La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

sábado, 26 de junio de 2010

Padre, pensé en un poema...


Pensé en un poema, una canción, un texto lírico sacado de las entrañas para poder describir lo que quiero decirle a mi padre, en este, su día, un día que es especial no sólo porque a alguien se le ocurrió decir que habría un día del padre para vender cosas para hombre, sino porque es uno de los pocos días del padre que se lo celebraré desde la distancia.

Pero decidí prescindir de la belleza para poder expresar simplemente cómo recuerdo a mi viejo, para poder describir la imagen que cargo de él conmigo en cada instante que su legado me da fuerzas para vivir mi vida.

De niño, puedo decir que lo recuerdo con una pipa en la boca y un libro en la mano, sentado en un sillón grande, con sus gafas que movía levemente hacia abajo para mirar un horizonte imaginario sólo para pensar. Lo recuerdo tomando notas y volviendo su mirada al libro y su pipa a la boca en un ciclo sólo interrumpido por la hora de comer o de dormir. Casi nunca notó mi presencia mientras yo trataba de descifrarlo. Si me miraba, sólo me sonreía tenuemente y seguía en su cuento, ese cuento que a mí me intrigaba tanto.

Yo, lo sentía distante, me costaba acercarme a él y pedirle un abrazo o una caricia, porque era tan sublime lo que hacía, que era como interrumpir un ritual mágico que sólo comprendían los dioses de la sabiduría y él. Y me acostumbré a admirarlo. Así, en silencio. Me gustaba ver su ritual de libro, pipa y horizonte imaginario, y mientras tanto yo, simulaba que escribía algo, como para no perderle el ritmo.

Su presencia me infundía un respeto profundo, y cuando pasaba y me sobaba la cabeza, para mí era una señal hermosa de que era parte de su tribu y que tenía derecho a ser parte de su mundo. Era una membresía a su logia encantada de sabios de pipa, gafas y horizontes imaginarios.

Recuerdo cómo mis hermanos mayores gozaban con sus chistes malos que por malos los hacían reír y de verlos reír me reía yo. Recuerdo cómo cada accidente casero provocado por su torpeza y su terquedad doméstica era una anécdota más con la que aún disfrutamos en cada reunión familiar. Recuerdo cómo esa sencillez rompía el protocolo de su sabiduría y lo convertía en un ser humano, tierno y accesible, abierto y espontáneo, logrando un equilibrio perfecto entre el respeto al padre y el amor al papá.

En la adolescencia decidí demostrarle, sin saber por qué ni para qué, que se podían romper los esquemas sin importar cómo, sólo para revelarle que su ortodoxa forma de vivir la vida, me resultaba insípida y apacible. Hice tantas estupideces y reaccionó con tanta paciencia. A los 16, me robé el carro de mi hermano Francisco, que se había ido a vivir a Costa Rica y necesitaba venderlo para vivir allá. Borracho y sin licencia, lo estrellé contra un árbol en una madrugada. Cuando se enteró, sólo me dijo: “Afortunadamente no le pasó nada malo a usted”. Y me quitó la excursión de último año de colegio para pagar el arreglo del carro. Sin un sólo golpe me enseñó que las grandes tonterías tienen graves consecuencias.

A los 20, confundido y abatido, le confesé que había embarazado a mi novia, que sólo tenía 17 y un papá que me podría levantar 10 mil veces a pata. Lejos de dramatizar el asunto, abonó el terreno para que mi hijo llegara a un mundo colmado de amor. Un mundo que funcionaba como un barco del que él era el capitán y que daba la bienvenida a todo el que tuviese carné de familia. Sólo se sentía feliz de ser abuelo y lo demás se podía resolver, con esa calma y ese amor que se veía detrás de sus párpados que ya se le venían sobre los ojos. Y siempre estuvo allí, feliz de verme padre, feliz de ser abuelo como tantas otras veces, pero con una vocación especial por Nicolás, mi hijo.

Cuando me divorcié, fue el primero que se quedó callado a mi lado sólo para verme llorar sin decir nada. Sólo para que supiera que él estaba allí, soportando conmigo el dolor, llevando la carga de una vida que me pesaba y que yo no podía cargar. Cuando las casas que acompañaron mi soledad se volvían refugios de frustración, él estaba allí para recordarme que dónde él y mi madre estaban, ese era mi hogar. Y cada vez que llegaba con maletas y dolor, había una habitación vacía esperándome, con algo que recordaba a ese niño que curioso miraba a un señor fumando pipa, acomodándose las gafas para leer. Algo que me recordaba con cariño que era miembro de su logia de sabios y pipas.

Él anduvo mucho tiempo perdido en asuntos “importantes”. En asuntos de Estado y de Academia. A medida que fue encontrando refugio en el hogar, la vida nos fue dando más espacio y más tiempo para conversar.

Me sentía orgulloso de sus logros. Por él descubrí que los méritos hacen a los grandes hombres más allá de su posición. Él hizo a sus cargos y nunca los cargos a él. A él no se le recuerda por los cargos que ocupó sino porque él estuvo allí, dándole dignidad al cargo. Siempre fue superior a su misión y cuando la misión era rebajada por los intereses políticos mezquinos, él renunciaba a la dignidad del cargo, porque el cargo ya no tenía dignidad. Su vida pública me importó poco. Sé que trataron de vapulearlo en su honor para salvar el pellejo de más de un hampón cobarde, es decir, de algún político. Y casi lo logran. Pero eso no me importa ya, porque su lucha lo sacó avante, y si me importara, guardaría rencores inútiles por seres que no merecen ningún tipo de sentimiento ni alusión.

Lo que me importa es que su círculo íntimo, los que hemos tenido el orgullo de tenerlo cerca, sabemos desde el fondo de la conciencia que él es un ícono de la rectitud pública y privada, y que a sus casi 81 años su vida no es un ejemplo para los discursos mañé de homenajes inventados, sino para la vida misma, esa que tiene principios y valores firmes e inamovibles, fincados en la bondad de un buen ser humano, esos que uno le puede trasmitir a sus hijos con toda tranquilidad para que sepan que pertenecen a una casta que desciende de un ser humano brillante, noble y bueno.

Hace poco más de tres años, a mí me sorprendió el desempleo y a mi padre, una vida reposada de pensión. Los dos nos encontramos bajo el mismo techo, en uno de mis 10 mil retornos de fracaso y maletas en la puerta. Su ocio y mi ocio se juntaron. Yo, para contarle qué desgraciado me sentía, y él, para hablarme de Metodología de la Investigación Sociojurídica. Yo lo quería matar mientras él no me quería dejar morir. Mientras yo quería recabar en mis depresiones, él insistía en hablarme con pasión profunda de John Dewey, Habermas, Wittgenstein y Weber. Mientras yo quería que llorara conmigo, él me sugería que leyera a Viktor Frankl, que había escrito toda su teoría sicológica después de sobrevivir a un campo de concentración Nazi durante la segunda guerra mundial.

Yo le huía decepcionado por su incomprensión. Cuando levantaba mi almohada para taparme la cara y llorar, ahí estaba, en mi cama, el libro de Viktor Frankl, “Ante el vacío existencial”, con el separador de hojas en el capítulo que él quería que yo leyera.

Todo mi duelo lo convirtió en una lección de vida sustentada en otras vidas que tomaron lo peor de lo que los rodeaba y lo convirtieron en lo mejor de su legado para la humanidad. Así, conocí a Frankl, Alfred Adler, Marcusse, Savater, Erich Fromm y otros cuantos que mi padre dejaba sistemáticamente cerca de mi almohada cuando sabía que yo le huía desesperado de sus terapias intelectuales, cuando yo quería simplemente que avalara que mi vida era una porquería sin salida. Yo tiraba el libro. Luego, en mi desespero, lo abría en la página señalada y me encarretaba con el cuento, hasta que salía de la habitación a buscar a mi padre para que me explicara lo que no entendía. Así, fuimos armando diálogos que oscilaban entre la mierda que era mi vida y la lucidez de los autores que mi padre dejaba en mi almohada.

Su ocio y mi ocio se juntaron. Su ocio y mi ocio hablaron de temas trascendentales, filosofía contemporánea y clásica, debates eternos sobre las noticias hasta el borde de la discusión. Había temas intocables e irreconciliables. Pero luego, volvíamos a lo que podíamos tratar sin apasionamientos políticos de actualidad, en lo que nunca estuvimos de acuerdo.

Su ocio y mi ocio se hicieron amigos. Compartieron mañanas y tardes enteras de charlas amenas. Si bien, su sabiduría no me contagió, porque supe gambetear la estructura del conocimiento profundo, si me llenó de profunda curiosidad por mil temas que antes ni conocía.

En esos dos últimos años y algo que compartimos, mi padre y yo nos hicimos amigos. Cambió la pipa de tabaco por la pipa de oxígeno, pero nunca desapareció su horizonte imaginario para pensar ni sus gafas para leer.

En esos dos años, decidí acercármele sin tanta prevención ni reverencia para descubrir, después de 30 años, lo que guardaban sus ojos mientras miraban ese horizonte imaginario. Y como un dique se rompió a mi amistad y me regaló un trocito de su sabiduría con toda paciencia y dedicación.

En esos dos años fui amigo de mi padre. Tomé café con él bajo el sol y la lluvia de la sabana y de Villeta y conversé sobre mil cosas con él. Y él también, poco a poco, fue cayendo en la trivialidad de mi depresión, fue aprendiendo a decir madrazos sin remordimiento, fue bajando del universo de los dioses de la sabiduría para divertirse con mi forma ramplona y básica de ver las cosas y le di sal a su vida cuando la sal le estaba prohibida.

Mi padre es mi amigo. Le preocupan mis romances y se conmueve si me duele el corazón, quedándose en el sentimiento básico y dejando en paz a Frankl. Mi padre recordó que cuando era joven le interesó la literatura y escribió cuentos, y empezó a leer lo que yo escribía sólo para admirarme tanto como yo lo admiro a él. Mi padre me dio valor. Valor de valentía para enfrentar el mundo y valor porque me hizo sentir valioso.

Mi padre pacientemente me construyó las alas de Ícaro para que yo vuele hacia el sol. Y me pintó un sol y una bandera azul y blanca para que yo me elevara hacia el sur. Y hoy, desde ese lugar en donde ondea una bandera azul y blanca con un sol en el medio, yo lo recuerdo en su día, para decirle que todo lo que hizo por mí no fue en vano, que gracias a él me siento un mejor ser humano, que su legado está tatuado en mi alma con letras de oro y que si bien no soy como él, me permitió ser como yo, para que él, se sienta orgulloso de mí, así, como yo me siento orgulloso de él.

Feliz día padre. Estoy contigo y estás conmigo, en esa conexión eterna de los amigos inseparables y con el amor filial que crece cada día que tu enseñanza me fortalece para consolidarme en este nuevo mundo al que he llegado con las alas de Ícaro que me hiciste. Te quiero padre, y tú lo sabes, como sabes tantas cosas. No en vano García Márquez te definió como “un sabio distraído”.

2 comentarios:

  1. Gracias. Creo que un tributo a mi padre puede tocar la sensibilidad de ser hijos... más si estamos lejos. Gracias por leerme. Un abrazo.

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