La fuerza interna del cosmos en una pluma

La fuerza interna del cosmos en una pluma
Como la naturaleza, el alma bacilante...

lunes, 10 de mayo de 2010

No le pegues a tu hijo


Esto pasó en agosto de 1998. Y esta catarsis sólo la puedo procesar hoy, casi 12 años después. Quizás sea un drama menor. Pero en mi alma se ha enquistado como una tragedia mayor. Un padre primerizo actuando como una madre primeriza.

Inexperiencia total. Múltiples ocasiones de poner un pañal mal puesto, lo que se hacía evidente en la carita de un bebé incómodo, un hedor fatal y una masa acuosa y marrón escurriéndole por la pantorrilla. Decidí enseñarle a “controlar los esfínteres” a mi hijo que apenas sobrepasaba los dos años ¿Y cómo se enseña eso? No lo sé… nunca aprendí a enseñarlo.

Pacientemente le expliqué que si tenía “pipí o popó” me debería avisar diciendo sólo esas palabras mágicas. De esa manera, yo lo llevaría presuroso a la bacinilla que habría llegado al baño después de algún “baby shower” y no necesitaríamos más pañales. Ahorraríamos en dinero y él ya iría aprendiendo a ser un “individuo”. Él sólo repetía divertido las palabras “pipí y popó” y sonreía, pero sólo era porque le parecía gracioso, no porque hubiese aprendido la lección. Seguía en su juego y su mundo con el carrito, el muñeco o cualquier cosa que hubiese por ahí. Un niño disfruta con la misma avidez un robot de última generación, el más costoso, que un pedazo de trapo. Usualmente siempre disfrutan más el pedazo de trapo. Hacen de él todo lo que quieren que sea: Una capa, una cobija, un avioncito, un mantel, un gusano… mientras que el robot nunca deja de ser un aburrido robot. Lo dejé jugando y me fui a lavar algunos platos. Mientras escuchaba el agua correr, desde la habitación Nicolás me gritaba “¡Popóoooooooooooooooooo!” corrí para comprobar la genialidad de mi hijo. Todos creemos que nuestros hijos son geniales, o por lo menos, más inteligentes que nosotros. Cuando llegué para verlo, efectivamente, popó. Se escurría entre el pañal y su entrepierna. Lo tomé con el asco del caso y lo limpié. Lo dejé en pelota un rato y le expliqué pacientemente que las palabras “pipí o popó” las debería pronunciar antes y no después del reguero. Me miraba atento. Cuando yo decía pipí o popó, él se reía.

Seguí haciendo algunas cosas domésticas y él se quedó dormido en nuestra cama, la que compartía con mi esposa que ya no es mi esposa desde hace nueve años. Oí que se despertó porque siempre hacía un sonido gutural particular. Como si se rascara la garganta por dentro. Lo dejé que se desperezara y gritó ahora “pipíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii” corrí a su lado, como estaba enpelotica, pensé que había mojado la cama. Tragedia. No, misteriosamente no se había hecho pipí. Corrí con él a la bacinilla y lo puse en frente. Orinó la pared, el piso y luego dejó caer una mínima parte en la bacinilla. Lo abracé, lo levanté y sentí una gloria inmarcesible y un júbilo inmortal. Mi hijo era un genio que había asimilado las instrucciones a la perfección. No más pañales y quizás estaba descubriendo un futuro icono de la cultura latinoamericana que aprendió a controlar sus esfínteres con poco más de dos años.

Ya creía que las instrucciones estaban bien asimiladas y que el pañal sobraba.

Mi esposa (ex esposa hoy), llegó a eso de las siete de la noche del trabajo. Con orgullo le conté lo que había logrado en nuestro futuro Bolívar, San Martín, García Márquez o que se yo, tanto genio latino. Ella sonrío, se sirvió alguna cosa maluca que yo había preparado tratando de mezclar arroz con huevo y alguna verdura para no ser tan básico en la cocina que sólo probó. Me preguntó si yo había pagado el recibo de alguna cosa que se me olvidó y discutimos. Siempre se me olvidó todo. Mi memoria es como la memoria de las calculadoras viejas. Si la reseteaste, cagaste, nunca más te vuelve la operación. Y yo vivía reseteado. Como diría el gran filósofo de la cultura grecochibcha, Andrés López, los hombres sólo podemos hacer una cosa a la vez. Y si yo cambiaba pañales, no pagaba recibos.

Ella sabía que entonces le correspondería ahora ir a un Cade y hacer una fila infernal para enmendar mi tonto error. De la discusión pasamos a la pelea. Nicolás jugaba y paró para mirar la gritería. Ella lo notó, bajó la voz, lo alzó, le dio un beso y todo volvió a la normalidad. Relativa. Pero con el rabillo del ojo me disparaba con esa desaprobación femenina con la que uno prefiere de verdad mejor un pellizco en las pelotas. Mejor ese dolor intenso sin atenuantes pero sin ese girito socarrón de cabeza, mirada china tipo Kill Bill y posición de boca que dice sin decir: Eres taaaaaan inútil.

Yo quedé herido en mi ego de macho no sólo por ser la dama de la relación, sino porque además lo estaba haciendo mal. Sentí devaluado mi gran logro del día de haber conseguido que un bebé controlara los esfínteres cuando sabía que muchos habían desfallecido en el intento. Ella se fue a donde los vecinos para distensionar el ambiente y para conversar algunas cosas con ellos. Apenas salió, Nicolás sentado en el suelo dijo “Pipí”. Corrí con él a la bacinilla, le bajé los pantaloncitos y otra vez, mojó todo menos la bacinilla pero igual, lo había hecho de nuevo. No había sido una casualidad, era un hecho, había logrado que Nicolás en menos de un día controlara sus esfínteres como todo un individuo. Y ella no estaba para verlo. Me frustré. Pensé que quizás si lo hubiese visto mi merito podría haber hecho menos tonta mi omisión del recibo. Pero no, no estaba ya.

Acosté a Nicolás y se quedó profundo. Lo contemplé y admiré su precoz capacidad. Me extrañé porque nunca le fomenté la estimulación temprana. Sólo lo dejaba ser. La estimulación temprana que tiene a los fetos escuchando a Mozart sin saber siquiera si les gusta. Cuando es el parto ya nacen a lo Phelps, en el agua, salen nadando con gorrito y gafas y batiendo el record mundial. Yo siempre me negué a someter a mi hijo a ese suplicio de tener que ganar todo sin saber para qué se gana. Es la era de los bebés triunfadores que ya no dicen “gugú, tata” sino “down jones y wall street”. Por eso, por su crianza campirana, admiré su valioso avance al controlar los esfínteres sin que Mozart hubiese intervenido en el proceso.

Me recosté y me quedé dormido al rato de Nicolás a eso de las nueve de la noche. A las once me desperté y me di cuenta de que mi esposa (ex hoy) no estaba a mi lado. Di una vuelta por la casa y tampoco estaba. Me exasperé. Me senté y vi una caja de cigarrillos. Yo no fumaba (ni fumo) pero decidí prender un cigarrillo mientras tarareaba “fumando espero, al hombre que yo quiero…” y me reí con esa risa lacónica que ama y odia. Yo era la dama de la relación y me imaginaba buscando el molinillo en la cocina para hacer el reclamo cuando llegara él, es decir, ella, en fin. Entró a la casa sin hacer ruido y sólo me delataba el cigarro encendido. Me dijo “¿Qué haces despierto?”. Respiré profundo, profundísimo y respondí “esperándote”. Algo me dijo, no recuerdo qué y siguió a la habitación. Yo seguí fumando intrigado por qué ella no me había preguntado qué hacía yo fumando si yo no fumaba. No me lo preguntó nunca. Entré a la habitación y ella ya estaba bajo las cobijas, empijamada y durmiendo. Quise despertarla para… para… para… no sé para qué… para nada, porque nada había ya qué decir.

Nicolás durmió casi toda la noche, a las 5 de la mañana se despertó y yo le di el tetero. Se lo tomó y durmió otro ratico. Mi esposa (ex hoy) se levantó a las 6, se baño a mil, se tomó un jugo, besó a Nicolás y lo consintió un rato y me dio un pico en la boca de afán… y se fue. Quedé maluco. No sé, quería decirle algo que no le dije, no sé si bueno o malo. En la salida recogió el recibo de la mesa, giró su cabeza como diciendo “no” y se fue. Yo quedé sentado, rayado, viendo a Nicolás entre dormido y despierto con el chupo entre los dientes. Ese día tenía que llevarlo al jardín nuevo que le habíamos conseguido para que yo pudiera ir sin tanto contratiempo a la Universidad. Le preparé el desayuno, lo bañé y se hizo pipí en la ducha. Siempre lo hacía y no pasaba nada… le parecía divertido como el agua de él se mezclaba con el agua de la ducha. Lo vestí, y convencido de que no era necesario, no le puse el pañal. Saqué unos calzoncillitos de otro “baby shower” y se los puse. Encima, la mejor pinta. Pantalón nuevo, zapatos lindos, camisita de grande. Todo un dandy.

Fui a hacer el desayuno mío y gritó: “Popóooooooooooo”. Corrí para llevarlo a la bacinilla. La prueba del popó aún faltaba. El popó asomaba por la pantorrilla. Súbitamente, yo, me convertí en la persona que más he odiado en mi vida. Lo miré y lo levanté con asco e ira y le di la vuelta ¡Pam! Una palmada en la cola que sólo aplastó más lo que ya era una desgracia. No lloró, sólo me miró sorprendido ¡Pam! Otra palmada más dura. Abrió sus ojitos y sólo sollozó. ¡Pam! Más duro, cerró sus ojitos y dos lágrimitas escurrieron. Aún no dejaba escapar el llanto. Lo tiré en la cama y le quité el pantalón de un solo jalón. La camisa, los zapaticos, todo sin misericordia y con una agresividad corrosiva. Él me miraba sin comprender qué estaba pasando. Lo llevé a la ducha para bañarlo. Por equivocación abrí el agua fría y no la caliente. Pero mi perversidad sin límites convirtió una equivocación en una tortura miserable. Lo dejé bajo el chorro de agua fría y él instintivamente trató de correr. Lo impedí y me cercioré de que el chorro le diera en la cola para que lo limpiara, pero en un acto que ni Lucifer hubiera disfrutado. Él empezó a llorar profusamente y el llanto era interrumpido por el suspiro entrecortado que provoca el agua fría, más si es en tierra fría. Estamos hablando de las parcelas de Cota, plena sábana de Bogotá a 2600 metros de altura de trópico a las siete de la mañana. El frío es simplemente recalcitrante. Lloraba más duro y ¡Pam! Otra palmada acompañada de un regaño: “¡Eso es para que aprenda que el popó se hace en la bacinilla!” mientras mis dientes de arriba chasqueaban contra los dientes de abajo y me hacía tan belfo y monstruoso que sólo mi cara le daba más terror que mis palmadas.

Otra ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!... no sé cuántas palmadas le dí, hasta que una voz, casi divina, casi celestial, me gritó con ofuscación: “Felipe, ya, ya, ya no más salvaje, lo quiere matar o qué imbécil”. Era mi hermana, que por alguna razón, que sólo Dios hoy sabe y yo agradezco, entró en mi casa a pedirme algo que nunca supe qué era. La miré y le dije: “¿Usted quién es para cuestionar lo que yo hago con mi hijo, acaso yo le digo qué hacer con sus hijos?”. Pensé que la iba a disuadir. Vi que se creció 20 centímetros, se robusteció como un luchador y me reviró: “No es sólo es su hijo, es un bebé y antes de que usted le de otra palmada yo me hago matar”, mientras cerraba la llave del agua fría, la única que estaba abierta. Tomó a Nicolás que aún sollozaba con esos sollozos profundos que uno siente que rompen el alma y lo envolvió en una toalla. Se lo llevó a la cama, lo metió en una cobija y lo abrazó. Yo los miraba y sentía como si mi alma estuviese volviendo al cuerpo. Mi alma que me había abandonado mientras el diablo que me invadió golpeaba a lo que yo más amaba.

Me senté en el suelo y me tomé la boca, luego la cabeza y enredé mis dedos en el pelo. Empecé a llorar sin poderme contener y gritaba como un loco: “perdón, perdón, perdón, hijo, perdón…”. Mi hermana me dijo: “Quédese acá ahora vuelvo”, y salió con Nicolás y con la ropa que le iba a poner. Me quedé allí, en el suelo, miré el techo, llamé a Dios y le pregunté qué me había pasado.

Mi hermana volvió como a la hora. Cargaba a Nicolás que se había dormido. Me lo dejó en los brazos, me miró, me hizo un gesto de desaprobación, y se fue. Yo lo llevé a la cuna y lo dejé ahí, tendidito. Me quedé contemplándolo y vi cómo tenía un bultico en la cola. Mi hermana le había puesto un pañal. No era capaz de tocarlo ni para acariciarlo. Al rato se despertó y me miró. Su mirada no era la misma. Seguía extrañado, sorprendido, decepcionado. Traté de alzarlo pero no me estiró los brazos como siempre. Sólo se dejó levantar sin quitarme la mirada de los ojos como si quisiera comprobar si era yo o el diablo que me había poseído. Lo abracé y él seguía con sus bracitos inertes, inexpresivos, yertos. Lo dejé en el tapete y le busqué los juguetes. Él tomaba todo con temor con desconfianza, con extrañeza, como si nada fuera lo mismo.

Traté de hablarle. Mientras estaba sentado en el suelo me senté a su lado y le pedí perdón. No sabía si entendía mis palabras, pero hablé pausado, calmado y traté de explicarle lo inexplicable. Él me seguía mirando aterrado pero ya no aterrorizado. Cuando terminé de hablarle él se quedó mirando un carrito y trató de simular que jugaba. Le di el tetero y me lo recibió en la mano, como nunca lo hacía, siempre esperaba que yo se lo pusiera en la boquita. Se lo tomó lento y me seguía mirando.

Yo, me recosté a ver la televisión y me quedé dormido en la cama. Él, estaba en el tapete, en el suelo, jugando con un carrito que casi no movía. Profundo, soñé con él, con su sonrisa, con la cara divertida que ponía cuando le decía “pipí y popó”, en su carita emocionada cuando lo levanté la primera vez que hizo pipí en la bacinilla. Soñé con él todo el tiempo. Desperté y sentí una presión en mi pecho, en mi brazo izquierdo. Pensé que era el remordimiento, la culpa. Pero no. Gracias a Dios no era eso. Era él, Nicolás, que se me había recostado en el pecho mientras yo dormía y se había quedado dormido encima. Lo miré impávido. Lo acomodé mejor en la cuna de mi hombro. Lo abracé con el otro brazo. Y sin hacer ruido, lloré… lloré… lloré y lloré… no sé cuánto tiempo lloré mientras le sobaba la cabecita y le daba gracias a Dios y a mi hermana por haberme detenido. Abrió sus ojitos y sequé los míos. Sonrió y le sonreí. Entendí que en su infinita ternura me había perdonado aunque siguiera sin comprender por qué hice lo que hice.

Se bajó de la cama y me miró con miedo de nuevo. Su pañal estaba inflado. Con calma le cambié el pañal, con tanta suavidad que no sintiera que mi infamia se pudiese repetir. Le cambié el pañal esa vez y todas las demás que fue necesario. Nunca más le parecieron divertidas las palabras “pipí o popó”. Nunca más las volvió a decir y con el tiempo él mismo fue sólo hasta la bacinilla a hacer pipí o popó.

No recuerdo la edad exacta en la que mi hijo aprendió a controlar los esfínteres, pero si recuerdo con claridad el instante en el que cometí la peor cagada de mi vida.

12 comentarios:

  1. Que bueno es saber que esa fué la peor cagada de su vida. Viendo a Nico, su madurez y serenidad veo que la sacó de su memoria. Que ese segundo en su vida no cuenta comparado con la felicidad de todo el resto. Que se muere por volver a ser su compinche como siempre lo han sido y que no ve la hora de estar allá con usted. Y además, usted cree que es el único?? Cuando leí esto me tranquicé al saber que no era la única que alguna vez había sido poseida por ese demónio al que damos paso cuando nuestra alma está perturbada...afortunadamente lo combatimos y lo vencimos a tiempo para construir felicidad en nuestros hijos. No tengo el don de escribir, yo también he querido vomitar el recuerdo de algo similar. De verdad me siento liviana sabiendo que no soy la única y que también hoy después de mi cagada mi hija y yo nos amamos como ustedes dos. Afortunadamente ese recuerdo no existe en ellos y a nosotros hoy nos duele mas que lo que a ellos en ese momento.
    Un abrazo. Clara

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  2. Que relato tan interesante...
    No tengo hijos, pero siento como si tuviera uno y hubiera hecho lo mismo...
    me ha puesto a reflexionar.
    Muchas gracias por compartirlo, muy buen escrito.

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  3. Klarence, el comentario suyo me ha conmovido de verdad. Sobretodo, porque usted sabe quién en su momento fue la heroína de esta historia. Y quién lo ha seguido siendo después. Si Nicolás es el ser que es, es también porque usted le ha brindado su entorno.Un ambiente de familia, hermanos, un lúgar para ser y un nido de ilusiones que lo han proyectado hacia su propia autenticidad. Hoy emula la música que Javier le inculcó, es deliberante por el aire que se respeta en su casa, ama a los animales por Juli, es respetuoso por Arturo y poco a poco han ensamblado ese ser maravilloso que es con los valores que no se encuentran en la calle. Yo he hecho parte de ese proceso pero sin ustedes la vida hubiese sido mucho más hostil. Con ustedes pude darle FAMILIA a Nicolás y así, ser parte también de esa familia hermosa siendo además el padre del muchachón. Un abrazo y gracias... y sí, no estamos sólos en hacer cosas impulsivas, pero tampoco para recapacitar y corregir. Gracias de verdad.

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  4. Dunkhan hermano, gracias por aparecer en estos espacios que son difíciles de describir en cuando a la vida misma. Cuando tenga hijos quizás este texto lo haga refelxionar cuando pase por una situación parecida y si procede con calma seguro voy a sentir que hice algo bueno. Un abrazo y de verdad, muchas gracias por leerme.

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  5. Prefiero ser Soledad… así con mayúsculas iniciales… Porque todo afirmativo, gesta su contrario… Por eso siempre vuelvo a los confines de tu alma, que veo más clara en este escrito que en cualquier otra parte. Blanco o negro, una disyuntiva que se torna color y que te tomas en un vino, que escuchas en esas canciones taciturnas y tristes, y que se transforma en una ráfaga de lágrimas y sonrisas que son las manifestaciones de una añoranza más allá de lo comprensible. No he dado vida, pero tú sí: luz y oscuridad en un ser tan complejo, que nunca entenderé completamente, pero que siempre encuentra asilo en mis sueños. Una celebración en este mes que te mereces todos y cada uno de los días que has sido el papá de Nicolás. Brindo contigo…

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  6. Hola Soledad, con mayúscula inicial, que gesta compañía y que da con base en enigmas el camino detrás del velo. Mi alma con mi hijo no tiene colores... ni siquiera blanco o negro. Todo es transparente aunque él lo vea genial. Si crees que no has dado vida deberías mirar a tu entorno, si no es vida lo que ves... te creería. Para dar vida sólo hay que vivir... así sea tras el velo. Comprenderme no es tarea fácil para mí, por eso llevo un registro de mis incoherencias, para ser congruente y consecuente con mi locura que tu ves de muchos colores. Gracias por estar ahí, con esa voz en off que me da poesía que no rima, como me gusta. Un abrazo... etéreo... gracias por el brindis y la felicitación. Ser papá es todo para mí.

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  7. Rafagaco
    también yo he cometido este error y muchas veces los niños pagan por las presiones externas que tenemos los padres.
    Como a vos, cada que me acuerdo de las pelas que le he dado a mis hijos lloró y me arrepiento infinitamente, gracias a Dios fueron pocas las pelas y gracias a Dios ya he aprendido a controlarme mucho.
    Me gusto mucho la forma clara en que contaste los eventos, me llegaron al alma.
    los niños no guardan resentimientos con nadie, ellos son puros , tiernos y cariñosos.

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  8. Rafagaco, hace rato no revisaba los comentarios, rezagados en el frenesí de no mirar con calma cada peldaño de una escalera. Mil gracias por sus palabras, por identificarse con esta labor dura que nos trae la vida de ser padres. Siempre habrá una injusticia cometida subsanada por una reflexión profunda. Gracias por hacer de mi vivencia también su experiencia. Para eso estamos, para compartir aprendizajes y crecer. Gracias de verdad.

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  9. Tu relato me hizo llorar. Soy madre soltera, así que entiendo perfectamente tu situación.
    Tengo una hija de 8 meses, que muchas veces me exaspera. Se de la cara de decepción que hablas, hoy me la puso mi hija, al ver que le di unas palmadas en la pierna, por no querer almorzar su comida.
    Me sentí tan culpable, no le di fuerte, pero igual lo hice con la intención de que le doliera un poco y no esta bien. No esta bien y Dios sabe que me siento una basura ahora mismo.
    No lo hare mas y tu relato me ayudo con eso.
    Ser papás es tan dificil, la gente que no lo es, simplemente no puede entenderlo, sobretodo si estas solo, si tienes que lidiar con un bebe que no entiendes y que quiere tanta atención, al extremo de no dejarte ni un espacio para ti.
    No se si vayas a leer esto, probablemente es demasiado tarde, sin embargo, si algún día lo lees, me gustaría que me lo respondieras.
    Me gustaría saber como termino esta historia, si nunca mas lo volviste a hacer y como puedo sacarme esa culpa, que todavía me invade...

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  10. Hola Romina. Muchas gracias por tus palabras y por permitirme ese espacio tan sublime que has abierto en tu alma para dejar que entre mi relato. La historia con los hijos nunca termina. Se reinventa todos los días. Cada amanecer te da nuevas oportunidades para acertar, pero también, para volverte a equivocar. Por eso no me siento con la autoridad para decirte con certeza cómo puedes hacer para sacarte esa culpa, porque con mi hijo he renovado mis culpas y he rectificado nuevamente, y así, en un eterno aprendizaje de todos los días. Hoy mi hijo tiene 14 años (casi 15), y después de mi divorcio siempre ha vivido conmigo. Él mismo me perdonó cuando leyó esta historia hace un tiempo. Así que mi sugerencia sólo es que actúes con amor, que controles tus impulsos, que no mezcles las adversidades de tu vida con el sentimiento hermoso de ver crecer lo más tuyo que te ha dado la vida. No te flageles, el perdón llegará con nuevas sonrisas de tu hija cuando le des caricias. Llegarán nuevos errores y nuevos aciertos. Mientras fortalezcas todos los días el amor que le tienes y ella te retribuya, la culpa sencillamente se irá, sin que te des cuenta, y cuando ella tenga 15 y te diga cuanto te quiere, te darás cuenta de que has intentado hacer bien las cosas y que ella lo ha reconocido. Tienes una vida para ti y una vida por construirle a tu bebé. No te quedes en los errores cuando tenemos tanto tiempo hacia adelante para acertar. Gracias por leerme. Te mando un abrazo.

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  11. Que bellos comentarios todos, ser padres no es fácil pero desde el amor se puede todo, casualmente esta madrugada le di de palmadas a mi bebe de escasos 18 meses, por gritar de rabia al ponerlo a dormir en su cuna, el siempre prefiere mis brazos. Pero si se ponen a pensar quien no desea ser abrazado toda la noche, quien no desea ser acunado hasta el amanecer. Nos olvidamos que nosotros mismos disfrutamos de todo esto, y que a veces los libros y la sociedad nos hace olvidar lo que realmente desea nuestro corazon. Aunque por otro lado, pienso que nosotros como padres aunque a veces nos duela es necesario soltar un poco a los hijos porque no toda la vida vamos a estar para ellos. Un abrazo y feliz dia

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    1. La paternidad/maternidad es un aprendizaje permanente. Mi hijo ya va a cumplir 18 años, ya me puede cargar él a mí, y desde que me perdonó por este episodio, es una anécdota más de muchas que tenemos para ser felices. Gracias Zulma por pasar por acá y dejarme tu historia y reflexiones. Un abrazo.

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