido y vengativo. Tan vengativo, que yo no recomiendo para nada a Paulo Coelho. Pero no me voy con la intención de cambiar nada de lo que soy. Eso soy. De todas maneras, si quiero conocerme mejor, saber para qué hago lo que hago, cuál es el sentido de mis acciones, hacia dónde va mi espiritualidad, cuál es mi talento y mi vocación, cómo puedo seguir esquivando al sistema sin que eso multiplique mis necesidades. Es decir, quiero comprender cuál es mi plan de ruta, en dónde están las tormentas y los vientos y por fin saber en dónde quiero aterrizar, porque necesito aterrizar.

Quiero irme para tener largas charlas con mis demonios. Para no dejarme emborrachar por ellos, ganarles en el póker y sacarlos de la casa a sombrerazos antes de irme a dormir. Y quiero dormir. Quiero dormir en la noche, levantarme temprano, hacer ejercicio, ir a aprender inglés para ampliar mis confines tan estrechos ahora por el idioma. Quiero además, conocer gente que me cuente cómo es el mundo allá, desde allá, desde muchos allás. Porque conozco lo poco que he recorrido y lo que me cuentan los de acá sobre cómo es allá. Pero quiero la descripción del allá viniendo de las personas que viven en esos lugares que quedan por fuera de mi imaginación y mis prejuicios.

Me voy con la ilusión de un niño a mis casi cuarenta años, suponiendo que aún me queda media vida, así no fuera cierto. Muchos viven con intensidad su juventud. Es lo que manda la lógica. Pero yo quiero vivir con intensidad mi madurez, mi vejez y por más contradictorio que suene, quiero vivir con intensidad mi muerte. No por vivir cada día como si fuera el último. No puede haber nada más desgraciado. Pretendo vivir con la consciencia de mi finitud y con la sensación de que el único recipiente que debo llenar en mi vida es el de los sentidos.

Me voy con el compromiso de aceptar que soy parte de un equipo: Mi esposa, mi hijo, mi familia, mis amigos y todas aquellas personas que me han deseado el bien de corazón. Y que como parte de ese equipo debo asumir la función que implica ser un engranaje dentro del proyecto de felicidad de las personas que me rodean. Por eso asumo el compromiso de afianzar mi responsabilidad y disciplina para cumplir con mi misión, que es simple y no está preestablecida por ningún dios. Mi misión es quedar grabado con alegría en el recuerdo de las personas que compartan cada pedacito de mi vida. Mi misión no tiene nada que ver con salvar a la humanidad, trascender o dejar un legado imborrable para la historia. Eso lo han hecho personajes nefastos. Mi misión está en que cuando alguien se acuerde de mí, sepa que siempre lo o la traté con la mejor de las intenciones y sin mayores pretensiones. 

Me voy con mis defectos tan míos, con los cuales quiero emprender un viaje interior para darles matices de virtudes en la adversidad. Porque cada defecto tiene un equivalente en una cualidad que se manifiesta en los momentos en los que hay que templar el carácter. Y quiero templar mi carácter. Dejar de buscar culpables en mi historia y reconocer que si voy a pilotear mi vuelo no puedo comportarme como un simple pasajero.

Me voy ansioso, con esa ansiedad buena con la que corre un cronómetro ante el que uno se reta. Con el propósito ineludible de llenar de contenido el discurso que le doy a mi hijo para que enfrente al mundo y a sus propios demonios. Para que él comprenda que a todas mis palabras de aliento les sumo mi ejemplo, la única autoridad que respalda los consejos de un padre. 

Me voy de viaje con "V" de voluntad. Para que mi padre pueda por fin estar tranquilo porque su oveja negra aprendió a comer pasto verde, a convivir y a crecer en comunidad. Para demostrarle que incluso a la vida díscola se le puede dar cauce en algún momento, justo en ese momento en donde sus enseñanzas actúan como el faro guía del camino venidero. Me voy para que el sacrificio de mi madre haya valido la pena y que en el regreso mi sosiego y el sosiego de ellos sean uno. Me voy para retornar algo de los que mis hermanos me han dado, para que sepan que también estoy a la altura de sus logros y méritos a pesar de que mi ruta es muy distinta de la ruta del éxito. Me voy para buscar el camino de la felicidad, ese tan transitado en los buenos deseos y las buenas intenciones pero tan esquivo en la realidad de las personas.

Me voy por un tiempo, no muy largo. Pero espero que sea el tiempo suficiente para poder virar mi vuelo en el aire, para disfrutar el roce del viento en la cara, viendo cómo he podido por fin sostenerme por un instante en la corriente. Ese instante elevado que necesito para verme en retrospectiva y en perspectiva. Para por fin, aterrizar. Aterrizar con firmeza, con seriedad, con serenidad y con la convicción de que ese tiempo fue valioso. Me voy con "V" de voluntad, de vida y de valentía. Porque necesito emprender el vuelo allí en donde un par de soñadores le dieron motor a unas alas. Ya tengo las alas. Voy por el motor. Hasta pronto.


lunes, 6 de enero de 2014

El alma libre y la confusión.





¿Qué pasaría si el alma pudiera liberarse? Si pudiéramos divagar más allá de esta cárcel viva envuelta por piel que llamamos cuerpo, si pudiéramos viajar más allá de esta nave esférica, verde, azul y gris anclada a su órbita que se llama Tierra.

Eso es lo que pienso echado en el pasto en la noche mientras cuento millones de punticos brillantes en el firmamento cuando las nubes me dejan y la luna se oculta. Sé que la religión y la ciencia ya se han preguntado esto muchas veces y que tienen sus propias respuestas. Pero he decidido desconfiar de la ciencia y no creer en la religión, para simplemente entregarme a mi imaginación, el único ente en el universo al que le rindo culto. La ciencia y la religión son la imaginación masificada de otros.

Se nos ha dado la razón para comprender el universo y un cuerpo que ni siquiera es capaz de vivir sin oxígeno. Aunque se nos exige gratitud para ese ser omnipotente inventado que llamamos Dios por permitirnos ser conscientes de nuestra insignificancia en el cosmos, yo siento que esta condición es cruel. Estamos girando dentro de un espacio inaccesible. Somos imperceptibles ante la infinitud. Y desde acá sólo podemos ver destellos titilantes como ilusiones lejanas.

Entonces cierro mis ojos e imagino. La única forma en la que puedo transportarme hacia los astros distantes. Imagino que mi alma es libre, que puede volar, flotar y desplazarse más allá de los confines de esta estrecha atmósfera para indagar. E imagino que mi alma está provista de los sentidos que tiene mi cuerpo y la capacidad que tiene mi mente, pero que soy inmune al dolor. Y sin dolor no tengo miedo. Y sin miedo no tengo límites.

Entonces viajo. Y mi viaje está lleno de todo y de nada. De todo lo que no sé, porque nada conozco. Desde afuera veo que este planeta, que para mí lo es todo, en realidad es poco, casi nada. Y lo dejo allí, girando, sabiendo que en su interior todo lo vivo envejece y muere vuelta a vuelta. Y me voy.

Me voy sin la curiosidad del científico. No quiero saber de qué está hecho el cosmos ni cómo funciona. Quiero saber de qué estoy hecho yo y para qué existo. Quiero saber qué es el espíritu, la razón, la trascendencia, los sentimientos, el amor, el sufrimiento, el dolor, la vida, esa vida propia que es tan fugaz en este espacio ilimitado. Por un instante recuerdo que las lucecitas que veo en la noche son reflejos de hace millones de años y que cuando mi alma imaginada llegue allí, quizás esa luz ya no exista.  Que esa luz es miles de milenios más antigua que mi cuerpo sin brillo. Que en la magnificencia todo es aparente.

En mi recorrido quisiera cruzarme con el asteroide B-612 y ofrecerle disculpas al Principito y a su Rosa por no haber leído nunca su libro completo. Quisiera preguntarle a él si ya encontró sus propias respuestas, porque yo no he podido encontrar las mías. Entre más distancia tomo del mundo, más lejos estoy de las respuestas y mucho más cerca de la incertidumbre. Porque las respuestas necesitan un contexto y mi alma viajera ya ha perdido las referencias. Ya no tiene al mundo.

Entonces libre soy como un fantasma errante, sin preocupaciones ni ocupaciones, sin responsabilidades y sin semejantes, sin horarios ni lugares, sin tiempo ni espacio. No tengo nada. No soy nada. Soy mi alma divagante entre astros habitados e inhabitados y prolongados vacíos, preguntándome cosas que ya no tienen sentido porque no tienen contexto. Y mi confusión se hace tan grande como el universo. Mis dudas son infinitas y por infinitas ninguna. 

Soy realmente libre. En el cosmos yo soy mi propio planeta, mi propio punto de referencia y mi contexto. En el infinito soy el centro de todo y todo gira a mi alrededor. No es egoísmo. A cada alma divagante le pasará lo mismo y hay mucho infinito para cada una. 

Entonces comprendo el calibre de mi grillete. Súbitamente siento el frío del pasto húmedo en mi espalda y dejo de volar, de imaginar. Comprendo que la fuerza de la gravedad no es un capricho, porque nadie estaría atado a los límites del tiempo y el espacio que nos brinda esta esfera viva verde, azul y gris por su propia voluntad. Y comprendo que esta esfera, perdida e insignificante en la inmensidad del cosmos, me ha permitido vivir. Y le ha permitido a mi cuerpo echarse en la hierba para imaginarse en las estrellas. Me ha permitido inventarme a un Dios que yo creo que me inventó a mí. Me ha permitido ser un recipiente de ilusiones que saco a pasear de vez en cuando para sentirme libre.

Como una paradoja, descubro que no podría ser libre sin lo que me aferra. Que de alguna manera la imaginación que me saca de este planeta reposa en mi cuerpo que siento como una cárcel. Que sin esto que me hace lo que soy, mi contexto y mis prejuicios, no podría imaginar las dimensiones inexistentes de mi libertad en el universo. Y que soy echado en el pasto de noche especulando lo que quiero, porque la imaginación me lo permite. Que ahora no entiendo bien lo que pienso y lo que escribo. Pero que pienso y escribo porque una fuerza motora me lo permite. Esa fuerza se llama vida. Vida que es posible por el oxígeno que respiro.

Entonces descubro que soy libre porque soy esclavo. Porque añorar me hace imaginar. Y porque imaginar me hace libre en el mejor de los espacios: Ese que no sabemos si existe, pero que lo hacemos existir, porque la imaginación existe. Existe atada un cuerpo y a una mente que la hace posible. Y la imaginación logra que todo sea posible. Entonces descubro que la imaginación y el universo son lo mismo. Son el infinito.