La fuerza interna del cosmos en una pluma

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Como la naturaleza, el alma bacilante...

miércoles, 15 de agosto de 2012

El sacrificio de mi madre.



La relación que tengo con mi madre es similar a la relación que tengo con mi Dios. Se basa en un desafío mutuo por demostrarnos continuamente quién tiene la razón. Tanto mi Dios como mi madre, siempre tienen la razón, pero yo me obstino para demostrarles que no. Así he crecido durante los últimos 38 años. De hecho, nacer para mí fue algo conflictivo. Yo ya venía mal acomodado en el vientre materno. Me negaba a nacer, consciente sobre el mundo que me esperaba. Para mí la placenta como entorno estaba perfecta. Incluso creo que de allí viene la palabra "placer".

Movimientos suaves en la oscuridad, ninguna preocupación, ningún pensamiento y ningún recuerdo. Musiquita tenue levemente distorsionada por el líquido amniótico y caricias suaves tras el celofán de la panza de mamá. Así ¿Para qué nacer? Además, yo soy de esas generaciones en las que el médico creía que una palmada en el culo era lo mejor para expandir los pulmones. Pendejos. Con eso sólo se expandía el llanto herido que era el símbolo inequívoco de que esta fiesta de la vida iba a ser complicada.

Finalmente, me trajeron al mundo a las malas. A mi madre le tuvieron que rajar la panza para que yo saliera. Es decir, le hicieron la cesárea. Mi mamá, a pesar de que ya había tenido siete partos más, que ahora se llaman Carlos, Mónica, Oswaldo, Francisco, Clara, Luis y Alejandro, no sabía que no podía desayunar el día de la operación. Yo debería nacer el 10 de julio. Pero como era el desayuno o yo ese día, mejor nací el 11 de julio. En esa misma fecha, 10 años antes, había nacido Luis. Ahora Luis y yo nos felicitamos el mismo día de cumpleaños y con ese ritual nos acostumbramos a avisar a los demás. Desde que nací mi madre me cuidó con un amor encendido. Lo primero que se encendió fue la incubadora en la que estuve siete días porque en esa época a uno le tenían que hacer transfusión de sangre por ese problema del RH. Mi padre es RH positivo y mi madre es negativo. Esas dos cosas no son compatibles, como en la vida misma. Y yo nací bipolar entre lo positivo y lo negativo. Bipolaridad que mantengo y que los psiquiatras se niegan a reconocer como si eso me hiciera un favor. En fin. En esa incubadora crecí una semana mientras mi madre se recuperaba de la chamba que le dejé en la panza.

Aún convaleciente, mi madre hizo las vueltas para entrar a estudiar Derecho en la Universidad. Después de ocho hijos y una cicatriz en la barriga, mi madre se iba a hacer profesional. Yo me gradué a los 28 años de la Universidad habiendo empezado a los 19 en este mundo. Por una sola razón: Por vago. Aunque siempre le echo la culpa a mi hijo que lo tuve cuando yo tenía 21. Mi madre empezó a estudiar a los 35, justo el año en que yo nací, y se gradúo a los 40, edad que ya casi cumplo y en una vida que con sólo un hijo, que amo con toda mi alma, siento que no podría tener más hasta que madure. Y eso se demora.

Con todo este cuento no quiero significar que me parezca extraordinario que mi madre haya estudiado una carrera. Eso era de esperarse. Lo que es extraordinario es que se graduó sin excusarse (como lo hice yo) en el tiempo convencional de abogada. Y fue una abogada ejemplar, algo exótico en un país en donde la mayoría de los abogados se caracterizan por graduarse de garajes tomando cerveza y ejercer en los prostíbulos tomando whisky. En su carrera profesional, mi madre fue juez. Lo recuerdo bien. A mis 12 años, mi padre era magistrado y mi mamá juez. Mi papá estaba en la Corte Suprema de Justicia y mi mamá en un juzgado penal municipal. Recuerdo que dentro de la rutina del recorrido del carro que nos transportaba, la ruta iba de mi colegio, a la oficina de mi mamá y a la oficina de mi papá. Mi mamá me ponía a esperar horas antes de salir y yo para evitar el desespero subía hasta su despacho para ver qué hacía. El cuadro era abrumador. Expedientes que debajo tenían más expedientes y para variar, encima, tenían más expedientes. Papel, papel y más papel. En esa época aún se trabajaba con máquinas de escribir. Los computadores eran sólo un anhelo que vivía en los Estados Unidos. Costosos, aparatosos e imposibles de alcanzar. Mi madre en el juzgado mantenía el rictus adusto que usaba en casa cuando algo tenía que hacerse bien, so pena de que contrariar u omitir sus órdenes fuera enfrentar su mal genio, temido en tres departamentos de Colombia desde la década del 40.

Ella siempre ha sido estricta. Le gusta que las cosas salgan como ella se las imagina. La ventaja de esto, es que mi madre tiene una imaginación hermosa. Si yo hubiese vivido la vida que mi madre imaginó para mí, me habría ahorrado mucho dolor. Sin embargo, no me arrepiento, porque ese dolor ha hecho que cada día valore más a mi madre.

Así crecí, viendo el sacrificio de mi madre. Una malabarista de la vida. Mientras sostenía ocho platos girando sobre frágiles palitos para que no se le cayeran, estudió, trabajó y nunca, nunca dejó de ser una gran esposa. Algunos platos tuvo que recogerlos (recogernos) del suelo en pedacitos. Porque, al menos yo como plato, me esforcé (no me esforcé) por girar lento, desequilibrado, tambaleante. Mi madre me levantó en sus manos, me pegó con el mejor pegamento y sin mucho preámbulo me puso a girar de nuevo. Secó mis lágrimas, sanó mis heridas y me obligó sin obligarme a subirme al palito para seguir girando, con más fuerza, con más decisión, sin tanta excusa.

No es perfecta. Sería un gran defecto que fuera perfecta. Como ya lo dije, su genio tiene fama. Además se lo heredó a unos cuantos y (cuantas) de sus hijos. Pero, sorprendentemente, su genio es espuma. Así como sube, baja. Uno nunca sabe por qué se pone brava y mucho menos sabe por qué se contenta. Es un misterio maravilloso. También tiene esas cosas de las mamás que a los hijos no nos gustan: Se preocupa mucho por uno, tanto, que uno siente que llega a los linderos de la intimidad. Pero con el tiempo comprendí que su preocupación no es infundada. Tiene un olfato increíble. Su instinto animal que predice los desastres es casi infalible.

La he visto siempre al lado de mi padre. Algunas veces se toman de la mano y miran el horizonte juntos que parece un televisor. Otras veces mi madre lo mira con reprobación por algo, algo que él no sabe y que con el tiempo se nota, ya no le importa. Le importa que ella esté allí, mírelo lindo o feo, como desde hace 58 años ininterrumpidos. Ha estado con él en las buenas, en las malas y en las peores. Ha sido el carácter de la casa cuando el viento ha soplado en contra. Ha hecho los sacrificios que ha debido por el hogar cuando mi padre ha tenido que sacrificarse por el país.

Ahora, que mi padre necesita la tranquilidad del sosiego, del paso lento y el hablar pausado, ella está allí para velar por su sueño y sostener su mano. Para decirle después de una explicación larga o de un chiste malo de él: "No me importa qué me dijo porque no le entiendo". Y se ríen los dos, su mejor lenguaje. Algunas veces con paciencia, a veces no tanta, pero siempre con un amor profundo construido desde su adolescencia en donde el idilio nunca murió.

Seré un hijo de mami, un mamito o cualquier apelativo de esos peyorativos que se nos da a quienes vivimos pegados de las naguas de la mamá. Pero así es. Mi madre reúne todos los clichés de redención en los momentos de desespero: Es la tabla de salvación, el oasis en el desierto, el segundo aire, la mano amiga o Dios cuando todo está perdido.

Siempre ha estado ahí para recordarme cuán vulnerable es el humano y qué tan sumisos debemos ser a Dios. Su Dios y mi Dios no es el mismo Dios. O quizás sí, no lo sé. Sólo Él lo sabe. Pero tengo claro que cuando mi mamá me dice que me dé la bendición, yo me doy en la bendición. Porque creo en su fe que ha creído en mí.

Mi mamá es mucho más que retórica bonita en poemas de escuela. Mi mamá es una tormenta en la playa más desolada y más bonita, porque aunque lo sacude a uno con violencia emocional, los daños no son daños y el paisaje es más hermoso. Porque mi madre me ha criado a punta de palabras y silencios. Palabras de todos los tonos. Silencios aún más elocuentes.


6 comentarios:

  1. Es una historia deliciosa, y tu madre es "mucha madre", cuidala. Saludos

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    1. Gracias Marcos por leerme y por este comentario tan bonito. Un saludo de vuelta.

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  2. Andres muy bonito tu comentario, tienes talento para escribir

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    1. Hola Maricel, muchas gracias por tu comentario y por tus palabras que me halagan. Es lindo también saber de tu vida en el FB. Un abrazo.

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  3. Definitivamente la madre es lo mas sagrado de uno... por eso hay que cuidarlas como un tesoro. me gusto mucho tu blog. que bien escribes :)

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    1. Gracias Fabio hombre. Es verdad. La mamá es el verdadero Dios creador. Muchas gracias por las palabras de ánimo. Seguimos en contacto. Un abrazo.

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